172157.fb2 Cr?menes para una exposici?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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CATACUMBAE

27

Martina avanzó entre una barahúnda de trastos. Hacia la parte central de la tienda, severos muebles antiguos servían de altar a una suerte de retablo de luz. Los focos policiales hacían resaltar la escena bajo la cruz de una de las bóvedas.

En medio de una orgía de sangre, la muerte sonreía con su expresión más siniestra. El perfume de la dama negra, ese olor intenso y dulzón, vagamente corrupto, que la subinspectora conocía bien, flotaba en el aire.

La sangre había empapado los geométricos dibujos de la alfombra persa que cubría el suelo, pero la rasa pared contra la que se recortaba el cadáver estaba limpia. Los focos radiografiaban cada grieta, cada mancha de humedad.

La corriente que penetraba por la puerta de entrada hacía oscilar ligeramente el desnudo y masacrado cuerpo. De forma grotesca, los restos de Gedeón Esmirna pendían de uno de los ganchos atornillados a la abovedada techumbre. Lo habían decapitado e izado boca abajo con ayuda de una soga anudada a la base de una columna.

Ni el brazo derecho ni la mano izquierda del anticuario estaban en su lugar, y tampoco su cabeza se veía por parte alguna. Por la segada base del cuello se distinguían vértebras rotas y la sección de la médula espinal. La zona inguinal era una pura tumefacción; le habían cortado el pene.

– Espeluznante, ¿no? -dijo Villa, a su espalda.

28

Martina intentaba concentrarse en la escena, pero la visión del cadáver no le permitía pensar con claridad.

– ¿Quién dio el aviso?

– El aprendiz del anticuario. Un tal Manuel Mendes. Aquel chico que está con el inspector Buj.

Martina desvió la mirada hacia la pinacoteca donde esa misma tarde, apenas unas horas atrás, Gedeón Esmirna le había mostrado la Anunciación y aquel Goya que el anticuario insistió en acreditar como auténtico.

Con los glúteos aposentados sobre el escritorio de su difunto dueño, el Hipopótamo procedía a practicar al testigo la declaración preliminar. Apoyado en el respaldo de una silla, asidas las manos para disimular su temblor, Manuel Mendes parecía estar pasando un mal trago.

Buj llevaba un rato interpelándole. Aunque no se le había imputado cargo alguno, era obvio que el aprendiz empezaba a sentirse arrinconado.

La impresión de haber descubierto el cadáver y permanecido a solas con los restos hasta la llegada de la policía guardaría relación con el evidente desasosiego de Mendes; además, Martina sabía por experiencia hasta qué punto podía llegar a resultar desagradable carearse con Ernesto Buj.

En manos del Hipopótamo, hasta una simple toma de declaración podía derivar en un proceso inquisitorial. El inspector era experto en conseguir que los testigos perdieran su aplomo, cayendo, a menudo sin darse cuenta, en la contradicción o el error. Buj pertenecía a ese club de sabuesos para quienes todo el mundo, hasta que no se demostrara lo contrario, era culpable de algo.

– Repitiendo las cosas, como en la escuela, es como mejor se aprende de los propios errores -estaba diciendo un amostazado Buj-. De modo, hijo, que vamos a recapitular los hechos.

Junto al inspector, otro de los agentes de Homicidios, Carrasco, tomaba apuntes en una libreta. El Hipopótamo se la arrebató de un zarpazo, echó un vistazo a las notas y siguió tuteando al aprendiz:

– Acabas de afirmar que encontraste el cuerpo de tu jefe hará no más de una hora, hacia las dos de la madrugada. Te sobrepusiste a la correspondiente conmoción y nos llamaste desde este mismo teléfono. ¿Correcto?

Manuel Mendes asintió, mudo. Buj le dirigió una sonrisa cortada, y su siguiente pregunta:

– ¿Puedes explicarnos qué hacías en esta tienda a semejantes horas de la noche?

– Vivo aquí.

La zurda del inspector dibujó un incrédulo arabesco.

– ¿Dónde?

– En el piso de arriba.

– ¿En la primera planta?

– Eso es.

– ¿A quién pertenece ese piso?

– Pertenecía al señor Esmirna.

El Hipopótamo consideró la posibilidad de que el aprendiz no estuviese mintiendo.

– ¿Cómo se accede al apartamento?

– Hay dos entradas -precisó Mendes, con un hilo de voz-. La principal, por el portal, y una segunda por la trastienda, subiendo una escalera.

El inspector indicó a Carrasco que descorriera la cortina del almacén y se asomase a la trastienda. Estaba en penumbra, pero arriba, al cabo de los peldaños, se intuía una especie de falsa silueteada por un trapecio de luz.

– ¿Esa trampilla franquea el acceso a la vivienda?

El joven Mendes lo corroboró.

– Suba usted, Carrasco -le indicó Buj-, y registre el piso.

– Yo le acompañaré -decidió el inspector Villa, desenfundando su arma-. Podría haber alguien oculto.

Ambos policías desaparecieron en el almacén. Buj volvió a descansar las posaderas en el bufete de Esmirna y miró al testigo hasta obligarle a bajar la vista. Aquel chico moreno y delgado, con negros rizos y figura de efebo le inspiraba cualquier cosa menos confianza.

El Hipopótamo ordenó a la subinspectora:

– Si quiere ser de utilidad, De Santo, hágame de escribana. Transcriba sus respuestas, con los puntos sobre las íes.

Martina se obligó a acatar la orden sin rechistar. Sacó su libreta y su pluma y se situó a la derecha de Mendes.

Buj preguntó a éste:

– ¿Qué hiciste antes de descubrir el cadáver?

– Había salido a cenar.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Dónde cenaste?

– En la calle. Compré pan y embutido en el ultramarino del barrio, que está abierto hasta medianoche, y me comí el bocadillo en los porches del Mercado.

– ¿Con esta temperatura?

– Estoy acostumbrado al frío.

– ¿Alguien puede corroborar tu coartada?

– ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que necesito una?

Meneando la enorme cabeza de un lado a otro, Buj hizo chasquear la lengua contra el paladar, como si acabase de probar un guiso todavía crudo.

– Yo diría que no andas muy sobrado de crédito, hijo. ¿Hablaste con alguien? ¿Alguien te vio?

– Las calles estaban vacías. Granizó y llovió.

Al tono del inspector afloró el sarcasmo.

– Eso ya lo sé. ¿Por qué regresaste a la tienda, porque habías olvidado el paraguas?

– Se lo he dicho. Vivo aquí.

– ¿En el piso del anticuario?

– Eso es.

– ¿Te unía algún parentesco con el difunto Gedeón Esmirna?

– No. Tan sólo soy… Era su auxiliar.

El Hipopótamo sonrió como cuando el Gordo pisaba al Flaco.

– ¿Nada más? ¿No cocinabas para él ni le hacías la cama?

Un chispazo de odio incendió la mirada del testigo, pero la humillación no alcanzó a desbordar su cautela. La boca de Buj se había fruncido en un mohín obsceno.

– ¿Desde cuándo vivíais juntos, como tortolitos?

Mendes iba a saltar, pero el amigo prudente que llevaría dentro le aconsejó pensárselo mejor.

– Siempre he ocupado una habitación independiente. Me trasladé a su casa cuando el señor Esmirna me contrató.

– ¿Y cuándo sucedió eso?

– Hará un año.

– ¿Cómo conociste a tu patrón?

– Yo estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios, con una beca. El nos daba clases de restauración.

– Qué poco romántico. Pensaba que ibas a hablarnos de Mikonos o de Sitges.

La oscura piel de Manuel Mendes pareció adquirir mayor densidad. Martina experimentó un principio de indignación, pero se mantuvo al margen. El Hipopótamo decoró con una risita sus tareas de demolición, que iban a continuar por otra vía:

– ¿Tienes llaves de la casa?

– Sí -murmuró Manuel.

– ¿Y de la tienda?

El aprendiz lo negó con un pestañeo.

– ¿De qué manera pudiste entonces entrar esta noche al establecimiento, si carecías de llave?

– Subí al piso por el portal y bajé por la falsa.

Buj volvió a señalar el almacén.

– ¿Por la trastienda, desde el apartamento de arriba?

– Sí.

– ¿Hay cerradura en la falsa?

– Desde hace algún tiempo, no. El señor Esmirna usaba la trampilla con frecuencia, cuando trabajaba de noche. Me hizo quitar el pestillo, para evitar que uno de los dos, por un descuido, quedase encerrado abajo.

– ¿A don Gedeón no le preocupaba que un ladrón pudiera acceder al establecimiento, y de ahí a la vivienda?

– El señor Esmirna pensaba que la doble persiana metálica de la puerta de entrada, más la alarma, bastarían para evitar robos nocturnos.

– Pero durante el día sí sufrieron atracos -intervino la subinspectora, recordando su conversación con el anticuario.

Buj la contempló con aire impaciente. Mendes repuso:

– Es verdad. Unos cuantos. Siempre a la luz del sol.

– ¿Podría usted identificar a los atracadores? -inquirió Martina.

Manuel la miró con gratitud. El hecho de que al menos ella no le tutease le reintegró un gramo de seguridad en sí mismo. Contestó:

– El señor Esmirna estuvo mirando fotos cuando cursó las denuncias. Creía que eran gentuza del barrio.

– ¿Capaz, alguno de ellos, de coger el hacha de la armadura que está en el escaparate y de utilizarla contra el anticuario? -apuntó Martina-. Lo digo, inspector, porque me fijé ayer en esa armadura, y acabo de darme cuenta de que le falta el hacha.

Buj asintió y retomó la palabra:

– Por partes, subinspectora. Sigamos con los delincuentes de la vecindad. ¿Eran chulos, bujarrones?

El joven Mendes le dirigió una mirada empozada.

– ¿Qué está insinuando?

– Yo no insinúo; afirmo. -Pesada y sólida, la mandíbula del Hipopótamo se recortaba con nitidez bajo la grasienta piel de su cara-. ¿Cuánto te pagaba tu jefe?

– Teníamos un acuerdo personal.

– Tu vida acaba de dejar de ser un asunto privado -le advirtió el inspector-. ¿Cuánto?

– Ochenta mil pesetas.

– ¿Al mes?

El aprendiz asintió. Buj emitió un silbido.

– No está nada mal. Bastante por encima del salario mínimo. Hay policías que, jugándose el pellejo, no cobran eso. ¿Gastos, alojamiento y manutención aparte?

– El señor Esmirna era muy generoso. No me cobraba la comida ni la…

Los porcinos ojos del Hipopótamo se achicaron como cantos de monedas.

– ¿Ni la cama?

– ¡No sé qué es lo que quiere decir!

– ¡Claro que lo sabes! ¿Por qué iba a cobrársela a un chico tan guapo como tú?

El testigo desasió sus manos. Un temblor convulsivo se le instaló en un párpado. Sus largas pestañas aletearon como insectos atrapados.

– Nuestra relación -se demudó- era de discípulo y maestro.

– Como la nuestra -rio Buj, dirigiéndose a Martina-. Sólo que la subinspectora pretende aprender demasiado deprisa, antes de proceder a cortarme la cabeza. Metafóricamente, me refiero, no como le ha ocurrido al pobre diablo de tu jefe. ¿O le gustaría convertirse en una nueva Salomé, De Santo?

Martina palideció. El Hipopótamo sonreía, feliz por poder atormentarla a placer. Pero al ver entrar al comisario Satrústegui, que acababa de presentarse escoltado por algunos agentes y por el forense titular del Instituto Anatómico, el doctor Marugán, se olvidó de ella y volvió a concentrarse en la propiciatoria víctima que tan gentilmente parecían depararle las circunstancias del caso.

Satrústegui se había desplazado hasta ellos, pero decidió mantenerse a unos pasos para asistir con discreción al careo. Consciente de que el comisario le agradecería un resumen de las declaraciones de Manuel Mendes, Buj recapituló:

– Nos decías, hijo, que regresaste al piso del anticuario en torno a las dos de la madrugada, solo, después de haberte comido un bocadillo en las escaleras del Mercado de Pescados. Entraste al portal, con tu llave. ¿Te fijaste en el escaparate de la tienda?

– Pude hacerlo porque la persiana estaba subida.

– ¿Te extrañó?

– No era normal.

– ¿Por qué?

– Aunque se quedase trabajando, el señor Esmirna solía bajar la persiana y conectar la alarma una vez cumplido el horario comercial.

– ¿Se te ocurre alguna razón para explicar que esta noche no lo hiciera?

– Ninguna.

Buj esperó a que Martina acabase de anotar sus respuestas.

– ¿Las luces de la tienda estaban encendidas o apagadas?

– Apagadas -especificó Mendes-. A través de la luna no se veía nada.

– ¿Llamaste al timbre de la tienda?

– No.

– ¿La puerta del establecimiento estaba cerrada?

Martina adivinó que la pregunta de Buj tenía doble intención. En el caso de haber contado con un cómplice dentro del negocio (el propio Manuel Mendes, sin ir más lejos), lo lógico hubiera sido que éste hubiese cerrado la puerta y bajado la persiana, y que los autores del crimen hubieran escapado por la trastienda hacia el piso de arriba, a fin de mantener el cadáver oculto durante más tiempo, retrasando su descubrimiento y, en consecuencia, dificultando las pesquisas policiales.

– Supongo que sí, pero no lo comprobé -admitió el aprendiz-. Lo hice después, cuando les abrí a ustedes. La cerradura de seguridad estaba accionada.

El inspector decidió darle aire, pero sin reducir la presión:

– Compruebo con alborozo, hijo, que tu memoria empieza a funcionar. De la leal colaboración con la policía se derivan grandes ventajas.

– Estoy dispuesto a contarles todo lo que sé.

– Muy bien, chaval. ¿Qué hiciste después de entrar al portal? ¿Subiste por las escaleras al piso de la primera planta, el que compartías con el señor Esmirna?

– Sí.

– Y abriste con tu llave. ¿Fue así?

– Así fue.

– ¿Estaba echada la cerradura?

Mendes volvió a asentir. Buj razonó:

– Y, sin embargo, pudiste abrir con tu propia llave. Eso significa que Esmirna no había dejado la suya puesta por dentro.

Mendes vaciló un instante. Fue como si hubiese presentido un peligro. Las fosas nasales de Buj percibieron una leve y ácida sudoración procedente del testigo: su miedo.

– No, no la dejó puesta -recordó Mendes-. Casi nunca lo hacía.

– ¿Casi nunca? ¿Algunas veces la dejaba puesta y otras no?

Mendes parecía aturdido. Buj dejó que esa cuestión flotase en el aire. Concedió al testigo diez segundos de descanso y le invitó a seguir reconstruyendo la secuencia:

– Una vez estuviste en el interior de la casa, ¿cerraste la puerta con llave?

– No puedo recordarlo.

– Tendrás que hacerlo, hijo. ¿Dejaste tu llave puesta?

– No, pero creo que eché el cerrojo.

– ¿No era el señor Esmirna, el propietario, quien cerraba la puerta cada noche, antes de acostarse? Las personas mayores suelen asegurarse de que la casa queda cerrada, y más en un barrio como éste.

– Normalmente, cerraba él. Salvo que se quedase dormido, leyendo en la cama. Entonces, lo hacía yo.

– Esta madrugada, hace apenas un rato, cerraste con tu llave antes de comprobar si el anticuario estaba dentro del piso. ¿Por qué?

– Era tarde. Supuse que don Gedeón dormía.

Buj sonrió. Mendes estaba aprendiendo a deducir que era preferible que no lo hiciera.

– Me encantan las suposiciones -afirmó el inspector, con un tono zumbón-. Hay quien dice que las cárceles están llenas de presuntos delincuentes, pero yo creo que se trata tan sólo de otra suposición. ¿Dónde se supone que están tus llaves, hijo?

Mendes se hurgó los bolsillos.

– Aquí.

– ¿Quieres dármelas, si eres tan amable y te lo pido por favor?

El testigo obedeció y Buj se guardó su llavero.

– Sigamos -indicó el inspector-. ¿Qué hiciste a continuación?

– Bebí un vaso de agua en la cocina y fui a mi cuarto -detalló Manuel-. Iba a acostarme cuando observé que la trampilla estaba abierta. Me asomé al dormitorio del señor Esmirna y comprobé que la alcoba se hallaba vacía. Bajé a la trastienda y le llamé.

– ¿Sólo había luz en la trastienda? ¿El resto del establecimiento estaba a oscuras?

El aprendiz volvió a vacilar.

– Eso creo. Entré en la tienda por el almacén, encendí una lámpara, la de su escritorio, y volví a llamarle. Como no respondía, me decidí a dar un vistazo. Fue entonces cuando le encontré.

Manuel no pudo ahogar un sollozo.

– Estaba… Ustedes le han visto. ¡Sin cabeza, muerto! ¡Había sangre por todas partes!

El testigo había comenzado a deshacerse en un entrecortado llanto, pero Buj no iba a darle cuartel.

– ¿Qué hiciste después?

Mendes se pasó las manos por la cara.

– Grité… ¡Estuve a punto de volverme loco! Intenté acercarme a él, pero no tuve valor. Me puse a llorar y a buscar la cabeza. ¡Oh, Dios! Pensé tantas cosas… ¡Pensé que no podía enterrarle sin ella! Luego cogí el teléfono y les llamé a ustedes.

– ¿Sabías de memoria el número de la policía?

– El señor Esmirna lo tenía anotado, por los robos. Lo encontré en su agenda.

– ¿Tocó usted algo más? -preguntó Martina.

– No, no… Me quedé sentado hasta que llegaron ustedes. No sabía qué hacer.

Desde hacía un par de minutos, Buj estaba manoseando su carnet de identidad, que le había reclamado al inicio de la declaración. Le consultó:

– ¿Eres de donde dice tu documentación, hijo? ¿Natural de Setúbal?

– Soy portugués, pero me crié en Bolsean.

– ¿Realmente tienes dieciocho años?

La pregunta era pertinente. Mendes aparentaba algunos más.

– Cumpliré diecinueve en abril.

– ¿Dónde reside tu familia?

– Mi padre murió. Creo que mi madre vive en algún lugar al sur de Portugal, cerca del Algarve, pero no sé nada de ella. Me abandonaron cuando era un crío. Pasé algunos años en centros de acogida, hasta que me adoptó una familia.

– ¿De Bolsean?

– Sí.

– ¿Quiénes eran?

El chico hizo un gesto disperso, como si no le resultase grato recordar su pasado.

– Salió mal y me hicieron probar con otra, y después con otra. Dijeron que no me adaptaba. Con el señor Esmirna, en cambio, me resultó muy fácil. Fue como un padre para mí.

Haciendo honor a su apodo, Buj se sobó los carrillos y expulsó una bocanada de aire procedente de su esófago, capaz de contaminarlos a todos. Olía a gas. El brasero del escritorio seguía encendido. La temperatura de la tienda estaba provocando al inspector auténticas ansias de beber una cerveza helada. Conocía un tugurio, abierto hasta el amanecer, donde los policías eran bien recibidos. Si conseguía despistar al comisario, se acercaría para refrescarse el gaznate y olvidar cuanto antes aquel ingrato servicio. Sólo bebería un par de cervezas bien frías. O quizá tres.

– Compruebe sus antecedentes, subinspectora -masculló el Hipopótamo, incorporándose con pesadez. Sobre el polvo del escritorio de Esmirna quedó impresa la huella de su trasero.

Mendes livideció.

– Yo… Estuve en la cárcel.

Buj sintió que el cielo se abría ante él.

– ¿Bajo qué acusación?

– Otro chico y yo atracamos una gasolinera. Fue un error. Estoy arrepentido.

– El arrepentimiento deja de ser una virtud cuanto más se practica -filosofó el Hipopótamo, enjugándose el sudor del cuello con un pañuelo barato-. Ahora contéstame a una cosita, chaval. ¿Quién crees que mandó al otro barrio a tu patrón?

– No lo sé.

– ¿Le viste discutir con alguien, tenía enemigos?

– No lo sé.

– ¿Se peleó con algún proveedor, con algún cliente?

– Lo ignoro.

– ¿Había adquirido recientemente obras de arte robadas?

– ¡Claro que no! ¡Era un profesional honesto!

Ernesto Buj se le aproximó tanto que su estómago rozó la delgada cintura del chico.

– ¿Te cargaste al anticuario, hijo? ¿Mataste tú a Gedeón Esmirna?

– ¡No!

– ¿Ibas a robarle, te pilló in fraganti y se te fue la mano?

– ¡No!

– ¿Se resistió, luchasteis, cogiste el hacha, lo rebanaste a trocitos, le robaste la cartera y las llaves y cerraste la puerta al huir?

La cara del Hipopótamo estaba a tres centímetros de la suya. Con las pupilas dilatadas, el chico contuvo la respiración para no absorber su aliento. Buj amagó un puñetazo, retrocedió un paso y se sonó ruidosamente la nariz.

– Con el permiso de nuestro comisario, aquí presente, voy a enviarte a Jefatura, caballerete.

Satrústegui asintió, casi imperceptiblemente, y se dio media vuelta, en dirección a la sección de la tienda donde los agentes habían precintado la escena del crimen. El Hipopótamo agregó, satisfecho:

– Te diré que nuestros calabozos no son muy cómodos. Se duerme poco y mal. Tendrás tiempo para recordar si alguien puede ratificar tu coartada. Ya sabes: tu bucólico paseo nocturno por el Mercado de Pescados. También podrás recapitular sobre todo lo que no nos has contado aún. ¿Quieres un consejo, sincero y gratuito? Si pretendieses comprar tu libertad, ése sería tu único capital.

La última pregunta de Manuel Mendes sonó a culpabilidad:

– ¿Soy sospechoso?

Buj lo contempló con una díscola compasión, como si llevara una mala mano y no pudiera descartarse.

– Todavía no sé, hijo, si eres un idiota o un criminal. Apostaría por lo segundo, pero me estoy haciendo viejo y no siempre me funciona el olfato.

A una indicación del Hipopótamo, el agente Carrasco sacó de la tienda al aprendiz. Antes de subir al vehículo celular, el joven Mendes vociferó en plena calle:

– ¡Soy inocente! ¡Yo no maté al señor Esmirna! ¡Repito que le quería como a un padre!

– Hay amores que matan -epilogó Buj, con la boca seca. Ahora sí que iba a tomarse ese par de cervezas heladas en el bar de policías. O tres. Y uno o dos coñacs para compensar aquella noche de perros.

29

La jueza Macarena Galván acababa de presentarse en la calle de los Apóstoles. Con treinta años cumplidos, era novata en la profesión, y bastante atractiva.

El aspecto de su señoría no permitía presumir que se acabase de levantar de la cama. Pese a la urgencia con la que debía de haber sido convocada, había tenido tiempo de maquillarse. Más de un agente pensó que era como si la notificación de un asesinato al Juzgado de Guardia le hubiese sorprendido tomando copas.

La señora Galván llevaba un abrigo de piel de nutria y un traje de chaqueta de color marfil. Del cuello le colgaba una medalla de la Virgen del Rocío. El pelo negro, peinado con raya, le caía hasta la cintura en una larga cola de caballo. Los dedos de su mano derecha aferraban un portafolios con conteras metálicas, tan nuevo que parecía sin estrenar; los de la izquierda lucían sortijas en los dedos índice, anular y corazón.

Martina de Santo había salido a la calle para escoltar a Manuel Mendes hasta la unidad celular cuando la vio apearse de un coche del Juzgado. La señora Galván pasó junto a ella, por lo que Martina pudo fijarse en su nariz, aguileña, e incluso en su sombra de ojos. El rímel adherido a sus pestañas no conseguía ocultar, ni lo pretendía, un ligero estrabismo. Horacio Muñoz le había hablado de esa magistrada, que apenas llevaba unos meses destinada en Bolsean. «Trae de cabeza al personal y se comporta como una diva», le había prevenido el archivero, que seguía manteniendo buenos contactos en los Juzgados.

El comisario Satrústegui conversó parcamente con la jueza, poniéndola en antecedentes sobre la identidad de la víctima.

– Le advierto que lo que se va a encontrar ahí dentro no tiene nada de grato.

– Déjese de rodeos -le cortó ella-. ¿A qué hora se produjo la muerte?

– El forense no ha practicado su examen, a la espera de que usted lo ordenara, pero el cuerpo aún está caliente.

– ¿Qué medidas ha tomado?

– Mis hombres patrullan el barrio, por si el criminal anduviese por las inmediaciones, y acabo de ordenar controles en las principales salidas de la ciudad.

– ¿La víctima había recibido amenazas?

– De este anticuario sospechábamos que pudiera estar implicado en un robo de piezas sacras cometido en una ermita de los Picos de Europa. En ocasiones anteriores, Gedeón Esmirna habría podido ejercer como perista y receptor de objetos robados. Respondiendo a su pregunta, no nos consta que hubiese sido amenazado.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– Su aprendiz, un joven portugués, de raza gitana, con antecedentes penales. Lo hemos trasladado a comisaría, para proseguir interrogándole.

La jueza le clavó una mirada admonitoria.

– ¿Han interrogado y detenido a un testigo sin mi preceptiva autorización?

Satrústegui se estiró las solapas. Las únicas referencias que tenía de esa magistrada hablaban de una mujer de armas tomar. También él había desprendido que de Macarena Galván emanaba una impredecible combinación de inexperiencia y soberbia.

– Sus primeras declaraciones resultaron confusas -se justificó el comisario.

– ¿Consideran a ese aprendiz sospechoso de asesinato?

– Su coartada es débil.

– ¿Tenía un móvil?

– Quizá podamos responder a esa cuestión cuando se haya hecho inventario. En la tienda hay objetos de mucho valor, y todavía no sabemos lo que el anticuario guardaba en la casa: dinero, joyas, piezas únicas…

La jueza hizo un gesto de aquiescencia. No obstante, advirtió:

– Doy por supuesto que en interrogatorios sucesivos, si éstos fueran necesarios, y siempre bajo mi prescripción, un letrado de oficio asistirá a ese ciudadano.

Satrústegui afirmó con vigor:

– Yo mismo le recordaré sus derechos.

– Está bien, comisario. No perdamos más tiempo. Quiero ver el cadáver.

– Vuelvo a prevenirle que…

– No es necesario que se repita, Satrústegui. ¿Lo han asfixiado, acuchillado…?

– Decapitado.

Macarena Galván recibió esa información con absoluta indiferencia y avanzó con decisión por el establecimiento. Satrústegui le presentó al inspector Buj y al forense Marugán, a quienes no conocía. El Hipopótamo se había aflojado la corbata. Debido al calor y a algún trago que llevaría encima, tenía el rostro como la grana. Buj extendió la diestra a la jueza, pero ella pasó a su lado como si el grueso y desaseado inspector, simplemente, no existiera. Por su parte, el médico se puso a su disposición.

– ¿Dónde está la víctima? -parpadeó la señora Galván, aturdida por la cegadora luz de los focos; una polvorienta muralla de muebles abigarraba aquel opresivo ambiente.

– Detrás de aquellos espejos -indicó Satrústegui.

Una vez en la escena del crimen, pareció que a la titular del Juzgado le hubiese impactado un ariete invisible. La impresión del cuerpo decapitado y salpicado de sangre le aflojó las rodillas, revolviéndole el estómago y haciéndola palidecer como una geisha pintada con talco.

– ¿No se encuentra bien? -se interesó el comisario.

La magistrada no pudo responder. Detrás de ella, el tono de Buj no disimuló una intención satírica:

– ¿Es su primer fiambre, señora jueza, o es que éste nos lo han servido un poquito peor conservado?

La señora Galván se llevó las manos a la boca. Una arcada hizo temer a los demás que fuese a vomitar ahí mismo. Con un gesto angustioso, como si se hubiera tragado un hueso de pollo, salió disparada hacia la salida. Enarcando una ceja, el comisario indicó a Martina que fuese tras ella.

En la esquina de la calle de los Apóstoles, a quince pasos de los agentes que custodiaban la tienda, la jueza, doblada en un convulsivo arco, echó la papilla. Martina aguardó a que recuperase la posición vertical para ofrecerle su ayuda.

– Camine sin mirar al suelo -le aconsejó-. Enseguida se sentirá mejor.

El vómito resbalaba por una sucia pared. Con una humillada expresión, la jueza se apartó de esa inmundicia. Extrajo del bolso un frasco de colonia y se perfumó el cuello.

– ¿Agua de Rochas? -apuntó Martina.

– Chanel.

Ambas rompieron a reír. Macarena Galván anduvo unos pasos, hasta que otra vez las náuseas la hicieron detenerse.

– Está mareada, apóyese en mí -se ofreció la subinspectora, sujetándola.

Cogidas del brazo, caminaron unos metros, hasta dar la vuelta a la esquina. La palidez no liberaba el rostro de la magistrada. Martina propuso:

– Siéntese en ese portal. Le traeré un poco de agua.

Sin pensárselo, la subinspectora entró al Calypso, en cuyo chaflán seguían agolpándose unos cuantos curiosos. Compró un botellín de agua mineral, regresó al instante y le sugirió que se enjuagase la boca.

– ¿Mejor?

– Un poco -se animó la jueza, incorporándose-. No me diga que acaba de comprar el agua en ese antro.

– Me la han cobrado a precio de cava. ¿Prefiere que la lleve a su casa?

– Debo cumplir con mi deber. Pero estoy tan abochornada… ¡Oh, perdone!

Su señoría inclinó la cabeza. Estremecida por las arcadas, regresó una bocanada de bilis. Cuando alzó la cabeza, se le saltaban las lágrimas.

– No tiene por qué avergonzarse -la consoló Martina-. Un día de estos le contaré cómo reaccioné frente a mi primer cadáver.

– ¿Por qué no me lo cuenta ahora?

– Porque volverían a entrarme ganas de hacer pipí.

Macarena Galván sonrió. Hinchó sus pulmones con el aire de la noche y espiró como si acabase de subir una montaña.

– ¿Lista? -preguntó Martina.

– Vamos allá.

La subinspectora sacó un paquete de cigarrillos.

– ¿Me da uno, por favor?

– Le sentará mal.

– No puedo encontrarme peor. Al menos, mejorará mi aliento.

Martina le ofreció uno de sus Player's, y fuego con un encendedor dorado.

– Quisiera darle las gracias, agente…

– Subinspectora De Santo.

– ¿Seguridad Ciudadana?

– Homicidios.

– Creía que en el Grupo no había ninguna mujer.

– La soledad se manifiesta de distintas formas.

Macarena la miró con solidaridad.

– ¿Cuál es su nombre?

– Martina.

– ¿Opina usted, Martina, que esto podría ser el principio de una larga amistad?

La detective se colgó el pitillo en los labios.

– No soy tan dura como Humphrey Bogart, y no tengo demasiadas amigas que usen Chanel.

– Tampoco yo conocía a ninguna mujer policía con un Dupont de oro.

– Lo heredé de mi padre.

– En ese caso, admitiré que, en realidad, rellené el frasco de Chanel. -Mientras rebuscaba su monedero en el bolso, la jueza obtuvo otra sonrisa de la investigadora-.

¿Cuánto me ha dicho que le cobraron por el botellín de agua?

– No se lo dije, pero corre de mi cuenta. La próxima ronda será suya.

– Entonces, habrá próxima vez.

– Eso dependerá de usted.

– Creo que me apetecerá invitarla un día. ¿Le gustan los daiquiris?

– Prefiero el whisky de malta.

– Lástima. Conozco un sitio donde de verdad saben combinar los cócteles.

Los labios de Martina se estiraron en una contenida sonrisa.

– Por una vez, romperé mis reglas.

Ambas mujeres intercambiaron una mirada intensa.

El mismo brillo seguía animando la expresión de Macarena Galván cuando, unos minutos después, de nuevo en la escena del crimen, todavía un tanto pálida, pero ya dueña de su voz, disponía:

– Más que el levantamiento del cadáver, voy a ordenar su descendimiento. Que sus hombres procedan, comisario, pero no vayan a cortar esa soga, ni a destruir pruebas.

– No suelen hacerlo -los defendió Satrústegui, molesto.

– Por si acaso.

– Aprende rápido -murmuró Buj al oído del comisario-. La subinspectora se ha tomado a pecho lo de levantarle la moral.

– Déjese de bromas estúpidas.

– Prevengámonos contra una alianza matriarcal -le advirtió el Hipopótamo.

– ¿Se siente inseguro frente a tantos encantos? -bromeó Satrústegui.

Sin embargo, el comisario seguía irritado por la altanería de la jueza. El inspector Buj se limpió con la uña un resto de la cena pegado al colmillo y sentenció:

– No será a mí a quien esas dos den de comer sus manzanas.

Satrústegui le dirigió una mirada estupefacta. Obedeciendo las instrucciones de la jueza Galván, varios agentes, auxiliados por una escalera que uno de ellos halló en la trastienda, se aplicaron a la faena de recuperar el cuerpo.

La soga que ejercía el contrapeso, firmemente anudada a una de las columnas de hierro que dividían el espacio interior de la tienda, dificultaba la operación. A medida que la destensaban, el cuerpo de Gedeón Esmirna, sostenido por varios brazos, y en medio de un silencio sepulcral, fue descendiendo con lentitud. La falta de la cabeza debía de provocar en los agentes un efecto aterrador, pero, por otro lado, supuso Martina, contribuiría a deshumanizar el hecho criminal. La subinspectora pensó que era como si a la víctima, reducida a la condición de un despojo, se le hubiese querido arrebatar, además de la vida, su identidad, su dignidad.

El forense había hecho traer una camilla. Los celadores izaron el cadáver, que los agentes habían depositado en la alfombra, y lo acostaron sobre una sábana.

Aun presentando una adiposa barriga, el cuerpo de Gedeón Esmirna era más fornido de lo que Martina hubiera podido imaginarse cuando habló con él disfrazada de pelirroja. El bíceps de su único brazo se marcaba con rotundidad y la musculatura de las piernas estaba bien definida. Sólo el torso, con su mata de vello todavía negra, aparentaba corresponderse con el de un hombre de menor edad, alejándose de esos sesenta años que el decapitado anticuario debía de haber cumplido con creces en el momento de ser sorprendido por su trágica muerte.

Antes de que el doctor extendiese un lienzo sobre los restos, la subinspectora reparó en la coloración de la piel, casi luminiscente bajo los inmisericordes focos cuyos generadores eléctricos emitían un molesto zumbido, como si un panal de abejas, alarmado por la presencia de intrusos, estuviera despertando bajo las bóvedas de sillería. Los pies de la víctima eran espatulados, con las uñas descuidadas y pronunciadas callosidades en varios de los dedos.

– Examinaré el cadáver de acuerdo a mi protocolo -dijo el doctor Marugán-. Si le parece, señora jueza, ordenaré una exhaustiva serie de fotografías forenses.

La magistrada consintió y volvió a retomar su conversación con Satrústegui. La camilla había desaparecido en la sala contigua. Marugán cogió su maletín y se dirigió a esa improvisada enfermería, dispuesto a determinar la data de la muerte.

Por su parte, Carrasco y Salcedo, dos de los detectives veteranos del Grupo, procedieron a la búsqueda de huellas dactilares y a la toma de muestras de sangre en la escena del crimen. Había sueño y agotamiento en sus caras, pero también una rutinaria determinación, los arrestos de un oficio que transcurría entre disparos y cadáveres, más allá de los cánones de la vida, en el trágico e injusto umbral de las muertes violentas.

Otros agentes, al mando del inspector Villa, inspeccionaban el establecimiento y el piso superior. Todos sabían que las primeras horas resultaban claves en una investigación. Si el criminal había cometido algún error, lo atraparían con mayor facilidad.

La subinspectora se dirigió al almacén y subió las escaleras que accedían a la trampilla del apartamento.

Las luces de la vivienda de Esmirna estaban encendidas. Un ancho corredor comunicaba las habitaciones. Que eran seis: dos dormitorios, un cuarto de baño, una salita, una cocina y un comedor, más un sombrío vestíbulo de cuyo perchero colgaban los abrigos y sombreros del difunto propietario.

Aquél no parecía en absoluto el piso de un amante del arte o de un experto en antigüedades. Numerosos detalles evidenciaban que allí jamás había residido una mujer. Una monástica austeridad limitaba los ornamentos a unos paños bordados, extendidos a modo de quitapolvos sobre las encimeras de las alacenas, y a unos pocos y severos bodegones.

Con sus cabeceros de caoba negra y las floreadas colchas hundiéndose en colchones de lana, las alcobas adolecían de un aire entre rancio y rústico.

En el dormitorio principal destacaba un cartel de la película El gatopardo, de Visconti, acaso el personaje en el que hubiera deseado encarnarse Gedeón Esmirna. En la otra alcoba, el dormitorio que debía de corresponder a Manuel Mendes, fragmentos de papel celo fijaban sobre la cabecera de la cama el póster de un grupo de rock satánico, Inferno, famoso en todo el país porque en los conciertos arrojaban a los fans barreños de sangre y vísceras de animales recién sacrificados.

Martina revisó los armarios. Tanto las prendas del anticuario como las de su aprendiz estaban apiladas con pulcritud, respetando un mismo orden: ropa interior en los primeros estantes, calcetines en los segundos, pijamas y toallas abajo. En el ropero de Esmirna colgaban trajes y americanas confeccionados a medida en una sastrería de Bolsean. El anticuario poseía varios pares de zapatos y botines hechos a mano en una zapatería madrileña. Su compañero de piso, en cambio, sólo parecía disponer de unas gastadas zapatillas deportivas.

A la luz de una desnuda bombilla, la cocina era triste, desolada, casi, y la nevera estaba vacía. No era de extrañar, pensó Martina, que Manuel hubiera tenido que salir a comprar un bocadillo. Seguramente, el anticuario comería y cenaría fuera de casa.

En el cuarto de estar no había televisión, pero sí un viejo aparato de radio, un Phillips, un verdadero armatoste de los años sesenta, con el cursor de onda bañado en una verdosa resistencia.

Pasado de moda era, también, el tocadiscos arrumbado en la sala de visitas, pero propia de un melómano la colección de vinilos apilados junto a los altavoces. El corazón de Martina le decía que iba a encontrarlas allí, y revisó los discos hasta descubrir, en efecto, las grabaciones de Modest Mussorgsky. Entre ellas, la versión de Maurizio Amandi sobre Cuadros para una exposición.

De repente, se oyeron ruidos. Otro de los agentes golpeaba las paredes para intentar localizar tabiques falsos o escondrijos secretos. En un negocio como aquél, obligatoriamente tenía que existir un lugar donde ocultar piezas valiosas. Pero, aunque tantearon las baldosas y movieron las pesadas consolas del comedor, no hallaron nada.

La subinspectora concluyó la inspección del apartamento, retornó a la planta baja y se dispuso a analizar a fondo la escena del crimen.

Alrededor del lugar donde había colgado el cadáver había señales de lucha: una lámpara rota, un sillón caído. Carrasco había hecho un primer descubrimiento en forma de una cerilla de madera a medio consumir, enredada en los ensangrentados pelos de la alfombra. Tras un minucioso rastreo, Martina encontró, oculto bajo un aparador, el colgante y la llavecita que habían pendido del cuello de Esmirna. No había posibilidad de error: se trataba de la misma llave con la que el anticuario había abierto delante de ella el cajón de su mesa de trabajo.

La subinspectora se apresuró a probar la llave: el cajón central del escritorio, el único que disponía de cerradura, se deslizó hacia ella.

El cofre con la colección de estilográficas antiguas seguía en el mismo lugar. En medio de aquel caos de luces y órdenes cruzadas, la subinspectora no pudo recordar con precisión las plumas que Gedeón le había mostrado. No estaba la cotizada Egmont-Snake, con su serpiente de plata y sus diabólicos ojos tallados en esmeraldas. Tampoco la Egmont-Swastika, con sus cruces de falsos rubíes incrustadas en el capuchón y en el cargador. Martina recordó que el anticuario, que tan orgulloso se mostraba de otras posesiones, se había referido a este último ejemplar con cierto desprecio, al tratarse de una imitación.

En ese mismo cajón central del escritorio había, además, gemas antiguas y estuches de monedas clasificadas por épocas: desde cecas del emperador Augusto hasta acuñaciones de los reinos medievales hispánicos. Pero, como ya había pronosticado el comisario, mientras no se cotejaran las existencias con los inventarios, si es que Esmirna llevaba un libro de asientos, les resultaría imposible verificar si faltaba algo más.

La subinspectora abrió y revolvió los cajones laterales. En el izquierdo, unos viejos escapularios y un rosario de pétalos de rosa competían en esencias de olor con los frascos de perfume que allí se guardaban. El cajón derecho contenía una pila de facturas y cartas sin ordenar.

Para asombro de Martina, una de esas cartas, fechada a principios de diciembre en el departamento colombiano de Providencia, estaba firmada por el padre de Maurizio Amandi, el embajador italiano, quien, de manera harto lacónica, comunicaba a Gedeón Esmirna lo siguiente:

Muy Sr. mío:

Lamento sinceramente no poder hacerme eco de su solicitud. En cualquier otro asunto, como usted bien sabe, por la lealtad y el cariz de nuestras pasadas relaciones, no dude en contar con mi auxilio.

Suyo, afectísimo

Alessandro Amandi, conde de Spallanza

Pero sería otra de las cartas, ordenada precisamente debajo de ésta, la que produjo a Martina tal impresión que se le resbaló de los dedos. Certificada en Burdeos, y escrita con tinta escarlata y letra de calígrafo, llevaba la inconfundible firma de Maurizio, y decía así:

Apreciado Sr. Esmirna:

Por una fidedigna fuente que mantendré en reserva, he podido saber que está usted en posesión de ciertos documentos relacionados con el legado de Modest Mussorgsky. Asimismo, me informan de que obra en su propiedad un busto del compositor utilizado por el artista Ilya Repin como modelo para su último retrato. Estando en disposición de plantearle una suculenta oferta por tales piezas, le ruego me reciba aprovechando mi estancia en Bolsean, prevista para el 9 y 10 de enero. Con antelación a esa fecha, intentaré contactar telefónicamente con usted. Conocedor de su reputación, no será necesario que le pida la máxima discreción respecto a nuestras futuras gestiones…

Mientras su mente trataba de adivinar entre líneas, la subinspectora releyó el texto hasta memorizarlo. Introdujo ambas cartas, la de Maurizio y la de su padre, en sendas bolsas de pruebas, que entregó a Salcedo, y acabó de revisar la correspondencia de Esmirna, en la que no halló nuevos elementos de interés.

30

Un minuto más tarde, el comisario la abordó para comentarle:

– El inspector Buj opina que este crimen podría obedecer a una venganza entre homosexuales. Se propone remover los bajos fondos de la prostitución masculina, por si puede reunir más información sobre las costumbres de Gedeón Esmirna.

– ¿Buj da por hecho que el anticuario era gay?

– No tiene ninguna duda. El inspector Villa, tampoco.

– Me dijo que había interrogado a Esmirna por otro asunto -recordó Martina-. ¿Cuánto le costó colgarle la etiqueta de invertido, al primer vistazo? ¿O se fueron a cenar a la luz de las velas?

Satrústegui se encogió de hombros.

– No hace falta sulfurarse, subinspectora. No es más que una línea de investigación.

– Encontraremos otras más sólidas. Las finanzas de Esmirna, por ejemplo.

– Tiene razón. Encárguese de que alguien de su equipo compruebe sus cuentas. ¿Apareció la caja fuerte?

– De momento, no.

– Sería el primer anticuario que prescinde de ella.

– Esmirna era un tipo singular.

Satrústegui contempló durante un par de segundos los líquidos ojos de Martina, del color del acero fundido; su densidad los hacía impenetrables. Comentó, sonriente:

– Villa me ha contado que esta misma tarde le hizo usted una visita, disfrazada de Rita Hayworth. Descontando a su asesino y al aprendiz, en el caso de que ambos no sean, en realidad, sino un mismo individuo, debió de ser la última persona en ver con vida al anticuario. ¿Notó algo extraño en él?

– Todo lo contrario. Mostraba dominio de sí y me pareció un hombre inteligente. -La subinspectora divagó, abstraída-: Esmirna tenía personalidad. Y era ambicioso. Me aseguró con orgullo que podía conseguir cualquier pieza que se le antojara.

El comisario acababa de reparar en la urna con las estilográficas.

– ¿Qué cree que buscaba el asesino? Desde luego, no una simple pluma.

Martina objetó:

– Faltan, al menos, dos estilográficas, pero no desordenaron nada.

– ¿Tiene sentido matar a alguien por un par de plumas? El móvil del robo me sigue pareciendo el más plausible. ¿A usted no?

– Tengo mis dudas, comisario.

– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

– Nada, pues carezco de ella. Por lo que respecta a este asunto, en ningún momento he albergado convicción alguna.

– Hay datos objetivos. El hurto de unas piezas, seguramente ofertadas al mercado negro. El asesinato de un anticuario.

– Si por un momento nos olvidásemos del expolio de esa ermita y de esa Anunciación…

– ¿Qué lograríamos con eso? ¿En qué sentido avanzaríamos?

– ¿Y por qué empeñarnos en relacionarlos? -argumentaba Martina cuando, inopinadamente, recayó en un olvido imperdonable.

Para repararlo, dejó al comisario con la palabra en la boca y se precipitó a la galería de pinturas, que el forense había ocupado como tanatorio. Afanosamente, buscó La Anunciación por todas partes. Desenfundó los lienzos embalados y comprobó si la habían ocultado debajo, encima o detrás de los marcos. Desmontó luego las baldas de unos palés protegidos por esquineras de corcho. Pero el cuadro no estaba.

– ¿Qué sucede, Martina? -le preguntó Satrústegui en voz baja, para no molestar más a Marugán, quien, irritado por las constantes interrupciones, procedía a indicar al fotógrafo los planos e imágenes que iba a necesitar.

– Esmirna guardaba aquí una de las piezas robadas en la ermita de San Caprasio. La Anunciación. Pude verla esta misma tarde, exactamente como le estoy viendo ahora a usted. Ha desaparecido.

– La relación con el móvil está clara. Informaré a los inspectores.

El rostro de Martina era una máscara.

– Lo haré yo misma.

– Déjelo para después. Ya que estamos aquí, comprobemos si el forense ha llegado a alguna conclusión.

La sábana que cubría el cadáver del anticuario se había teñido de sangre. De los muñones del hombro derecho y de la cercenada muñeca izquierda seguía rezumando un plasma rosado. Con las piernas ligeramente separadas y el gran estómago sobresaliéndole como un cinturón de grasa, el cuerpo de Gedeón Esmirna parecía más ancho, pero en absoluto humano. En los costados comenzaba a manifestarse el rigor mortis.

Martina y Satrústegui rodearon la camilla. El comisario preguntó:

– ¿Qué puede adelantarnos, doctor?

– ¿Provisional y confidencialmente, se entiende?

– Por supuesto.

Marugán apartó la cara para emitir una tosecita y dijo:

– La temperatura del cuerpo indica que la muerte se produjo en torno a las doce de la noche.

– ¿Qué margen de error se concede?

– Me atrevería a sostener que muy pequeño.

– ¿La víctima fue golpeada o torturada antes de que la mutilaran?

– Al margen de los cortes y heridas de arma blanca, no presenta contusiones. Era un hombre corpulento, como puede apreciarse, y probablemente intentaría defenderse de la agresión. Al faltarle las manos, no podré determinar si se enfrentó a su agresor.

– ¿Puede que lo hubiesen reducido previamente? -insistió el comisario.

– En los tobillos hay huellas de ligaduras, pero se corresponden con la soga que utilizaron para colgarlo. Quizá estaba consciente cuando recibió el tremendo impacto de una hoja de acero, y quizá no.

Martina inquirió:

– ¿Diría usted que fue una ejecución?

– El corte no es lo bastante limpio como para presumir que la cabeza fuese desprendida del tronco de un solo golpe -aseveró el forense, recorriendo con el pulgar los tejidos afectados, que mostraban colgajos de piel-. Por el traumatismo de la nuca y los destrozos en las vértebras cervicales, sospecho que el difunto estaba de espaldas cuando sufrió el impacto, o acaso acostado e inmovilizado en el suelo. No descarto que en la escena aparezcan esquirlas de hueso.

– ¿Qué arma se utilizó? -preguntó Martina-. ¿El hacha que falta en la tienda?

– Lo mataron con una hoja de considerable tamaño, pero yo no descartaría un machete o una catana. El asesino es diestro.

Ambos policías, Satrústegui y De Santo, permanecieron pensativos. Marugán añadió:

– Por ahora, es cuanto puedo adelantarles. Si la señora jueza lo autoriza, trasladaré los restos al Instituto Anatómico. Voy a dar prioridad absoluta a este caso, comisario. En veinticuatro horas espero haber concluido mi informe. Hasta entonces, les deseo los mayores progresos. Tengan cuidado.

El comisario fue a informar a la señora Galván. Por su parte, la subinspectora permaneció junto al médico.

– No es imprescindible que nos acompañe a este caballero y a mí -carraspeó el forense; los síntomas de una incipiente gripe le estaban afectando las cuerdas vocales.

Sopesó un bisturí entre los dedos, pero no se decidió a cortar. Una vez el comisario había aceptado su cálculo de la data, no vio la necesidad de practicar una incisión para poner en contacto el termómetro con algún órgano vital y precisar un poco más el instante de la muerte; ya sajaría más tarde, sin testigos ni molestias, en las esterilizadas salas del Anatómico.

– ¿Es usted religiosa, subinspectora? -preguntó, de improviso.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque, desde que la conozco, me ha parecido percibir en usted una cualidad espiritual.

– Nunca me habían dicho nada semejante. ¿A qué se refiere, doctor?

– A algo así como a una inclinación mística.

Martina tuvo que hacer un esfuerzo para contener la hilaridad. Lo grave era que el doctor parecía estar hablando completamente en serio.

– ¿Le recuerdo a alguna santa?

– A Juana de Arco -rio Marugán-. Volveré a lo mío, perdone la deformación.

– ¿Profesional?

– Doméstica. Tengo una hija novicia.

– No lo sabía.

– En realidad, lo sabe muy poca gente. Cuando me enfrento a un cadáver, no sé por qué, pienso en ella, en su bondad. Ingresó hace un año, en una orden de clausura. Se encuentra recluida en un monasterio cisterciense, al pie de la sierra de Guara, en la provincia de Huesca. Se pasa el día pintando. Ya dibujaba muy bien, pero tendría que ver los bocetos y óleos que ha hecho desde que tomó los hábitos. En sus cartas, afirma que es Dios quien mueve sus pinceles, siendo su emanada clarividencia la que le permite asomarse al alma de los demás y reflejarla en sus lienzos.

– En el fondo, tenemos algo en común. Nuestra ciencia es a las almas lo que el abogado al diablo.

– ¿Querría traducirme ese adagio, subinspectora?

– Usted me preguntaba si creo. Le responderé: creo en la inocencia, en los inocentes. No me hice policía para bucear en las raíces del mal, sino para descubrir la armonía.

– ¿La paz interior?

– El equilibrio. Lo que otros buscan en el arte, en la música o tras los muros de un convento. ¿Cómo se llama su hija?

– Brígida. Nombre de monja, ¿verdad?

Martina se apartó de la camilla.

– Los dos tenemos trabajo, doctor. Echaré otro vistazo, no sé si clarividente, a los cuadros. Procuraré no molestarle.

Al fondo de la pinacoteca de Esmirna, clausurando la colección de óleos que colgaban de la improvisada galería, una hilera de dibujos reclamó la atención de la subinspectora.

Aunque eran muy distintos, los grabados pertenecían al mismo autor, Viktor Hartmann, cuyo nombre destacaba al pie de la serie, junto a una explicativa leyenda que abarcaba el conjunto: «Cuadros para una exposición, motivos que inspiraron a Modest Mussorgsky.»Rotulados por sus títulos originales, los dibujos representaban una amplia variedad de temas: un carro con bueyes, una bruja, dos judíos, un día de mercado, cáscaras de huevo de las que surgían polluelos con forma humana, catacumbas, las puertas de un castillo… Y una, sin embargo, aparente anomalía: donde debería colgar el dibujo titulado Gnomus había un hueco vacío.

La investigadora empuñó su cámara y fotografió los grabados uno por uno, tratando de memorizarlos y de relacionarlos entre sí. Tarea, en principio, absurda, pues, aun siendo de un mismo autor, respondían a motivos, estilos y épocas distintas. Pese a lo cual, meditó la subinspectora, esa miscelánea de imágenes dispersas se había sublimado en una obra musical de fama ecuménica, en los Cuadros…

Martina terminó el carrete y regresó a la escena del crimen. Casi se sobresaltó. Horacio Muñoz, el archivero, estaba parado junto a una de las columnas de hierro, contemplando como un sonámbulo el gancho del que había colgado el cadáver.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó ella.

– Me aburría en Jefatura. Pensé que podría necesitarme.

– ¿Nunca duerme, Horacio?

– Sería una buena pregunta para que alguien con suficiente autoridad como para esperar una respuesta se la formulase a usted.

– ¿Puede decirme a qué ha venido?

– Uno de los agentes de Seguridad Ciudadana comentó en Jefatura que acababan de descubrir un fiambre. Pensé que quizá tuviese algún trabajillo para mí.

– Carece de competencias, Horacio. Si no se marcha, se buscará problemas. No me explico cómo no le han llamado la atención.

– Ya lo ha hecho ese melifluo inspector Villa. Le contesté que hablara con usted.

– Para eso están las amigas, ¿no? En fin, ya que ha venido…

Martina atrajo al archivero a un ángulo muerto de la tienda, lejos de los demás policías.

– ¿Qué sabe de música clásica?

– Muy poco, se lo puede imaginar.

– ¿Y de un compositor ruso del siglo XIX llamado Modest Mussorgsky?

– Menos todavía. ¿Por qué?

– Porque podría guardar relación con este caso.

– ¿Con el asesinato del anticuario o con el robo de los cuadros de esa ermita de montaña?

– Tal vez con ambas cuestiones. Gedeón Esmirna había adquirido uno de los lienzos expoliados. Por otra parte, admiraba la música de Mussorgsky. Tenía sus discos. Yo misma escuché con él una de las suites.

– Mussorgsky, vaya nombrecito -repitió el archivero, anotándolo erróneamente; la subinspectora se lo deletreó-. Intentaré conseguir información.

– Toda la información -subrayó Martina-. Quiero saber dónde nació, con quién estudió, qué obras compuso, a quién legó sus bienes y, de manera muy particular, cómo llegó a componer una de sus obras más famosas, Cuadros para una exposición, inspirada en esa serie de dibujos que cuelgan ahí al fondo, concebidos por un tal Viktor Hartmann, a quien supongo conocido o amigo del músico. Necesitaría conocer el origen de cada uno de esos grabados y su relación con la partitura musical. ¿Me sigue?

– ¿Una serie? ¿Está sugiriendo que esos dibujos encubren un comportamiento pautado, algo así como un código?

– Pudiera ser.

– ¿Y que esa pauta sería homologable con una actividad criminal?

La subinspectora enarcó las cejas.

– No creo en las casualidades, y menos aún cuando se van presentando conforme a una cierta lógica.

La mente de Horacio se había puesto a trabajar.

– ¿Dicha pauta estaría relacionada con la muerte de Esmirna?

– Creo entrever un juego de simetrías. Si es que se trata de un juego. Un amigo mío, Maurizio Amandi…

– ¿El pianista? -apuntó Horacio. A la hora de retener nombres, la memoria del archivero llevaba fama entre sus colegas. Era capaz de recitar las alineaciones del Bolsean Fútbol Club desde los años cincuenta, cuando el equipo de la ciudad conquistó su primera Liga y una Copa de Ferias.

– ¿Le suena?

– Suelo leer los periódicos. Anunciaban que ayer llegaría a la ciudad.

– Está en el Marina Royal. Me llamó a medianoche.

– ¿Para qué?

– Quería verme.

– ¿Por qué motivo?

– ¿Qué desea un hombre cuando está solo en un hotel y llama de madrugada a una mujer a la que conoció en otra época?

Horacio se sofocó.

– ¿Y usted se…?

– A veces me gusta recibir llamadas en mitad de la noche. No me mire así, Horacio. Le aseguro que muchas mujeres no se le resistirían. Amandi es hermoso como un Apolo.

– No creo que le convengan esa clase de tipos.

Martina le destinó una mirada franca.

– Sé que es usted capaz de guardar un secreto. Entre Amandi y yo hubo algo, pero eso fue hace mucho tiempo. Lo que él pretenda ahora de mí no tiene ninguna importancia, y en cuanto a mis sentimientos… Dejemos el tema. Mire, esta carta le interesará más.

La subinspectora sacó del precinto de pruebas una de las cartas, la dirigida por Alessandro Amandi a Gedeón Esmirna, y se la dio a leer. El archivero deslizó sus ojos por sus excusatorias líneas.

– Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.

– Le explicaré. Alessandro Amandi, conde de Spallanza, es el padre de Maurizio. Don Alessandro era el embajador italiano en Londres cuando yo le conocí, hacia 1970. Mis padres y él fueron amigos. Yo misma asistí a algunas fiestas en su embajada. Recuerdo que el conde atesoraba las más variadas colecciones, desde mapas de los Descubrimientos y de las primeras colonias a máscaras africanas o plumas estilográficas, de las que poseía una magnífica colección; tan variada, que le permitía utilizar una distinta cada jornada. Don Alessandro viajaba por medio mundo a la caza de nuevos tesoros. Esta carta demuestra dos cosas: que estuvo relacionado con Gedeón Esmirna y que el anticuario asesinado se puso en contacto con él, en fecha reciente, para pedirle un favor o negociar alguna cuestión relacionada con el mundo de las antigüedades y de sus respectivos intereses como coleccionistas. La respuesta, según evidencian las líneas del conde, fue negativa.

– Desconocemos la naturaleza de la petición -observó Horacio.

– Por desgracia, así es.

– ¿Cómo averiguarla? -se cuestionó el archivero-. ¿Localizando el paradero de Alessandro Amandi?

– Sería lo más natural. En principio, salvo que su hijo Maurizio posea información al respecto, y esté dispuesto a facilitármela, no habría otro modo.

– ¿Se propone interrogar a Maurizio Amandi?

– Algo me dice que haría mejor en no levantar sus sospechas.

Horacio la miró con recelo.

– ¿No se fía de ese Apolo con pezuñas de macho cabrío?

– Digamos que todavía no he resuelto la incógnita de su presencia en la ciudad. Sería prematuro implicar a Maurizio en este enigmático crimen, pero lo cierto es que su padre conocía a la víctima, y que ésta le pidió un favor personal. Hay que tirar de ese hilo. ¿Podría encargarse de rastrear la pista del conde de Spallanza?

– Lo intentaré.

– Creo recordar que, hará unos cuatro o cinco años, Alessandro Amandi ostentaba la cancillería italiana en Bogotá. Puede que todavía permanezca en el mismo destino.

– Eso será fácil de verificar. Llamaré al Ministerio de Asuntos Exteriores y…

Un requerimiento les interrumpió.

El comisario, que se hallaba a tan sólo unos pasos de ellos, conversando con los inspectores Villa y Buj, les dirigía una seña.

– Haga el favor de venir un momento, Martina.

– Le veré en Jefatura, Horacio.

– Me pondré a trabajar con ese músico. ¿Mussorgsky, me ha dicho?

– Eso es.

– ¿Con tres eses y sílabas como onomatopeyas de sorber espaguetis?

Martina sonrió.

– ¿Se lo vuelvo a deletrear?

– Déjelo, con ese nombrecito no puede haber más de uno.

– Y no se olvide de Viktor Hartmann, el pintor que le inspiró sus Cuadros para una exposición. Consulte enciclopedias, intente contactar con algún especialista. Hágase con biografías, fotos, grabados, con el material que encuentre disponible. Es posible que exista correspondencia entre Mussorgsky y Hartmann. Y no deje de lado a Alessandro Amandi.

Horacio se llevó una mano al corazón, como si una pesada responsabilidad agobiara su ritmo.

– ¡Caramba, subinspectora! ¡Menos mal que no tenía nada para mí!

31

La jueza Galván acababa de marcharse.

Eran las cuatro y media de la madrugada cuando el cuerpo de Gedeón Esmirna cruzó por última vez, en dirección al Anatómico Forense, el umbral de su comercio de antigüedades.

Uno de los enfermeros tropezó con el biombo que protegía el escaparate y lo derribó sobre los objetos expuestos. La armadura medieval cayó contra el cristal, agrietándolo.

Los celadores elevaron la camilla con los restos. El ruidoso motor del furgón del depósito se puso en marcha. Martina se arrimó a una fachada para dejar pasar al vehículo sanitario por la estrecha calle de los Apóstoles y se unió a los mandos que conversaban al relente.

Satrústegui acababa de informar a los inspectores de la desaparición de La Anunciación y de su más que posible vínculo al móvil del crimen. Como para celebrarlo, Buj repartió cigarrillos. En sus manazas, el paquete de Bisonte no parecía mayor que una cajita de fósforos.

Ahora era Villa quien hablaba. Su aliento se condensaba en la niebla. Estaba diciendo:

– En el tráfico de obras de arte, las relaciones entre bandas de ladrones y peristas suelen ser de guante blanco. Por lo que a nuestra jurisdicción respecta, nunca han derivado en venganzas de sangre.

El comisario previo:

– Comprueben posibles precedentes en otras demarcaciones. ¿Les he dicho que el obispado ha puesto a nuestra disposición a uno de sus expertos en patrimonio? Se trata de un sacerdote, el padre Hueso.

– ¿Vamos a trabajar con un cura? -protestó el Hipopótamo.

– Usted no, Buj.

– Me alegro. Las sotanas me dan grima. De niño, el párroco de mi pueblo, el padre Ceferino, que en paz descanse, me zurraba porque me bebía el vino de misa. Si no estuviera con su patrón, ahí arriba, le diría que todavía no he encontrado al Buen Ladrón.

El humor de Buj no despertó eco. Ignorando sus jocosos comentarios, el comisario encargó a Villa:

– Le sugiero que contacte con el padre Hueso para determinar si esa Anunciación, según sospechamos, no es otra que la de San Caprasio. Precisaremos su testimonio, subinspectora -añadió-, pues es usted la única que ha visto el cuadro. -Satrústegui había aplicado una calada al Bisonte; el humo le hizo toser-. ¿Cómo puede fumar este veneno, inspector?

– Imposible estirar el sueldo -se encogió Buj.

– No diga sandeces. Sé lo que gana usted.

– Pero no lo que me cuesta sacar adelante a mis hijos.

El comisario recordó que el Hipopótamo era padre de una numerosa prole. En alguna ocasión, Buj le había presentado a dos o tres de sus chicos, los mayores. Eran obesos, con cráneos contundentes y redondeados como piedras de molar, y la misma mirada cejijunta y obsesiva del padre. La idea de relacionar al inspector con la función didáctica de la paternidad le pareció a Satrústegui tan absurda como especular sobre el talento artístico de Adolf Hitler.

– Cotejen los restantes óleos que Esmirna tenía en depósito, por si podemos identificar otras piezas procedentes del mismo expolio. Ah, Horacio -añadió, observando que el archivero salía de la tienda.

– Diga, señor.

– Quería pedirle… Pero, dígame: ¿qué demonios hace aquí?

– Estaba de guardia y me apunté a echar una mano.

– ¿Guardias, en el archivo?

– Puesto que esa unidad la integramos mi sentido del deber y yo, dispongo de libre albedrío para establecer su intendencia.

– Por esta vez, pase -condescendió Satrústegui-. Pero, en adelante, limítese a cumplir sus funciones. Le asignaré una: encárguese de localizar los expedientes de robos eclesiásticos de diez años a esta parte. Nombres, fechas, condenas. Quisiera disponer de esa documentación antes del mediodía.

– Descuide, comisario. Sólo con los deberes que me ha impuesto la subinspectora ya pensaba pasarme la noche en vela.

– Añada otra petición, Horacio -sumó Martina-. Necesitaría saber algo más acerca de una pluma estilográfica fabricada a principios de siglo. En 1904, creo.

– ¿Marca, modelo?

– Egmont-Snake. En forma de serpiente, de plata maciza, con esmeraldas engarzadas.

– Y yo que pensaba que ya tenía usted pluma -dijo Buj, ahogando una risita.

La subinspectora se le encaró. El Hipopótamo y ella eran de parecida estatura, pero Buj habría podido derribarla de un soplido.

– ¿Se trata de una nueva muestra de su ingenio, inspector?

– En absoluto -repuso el Hipopótamo-. Soy de los que no les gusta que se les vea el plumero. De las cosas serias, hablo alto. Al pan, pan, y…

– Tengamos la fiesta en paz -ordenó Satrústegui-. ¿O pretenden que les abra un expediente?

Martina encendió un cigarrillo mientras Buj se frotaba las manos, como solía hacer cuando exudaba adrenalina.

Apelando a su paciencia, el comisario agregó:

– Algunas de esas bandas son extranjeras. No estaría de más que consultásemos con Interpol.

– Yo lo haré, señor -se ofreció Villa.

Satrústegui adoptó un tono especulativo:

– No sé por qué, este crimen me parece muy poco autóctono.

– Soy del mismo parecer -coincidió el Hipopótamo, con un barniz de adulación-. ¿Por qué tomarse tantas molestias para liquidar a un gordo y bujarrón ropavejero del casco viejo? El criminal pudo entrar en la tienda, pegarle un navajazo, coger lo que había venido a buscar y largarse con viento fresco.

– Cuadra -le secundó Villa-. ¿A qué tanta parafernalia? ¿Por qué degollarle? ¿Por qué mutilarle y colgarle de un gancho?

– Vayamos por orden -recomendó el comisario-. ¿Por dónde entró el asesino?

– Lo hiciera por la tienda o por el piso -opinó Buj-, el anticuario le franqueó la entrada.

– ¿Porque esperaba la visita de alguien de quien nada tenía que temer?

– Eso, señor, parece claro.

– Y revelaría que el criminal se integra en su entorno más íntimo -desprendió Villa-. También existe la posibilidad de que el asesino estuviera dentro.

– En ese caso -derivó Buj-, sólo podría tratarse del aprendiz. Estoy convencido de que Manuel Mendes nos ha contado una de indios.

– ¿Por qué iba a liquidar a su patrón? -cuestionó Martina-. El empleado aparenta ser un chico inmaduro. Esmirna le proporcionó trabajo y cobijo. Tal vez, un futuro.

El Hipopótamo hizo un ademán desdeñoso.

– Por dinero. El chaval estaría extorsionándole a cambio de favores sexuales.

– Eso es simple presunción.

– Déjele seguir, Martina -indicó Satrústegui.

Buj remachó su tesis:

– El anticuario se negaría a seguir pagando. Recuerde el caso de Armendáriz, comisario, el sastre del Parque Buena Vista.

Satrústegui no había olvidado aquella tragedia. Nicanor Armendáriz tenía una clientela bastante selecta. Era un homosexual respetado. Le gustaba el juego y la buena vida. Un mal día, había amanecido en su sastrería con unas enormes tijeras clavadas en el corazón. Previamente, con el mismo instrumento, le habían cortado el pene.

– Fue uno de sus patronistas -recordó Buj-. Un puto como Mendes, desclasado, sin apego familiar ni social. Se entendían. El patronista le llevaba al sastre carne fresca, efebos que reclutaba entre los yonquis o entre jóvenes delincuentes. Lo tenían literalmente cogido por las pelotas. Cuando el sastre cortó el grifo, le dieron matarile. Se trata de un patrón delictivo, y no pretendo hacer un chiste.

Se hizo un penoso silencio. La ironía cruel del inspector arrasaba como una pala excavadora con cualquier misericordiosa consideración.

Buj avanzó otro paso:

– A ver qué les parece esto… Mendes, el mancebo, estaba compinchado con la banda que expolió la ermita de Muruago. Uno de ellos le ayudó a despachar al anticuario. Dicho cómplice escaparía con los miembros amputados de Esmirna, a fin de hacerlos desaparecer mientras el aprendiz se dirigía al ultramarino del barrio, compraba su bocadillo y se lo tomaba al aire libre, en los porches del Mercado.

– ¿Por qué razón fingiría Mendes haber descubierto el cadáver? -objetó Martina-. ¿Para qué correr con semejante riesgo?

– Para teatralizar su coartada -repuso Buj-. Es listo, el condenado, pero de nada le servirá.

La subinspectora continuó ejerciendo de abogada del diablo:

– ¿Por qué no había sangre en las ropas de Mendes?

– Se cambió, obviamente.

– ¿Antes o después de comerse el bocadillo?

– ¡Ya salió doña sabihonda! -rezongó el Hipopótamo-. ¿Me va a dar una clase práctica?

Martina no se arredró:

– Tiene usted una edad en la que cualquier aprendizaje exigiría grandes dosis de humildad. Y esa virtud no se aprende.

Buj achinó los ojos, como si fuese a embestirla.

– ¡No me extraña que los invertidos hayan encontrado en usted a un adalid!

– ¡Inspector! -bramó Satrústegui-. ¡Discúlpese!

Buj no tuvo tiempo de hacerlo porque, en ese momento, uno de los sargentos del Grupo de Robos, Ramiro Alcázar, que había acompañado en las diligencias al inspector Villa, irrumpió en la escena tras escoltar por el callejón a un individuo de crapuloso aspecto.

– Quizá les interese saber lo que este sujeto tiene para nosotros -anunció Alcázar.

El sargento vestía uno de esos trajes a cuadros procedentes de las rebajas de los grandes almacenes. Llevaba el pelo engominado y una barba de tres días que le daba aspecto de duro. Sin otro protocolo, empujó ante los mandos a un tipo flaco, escrofuloso, con todo el aire de tener un pie en la tumba.

– Amadeo Rubio, más popular como el Gamba -lo presentó Alcázar-. Vio a uno o dos hombres entrar a la tienda. ¡Despierta, «lejía», y da las buenas noches al comisario!

Un estrafalario saludo militar acabó de descomponer la estampa del Gamba. El inspector Villa lo conocía bien. Se trataba de un antiguo legionario, un confidente de poca monta. A cambio de ciertos favores, que incluían la vista gorda hacia sus trapicheos con hachís, y de algún modesto estipendio, Amadeo les pasaba información.

Pero el Gamba permanecía mudo. Buj le planchó las solapas con sus manazas y le propinó un cachete.

– ¿Qué pasa, matamoros? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

– ¿Qué quieren que les cuente?

– Lo que has visto, sin omitir nada.

– ¿Por qué? -barbotó el ex legionario-. ¿Qué ha pasado?

– Ya te enterarás por el periódico. No tenemos toda la noche. ¡Empieza a desembuchar, escoria!

El Gamba llevaba una de esas curdas instaladas a perpetuidad, pero su estado no le impidió valorar el insulto.

El naufragio de una patética dignidad asomó a su mirada turbia. Su raído gabán apestaba a colchones meados y a vino a granel.

– Yo estaba en el Calypso echando un Sol y Sombra cuando…

– ¿A qué hora? -le interrumpió Buj.

– A cosa de las diez y media. Vengo todas las noches, después de cenar, y suelo estarme un par de horas. Salí a tomar el fresco a la esquina y vi al primero de los hombres entrando en las antigüedades.

Se hizo un silencio expectante. El comisario ordenó:

– Defínalo.

– Corpulento, de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, con gorra y un anorak azul o negro.

– ¿Cuánto rato estuvo en la tienda?

– No lo sé. Volví a entrar al puti y no le vi salir.

– ¿Y el segundo hombre?

– Apareció más tarde, cerca de las doce.

– ¿Cómo era?

– Muy alto y rubio, con el pelo largo.

Martina de Santo palideció. Villa reveló a Satrústegui en el interrogatorio:

– ¿De qué forma iba vestido?

– Con un pantalón claro y una camisa oscura.

La subinspectora encendió otro cigarrillo. Sus manos temblaban.

– ¿Nada más? ¿Ni americana ni abrigo?

– Iba a cuerpo.

Buj retomó su turno:

– ¿Quién le abrió?

El Gamba miraba a los cuatro, alternativamente. La trompa le hacía sostenerse sobre una pierna y otra, como un marinero ebrio.

– La puerta se abrió, simplemente.

– ¿Cuánto tiempo permaneció dentro ese segundo hombre?

– Una media hora.

– ¿Le viste salir?

– A éste, sí.

– ¿Llevaba algo en las manos?

– Una caja grande, de madera o de cartón.

Era todo lo que el testigo podía aportar. Los investigadores le dirigieron algunas preguntas más, pero sus respuestas no añadieron nada.

Satrústegui le ordenó que compareciera al día siguiente en Jefatura, para ratificar y firmar una declaración. El Gamba respiró, aliviado, y desapareció hacia el Calypso, de donde el sargento Alcázar lo había sacado.

– ¿Es de fiar? -cuestionó el comisario.

Alcázar se pellizcó la nariz.

– Habrá notado cómo huele. Yo no lo dejaría solo con mi chaqueta a la vista.

Satrústegui miró su reloj.

– Son las cinco de la mañana. Deberíamos descansar. Que un retén concluya la recogida de pruebas, y dejen vigilado el establecimiento.

– Creo que me quedaré un rato -dijo Martina.

– Váyase a dormir, subinspectora -le aconsejó su superior-. Mañana les necesitaré a todos bien despejados.

– Estoy desvelada.

– Usted misma. Les veré en mi despacho, a las nueve y media.

El comisario desapareció por la calle de los Apóstoles. La niebla se lo tragó a los pocos pasos, y luego sólo se oyó el motor de uno de los coches celulares, el que debía de trasladarle a su domicilio.