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Una vez que Horacio Muñoz la hubo dejado en su casa, la subinspectora encendió la chimenea y se sirvió un whisky de malta con mucho hielo en copa de balón. Agotada, se había dejado caer en un sofá del salón. Olía a cerrado. No era de extrañar, pues pasaba el día fuera de casa. Normalmente, las persianas permanecían bajadas. Las subió y abrió los ventanales al húmedo aire de la noche.
Eran las diez y cuarto cuando llamó a Jefatura, al número directo de Baldomero Villa. Pese a lo avanzado de la hora, fue el propio inspector quien descolgó el auricular.
– ¿Me telefonea para darme buenas noticias, Martina, o necesitaba oír una voz amiga?
Tal como le sucedía a Conrado Satrústegui, Baldomero Villa se encontraba inmerso en un proceso de separación matrimonial. Un dominó de divorcios estaba haciendo tambalear el equilibrio sentimental de los mandos. Las escasas agentes de la Comisaría Central comentaban que ir a trabajar era como soportar a los Rodríguez en una noche de verano, cuando el setenta por ciento de las mujeres adultas de Bolsean se encontraba de vacaciones en las playas. Pese a sus corteses modales, Villa era de los que se dejaban caer. Martina le contestó, con timbre administrativo:
– La tarde ha sido fructífera. Cabe la posibilidad de que hayamos dado con uno de los objetos robados.
– ¿Con el lígnum crucis?
– Con esa Anunciación.
– ¡Bien hecho!
De modo sucinto, la subinspectora le refirió su encuentro con Gedeón Esmirna en la tienda de antigüedades de la calle de los Apóstoles.
– ¿Pudo ver el cuadro?
– Está expuesto.
– ¡Qué valor! -exclamó Villa.
– Fingí interés por él. Esmirna lo ofrece por millón y medio de pesetas. Me comentó que lo había adquirido a un especialista.
– Seguro -ironizó el inspector-. Incluso pondrá a nuestra disposición una factura con el precio de venta y los gastos de envío. Sin embargo, Martina, me cuadra su información. Aunque Esmirna carece de ficha, no hace mucho se vio enredado en un asunto turbio, relativo a un lote de joyas robadas. Salió indemne, pero me quedó una duda razonable acerca de su inocencia. Le interrogué, recuerdo. Un tipo resbaladizo, muy cursi. Homosexual, probablemente.
La voz de Martina sonó crítica.
– ¿Eso le convierte en sospechoso?
– Claro que no -se enmendó Villa, recordando las habladurías sobre la ambigüedad sexual de la subinspectora.
A ese respecto, el Hipopótamo era, de todos los mandos de Jefatura, quien lo tenía más claro. Simple y llanamente, para el inspector Buj ella era una JL. «¿Y qué es una JL?», le había preguntado alguien. «Una jodida lesbiana», había replicado Buj.
– ¿Sigo la pista de Esmirna? -preguntó Martina, rompiendo el embarazoso silencio. Si Villa pensaba o no que era una JL, allá con su jodida conciencia.
– ¿Ha levantado sospechas? -quiso saber el inspector.
– No lo creo. Esmirna acaba de recibir la visita de una mujer pelirroja, muy llamativa, con aspecto de nadar en dinero. Lejos del estereotipo de una subinspectora de policía.
Al otro lado del hilo se oyó una risilla.
– ¿Es que se ha disfrazado usted, Martina?
– Ni siquiera el inspector Buj me habría reconocido.
Villa emitió un gorjeo nasal.
– No esté tan segura. Buj sueña con usted. Ha hecho bien en camuflar su identidad. Últimamente, su foto ha salido con demasiada frecuencia en los periódicos, y el gremio de anticuarios suele estar bien informado.
– No vaya a pensar que me entusiasma aparecer en los papeles.
– Lo imagino. Continúe con la representación, en cualquier caso.
– ¿Quiere que despache con usted?
– Se lo iba a proponer. El comisario me ha adelantado que mañana dispondremos de la documentación de las piezas sustraídas.
– ¿A primera hora, entonces?
– Perfectamente. Acérquese por mi negociado para comprobar si se trata de la misma Anunciación. De coincidir las características del cuadro, usted y yo haremos una visita, no sé si de cortesía, a Gedeón Esmirna. ¿Advierto a mi secretaria que permita pasar a una explosiva pelirroja?
La risa nasal de Baldomero Villa se repitió en sordina. Martina le secundó, por educación.
De los inspectores, Villa era el único con quien la subinspector había conseguido establecer una cierta relación de igualdad. Los demás seguían percibiendo en ella una anécdota, o a un rival. No la contemplaba así el comisario Satrústegui, quien siempre le había deparado un trato profesional.
Martina subió a su dormitorio y se asomó a la ventana. Un viento frío hacía oscilar las copas de los tamarindos. No se divisaban estrellas. Según los informes meteorológicos, una borrasca procedente de Europa Central se cernía sobre la península. El tiempo iba a empeorar. Se esperaban tormentas.
La subinspectora cerró la ventana y observó su rostro en el espejo del cuarto de baño. Limpió sus labios de carmín y usó algodón desmaquillador hasta que su cutis recuperó su aspecto habitual, fresco y suave, sin impurezas ni brillos. ¿Hacía cuánto tiempo que no se disfrazaba?
Recordó haberlo hecho en el Londres de su salvaje juventud, en el apartamento en el que había conocido a Maurizio Amandi. ¡Qué ridículo, santo Dios! ¡Utilizando una peluca, unos bombachos y un sujetador de lentejuelas se había caracterizado de princesa hindú para bailar la danza de los siete velos!
El espejo reflejó oblicuamente el telegrama que había recibido el día anterior, y que permanecía tirado en la cama, sobre la funda de la almohada. Martina acabó de quitarse la ropa, se tumbó sobre el edredón y, con el corazón agitado, volvió a repasar sus taquigráficas frases:
Actúo Bolsean 10 enero. No lo haré si no asistes.
Sueño, escribo tu nombre.
Maurizio Amandi
La subinspectora cerró los ojos, negándose a resucitar el pasado.
Hacía casi cuatro años que no veía a Maurizio, y temía volver a encontrarse con él. Su última cita resultó tan decepcionante como las anteriores. Si ninguno de los dos había nacido para hacer feliz al otro, ¿para qué obstinarse en sufrir?
Una innata tendencia a la infidelidad descompensaba las virtudes de Maurizio, su encanto, su ingenio, su histriónico talento… ¿Cuántas mujeres habrían pasado por sus brazos?
Maurizio era un coleccionista de amantes, un cazador. También, una víctima de sus íntimas inseguridades. A Martina nada podría extrañarle que, en el terreno meramente deportivo del amor, Maurizio continuara siendo un vanidoso y falso donjuán. Mucho tendría que llover para que aprendiese a convivir con una mujer, y toda una eternidad si pretendía que le fuesen conmutadas sus innumerables, y a veces inocentes, mentiras.
El pianista era famoso por su carácter ciclotímico y por sus numerosas rarezas.
Cuando estaba de gira, Maurizio exigía en los hoteles habitaciones insonorizadas y un piano para sus ensayos, además de toallas nuevas, comida oriental, gimnasio y suficientes bebidas como para abastecer a una orquesta. Pero aun siendo esas y otras cláusulas de sus contratos debidamente atendidas, su conducta devenía imprevisible. En muchos detalles imitaba a los ídolos del rock, cuya estética había asimilado. Le encantaban las cruces, las drogas, el sexo. Durante una época en la que coqueteó con la heroína se quedó extremadamente delgado. Fue su etapa más gótica, con candelabros junto al piano, dedos enjoyados, amistades peligrosas, lecturas esotéricas, irascibilidad y enfrentamientos con los periodistas…
La prensa no lo tragaba, a causa de su arrogancia, pero solía comentar sus excentricidades. A él le encantaba la publicidad, y hacía todo lo posible, actuando, maniobrando, por alimentar su leyenda. En una violenta discusión con Thule Feyerdhal, una violinista sueca con la que mantuvo un tórrido romance, había destrozado una habitación en el Hotel Ritz de Barcelona. En otra ocasión, en el Danieli veneciano, apareció con un Picasso, lo colgó encima de su cama y se hizo fotografiar medio desnudo para una revista gay. Años atrás, en Múnich, había posado con indumentaria neonazi; poco antes, en Santiago de Chile, adonde había viajado en compañía de Martina, firmó una proclama de artistas contra la Junta Militar. En cuanto a su origen aristocrático, unas veces presumía de linaje y otras abominaba de él. Portaba sangre siciliana, la de su padre, y española por parte de madre, una mallorquina que había vuelto a refugiarse en su isla natal tras separarse del conde de Spallanza, con quien había tenido un único hijo y demasiadas noches de amargura; pero, en realidad, se consideraba ciudadano del mundo. «Sólo me inclino ante Mozart», había respondido en una ocasión, cuando le interrogaron por su bandera o su patria. «O ante Modest Mussorgsky».
En Madrid, en plena Gran Vía, el pianista poseía un lujoso apartamento en el que apenas pasaba unas semanas al año. Solía alquilar una limusina, con la que recorría las discotecas y los clubes recogiendo a lo peorcito de cada casa. La comunidad, compuesta por privilegiados vecinos de renta alta, estaba harta de denunciar sus orgiásticas fiestas, pero él siempre se las arreglaba para emerger del fango con un pícaro brillo en su sonrisa de arroz.
El dinero salía de sus bolsillos a manos llenas, y servía para tapar bocas. Todo eran contradicciones, caprichos y, sobrevolando su frívola vanidad, una actitud histriónica, de incesante burla y provocación.
No obstante, al abrir el telegrama, Martina había experimentado una bofetada de calor, como si los buenos momentos transcurridos junto a él reviviesen en esas escuetas palabras.
Brasas de la hoguera, pensó. Al calor de su propia chimenea, que ahora, en el amplio y casi desnudo salón (desde la muerte de su padre, había ido retirando muebles y objetos de una vivienda demasiado grande para ella), chisporroteaba alegremente, volvió a representarse su tersa sonrisa, esa expresión suya de fingido desconcierto que le hacía parecer desvalido o frágil, como si nunca supiera a qué carta quedarse. En el silencio de la casa, perturbado sólo por el crujido de los leños lamidos por el fuego, Martina casi pudo oír de nuevo, almacenada en el légamo de su memoria, la dionisíaca risa de Maurizio. «Nuestro amor es lo único que no envejece», afirmaba el músico. «Porque no existe», alegaba ella.
También Martina, a su manera, había jugado con él, pero cometiendo el error de dar por supuesto que ese invisible torneo duraría sólo el plazo necesario para afirmar sus sentimientos.
Los suyos eran confusos. Los de Maurizio, tumultuosos y aleatorios como las geografías y climas de sus viajes. En esa cadena de eslabones partidos, un desencuentro había antecedido al siguiente.
Durante aquella tarde, mientras investigaba el paradero de los bienes de Muruago, Martina había sido incapaz de decidir si respondería o no al telegrama. Ella sabía, desde hacía semanas, que Maurizio iba a actuar en la ciudad, y había decidido que, llegado el momento, estaría en el concierto, cerca de él, dispuesta a dejarse mecer de nuevo por sus aterciopeladas argucias. Dispuesta a escucharle, si necesitaba su compañía o su consuelo, pero en ningún caso a levantarse otra vez de su cama con el alma desgarrada, derramando las lágrimas que ya había vertido en la Isla de Wight, en Santiago de Chile, en París, en todas las ciudades, en todos los hoteles donde se había desarrollado su tortuoso romance con el hombre con quien había vislumbrado la felicidad; el mismo, precisamente, que se la había arrebatado sin una razón clara, como pretendiendo castigarla, acaso, o demostrarle que el amor sólo podía existir en los otros, para los otros, en el corazón de los otros.
A fin de despejarse, Martina se puso un culotte de ciclista, un jersey viejo y unas zapatillas con la lona teñida de tierra batida, y se obligó a correr en mitad de la noche.
Acababa de empezar a llover, pero salió de la casa y trotó con suavidad en dirección al puerto.
No estaba en su mejor forma. Seguía fumando sin parar y alimentándose de modo frugal. Dormía poco y tenía demasiado trabajo. Contra su voluntad, se había visto obligada a alterar sus rutinas deportivas, como el footing, los partidos de tenis o la práctica de tiro.
Con carácter anual, todos los agentes en activo estaban obligados a someterse a un chequeo. El último parte médico de Martina había deparado conclusiones un tanto alarmantes. Estaba baja de glóbulos rojos. Su tensión arterial y su tasa de colesterol rozaban los umbrales de riesgo.
La subinspectora no llevaba una vida sana. A menudo permanecía hasta pasada la medianoche en Homicidios, aprovechando la tranquilidad de la sala para elaborar informes o adelantar casos pendientes. Y todavía, en su casa, de madrugada, insomne, leía tratados de psiquiatría y de medicina forense o jugaba al ajedrez contra sí misma. Se acostaba tarde, y por la mañana no tenía tiempo ni ganas de hacer deporte. Salía a correr cuando se lo permitía el servicio o cuando sus defensas emocionales se veían asediadas y necesitaba agotarse para recuperar una sensación de bienestar.
La lluvia arreció cuando llegó al centro. Muy pocas cosas podían proporcionarle tanto placer como el ritmo de su respiración y el rumor de las zapatillas sobre el asfalto mojado.
El oxígeno actuaba sobre sus músculos. Tras rodear las solitarias alamedas, Martina aceleró hacia los muelles. Las dársenas estaban desiertas. El vigilante sabía quién era; la dejó pasar.
Cerca de uno de esos cruceros en los que sus cantaradas de brigada soñaban con embarcarse algún día, percibió los primeros proyectiles de granizo estallando bajo sus pies. Unos minutos después, en medio de una granizada infernal, se desviaba por una de las salidas del puerto hacia la fortaleza de San Sebastián, ordenada construir por Carlos III, cuyos espigones se adentraban en el mar.
Un paisaje de excavadoras y zanjas acreditaba que el Ayuntamiento pretendía rehabilitar las fortificaciones de Bolsean, de las que apenas quedaban en pie unas pocas casamatas, para destinarlas a usos culturales y reforzar la solitaria presencia del Balneario del Mar, en cuyo escenario se celebraban conciertos sinfónicos.
Hacía tiempo que Martina no se acercaba a esa fachada desconchada por las humedades y el viento del norte, ni a su marquesina de cristales de color verde ámbar.
Como un barco varado cuya sentina, o platea, elevada sobre una sucesión de pilastras que mantenían la nave principal en el aire, amenazase con derrumbarse al menor temporal, el Balneario del Mar se alzaba sobre una playa de arena parda.
El majestuoso edificio había sido construido con ocasión de la Exposición Hispano-Británica de 1920 y, desde entonces, alternando períodos de decadencia y esplendor, de efemérides y olvidos, se había mantenido en su sitio, rematando los muelles de Bolsean con un aire báltico, limpio y aéreo como las gaviotas que en noches de vendaval cobijaban su vuelo bajo las acristaladas cúpulas, moteadas de guano, contra las que ahora rompía el granizo y escupían las olas.
A la espera de que amainase la tormenta, Martina encendió un Player's sin filtro, aspiró hasta enterrar el humo en el fondo de sus pulmones esponjados por la carrera y subió las escalinatas de granito.
Junto a la taquilla, descubrió un afiche de Maurizio Amandi, y otros carteles suyos diseminados por el hall del teatro. Como correspondía a los artistas de relieve, capaces por sí mismos de convocar al público, la presencia del pianista se revelaba como la principal atracción del ciclo sinfónico de invierno. En la imagen publicitaria, Maurizio aparecía sentado ante un piano, con la espalda en ángulo recto y los faldones del frac cayéndole como fúnebres alas.
La plancha impresora había proporcionado al perfil del pianista una evanescente tonalidad. Su cabello rubio se derramaba en ondas sobre la frente, mientras sus dedos recorrían el teclado.
La subinspectora recordó esas mismas manos acariciando su cuerpo trece, catorce años atrás, dentro de una tienda de campaña, en los verdes prados de la Isla de Wight.
Allí, Maurizio y ella se habían acostado por primera vez. Pero antes, bajo una pegajosa nube de marihuana, tres músicos -Emerson, Lake & Palmer- habían interpretado, en el gigantesco escenario del festival, una versión psicodélica de la suite de Mussorgsky, Cuadros para una exposición. ¡Parecía que hubiese transcurrido una eternidad! Maurizio estaba obsesionado con esa melodía. Antes del concierto, no sin pedantería, y mientras se ahogaba en cerveza, había elucubrado sobre si la banda de Keith Emerson, al elegir semejante programa, pretendía suicidarse o pasar a la posteridad.
Martina había seguido la actuación en un clima de alucinación colectiva. Entre la multitud, que parecía agitarse con un sincopado ritmo, empujando, retrocediendo, las manos de Maurizio habían explorado su cuerpo. Se había sentido libre, generacionalmente identificada, una más entre todas aquellas chicas que imitaban a Janis Joplin, que hacían el amor o se desbandaban por las laderas de los acantilados, entre policías y perros policías y los grandes carteles y escenarios del festival. Tenía dieciséis años recién cumplidos. El mundo era suyo y Maurizio, también.
Aunque su padre llegó a enterarse por otro conducto, ella ocultó a su familia que había estado en la Isla de Wight. Tampoco le contó a nadie que ningún chico, hasta ese momento, la había tocado así, despertando de golpe su instinto sexual. Sabía lo que iba a pasar, lo deseaba, y esa noche, horas después del concierto de Emerson, Lake & Palmer, sintió a Maurizio dentro de ella. Tras hacer el amor, se habían abrazado toda la noche. En el sobreexcitado cerebro de Martina, hora tras hora, había sonado la obertura de Cuadros para una exposición. Una melodía que ya no olvidaría jamás.
La subinspectora retornó al presente. La sombra del balneario se cernía sobre la playa, apenas revelada por las farolas del malecón. Había dejado de granizar. Una intensa sensación de soledad la obligó a mirar al mar como a un amigo sordo y ciego.
Rachas de lluvia y granizo habían desteñido el cartel de Amandi. Por las letras de su apellido resbalaba la tinta.
Martina terminó su cigarrillo y lo arrojó lejos de las escaleras. Las mismas, pensó, que a la noche siguiente, al término de su interpretación, entre felicitaciones y autógrafos, descendería Maurizio como un joven y aclamado dios.
De nuevo bajo la lluvia, la investigadora retomó su carrera y fue sorteando los charcos y los pedazos de hielo caídos del cielo, hasta regresar a su casa.
Le hubiera gustado sentirse mejor, pero se conformó con lo que tenía.
Y con aquel telegrama.
El teléfono rompió a sonar en la oscuridad.
Después de darse una ducha de agua caliente, Martina se había sentado en albornoz, estilo bonzo, frente al tablero de ajedrez, para disputar contra sí misma una partida. Esa noche, habían ganado las negras.
Acababa de acostarse, pero no dormía. Encendió la luz y comprobó la hora: una de la madrugada. El teléfono seguía repicando. La subinspectora estiró una mano hacia la mesilla.
– ¿Mar?
¿Cuánto tiempo hacía que nadie la llamaba así?
– ¿Sigues ahí? -insistió la voz.
«Cuelga», le aconsejó su conciencia. ¿Por qué la desoyó, por qué se mantuvo a la escucha?
– Sí -asintió débilmente.
– ¡Te oigo como si me hablases desde un submarino!
Habría reconocido la voz de Maurizio entre un millón. Seguía siendo mensajera de un cuerpo que ella había asociado a playas desiertas, a camisetas desteñidas, a collares de hueso, a fragmentos musicales en medio de la pasión.
– ¿Amandi?
– ¡Enhorabuena, señorita! Acaba de ganar un viaje al Caribe, a la Isla de Providencia, para dos personas, con todos los gastos pagados. ¡Si lo desea, puede invitarme a mí!
A la subinspectora le costaba respirar.
– ¿Dónde estás?
– Cerca de ti -divagó él, con naturalidad, como si retomasen una conversación recién aplazada-. Acabo de llegar a Bolsean en un horrible vagón-cama, desde Biarritz, donde actué anoche. ¿O puede que fuese antes de anoche? ¡Qué más dará! ¿Recibiste mi telegrama?
Martina emitió un murmullo afirmativo.
– ¿Te has casado? -le espetó Maurizio.
Esta vez, el susurro significó negación.
– Me alegro. ¿No vas a preguntarme por mi estado civil?
– Hace mucho que dejó de importarme lo que hicieras con tu vida.
– Tú sabes que eso no es cierto, Mar.
– ¿No te crees demasiado bien informado, para no haberme visto en unos cuantos años?
– No he dejado de pensar en ti. Ni siquiera un día, ni siquiera una hora.
– No me hagas reír.
– En serio, Mar. Necesito verte.
– Es muy tarde.
– ¿Puedo ir a tu casa?
– Naturalmente que no. Estoy acostada.
– Para lo que me gustaría que hiciésemos, ni siquiera te pediría que te levantases de la cama.
Martina se sonrojó. El hecho de que él no pudiera verla no la consoló de su flaqueza.
– No has cambiado.
– ¿Puedo verte? ¡Ahora!
– No insistas, por favor. Voy a colgar.
Junto al otro auricular chasqueó un mechero. Martina notó cómo sus axilas se humedecían de sudor.
– Escucha, Mar -suplicó él-. Estoy en un hotel, no recuerdo cuál. Me fijé en que en la esquina había un bar abierto. Se llama Quick, o algo así. ¿Lo conoces?
– Por mi trabajo, conozco todos los garitos de Bolsean, incluidos los que gozan de buena reputación.
– ¿Desde cuándo necesitas trabajar?
– Soy policía.
Fue como si Maurizio se hubiese caído de un guindo.
– ¿Qué significa eso?
– Que, como subinspectora, pertenezco al Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Bolsean. Si mi teléfono suena a estas horas, mal asunto. ¿No te habrás metido en algún lío?
– Agente de la ley, válgame el cielo… ¡Jamás lo hubiera imaginado!
– El factor sorpresa hace la vida más divertida, ¿no te parece?
– ¡Y yo que te llamaba para darte una!
– Lo has conseguido. ¿Satisfecho?
– Lo estaré cuando consiga verte. ¿Desde cuándo llevas uniforme y placa?
– Me gradué hace dos años. Mi placa cuelga de aquella cadena de plata que me regalaste en Santiago de Chile. Ah, y suelo vestir de civil.
– El colgante, sí… ¡Investigadora de crímenes! -volvió a exclamar el músico, sin darle crédito-. ¿Cómo no me lo habías dicho?
– ¿Acaso tuve oportunidad?
Si en la respuesta latía un reproche, Maurizio lo ignoró.
– ¿Vas armada?
– En este momento no, pero contigo estaré prevenida.
La intuición de que ella había sonreído animó al pianista.
– Lo que debo decirte no puede esperar.
– Compruebo que la paciencia sigue sin ser una de tus virtudes.
– ¿En el Quick, digamos, dentro de media hora?
Martina aspiró hondo.
– Tres cuartos. Me gustaría arreglarme un poco.
– Tú siempre estás perfecta. Y otra cosa, Mar…
La subinspectora no quería oír más, pero se oyó preguntar:
– ¿Qué?
– Te quiero.
– No mientas.
– Jamás he querido a otra.
– Eres un farsante.
– ¡No me iré de Bolsean sin llevarte conmigo!
– Entonces, tendrás que quedarte.
– ¡Anularé la gira, lo dejaré todo! ¡Me empadronaré!
– Amandi…
– ¡Dime que no me has olvidado!
– En eso tienes razón. Es imposible olvidar a alguien como tú.
Martina colgó preguntándose qué iba a hacer. Pero no tenía demasiadas dudas.
Del entreabierto armario de su dormitorio colgaba el vestido negro que esa tarde había usado para su disfraz. Aunque era más apropiado para una cita galante que para desanimar a un hombre, limpió el único tirante de un resto de maquillaje y decidió ponérselo.
Cuando se hubo peinado, el espejo le devolvió una sensual versión de sí misma. Su rostro emitía un suave rubor. Ella no ignoraba el motivo. Si en el mundo había alguien capaz de descolocarla, ése era Maurizio.
Se retocó los labios y bajó al garaje.
Su coche se deslizó por las silenciosas calles de la urbanización, en dirección al centro.
«Estás loca», se dijo, encendiendo un cigarrillo.
El Quick era una de esas whiskerías de luz tenue y tapicerías atigradas que se pusieron de moda a principios de los años ochenta.
Frente a la entrada, un portero aparcaba en doble fila automóviles de marca. Dentro, a media luz, entre estatuas griegas y paredes de papel pintado, departía una clientela madura, con predominio de empresarios de la construcción, concejales y algún artista lampante de los que beben y viven, sablean y cuentan los mejores chistes.
Engominados camareros que torcían el gesto si alguien tenía el mal gusto de pedir un tinto atendían las mesas, redondas y bajas, chapadas en estaño y cuero. Los sofisticados cócteles de la carta de licores sentaban como un tiro, pero la novedad y un provinciano esnobismo justificaban su indiscriminado consumo, alternado con los tradicionales whiskys y ginebras y con alguna que otra cerveza; negra, por supuesto, y jamás de barril.
Con sus largas piernas encogidas debajo de una de esas mesitas, fumando y bebiendo, Maurizio Amandi esperaba desde hacía un rato.
El artista llevaba una camisa de seda de color magenta, un pantalón de lino y unas botas de piel que debían de haberle costado casi tanto como el sueldo del mozo que en ese instante le servía el tercer «cubanísimo» de azúcar, hielo picado, albahaca y ron en un coco natural con tres pajitas de distintos colores.
En cuanto vio entrar a Martina, Amandi se puso en pie con tal ímpetu que la mesa se tambaleó. El camarero le sostuvo la copa a tiempo, pero no logró impedir que unas salpicaduras bautizasen al cliente.
– Lo siento, señor.
– ¿Por qué? El culpable soy yo. Usted se ha limitado a hacer su trabajo.
– Le traeré una toallita con agua caliente.
– No se moleste.
– No es molestia, señor.
– Déjelo. Hola, Mar.
La subinspectora evaluaba la escena con mirada crítica.
– Hay gotas de un pringoso líquido en el asiento que se supone me estabas reservando. ¿Pretendes que lo ocupe?
– Lo limpiaré enseguida -volvió a excusarse el camarero.
Maurizio, que se disponía a cambiar el taburete, le hizo tropezar. El mozo resbaló y volcó la mesita. Un estrépito de vidrios rotos motivó que unas cuantas cabezas se girasen hacia ellos. Martina reconoció a un promotor inmobiliario que acababa de salir de la cárcel.
– Perdón otra vez -masculló el camarero.
– Ya le he dicho que soy yo quien lo lamenta -reiteró Amandi. La subinspectora sonreía. Lamparones de ron añejo decoraban el pantalón del pianista-. Usted se ha limitado a cumplir su trabajo. Quien cometió intrusismo fui yo.
– Le pido disculpas, señor -dijo el maître. A la vista del estropicio, acababa de abandonar la barra-. Permítame ofrecerle un quitamanchas.
– No será necesario -descartó Maurizio, sacudiéndose con exageración las perneras, mientras Martina trataba de contener la risa-. En realidad, me han hecho un favor. No me había cambiado de pantalones en una semana. Y tampoco recuerdo haberlo hecho de ropa interior. Confiaré en el servicio de lavandería de mi hotel, ya que aquí, según he podido comprobar mientras aguardaba a mi pareja, sólo les lavan la cara a los nuevos ricos de esta ciudad. He visto a uno de ellos sacarse algo de la nariz y pegarlo a un cacahuete. Puedo identificarle, si lo desean.
El maître se puso pálido. Su indignación, sin embargo, no procedía de los sarcásticos comentarios de Amandi, sino de lo que acababa de descubrir junto a la derribada mesa. El jefe de camareros señaló al suelo:
– Ha debido de caérsele algo.
Junto a las patas, una navaja de considerables dimensiones mostraba sus cachas de asta. Las iniciales del pianista, M. A., figuraban grabadas en el mango. Con tranquilidad, su dueño la recogió y se la guardó en el caño de una bota.
– Acero albaceteño -alegó Maurizio, por toda explicación-. Producto nacional bruto. Tiene mil usos, y algunos relacionados con la higiene personal. ¿Un ejemplo? Úsese como mondadientes si se ha comido rodaballo o carne mechada.
– No creo que vaya a necesitar esa navaja en nuestro establecimiento -estimó el maître, engallándose-: es más, le pediría que lo abandonase de inmediato.
El pianista se irguió en su metro noventa.
– ¿Me está aplicando el derecho de admisión?
En apariencia, Maurizio mantenía la calma, pero sus mejillas se estaban arrebolando. También del maître emanaba un aire retador. La subinspectora se interpuso entre ambos.
– Soy policía. Respondo de este caballero. Vamos, salgamos de aquí.
– ¡Si acabamos de llegar! -se resistió Maurizio.
La subinspectora lo enlazó por la cintura y lo fue empujando a lo largo de la barra. El promotor inmobiliario recién devuelto al seno de la sociedad la reconoció y le dedicó una mirada sardónica, como diciendo: «A ver, guapa, ¿quién es ahora el que busca camorra?» Martina consiguió sacar al músico a la calle y alejarlo del radio de acción del portero del Quick, con el que un alborotado Amandi a punto estuvo de llegar a las manos.
El Saab estaba aparcado en una vía paralela. Martina ordenó a su amigo:
– Sube.
– Esto no va a quedar así, Mar.
– ¡Sube al coche!
– No seguiría siendo un hombre si…
– ¡Te he dicho que subas al coche!
– ¡Dame un minuto! ¡Me sobrará para demostrarles con quién se juegan los cuartos!
– ¿Quieres que te deje plantado?
– ¡Un minuto, Mar! ¡El tiempo justo para recuperar mi dignidad!
– ¡Sube al coche de una maldita vez!
El dorso de su mano se detuvo justo antes de impactar en su mejilla. Atónito, Maurizio se la quedó mirando como un alumno pillado en falta.
– ¿Ibas a pegarme?
La expresión del músico había cambiado. Ahora revelaba mansedumbre.
– Me sacas de quicio -masculló ella.
– Perdóname tú, Mar. Creo que he bebido más de la cuenta.
Martina le miró, resabiada. Había aceptado con anterioridad esa misma excusa.
– No importa. Sube.
El músico inclinó sus anchas espaldas y entró al Saab. La subinspectora accionó el cierre automático y encendió el motor.
Atravesaron a demasiada velocidad las calles céntricas, hasta desembocar en la ronda de circunvalación.
Una vez en las afueras, Martina eligió la carretera de la reserva natural y siguió conduciendo hacia sus largas playas, perdidas entre las nieblas invernales.
– ¿Adonde me llevas? -preguntó Maurizio.
– A un lugar tan solitario y oscuro como tu conciencia.
Martina apartó la vista de la neblina que desdibujaba el trazo de los carriles y miró de reojo la esfera de su reloj de oro, herencia del embajador Máximo de Santo. Alessandro Amandi, el padre de Maurizio, y él, habían sido amigos.
Eran las dos de la madrugada. Como arrojado por el útero del océano, el nuevo año había nacido frío, gelatinoso, gris.
El automóvil rodaba cerca de la orilla del mar. La subinspectora encendió dos cigarrillos, le pasó uno a Maurizio y bajó la ventanilla. Un helado silbido la obligó a subirla. El vapor de agua ascendía desde la costa, en veloces nubes a ras de tierra.
– ¿Qué es esto, un secuestro? -tonteó Amandi.
– ¿Realmente crees que alguien estaría dispuesto a pagar por tu rescate?
– ¡Eh! ¿Eso que acabamos de pasar no era un acantilado?
– ¿Tienes vértigo?
– Claro que no. Siempre controlo.
– Seguro. Acabas de llegar a la ciudad y ya has organizado un escándalo.
– Algunas cosas no cambian nunca -sonrió él-. Como lo nuestro, Mar.
– No he venido a escuchar cuentos chinos, Amandi.
Él le apoyó una mano en el muslo. La subinspectora pegó un volantazo. Las ruedas rozaron el balasto del arcén. Más allá de la curva, Martina creyó ver la espuma de las rompientes.
– Aparta, sátiro.
– Está bien, cariño. Nada de contacto físico por ahora.
Ella meneó la cabeza.
– No sé qué clase de ilusiones te habrás hecho esta vez, pero te aconsejo que las vayas olvidando.
– ¿Estás exigiéndome que me niegue a mí mismo? ¿Que ignore mis mejores sentimientos?
– Deberías consultar a un psiquiatra.
– Lo hice.
– ¿Complejo de donjuán?
– Últimamente he padecido… trastornos.
– ¿Doble personalidad? ¿Bilocación mística?
– No tan sofisticados. Migrañas, depresión matinal, tristitia post coitum…
– ¿Pequeños traumas derivados del alcohol?
– ¡Aguanto como un estibador!
– Acabo de comprobarlo en ese bar.
– A partir de ahora me abstendré. Toco mañana, ya sabes. Los días de concierto jamás bebo.
Los faros se diluían en un espacio caliginoso, irreal. Martina se obligó a concentrarse en la carretera. La oscuridad era cada vez más angosta. Prácticamente, no se veía nada.
– Estoy impresionada, Amandi. ¿Has probado a dejarlo?
– ¿Para qué? De alguna manera tengo que enfrentarme a la fealdad del mundo.
– ¿A la realidad?
– ¿No son sinónimos?
– ¿Te sigues metiendo coca?
El artista eludió responder.
– ¿Nada más? -insistió ella.
– Marihuana -admitió él-, por los viejos tiempos. Me hace olvidar.
– ¿Lo vacío que estás?
– Es cierto que a veces me siento estéril. Debería probar con la paternidad. ¿Nos animamos?
La vena irónica de Maurizio no hizo que Martina olvidase antiguas ofensas.
– ¿Te has decidido a elegirme temporalmente para formar un hogar, hasta que encuentres algo mejor?
Maurizio arrastró el tono:
– Bolsean no estaba contemplado en la gira, pero impuse una actuación. Quería verte a toda costa, Mar. Sé que no te merezco. Sin embargo, he venido a pedirte otra oportunidad. ¡A veces -exclamó, con un aire desconcertado- ni yo mismo me entiendo!
La subinspectora tuvo que morderse los labios para no sonreír.
– Podrías empezar por explicarme qué hacía esa navaja en tu bota.
Ahora fue Maurizio quien explotó en una de sus contagiosas carcajadas.
– ¿Te fijaste en la cara del maître? ¡Pensaría que iba a rebanarle el cuello!
– No me has contestado.
– Fue un regalo. Ofrecí un concierto en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. En vez de una estatuilla del Quijote o de Sancho Panza, me sorprendieron con ese presente. Habían grabado mis iniciales, como detalle personal. Metí la navaja en la maleta y aprendí a lanzarla como un bandolero de Sierra Morena. También la uso para cortar los bistecs demasiado hechos y para ablandar a los promotores que se olvidan de pagarme en dinero negro.
– Tu vida es un puro desequilibrio, Amandi.
– Eso dicen.
– Acabarás en una residencia, con una camisa de fuerza.
– Eso esperan.
– Abandonado y solo, con la única compañía de una horrible enfermera que te administrará sedantes vía intravenosa.
– ¿Mi cancerbera estará enamorada de mí?
– Desesperadamente.
– ¿Habrá piano en el loquero?
– Un órgano Hammond. Tocarás por Navidad y en cada Cumpleaños Feliz de tus colegas residentes, cuando saquen la tarta sin velas para que no le peguen fuego al hospital.
El rostro del pianista se iluminó.
– ¿La felicidad será una locura o, simplemente, la locura?
– ¿Vas a ponerte trascendente?
– Estoy componiendo.
La subinspectora lo contempló de refilón, pero tornó a centrarse en la carretera. El asfalto parecía flotar sobre un lecho de nubes.
– Háblame de ello.
– ¿De esa sensación desnaturalizada y pura? Nada de lo aprendido sirve. Mudar de piel, adentrarse en lo desconocido, en lo perverso. Llamar a las puertas del reino del mal.
– ¿Quién dijo que el arte no se construye con buenos sentimientos? -se preguntó Martina, quizá porque a su memoria acababan de acudir las frases que Gedeón Esmirna, el anticuario, había pronunciado sobre la centuria de Satán.
– Tenía razón -asintió Maurizio-. La alianza con el diablo resulta más productiva. Venerar la muerte, acariciar el crimen. ¡Confiar en que la visión nos arrastre, en que las teclas del piano se inunden de sangre!
La subinspectora notó las manos frías sobre el volante.
– Me gustaría escuchar algo.
Su amigo la contempló con infinita gratitud.
– Más adelante, tal vez. Te agradezco el interés, Mar. Eres muy buena.
Como si le hubiese sobrevenido un súbito agotamiento, el pianista apagó el cigarrillo y se recostó en el hombro de la subinspectora. Al poco rato, bostezó y se quedó dormido. Su peso la incomodaba, pero Martina encendió la radio, para no pensar en él, y prosiguió conduciendo hasta el desvío de la reserva.
Cuando el músico despertó, el motor estaba apagado. Los faros del automóvil iluminaban el mar.
– ¿Dónde estamos?
– En la playa. -Ella seguía fumando, para disipar el sueño-. Baja, daremos un paseo.
La negrura de la noche apenas dejaba adivinar la marea. Martina remontó una duna. Los faros la iluminaron como si fuera un espectro.
– Envuelta en una luz espiritual -comentó Maurizio-. Como un hada sin corazón.
– El amor de una mujer es un secreto para ti.
– El tuyo, no. Eres igual que yo, Mar. Incapaz de perder. Incapaz de amar.
Los hombros de la subinspectora tiritaban por la humedad. Ayudándola a descender la duna, Maurizio le cogió una muñeca.
Ella le retiró la mano. Pasearon escuchando el rumor de las olas, hasta que el arenal se inundó y tuvieron que arrimarse al acantilado para evitar la resaca. Sus espaldas rozaban las rocas.
– Puesto que no se ve lo bastante para coger conchas, ni los percebes que juraría que acabo de tocar, déjame que te haga el amor -susurró él.
Martina gateó por las piedras, alejándose.
– No tenemos dieciséis años. Me gustan las sábanas, y que alguien me traiga un café al despertar.
– He venido sin mi equipo de campaña. Y esos hornillos de gas me dan pánico.
– Hay un albergue marinero cerca de aquí.
– ¿Has reservado habitación?
– Estamos en Navidad. La gente prefiere ir a esquiar. No habrá nadie. Podemos alquilar dos cuartos.
– ¿En plural?
– Eso he dicho.
El aliento de Maurizio sopló cerca de su boca.
– Vamos a esa posada. Más tarde negociaremos la cuestión de las habitaciones.
Regresaron al coche. El albergue al que había aludido Martina quedaba a un par de kilómetros, por la pista de tierra que bordeaba las marismas y los sotos de anidamientos y cría de aves. La subinspectora comentó que a veces, fuera de temporada, se refugiaba allí. Para ella, equivalía a un santuario donde sacudirse el polvo de los días y recuperarse del estrés a base de una dieta de pescado fresco y silencio. Sobre todo, paz.
Por un sendero recorrieron la distancia que los separaba del albergue. Martina se disponía a llamar al timbre cuando el pitido del walkie, que ella había dejado en el interior del coche, sujeto de un velero, la hizo regresar corriendo al Saab.
Abrió la portezuela y aferró el transmisor. Aunque la recepción era pésima, identificó a Baldomero Villa. El inspector estaba en Bolsean, en la calle de los Apóstoles, cerca del puerto.
– ¿Me escucha, subinspectora?
– ¿Qué sucede?
La voz de Villa se impuso a las interferencias:
– Malas noticias, Martina. Han asesinado en su tienda a Gedeón Esmirna, el anticuario.
Ella se quedó paralizada.
– Le han rebanado el cuello -añadió Villa-. ¿Dónde está usted?
– No muy lejos de la ciudad. A unos tres cuartos de hora.
– Deje lo que esté haciendo y acuda de inmediato a la escena del crimen. El inspector Buj se encuentra de camino, y acabo de alertar al comisario.
Los ojos de la investigadora se desviaron hacia la silueta de Maurizio. Bajo el umbral de la posada, que casi rozaba con su elevada estatura, Amandi la invocaba con un mudo gesto de sus brazos abiertos.
La subinspectora pegó los labios al walkie.
– Gracias por el aviso, inspector. Voy para allá.