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De regreso a Bolsean, la subinspectora dejó a Maurizio en su hotel, el Marina Royal, un cinco estrellas situado en el puro centro.
A partir del precipitado regreso de la playa, el músico se había mostrado de pésimo humor. Durante el trayecto de vuelta, Amandi se mantuvo en silencio, respondiendo con hoscos monosílabos a los intentos de Martina por restablecer la conversación. A la subinspectora no le extrañó su comportamiento, más propio de un niño.
– Que duermas con los angelitos -le deseó Martina, en la puerta del hotel.
– No te librarás tan fácilmente de mí -le advirtió Maurizio-. Tengo Benzedrina. Te estaré esperando despierto.
– Las diligencias me llevarán toda la noche -lo desanimó ella.
Con aire confidencial, el músico le susurró al oído:
– ¿Habrá sido el mayordomo? Porque se trata de un crimen, ¿verdad?
Antes, en la playa, al preguntarle por el súbito cambio de planes, Maurizio ya había presumido que ella acudía a una emergencia. Lejos de confirmárselo, la subinspectora se había acantonado en el mutismo.
– Te llamaré.
– Eres cruel, Mar. No puedo creer que estés haciéndome esto.
Intentó besarla, pero fue neutralizado. Martina ya no pensaba en él, sino en la tienda de antigüedades y en Gedeón Esmirna.
– Hazte un favor: no bebas más.
El artista se cuadró.
– A sus órdenes, mi sargento.
Resignado, Maurizio iba a meterse al hotel cuando introdujo la mano en el bolsillo y la alargó hacia la ventanilla del coche.
– ¿Te importaría guardarme la navaja? Todavía no me ha dado por patrocinar un museo kitsch.
Sin hacer preguntas, Martina cogió el arma, la metió en la guantera y arrancó.
Por el retrovisor vio desaparecer a Amandi entre las puertas giratorias del hotel. Cambió de sentido en la Avenida del Príncipe y condujo a toda velocidad hasta la calle de los Apóstoles.
El casco viejo estaba peor iluminado que las inmediaciones del Marina Royal. Los escasos faroles revelaban basuras en las esquinas y solares tomados por gatos callejeros cuyas pupilas perforaban la noche.
El callejón que subía desde el Mercado de Pescados, cuyo ácido olor, a salitre y bodega, se entremetía en la niebla, estaba cortado por coches patrulla. Destellaban las sirenas. Varios policías vigilaban la zona. Inútilmente, por otra parte, pues el frío no invitaba a salir, y no se veía a nadie. Tan sólo un burdel, el Calypso, situado hacia el tramo final de la calle, acusaba movimiento, siluetas masculinas entre el perfil de las putas, asomadas a la puerta para cotillear.
La subinspectora aparcó con brusquedad sobre la acera, mostró su placa a los agentes de la Unidad de Vigilancia Nocturna y corrió hacia el chaflán de Antigüedades Esmirna.
La puerta del establecimiento estaba abierta de par en par. Había luz, mucha más de la que ella recordaba.
Villa fumaba junto al escaparate. Los ojos de Martina se fijaron en la armadura medieval. El hacha había desaparecido.
El inspector la recibió con un gesto preventivo.
– Prepárese, Martina.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque yo he estado a punto de echar la cena.
La subinspectora asintió, impávida. No era frecuente que Villa y los suyos se enfrentasen a un asesinato. Desde Homicidios se contemplaba el departamento de Robos como un planeta bastante más amable que su galaxia de violencia criminal.
La tienda era un hervidero de agentes. Las voces se mezclaban, esbozando inconexas frases; los rostros de los detectives reflejaban dureza y tensión.