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En cuanto el comisario y los inspectores se hubieron retirado, la subinspectora volvió a entrar a la tienda. Revisó una vez más, de forma exhaustiva, la escena del crimen, y luego se encaminó hacia su coche.
Abrió la guantera, encendió las luces y sacó la navaja que le había entregado Maurizio Amandi. Con una meditabunda expresión, acarició sus iniciales grabadas en la empuñadura de asta y examinó la hoja.
El acero cobró vida contra la mínima luminosidad del salpicadero. La navaja era pesada y manejable a la vez. En la mano, proporcionaba una sensación de fuerza y dominio.
Debía de medir más de veinte centímetros. El filo presentaba melladuras y una muesca más acusada hacia el centro. La subinspectora recordó que Maurizio, según él mismo había alardeado, disfrutaba lanzando la navaja contra los árboles. Pero esa imagen resultaba tan frívola que, aunque lo intentó, no pudo imaginarse al músico en los bosques de Viena, en Las Landas o en las afueras de Bolsean practicando el lanzamiento de cuchillo. Tampoco, agrediendo a otra persona. Era cierto que, en ocasiones, Amandi se manifestaba dialécticamente agresivo, pero no solía mostrarse violento; no, al menos, hasta esa fecha…
¿Habría cambiado? Martina tenía ya una edad suficiente para saber que, con el paso del tiempo, no hay individuo que no sufra algún tipo de transformación. Hacía varios años que apenas sabía nada de Mauricio. Sometido a la fatiga y a la tensión de las giras, el músico había rodado por medio mundo. Según ella misma había podido comprobar, bebía más que antes. A Martina le había alarmado su actitud en el Quick, esa manera de mirar al portero, a la salida. De haberlo estado ahogando con sus propias manos, no habría denotado mayor crispación. ¿De qué modo habría concluido ese episodio, de no haber estado ella presente?
La subinspectora no iba a seguir engañándose. Hasta ese momento, su subconsciente se había resistido a pensar que el obstáculo contra el que se había mellado la navaja de Maurizio bien pudiera haber sido la columna vertebral de Gedeón Esmirna. Pero, a la vista del arma desplegada en sus manos, tenía que admitir que, en términos policiales, y en el incipiente estado de la investigación, aquélla era una hipótesis tan válida como cualquier otra.
La Estación Central de Ferrocarriles quedaba cerca del barrio portuario. Se dirigió hacia allí. Apenas había tráfico. Sólo algún taxi a la búsqueda de los últimos trasnochadores.
Una densa niebla envolvía la estación. Bajo el hangar de techumbre cóncava, los andenes expulsaban bocanadas de humo de una locomotora a punto de partir. Era uno de esos viejos trenes de carga que todavía hacían la ruta del carbón.
En la cafetería, descontando a un par de borrachos sentados en los últimos bancos, y a media docena de somnolientos pasajeros del Estrella del Norte, no había ningún empleado.
Los horarios de las líneas estaban expuestos junto a las ventanillas de venta anticipada. Martina verificó que, como cada jornada, el expreso de Biarritz, procedente de San Sebastián, donde los viajeros debían realizar un incómodo transbordo, había teóricamente arribado a Bolsean a las diez y media de la noche.
Para asegurarse, se acercó a la oficina del factor. El responsable de los enlaces la atendió con una cara borrada por el sueño. Durante la jornada anterior, no se había registrado el menor retraso. El tren cama procedente de Burdeos-Biarritz había llegado en punto al apeadero de Bolsean.
Y, sin embargo, Maurizio no la había llamado por teléfono hasta la una de la madrugada. ¿Qué habría hecho desde las once?, se preguntó la subinspectora. Conociendo al pianista, podía haber dedicado ese lapso de tiempo a cualquier actividad, por extravagante que pudiera parecer, desde ensayar en su habitación del hotel a pasear sin rumbo por la ciudad dormida. Hasta, incluso… ¿cometer un crimen? La voz interior de Martina volvió a alzarse contra ese razonamiento. Amandi podía ser muchas cosas, caprichoso, excéntrico, irracional, pero de ahí a concebir y ejecutar un asesinato mediaba una estimable distancia. ¿Qué relación, por otra parte, podía unirle con el anticuario, y por qué razón habría querido liquidarle?
Todo eran sombras chinescas alrededor de aquel caso. La subinspectora se cuestionó si, en lugar de avanzar en el análisis de la mecánica criminal, su conciencia no estaría deslizándose hacia una mimesis con esas mismas manifestaciones que debía combatir. ¿Qué había sido de su reconocida lucidez? No todo el mundo que poseyese un arma blanca y hubiese eludido comentar los horarios de sus enlaces ferroviarios era sospechoso de asesinato en primer grado. Tal vez, se confesó Martina, obligándose a recuperar la objetividad, las cuentas pendientes que tenía con Maurizio, aquel latente rencor suyo hacia su manera de vivir y de jugar con los sentimientos ajenos la estaban predisponiendo en su contra; pero sería ésa una actitud mezquina, impropia de su rigor policial.
Inmersa en sus cavilaciones, la subinspectora condujo en la soledad de la noche hasta aparcar frente a la puerta del Marina Royal. Antes de entrar en el hotel, guardó la navaja de Maurizio en su bolso.
Un portero entorchado como un chambelán se ofreció a vigilarle el coche.
Martina avanzó por el desierto y lujoso vestíbulo e indagó en recepción el número de la habitación de Amandi. Aunque eran las cinco y media de la madrugada, el recepcionista, un joven de aspecto atlético, con un pendiente en el lóbulo de la oreja derecha, la miró con aire risueño. Al fin y al cabo, el hotel era tolerante con las profesionales de la noche.
– ¿Quién pregunta por él?
– Subinspectora De Santo.
El conserje se demudó.
– ¿Ocurre algo? ¿Hay algún problema?
– Espero que no, pero haga el favor de llamar a ese huésped.
– El señor Amandi dejó expresamente encargado que no se le molestase antes del mediodía.
– Dadas las circunstancias, me temo que tendrá que atenderme.
El recepcionista consultó con otro compañero de mayor rango, que ocupaba una mesa al fondo de un despacho adjunto. Hubo un asentimiento y el conserje regresó a recepción.
– ¿Le importaría identificarse?
Martina le mostró la placa. La llevaba colgada de una cadenita, como un medallón.
– Comunicaré al señor Amandi que se encuentra usted aquí.
– Se lo agradezco. Pero antes quisiera que me respondiese usted a algunas preguntas.
El portero de noche pareció retraerse. Era musculoso, y sus bíceps se transparentaron bajo las mangas de la camisa blanca que asomaba bajo el chaleco.
– Se trata de algo muy simple -le tranquilizó Martina-. ¿Ocupaba usted su puesto cuando llegó al hotel el señor Amandi?
– Sí.
– ¿A qué hora se registró, con exactitud?
– En torno a las once.
– ¿Está seguro?
El mozo comprobó el libro.
– Solemos anotar la hora de ingreso. Sí, a las once.
– ¿Sabía quién era? ¿Había oído hablar de él?
– Su cara me sonaba. Luego caí en que se trataba de ese pianista tan famoso.
– ¿Qué impresión le produjo?
– Me pareció muy educado. Incluso me dio una buena propina.
– ¿Cómo de generosa?
– Quinientas pesetas.
– ¿Le dio un billete de quinientas sólo por registrarle?
– También me pidió un pequeño favor. Quería que un taxista le esperase en la puerta, por si en algún momento le apetecía salir.
Martina asintió. Tener a todo el mundo pendiente de él, aguardándole: ese comportamiento era característico del músico.
– ¿Lo hizo? ¿Abandonó el hotel?
– Bajó al poco rato, sobre las once y media, y subió al taxi.
– ¿Sabe adónde se dirigió?
– Ni la menor idea. Comprenda que no solemos preguntar a nuestros huéspedes…
– ¿Pidió un plano, consultó alguna dirección?
– No.
– Supongo que ese taxi pertenecerá a alguna de las compañías con las que trabajan habitualmente. -El conserje le dio la razón-. ¿Quiere llamar a la centralita de la agencia y pedir que me pasen con el conductor que realizó el servicio?
El recepcionista obedeció y le alcanzó el auricular. Martina habló con una señorita del turno de noche. Después de identificarse, y de facilitarle una somera explicación, le rogó que localizase al chófer que había atendido a un cliente del Marina Royal alrededor de las once y media. Reacia, la telefonista comenzó a ampararse en una serie de excusas.
– Es importante -la apremió la detective-. Estamos investigando un caso de homicidio.
Cambiando de actitud, la locutora le aseguró que haría lo posible por complacerla. Martina se retiró a los sillones del vestíbulo, frente a la entrada principal, para matar la espera fumando.
Acababa de consumir un cigarrillo, apurándolo de tal manera que notó en las uñas el calor de la combustión, cuando apareció el taxista. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto corriente, con entradas en el pelo, cazadora de pana y unas gafas de pasta que imitaban a las de algunos políticos socialistas.
La subinspectora le invitó a sentarse frente a ella.
– Querría preguntarle por una de sus recientes carreras.
– Eso me han dicho.
El taxista no parecía especialmente inclinado a colaborar. Martina le dirigió una mirada acerada.
– ¿Quiere describirme al cliente de este hotel que subió a su coche hacia las once y media de la noche?
– Un tipo alto y rubio.
– ¿Le reconocería, si se diese el caso?
– Supongo que sí.
– ¿Adonde le trasladó?
– Al barrio del puerto, cerca del Mercado de Pescados.
– ¿A la calle de los Apóstoles?
– Sí.
– ¿Ese individuo sabía de memoria la dirección?
– La llevaba anotada en un papel.
– ¿Hablaron durante el trayecto?
– Es posible, no lo recuerdo.
– ¿Quizá porque, en realidad, su cliente se mantuvo en silencio?
– Ahora que lo dice, es cierto: aquel tipo no abrió la boca.
– ¿Llevaba algo en las manos, una caja, una bolsa?
– No.
– ¿Recuerda algo más?
El conductor lo negó frunciendo las cejas. Su expresión era rutinaria, abotargada. Todo el rato, con impaciencia, había estado haciendo girar una alianza en su dedo anular. A menudo, Martina se preguntaba qué verían otras mujeres en especímenes como aquél. Tampoco en esta oportunidad se le ocurrió una respuesta.
– Siento haberle entretenido.
– Para eso estamos.
– Es posible que tenga que convocarle para una rueda de reconocimiento.
– Ahí estaremos.
El conductor se encaminó hacia la puerta giratoria. Martina tomó algunas notas y volvió a acercarse a la recepción.
– Si es tan amable, ya puede anunciarme al señor Amandi.
– ¿Desea que baje? -le consultó el conserje. -Pregúntele si puedo subir a su habitación. A través del teléfono interior, la voz de Maurizio sonó tomada, pero no era el sueño lo que impregnaba su tono. Aceptaba la visita, naturalmente.
– El señor Amandi la espera -indicó el conserje-. Suite Presidente. Ultima planta, junto al Spa.