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A las nueve menos cuarto, Ángel Fraile, el maquetador, abandonó como un espectro la redacción.
Su discreción rayaba en el autismo. A diferencia de Sabino Sabanés, que se pateaba los garitos de Bolsean, viviendo de madrugada, Fraile llevaba una existencia, nunca mejor dicho (bromeaba el director) monástica. Como si el dogal de un complejo de inferioridad le doblegara, no solía expresarse sino con mansas inclinaciones de cabeza.
Al despedirse de la secretaria, Ángel Fraile volvió a ejecutar su triste genuflexión. Un incoherente chasquido -algo así como si mordiera un palo, pensó Miriam- brotó de su garganta.
– Hasta mañana -le ayudó ella.
– Adiós -susurró Fraile, resecamente.
La puerta de La Colmena se entornó tras él. Se oyeron los molestos chirridos del ascensor.
Transcurrido un rato, Miriam decidió que se hacía tarde para que se presentase Lobos, o el negro, con su columna. Metió en el bolso el paquete de rubio mentolado y los reportajes que debía pasar a limpio (prefería hacerlo en su casa, en su propia máquina de escribir), vació las papeleras y apagó las luces de la sala de redacción, que olía a una mezcla de humanidad, tabaco y fracaso.
Estaba a punto de marcharse cuando el ascensor se detuvo en la planta de la gaceta. Las puertas se abrieron, clac-clac, y unos tacones, toc-toc, cruzaron el rellano. El difuso rostro de una desconocida asomó al vestíbulo del semanal.
– ¿Puedo pasar? -preguntó con acento extranjero.
– Estaba cerrando. -Miriam contrajo las pupilas hasta enfocar el rostro de la inesperada cliente; nunca había visto a esa mujer-. No se preocupe. La atenderé.
– Sólo será un momento.
Era una pelirroja alta y vistosa. Vestía ropa cara, de color negro.
– Vengo a poner una esquela -explicó.
Aunque el director reservaba un espacio para tales inserciones, en La Colmena casi nunca se contrataban muertos. A falta de encargos, la fúnebre sección acababa rellenándose con la lista de los finados en Bolsean y con publicidad de las funerarias. «Contrate su esquela durante las veinticuatro horas del día, domingos y festivos incluidos, llamando al teléfono…»
– ¿De algún pariente suyo? -preguntó la secretaria.
– De mi tío, don Gedeón Esmirna, el anticuario -confirmó la llamativa mujer.
Tenía un tono pastoso y ojos garzos, de los que emanaba una opaca luminosidad. «Si existiesen diamantes negros, así brillarían», se le ocurrió pensar a Miriam, mientras intentaba recordar dónde guardaba la lista de precios. Revolviendo los cajones, la miró de refilón. La pelirroja llevaba los labios engrasados con un carmín a juego con el cabello. Larga y espesa, de bruñidos reflejos, su melena se derramaba sobre las solapas de su chaqueta, en cuyo ojal refulgía un broche. Un lagarto azteca, un íncubo; sin sus gafas, Miriam no hubiera podido asegurarlo.
– ¿Puedo preguntarle cuándo se produjo el óbito?
– Mi pobre tío ha fallecido esta madrugada. De un ataque al corazón.
– Lo siento.
– Yo era su sobrina favorita.
– Lo lamento sinceramente -reiteró la secretaria, con su tono más afectuoso.
Acababa de encontrar la hoja de tarifas y la consultó con disimulada avidez. Podía imaginar la sonrisa del director cuando le informase de aquel ingreso extraordinario.
– Sírvase comprobar los módulos. Van desde la página entera hasta la mínima inserción reglamentaria. Los precios oscilan según los cíceros.
La pelirroja no vaciló.
– Una página ya bastará. Menos sería desmerecer a mi tío.
Las estrábicas pupilas de Miriam bizquearon de la impresión.
– ¿Ha traído el texto?
La mujer sacó del bolso una carpeta de plástico e hizo caer sobre el mostrador, sin tocarla, una hoja de papel escrito a pulso, con tinta escarlata, y rubricado con una esvástica de gran tamaño. Las líneas, regulares, trazadas con letra de calígrafo, rezaban así:
«En memoria de Gedeón Esmirna, fallecido en Bolsean. Te recordaremos al escribir tu nombre.»
– ¿Es todo? -preguntó la secretaria.
– Quisiera que lo reprodujeran con absoluta fidelidad. Incluida la firma.
– Por supuesto -asintió Miriam. Sin embargo, a la vista de la esvástica, albergó alguna duda-. ¿Desea hacer constar la fecha del fallecimiento?
– No me parece que sea un día para recordar.
La pelirroja frunció los labios. Forzando la vista, Miriam pudo admirar sus rasgos marcados, de una belleza angulosa, como los de una modelo o los de una actriz. Su envaramiento emanaba algo vagamente perturbador. A Miriam le inquietó la idea de hallarse a solas con ella.
– Comprendo -volvió a asentir, dando por descontado que la familia tampoco deseaba publicitar el funeral.
Le informó de la cantidad a abonar e inquirió, con ganas de librarse de su presencia:
– ¿Pagará en efectivo?
– Es una buena costumbre que mi tío me enseñó. El jamás extendía ni aceptaba cheques. Tampoco utilizaba tarjetas de crédito.
La pelirroja sacó del bolso un fajo de billetes, contó los que correspondían y los arrojó sobre el mostrador.
– ¿Cuándo saldrá publicada la esquela?
– Dentro de tres días, con la nueva edición.
– Espero que le asignen una página destacada. Los Esmirna no somos gente del montón. Mi tío tenía influyentes amigos. Era un hombre de otro tiempo, meticuloso y sensible. Un mecenas.
– Descuide.
Mientras la secretaria contaba el dinero, se hizo un incómodo silencio. Para compensar ese profano trámite, Miriam reiteró sus condolencias por la desdichada pérdida.
– Otros lo sentirán más -vaticinó la desconocida, con un tono que a Miriam le pareció agresivo. Sus uñas, afiladas y pintadas de fucsia («como las de una bruja», pensó la secretaria) arañaron la superficie del mostrador.
La pelirroja le dio las gracias y salió de la oficina. Una nube de perfume con aroma a espliego quedó flotando en La Colmena.
Miriam oyó, toc-toc, sus tacones en el rellano, y enseguida, clac-clac, la puerta del ascensor y el gruñido de la sirga descolgando con lentitud la cabina. La secretaria volvió a contar los billetes y los guardó en la caja. «El director dará un bote», presumió, alborozada.
Por alguna razón que tal vez tuviese algo que ver con el sugerente aspecto y con el terroso tono de la desconocida, aquella escena la había puesto nerviosa. Cerró el periódico y se dirigió a la cervecería donde la esperaba Adrián. Deseaba abrazarle, volver a sentir sus cálidos besos.
De noche, todavía veía peor. Al cruzar la calle, un coche estuvo a punto de atropellarla. Por asociación, le vino a la cabeza el difunto anticuario. La vaga noción de la levedad de la vida la aturdió hasta que se obligó a reflexionar que ni ella ni Adrián habían empezado a quemar etapas, y que un futuro feliz les aguardaba a la vuelta de la esquina.
La secretaria de La Colmena apresuró el paso y se olvidó de todo, excepto de lo que pensaba hacer esa madrugada con su novio en las escaleras que bajaban al garaje de la Residencia Militar, junto al cuarto de calderas, cinco plantas por debajo del dormitorio donde roncaría, en sus pesadillas de cañones y anís, el comandante Alarico Gómez, su padre, a quien pronto, en cuanto Adrián se decidiera a casarse con ella, dejaría de deber obediencia.
Porque estaba harta, realmente harta, de obedecer. ¿De qué le había servido?
Bolsean, 9 de enero de 1986, jueves
Eran las nueve de la noche. Un cielo denso y oscuro oprimía el barrio portuario. La humedad calaba la ropa. A causa de la niebla, no se distinguía a diez pasos.
En la calle de los Apóstoles, salvo un negro asomado a un balcón, no se veía gente. Una percusión de bongos ponía ritmo al silencio. De otra ventana más alejada surgían gritos, con acento calé, de una riña doméstica.
En el único local comercial del callejón (porque, ¿podría recibir esa consideración el Calypso, un lupanar de marineros con una novia en cada puerto?) la campanilla de Antigüedades Esmirna emitió un repiqueteo.
Una esbelta pelirroja, vestida de negro, la había hecho sonar. Las sombras del callejón se diluían hacia el interior del establecimiento. Impaciente, la mujer cambió de postura sobre sus zapatos de tacón y volvió a tirar de la campanilla.
En el misceláneo escaparate, apenas iluminado, se disponían, entre otros muchos objetos, una armadura medieval con un hacha de formidable aspecto, un par de jarrones orientales, un arcón castellano, la gorra de un oficial nazi y una serigrafía firmada por Juan Gris. Más allá, hacia el lúgubre ámbito de la tienda, reinaba una espesa penumbra.
El anticuario demoró en abrir. Su humanidad se fue abriendo paso entre una barricada de muebles, hasta que la acristalada puerta de entrada, decorada con el logotipo del negocio, un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca de porcelana, reflejó su reluciente rostro.
Gedeón Esmirna debía de pesar no menos de noventa kilos. Sobre la camisa azul lucía una corbata rosa con un alfiler de diamantes. Un batín de seda púrpura, anudado al estómago por un cinturón con borlas, cubría el tiro de un afelpado pantalón, que daba calor sólo de verlo. Las perneras caían sobre las redondeadas puntas de unos zapatos hechos a mano.
El anticuario había sonreído mientras descorría el pestillo. Con una entonación amistosa, casi familiar, dijo:
– Entra.
De pronto, enmudeció. Su globosa sonrisa dio curso a una expresión precavida.
– ¿Qué desea usted?
– Necesito hacer un regalo -contestó la mujer del pelo de fuego-. Estoy de visita en la ciudad. Si no puede atenderme, regresaré en otro momento. O tal vez no me tome la molestia de hacerlo.
El sentido práctico del anticuario se impuso. Contestó, con afabilidad:
– Estaba cuadrando la caja, pero nada me impide dejarlo para después. Pase.
– Gracias. Acabo de tener la impresión de que me confundía con otra persona.
– Me precio de ser buen fisonomista. Y no, no se parece usted a nadie que yo conozca.
El establecimiento era un ordenado caos. La mujer fue sorteando obstáculos hasta que una otomana le impidió avanzar.
Gedeón Esmirna conectó un interruptor: una luz cerúlea, de bodegón, se difuminó por la tienda. De las cruces de las bóvedas colgaban ganchos para sostener lámparas de araña, cuyas teselas, lágrimas y caireles de cristal translúcido rozaban entre sí, tintineando a causa de la corriente. Un par de ganchos exentos revelaban que esas piezas seguían vendiéndose.
La melodía de un piano surgía de algún rincón. El sonido no era nítido.
Esmirna apartó la otomana y asió a su clienta del brazo.
– Estaremos más cómodos en mi gabinete.
Ella supuso que se refería a una especie de abierto y destartalado despacho en el que, junto a un escritorio, el único mueble virgen de polvo, se arracimaba un foro vacío de sillas desparejas. En principio, podría pensarse que la mesa de trabajo era una propiedad particular, pero una etiqueta adherida al vade advertía que estaba en venta, como las antiguallas amontonadas de cualquier manera hasta la boca de la trastienda, separada por una cortina.
El anticuario tosió como si hubiera tragado el polvo que flotaba en el avaro aire de su negocio y fue rodeando el escritorio hasta acomodarse en un sillón Voltaire.
Un brasero de propano emitía un calor enfermizo. Esmirna respiraba con dificultad. Su frente transpiraba. De un frasco tapado con un corcho vertió unas gotas de colonia y se masajeó la cara. Un intenso efluvio impuso su aroma vegetal.
– ¿Eucalipto? -preguntó la pelirroja.
– No soporto los perfumes industriales -explicó el anticuario, antes de revelar-: Uso una colonia de hierbas que fabrico yo mismo.
– Soy fanática de los cosméticos. ¿Me revelaría la fórmula?
– Recolecto los ingredientes en la ladera del monte Orgaz. Cerca de la refinería, si conoce la zona.
– Ya le he dicho que soy forastera.
– Las plantas vienen de ahí, pero el secreto morirá conmigo. Hablemos de su regalo. ¿Para hombre o para mujer?
– Hombre -repuso ella, lacónica.
– ¿Alguien especial?
– Para mí, lo es.
– Eso está bien -aprobó el gordo Gedeón. Bajo unas cejas de mandarín, sus ojos, de una decoloración castaña, no cesaban de escudriñar a su clienta-. ¿Un tictac, tal vez?
Riendo, se abrió el batín. Contra su orondo vientre reposaba un reloj de bolsillo, cuya tapa se expresó con un chasquido en cuanto su dedo pulgar, amoratado por una negruzca uña, hubo pulsado el mecanismo. A su costado, enfundada en una cartuchera, asomaba la culata de un Derringer. El anticuario depositó el reloj y la pistola sobre el vade del escritorio.
– ¿Le da miedo el revólver? No se asuste. A ratos perdidos me he entretenido reparando el percutor. Una vez compuesto, me apeteció enfundármelo. No tiene nada que ver con las armas que usábamos entonces, pero me sentí de nuevo en el Frente del Ebro.
– ¿Estuvo en la guerra?
– En Belchite, en primera línea, combatiendo sin desánimo. Más tarde, con diecinueve años, me alisté en la División Azul. En cuanto al cronómetro -Esmirna sopesó el reloj, abriendo y cerrando su tapa-, le garantizo que sobrevivirá a cualquiera de nosotros. ¿Sería apropiado para ese hombre tan especial para usted?
– Tiene reloj.
– ¿Y el Derringer?
– Mi amigo sólo sabe disparar elogios envenenados.
El anticuario celebró con una moderada risita la ingeniosa respuesta.
– ¿Puedo saber a qué se dedica tan singular caballero?
Ella tardó unos segundos en responder.
– Es pianista.
Ese oficio pareció agradar a Gedeón. Comentó, expansivo:
– Me encanta el piano. Yo mismo lo toco en mis ratos libres. Nada del otro jueves, no vaya a creer. Estoy abonado al Balneario del Mar, aunque no siempre puedo asistir a los conciertos. Me encanta abandonarme a un nocturno, a una suite. El mejor momento de la jornada es precisamente éste, cuando me dispongo a cerrar y puedo concentrarme en mis composiciones predilectas. Escuche con atención. ¿Reconoce la que está sonando?
La melodía se oía ahora con más brío. La mujer del pelo rojo apuntó:
– ¿Mussorgsky?
El anticuario la evaluó con mayor indulgencia.
– Acertó. Una de sus suites.
– ¿Cuadros para una exposición?
Esmirna no disimuló su arrobo.
– Volvió a acertar. Es eterna, ¿no cree?
La afinidad musical creó un clima de confianza. Los dedos del anticuario tabaleaban la melodía contra el filo del escritorio.
– Adoro los Cuadros. En mi pick-up sólo suena la versión original, antes de que Ravel decidiera colorearla, o profanarla. ¡Ese Maurice! -le increpó, como a alguien a quien conociera de toda la vida-. ¡Condenado impostor! Por suerte, algunos intérpretes jóvenes, como ese otro Maurizio, Amandi, quien, por cierto, es cliente mío, se han decidido a recuperar la partitura original. ¿No cree que Amandi es uno de los mejores pianistas vivos?
La pelirroja se alteró un tanto. Sin percibirse de ello, el gordo Gedeón continuó parloteando:
– Mañana, precisamente, en el Balneario del Mar, Maurizio Amandi interpretará, en su versión original, los Cuadros. ¡No me lo perdería por nada del mundo! Aunque le resulte paradójico, y admitiendo que, en parte, subsisto gracias a ellas, odio las restauraciones. Nada me halagaría tanto como que usted llegase a pensar que cuanto contiene mi establecimiento es auténtico. Menos el tiempo, que se revela ilusorio. Por eso permito que el polvo cubra mis tesoros. Lo indulto, prohíbo limpiarlo. ¿Una pluma estilográfica, tal vez, para su amigo?
– Tal vez.
Gedeón se palpó el pecho para desprender un colgante del que pendía una pequeña llave, con la que abrió el cajón central del escritorio. Extrajo una arqueta y alzó su tapa. Inclinando con unción la urna, como si contuviese alguna reliquia, mostró a su clienta varias estilográficas acostadas sobre un paño de terciopelo de color ciruela. Escogió una y la exhibió con delicadeza.
– Egmont-Snake, 1904. Una joya de la escritura.
La pelirroja tomó la pluma, decorada con una serpiente de plata, la destapó y trazó unas líneas en la cuartilla que le ofrecía el anticuario. La tinta se deslizó con fluidez. Los dedos de la mujer acariciaron las esmeraldas engarzadas a ambos lados de la cabeza del reptil, a modo de hipnóticos ojos.
– Nunca había visto una pluma como ésta.
– Ni volverá a verla, se lo puedo garantizar. John Egmont, el fabricante que inventaría el sistema de émbolo, celebró el cambio de siglo con el símbolo de la mudanza, del renacimiento. La serpiente del XIX mudaba de piel para recibir a la nueva centuria. La suya, el siglo XX, el de Eva y la sierpe, la centuria del diablo. Porque vivimos bajo el imperio del mal, ¿o tiene usted alguna duda?
A la pelirroja no le seducía la disquisición filosófica. Inquirió:
– ¿Un ejemplar único?
– Ah, no. Hace ochenta años, la edición conmemorativa, destinada a coleccionistas, ascendió a trescientos ejemplares. De la Egmont-Snake deben de quedar apenas medio centenar en todo el mundo. Casi ninguno en tan buen estado de conservación, le doy mi palabra.
– ¿Precio?
A la sonrisa de Esmirna asomó el desdén.
– ¿De verdad opina que cualquiera podría pagarla?
– ¿Cuánto? -insistió ella, herida en su orgullo.
Una chispa relumbró en las pupilas de su interlocutor.
– No saldrá de esta humilde morada. Pertenece a mi colección particular.
La pelirroja observó las restantes plumas. Algunas, moldeadas con ebonita y primitivos derivados del caucho, procedían del siglo anterior. Reparó en una estilográfica muy curiosa, de oro, con giróvagas cruces de pedrería decorando el capuchón y el cargador.
– ¿Y ésa, está en venta?
– ¿La Egmont-Swastika? Se trata de una imitación -se apresuró a explicar el anticuario, con un deje de vergüenza-. Tampoco los rubíes son auténticos. De la edición original de principios de siglo sólo deben de quedar…unos pocos ejemplares. Su valor es incalculable. ¿Qué más puedo ofrecerle?
La clienta derivó una mirada errática por los ángulos de la tienda. El horror al vacío colmaba el espacio con atestadas alacenas y estanterías que alcanzaban el techo.
– ¿Pintura cubista, impresionismo? -le sugirió el anticuario-. Detesto las vanguardias, pero tienen su público y visten la ignorancia. ¿Un paisaje decimonónico, un Romero de Torres?
– Preferiría algo verdaderamente antiguo. Románico, gótico.
El gordo Gedeón se incorporó con pesadez. Ajustándose el batín, se dirigió a una galería contigua y encendió una lámpara turca de alabastro y latón. Una suerte de pinacoteca quedó iluminada al trasluz. Había serrín en el suelo, y alguna baldosa fallaba.
– Elija usted misma. Puedo ofrecerle un poco de todo, como verá. Vistas venecianas del Gran Canal. Retratos costumbristas de la escuela velazqueña. Tallas románicas y góticas, desde luego. Hasta un Goya, ese Natanael que cuelga enfrente de mí. Auténtico, por supuesto.
– No lo dudo.
El tono del anticuario se tornó displicente.
– He reparado en su gesto, y conozco los rumores que perjudican mi oficio. Estoy en disposición de documentar cualquier pieza que decida comprar. En metálico, lo único. En esta casa no se aceptan cheques ni tarjetas de crédito.
– No he traído efectivo. Me aseguraron que este barrio no era de fiar.
La garganta troncal de Esmirna emitió un suspiro.
– Dígamelo a mí, que he sufrido un sinfín de atracos. No sé por qué sigo aquí. Por respeto a mi padre, supongo, que instaló en su fecha, durante la dictadura de Primo de Rivera, una prendería que era también bodega y nevero. Tampoco es imprescindible que pague al instante. Mande a recoger el regalo mañana, si su caballero puede esperar.
– No está acostumbrado a hacerlo.
– Yo, en cambio, esperaría, tratándose de una mujer como usted.
La pelirroja entornó los párpados, rematados por largas pestañas.
– Me lo tomaré como un cumplido.
– Lo es, señorita. Porque no está usted casada, ¿verdad?
– ¿Cómo lo ha adivinado?
– Mis clientas no usan esos zapatos de tango.
Ella lo contempló, divertida.
– ¿Y usted, está casado?
– Con el arte. Soy vehemente, no vaya a pensar. Cuando deseo una pieza, la obtengo. Eso no me impide rendir homenaje a la belleza, aunque no me pertenezca.
La desconocida encendió un cigarrillo. Gedeón arrugó la nariz, pero se limitó a regresar al escritorio para perfumarse de nuevo y coger un cenicero de nácar, en forma de concha.
– Puede que me interese aquella pintura -señaló la pelirroja.
– ¿La Anunciación?
– Sí.
– ¿Le atrae a su amigo el arte religioso?
– Sólo cuando rezuma dolor. Y esa Virgen parece estar sufriendo, como si el éxtasis la atormentase, como si no estuviera en el lugar que le corresponde.
– ¡Qué idea más peregrina! -se extrañó Esmirna-. La tabla es excepcional, en cualquier caso.
– ¿De qué época?
– Siglo XIII, principios.
– ¿Procedencia?
– Difícil de precisar, como la mayoría de obras indocumentadas de ese período.
– Me gusta saber el origen de lo que compro.
– La adquirí a un experto. Yo diría que procede del Alto Aragón, pero también podría ser románico asturiano. Estoy seguro de que a su amigo le encantará.
– ¿Cuánto?
– En un rapto de generosidad, la he marcado en un millón ochocientas mil pesetas. Vale mucho más.
La pelirroja tomó una decisión.
– Vendré a buscarla mañana por la tarde, a última hora.
– La estaré esperando.
– ¿Millón y medio?
– Yo no he dicho eso.
– Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué me pareció oírlo?
– Está bien -sonrió Gedeón.
Conforme, la mujer se encaminó hacia la salida. Justo cuando iba a salir, entró un hombre joven, de unos veinte años, con el pelo negrísimo y rizado y una piel tostada que proporcionaba un aire étnico a su rostro mediterráneo. Llevaba una bolsa de lona atravesada a la espalda.
El anticuario le saludó con familiaridad.
– Buenas noches, Manolito. ¿Todo bien?
– Todo bien.
La pelirroja reparó en la sonrisa blanca y tímida del muchacho. Sus labios brillaban como si los hubiera animado con una barra de cacao.
– Manuel Mendes, mi ayudante -lo introdujo Esmirna-. Uno de los más prometedores alumnos de la Escuela de Artes y Oficios. Me acompaña a las ferias y se introduce conmigo en los secretos del gremio. Es un chico serio. Aguárdame en la trastienda, pequeño -le indicó.
La mujer estrechó la blanda diestra del anticuario, le reiteró que regresaría al día siguiente con la cantidad acordada y desapareció por la calle de los Apóstoles entre un ritmo de bongos y los gritos de la misma riña casera que había percibido al llegar y que, a juzgar por un llanto convulso y los insultos que profería un vecino fuera de sí, amenazaba con pasar a mayores.
Tanto, pensó la pelirroja, sonriendo para sí, que tal vez tuviese que acudir la policía.