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Martina conocía el vestíbulo del hotel, el restaurante, los salones donde se celebraban actos relevantes y las bodas de las mejores familias de la ciudad, pero nunca había estado en las habitaciones.
Se dirigió hacia los ascensores y oprimió el botón de llamada.
Al abrirse la cabina apareció una mujer de aspecto oriental, provocativamente vestida, pero que por alguna razón no había tenido tiempo de abotonarse la blusa. Tras ocupar el ascensor, Martina vio cómo la otra se atravesaba el bolso en bandolera y se dirigía hacia las puertas giratorias del hotel. Las del ascensor se cerraron y la cabina apresó un fuerte aroma a pachulí, que la subinspectora relacionó con las barras de alterne.
El elevador ascendió sin el menor ruido. Al pisar el rellano de la séptima planta, los pasos de Martina tampoco provocaron el más mínimo rumor. La moqueta era gruesa y mullida. Cuadros abstractos de una misma serie en la que variaban los colores, pero apenas las formas, colgaban de ambas paredes del corredor. Un reposado silencio, de esa clase de calma que sólo puede comprarse con dinero, envolvía los pasillos.
La suite Presidente disponía de dos puertas, cada una con su correspondiente timbre. Sin embargo, Martina no precisó llamar.
El rostro de Maurizio se proyectaba en un cono de luz. Azuladas sombras flotaban bajo su brillante mirada. «Demasiado brillante», pensó la subinspectora.
El pianista sostenía una copa en la mano. Sin decir palabra, abrazó a Martina. Al hacerlo, unas gotas del transparente licor derramaron su perfume de almendras amargas. La barbilla de Amandi olía a la fragancia de la mujer con la que Martina acababa de tropezarse en el ascensor.
– Mar, querida…
Ella se desasió de él y pasó al interior del lujoso alojamiento.
Las persianas de la suite estaban alzadas; los ventanales, abiertos. Una corriente de aire helado circulaba por las estancias.
– ¿No tienes frío?
– Me concentro mejor así -se justificó él, con un timbre nasal-. El calor me aturde.
Maurizio fue a cerrar las ventanas. Una ráfaga de viento nocturno le alborotó el cabello e hizo revolotear pentagramas y unas cuantas hojas de papel desperdigadas sobre la alfombra, entre latas de cerveza y una botella de vodka Absolut consumida a la mitad.
Daba la impresión de que el músico había estado trabajando febrilmente. Como un alfabeto rúnico, una incomprensible serie de combinaciones de escalas y notas había sido garabateada con tinta escarlata.
La subinspectora evitó pisar las hojas y se acercó a los ventanales. Un opaco fulgor de luces eléctricas, difuminadas por la neblina que cubría la costa, ascendía como una nebulosa. Nada permitía adivinar que el mar se hallara tan cerca, al otro lado de la avenida.
Abajo, en la sexta planta, la piscina aérea construida al exterior del gimnasio parecía colgar de un espacio ingrávido. Cada terraza equivalía al patio de una guardería infantil; cada suite, sus habitaciones, el recibidor, el estudio, el regio dormitorio, a una vivienda común.
La subinspectora estaba tiritando. Había cogido frío en el escenario del crimen y tenía la impresión de que esa misma humedad portuaria se había colado en el hotel. Localizó el termostato, subió los grados de la calefacción, eligió uno de los sillones del living y tomó asiento.
Con síntomas de haber bebido bastante más de lo que era capaz de aguantar, Maurizio se sirvió otra copa de vodka y permaneció en pie, junto a ella. Su fibroso cuerpo tan sólo estaba cubierto por una camiseta negra de tirantes, de bailarín, y unos calzoncillos blancos.
Martina comentó:
– Llevas un pijama muy original. Pensé que dormirías.
– ¿Sabiendo que podrías regresar en cualquier momento?
– Te advertí que no me esperases.
Maurizio se sentó en el brazo del sillón y le pasó una mano por los hombros. Su mirada vidriosa la escrutaba con una indefinible intención.
– Estaba seguro de que volverías a mí.
– Pero no para lo que tú quisieras.
– Despejaremos esa incógnita después de hacer el amor.
Martina le apartó el brazo. Pese a su delgadez, se sorprendió de cuánto pesaba. Había olvidado que Maurizio era un hombre fuerte.
– Hablo en serio. No pensaba volver a verte esta noche.
– Pero has regresado, Mar. Tu naturaleza apasionada…
La subinspectora se puso rígida.
– Estoy aquí en calidad de policía.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no es tu carisma lo que me ha hecho añorarte.
Amandi la miró con la boca abierta.
– ¿Estás de servicio?
No sin gravedad, la subinspectora se limitó a advertirle:
– Tengo que hacerte algunas preguntas.
La réplica de Amandi se quebró en una carcajada convulsa.
– ¡Es genial!
– Dependiendo de lo que tengas que contarme, tal vez.
El músico tardó en dejar de reír. Se secó los ojos con la punta de la camiseta y se puso a caminar en círculos alrededor del sillón.
– ¡Genial, eres una chica genial!
– Ya me lo has dicho antes. Además, ese adjetivo es atributo tuyo, no mío.
El músico parecía estar albergando una creciente irritación.
– Yo también tengo una pregunta para ti, Mar. Una pregunta genial.
– No te reprimas.
– ¿A qué viene todo esto? ¿Piensas que soy un imbécil?
– Son dos preguntas, Amandi. Ibas a formularme una.
– ¿Te crees que puedes dejarme tirado como una colilla, y encima amenazarme?
– No exageres. En ningún momento te he amenazado. Mira el lado positivo. Piensa que a lo mejor puedo hacerte un servicio.
– ¿Me voy desnudando?
– ¿Es que sólo recibes esa clase de favores? Te diré a qué he venido. Estoy en la obligación de asegurarme de que no tienes relación alguna con un asesinato que ha sido cometido esta noche en… ¿Quieres dejar de dar vueltas?
Como si no la hubiera oído, Maurizio siguió con sus paseos. Ahora caminaba en cruz, de la ventana al sillón y de la pared a la cama.
– ¿Otra vez la pesadilla de Viena? -murmuró de repente, como un lunático.
Martina no entendió la alusión, pero se apresuró a agarrar al vuelo ese fortuito cabo.
– ¿Viena? ¿Te sucedió algo allí?
El artista miró a la subinspectora con expresión confusa. Trastabilló, de la borrachera, y siguió murmurando:
– ¿Cómo explicártelo, Mar?
– Inténtalo. Tengo la noche entera para escucharte.
– Será mejor que te lo cuente, antes de que lo averigües por ti misma. Porque la policía acaba por saberlo todo, ¿no es así? En fin, ahí va: hace unos días, un caballero, un distinguido anticuario, murió estrangulado durante mi concierto en el Palacio de la Ópera de Viena. Llevaba encima una carta mía. La policía me estuvo interrogando. ¡Y ahora vienes tú, pretendiendo enredarme en otro crimen!
En un tono más persuasivo, el que solía usar cuando necesitaba tiempo para pensar, la subinspectora le rogó que se explicara. Con celeridad y una cierta desgana, como si el contenido de esa desagradable información le quemase en la lengua, Maurizio le describió la muerte del anticuario vienés Teodor Moser, asfixiado en su palco de la Ópera mientras él interpretaba ante el público. En la medida de su conocimiento del estado de la investigación, el músico se refirió luego a las infructuosas pesquisas de la policía austríaca a la hora de identificar al asesino.
– El inspector encargado del caso era, y supongo que sigue siendo, un tal Arno Hanke. Un verdadero bruto.
Martina le escuchó sin interrumpirle, tomando notas en su libreta. La subinspectora decidió que, en el plazo de unas pocas horas, intentaría recabar información de sus colegas vieneses.
Cambiando de tema, resituó al pianista en el terreno que a ella le interesaba:
– Te repetiré mi cuestión anterior, que sigues sin contestar. ¿Qué hiciste desde tu llegada a Bolsean, antes de quedar conmigo, entre las once y la una de la madrugada?
– ¿Qué puede hacer un hombre solo en una ciudad desconocida y hostil?
– Es imprescindible que me detalles todos tus movimientos.
– Te recuerdo que soy un caballero.
– De sangre azul -sonrió Martina-. Cuando te interesa, claro.
– A lo mejor hay cosas que no debo contar.
– ¿Estuviste con una mujer?
– ¿Y qué, si así fue?
– ¿La misma que acabas de despedir mientras te anunciaban mi presencia y yo subía en el ascensor? -El pianista no reaccionó-. ¿La contrataste al llegar a la ciudad y ha permanecido contigo hasta ahora, salvo el rato que estuviste conmigo, o corriste a buscar a una fulana en cuanto te dejé en el hotel?
– Me temo que estoy sufriendo un ataque agudo de amnesia.
– Estoy segura de que tu privilegiada memoria será capaz de recordar tus andanzas. Te pediría que fueses muy preciso.
Amandi apuró su copa y se deslizó hacia al dormitorio. Sus largas piernas tropezaron con un mueble auxiliar. Con aire tragicómico, el pianista se sentó en el filo de la cama, apoyó los codos en sus huesudas rodillas y sepultó el rostro entre las manos.
– ¿Estoy soñando o es verdad? ¿Vas a interrogarme por un asesinato del que no sé una sola palabra?
Ella se limitó a mantenerle la mirada. Su amigo se acogió a un tono más cauto:
– ¿Qué sucederá si no colaboro?
– Lo más racional sería que lo hicieras.
En los labios de Amandi volvió a asomar una burlona sonrisa.
– ¿Se me acusará de desacato? ¿Compareceré ante un juez? ¿Pasaré entre rejas el resto de mi existencia?
– ¿Prefieres que te lo pida por favor?
Sin acabar de entender esa táctica, Maurizio la recibió de buen grado.
– Siendo así, contestaré. Pero, antes, permíteme hacer una llamada.
– ¿A tu abogado?
– No creo que vaya a necesitarlo -sonrió él. Se tumbó sobre la cama y, con indolencia, estiró un brazo hacia el teléfono-. ¿Servicio de habitaciones? Quisiera una botella de champán, el mejor que tengan, y una bandeja de ostras. ¿Recuerdas dónde las probamos por última vez, Mar? -le consultó, al colgar-. ¿En la Costa Azul?
– No me apetecen.
– ¿Y el champán? ¿O nunca bebes estando de faena?
– Por tercera vez, Amandi: dime lo que hiciste entre las once y la una.
– Ya veo que ésta no debe de ser mi noche.
– ¿Quieres hacerme creer que ves algo, en el estado en que te encuentras? ¿Por qué no te das una ducha y te despejas?
– Buena idea.
Maurizio se desnudó delante de ella. Su cuerpo era elástico, pero los tragos entorpecían su agilidad. El pianista farfulló algo incomprensible y desapareció en el baño.
En cuanto el chorro de agua empezó a golpear la placa de mármol, la subinspectora se aplicó a registrar la suite.
Junto a la llave electrónica de la habitación y a una caja de cerillas de madera, un cenicero lleno de colillas contenía un documento manuscrito a medio quemar.
Estaba escrito en francés, con una letra picuda y tinta negra decolorada por el paso del tiempo. Pese a las marcas del fuego, podían leerse aún algunas frases: «¡Vida, poder! ¡Tira, primer caballo! ¡No te canses! Yo no soy más que un caballo secundario, y sólo tiro cada tanto, para huir del deshonor. ¡Tengo miedo del látigo!»Junto al cenicero había otra carta, ésta todavía entera, en buen estado. «Cuando me acuerdo de ciertos artistas que se han quedado sin pasar las barreras, no es contrariedad lo que experimento, sino una desconsoladora inquietud. Todas las aspiraciones de esos hombres redúcense a destilar, una por una, gotitas iguales y minúsculas; en eso se divierten; un hombre de veras quedaría aburrido y fastidiado. ¡Ve adelante, valiente, sin más preocupaciones, como un hombre que vive! Hazte ver: ¿tienes ganas, o sólo unos muñones lisos? ¿Eres una fiera o un anfibio?»Aturdida, Martina se guardó un fragmento de la carta semidestruida y una de las requemadas cerillas, tan parecida a la que había encontrado en la tienda de antigüedades, en la escena del crimen de Gedeón Esmirna, como a cualquier otro fósforo de madera de venta corriente en los estancos.
Echó un vistazo a las cuartillas y pentagramas desordenados sobre la alfombra, en los que Amandi aparentaba haber estado trabajando de manera compulsiva. Por las notas que colmaban los márgenes, los esfuerzos del músico aparentaban estar tomando forma en lo que parecía la obertura de una ópera. Martina cogió una de esas cuartillas garabateadas con tinta escarlata y la escondió en la solapa de su libreta, con el resto de presuntas pruebas, el fósforo y el fragmento del manuscrito quemado.
Revisó después la maleta de su amigo. Estaba sin deshacer, abierta frente a la cama, sobre una chaise-longue.
Entre las ropas de Maurizio, la detective descubrió un estuche de centraminas, una bolsita de marihuana y un grabado enmarcado en un sencillo baquetón de madera blanda, protegido a su vez por una lámina de vidrio, que representaba una figura parecida a una especie de duende o de gnomo.
Al fondo de la maleta, debajo de las camisas, sus manos palparon un bulto duro y frío. Lo sacó. Era una Beretta de nueve milímetros, de cañón reluciente, prácticamente nueva.
Un ruido en el baño, como si hubiese caído al suelo algo metálico, la alertó.
Con el corazón disparado, la subinspectora creyó percibir la silueta de Maurizio cruzando el espacio iluminado del lavabo. Dejó la pistola en su lugar y regresó apresuradamente al sillón que ocupaba antes de que su embriagado enamorado se metiera en la ducha.
Mauricio reapareció pasándose un peine de madera por el cabello húmedo. Se había enroscado una toalla a la cintura. Gotas de agua brillaban en su torso, cubierto por un sedoso vello rubio, del color del oro viejo.
– ¿Se te ha pasado la trompa? -le preguntó Martina.
– Ahora sólo estoy ebrio de ti.
– ¿Y antes?
– De vodka y de música.
– ¿Estilo Mussorgsky? -sugirió la subinspectora.
– El maestro bebía y componía en serio, no como yo.
– Se trata de tu ídolo, ¿verdad?
– El chico no lo hacía mal del todo -repuso él, tarareando la melodía de Una noche en el Monte Pelado.
– ¿Necesitas cócteles de alcohol y drogas para inspirarte?
El músico sonrió torcidamente.
– Cada maestrillo tiene su librillo.
Martina señaló el cenicero.
– ¿Qué es lo que has estado quemando?
– Una carta suya -admitió el pianista, con una extraña calma, no exenta de cierta solemnidad.
– ¿De quién?
– De Modest, por supuesto.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Del fuego sagrado aspiro los efluvios del genio. El humo de sus pensamientos revela los míos.
Martina lo miró con una mezcla de reproche y piedad.
– ¿Te has atrevido a destruir una carta original de Mussorgsky?
– De su puño y letra.
– Ese documento debía de ser muy valioso, sin contar con su relevancia histórica.
– Así es. Me costó cuatro mil dólares.
– ¿Su lugar natural no sería una biblioteca, un museo? ¿Qué derecho tenías a pegarle fuego?
– Mi obra exige sacrificios. Pero estabas interrogándome, y eso es prioritario. Primun vivere…
Sin ofrecerle, Martina encendió un cigarrillo. Sentía hastío y vergüenza y, aunque se negaba a admitirlo, una sombra de temor. Pero se repuso y le cuestionó, impersonalmente:
– ¿A qué hora llegó tu tren?
– Con retraso, imagino, como todos los trenes españoles.
– Te equivocas. Arribó a la estación de Bolsean a su hora en punto.
– Estaba harto de viajar. No consulté el reloj.
– ¿Viniste directamente al hotel?
– Sí. Todo el rato pensando en ti.
– Aborrezco a los hombres empalagosos.
– Mis besos ya no son tan dulces como lo fueron en la Isla de Wight.
– Resérvalos para tus fans y para tus conquistas de abono.
– Creía que ésta era una conversación oficial.
– Lo es -aseguró Martina-. En la recepción del hotel consta que te registraste a las once y que…
Maurizio le hizo un gesto, como ordenándole callar. Se despojó de la toalla, para secarse el pelo, volvió a peinarse y lució sus cueros, paseando arriba y abajo de la suite sin motivo aparente, hasta que decidió ponerse sus pantalones de lino, que estaban arrugados, hechos un ovillo, sobre el cobertor de la cama. Luego tomó un cigarrillo de la pitillera de la subinspectora, lo encendió y expulsó el humo hacia ella.
– Has estado indagando un poco, ¿eh?
– Es mi deber.
Él le enfocó una mirada torva.
– Te pagan por ello, ¿verdad?
– Mal, pero sobrevivo.
Los ojos de Amandi ardieron de indignación.
– ¡Odio que me fiscalicen!
– Te guste o no, estuve haciendo algunas averiguaciones. Llamaste a un taxi y lo tuviste esperando en la puerta hasta las once y media. El conductor te llevó al barrio del puerto, a la calle de los Apóstoles. Vengo de allí. Sólo permanecían abiertos un burdel y una tienda de antigüedades. ¿Cuál de los dos establecimientos recibió tu insigne visita?
Maurizio iba a responder cuando sonó el timbre. Un camarero empujó un carrito con una cubitera y una bandeja. El músico le soltó una propina regia.
– Cárguelo a mi cuenta.
– Gracias, señor.
El camarero se retiró tras una inclinación que tuvo algo de reverencia. Mauricio sirvió las copas y ofreció una a Martina. Sin probarla, ella la dejó sobre una mesa. Su voz sonó más fría al decir:
– Un anticuario, Gedeón Esmirna, ha sido asesinado esta noche. El crimen fue cometido en torno a las doce. Justamente, a la hora en que tú te encontrabas con él.
El pianista mantuvo una actitud serena. Sin apenas separar los labios, musitó:
– Suena fascinante.
– Yo también creo que puede ser una buena historia. Para que no le falte de nada, disponemos incluso de testigos presenciales. Uno de ellos insiste en atribuirte un papel protagonista en la trama. Afirma que entraste a la tienda de antigüedades alrededor de la media noche, y que permaneciste en su interior durante una media hora. ¿Admites que visitaste al anticuario?
Maurizio daba la impresión de estar divirtiéndose. Repuso con sencillez, como si en ello no pudiera contenerse la menor maldad:
– De acuerdo: lo hice. ¿Contenta?
La subinspectora respiró despacio. Una opresión se le había instalado en las sienes. Podía sentir el latido de sus venas, la aceleración de su sangre.
– ¿Por qué motivo fuiste a ver a Esmirna?
– Por un asunto relacionado con mi herencia. Mi padre murió hace escasas fechas, en la Isla de Providencia, en el Caribe colombiano.
La subinspectora dejó de escribir.
– No lo sabía. Lo siento.
– Te lo agradezco. Unas horas antes de morir, el viejo me preguntó por ti. En su opinión, habrías sido mi mujer ideal, una esposa perfecta para mí. Debo admitir que, por una vez, estuve de acuerdo con él.
– Siento no haber tenido oportunidad de agradecer su aval, pero me temo que habría terminado por decepcionarle, como otras veces he debido de decepcionarte a ti. ¿Falleció de alguna enfermedad?
– Se ahogó en su piscina, en Il vecchio castello.
– ¿El viejo castillo?
– Es el nombre de su mansión caribeña.
– ¿Se ahogó accidentalmente?
– Me inclinaría a pensar que su muerte fue natural, pero el inspector Barrientos de la Cruz, de la policía colombiana, con jefatura en Cartagena de Indias, está empeñado en demostrar lo contrario. De hecho, fui interrogado sin consideración alguna. Como ves, querida Mar, el mal sueño de Viena se repite otra vez. Por suerte, a la hora en que mi padre perdió la vida yo estaba en un garito de la isla, lejos de su casa, emborrachándome a conciencia y cantando rancheras. Creo que los polizontes lo llamáis una coartada.
Martina obvió el sarcasmo. Trataba de congregar sus recuerdos sobre el conde de Spallanza. Por una de las grietas del tiempo, don Alessandro Amandi se le representó con el aspecto más solemne que le recordaba, vestido de frac en una recepción diplomática, en Londres, con bigote y perilla y un toisón cruzándole el torso. La subinspectora se esforzó por imaginar su cuerpo inerte, al borde de una piscina, bajo el refulgente sol de una remota isla del Caribe.
– ¿Alguien tenía motivos para matarle?
Maurizio no lo negó.
– Es posible. Su capital procedía de un origen oscuro, y a él se le había relacionado con los cárteles. La casa que habitaba perteneció en su día a un capo del narcotráfico.
– ¿Por eso sospechaba la policía colombiana que su muerte no fue natural?
– Y por ciertos indicios. Mi padre tenía un perro guardián, un rottweiler. El bicho no apareció por ninguna parte. Tal vez se cargaron al viejo, ¿quién sabe?
– No parece que esa posibilidad te afecte.
– Lloré encima de su cadáver, y también cuando lo enterré en Providencia, en la cumbre del monte del pico. Un Spallanza no está obligado a más.
– ¿Hubo otros sospechosos?
– ¿Además de mí, quieres decir? No lo sé, la policía no ha vuelto a llamarme. Supongo que algún juez de Cartagena de Indias me citará a declarar un día de éstos.
– ¿Robaron en la mansión de tu padre?
– Hasta donde yo sé, no.
– ¿Registraron las habitaciones en busca de algo?
– No. Todo estaba en orden.
– ¿Absolutamente todo?
– Salvo la caja fuerte.
– ¿Te importaría ser un poco más explícito?
– Habían abierto la caja, pero no parecía faltar nada.
– ¿Contenía dinero?
– No. Con el propósito de no excitar la codicia del servicio, mi padre sólo manejaba modestas cantidades. Tenía una cuenta en la única oficina bancaria de la isla, e iba extrayendo pequeñas sumas, la calderilla que necesitaba para sus gastos diarios. En cuanto al régimen doméstico, se mostraba extremadamente rácano; algo que deberás tener en cuenta, Mar, cuando vayas a casarte conmigo.
– Presiento que esa boda nunca llegará a celebrarse. ¿Qué había en su caja fuerte?
– Miniaturas, joyas antiguas, documentos mercantiles y las mejores piezas de su colección de estilográficas.
– ¿Estás seguro de que no faltaba nada?
– Completamente. Entre sus papeles localicé un inventario escrito a máquina. Mi padre conservaba las facturas de sus adquisiciones artísticas: libros, cuadros, antigüedades… Todo. Y todo, como te digo, permanecía en su lugar. No se llevaron nada.
– Parece muy extraño.
– Según el inspector Barrientos es un misterio. Para que te hagas una idea de los delirios de mi padre, un Greco colgaba en su dormitorio, y allí seguía cuando yo volví de mi juerga del chiringuito playero. En los salones y en un museo que hizo construir había piezas de mucho valor, pero las desdeñaron.
– ¿Qué hiciste con las colecciones?
– Ordené embalarlas y las transporté en contenedores, vía marítima, hasta Cartagena de Indias. Permanecen bajo custodia judicial, en un almacén del que somos propietarios. En cuanto se me autorice, trasladaré esos bienes a mi apartamento de Londres o a mi piso de Madrid.
– Bienes que ahora te pertenecen.
– Sí.
Durante un minuto sólo se escuchó la pluma de Martina rascando en su libreta. Sin levantar la vista del papel, la subinspectora formuló una nueva pregunta:
– ¿Tu padre había hecho testamento?
Maurizio asintió. Parecía tranquilo, con ganas de explayarse y colaborar.
– Autógrafo, muy simple. Según me adelantó él mismo, horas antes de morir, el documento se encontraba depositado en una notaría de Cartagena de Indias. Me dejaba heredero universal de todos sus bienes y adjuntaba una lista con sus propiedades y cuentas bancarias. También me legaba las deudas pendientes, que son cuantiosas. No obstante, es factible que pueda salvar unos cuantos millones para nuestros hijos.
Martina no evitó un respingo.
– ¿Qué hijos, Amandi?
– Los que me gustaría tener contigo.
La subinspectora meneó la cabeza.
– ¿De cuántos millones de pesetas estábamos hablando?
El pianista rompió en una risa incontenible.
– ¿Pesetas? ¡Dólares, Mar!
– ¿Tu padre te ha dejado en herencia varios millones de dólares?
– Ajá. ¿Tal vez necesites ahora esa copa?
El músico volvió a sentarse junto a ella, en el brazo del sofá. Su piel olía a jabón. Huyendo de su calor, Martina se levantó y encendió otro cigarrillo.
– En el escritorio del anticuario asesinado apareció una carta de tu padre, también autógrafa. El y Gedeón Esmirna se conocían.
– Lo sé.
– ¿Fuiste a verle en su nombre?
– Supongo que Esmirna me recibiría en atención a su memoria.
– ¿Ibas armado?
– Claro que no. ¿Para qué?
– ¿Dónde dejaste tu navaja?
– En la maleta. La cogí después, cuando quedé contigo, por si tenía que defenderte de un exhibicionista o de un violador.
– No es momento para bromas. ¿Sabía Esmirna que tu padre había muerto?
– Se lo anuncié por conferencia telefónica, cuando le llamé para solicitarle una entrevista.
– Previamente, lo habías hecho por carta.
– Sí.
– Carta que certificaste en Burdeos.
Maurizio había terminado por sentarse en una silla. Se removió, incómodo.
– Creo que sí. ¿No irá a traerme problemas esa dichosa carta, como me los buscó la que escribí en Viena?
Martina le replicó con otra pregunta:
– ¿Desde dónde hiciste la llamada telefónica a Gedeón Esmirna?
– Desde Burdeos, a los dos o tres días de escribirle. ¿Estoy contestando bien?
– Los comentarios los haré yo. ¿Dónde te alojaste en Burdeos?
– ¿Es ésa una pregunta pericial?
– No se te acusa de nada.
El pianista le dedicó una hipócrita mueca.
– Nunca recuerdo los nombres de hoteles o mujeres de ruta.
– Averiguaré dónde te hospedaste en Francia, puedes estar seguro. ¿Cuál iba a ser el motivo de tu encuentro con Esmirna?
Por toda respuesta, Maurizio se dirigió a la caja de seguridad de la suite, oculta entre las baldas del armario ropero. Manipuló las claves y abrió la tapa de acero con una llavecita inserta en la cerradura. Blandió algo entre los dedos, y un capuchón de oro con cruces de pedrería brilló en la habitación. El músico estuvo contemplando la estilográfica unos segundos, como hipnotizado por su belleza, y después se la entregó a Martina.
– ¿Habías visto una pluma como ésta?
– Nunca -mintió la subinspectora.
– Es una Egmont-Swastika -explicó Maurizio-. Como diría, en vida, el difunto Gedeón Esmirna, una exquisita muestra del más refinado arte de la escritura.
La mente de Martina ataba cabos a toda velocidad. Inquirió:
– ¿De dónde la has sacado?
– Me la legó mi padre. Permanecía depositada en la notaría de Nelson Arateca, en Cartagena de Indias, donde me fue leído el testamento. El notario me dijo que mi padre le había insistido en que se asegurase de que llevara la estilográfica conmigo. También ponía como condición que firmase con ella la aceptación de la herencia. Fíjate en esas piedras. ¿No te maravilla su contraste con el oro?
La pluma era idéntica a la que le había mostrado Esmirna en su tienda de antigüedades, pero Martina se abstuvo de revelárselo a Maurizio. El oro puro tenía una calidad mate, noble y eterna, y los rubíes emitían un suave fulgor, del translúcido tono de un vino joven. El diseño de las cruces esvásticas estaba ideado para sugerir una impresión de movimiento, algo así como una especie de danza cósmica en un universo mineral, donde el núcleo de las estrellas ardiese en un magma hirviente. Martina recordó que ese símbolo, la esvástica, había significado el bien y el mal, el equilibrio espiritual, la cultura indoeuropea y la locura nacionalsocialista. De la centenaria estilográfica emanaba algo misterioso, ancestral, sutilmente perturbador; la misma sensación, pensó Martina, que si uno sostuviera en la palma de la mano un puñal de sacrificio.
– Esmirna me aseguró que sólo quedan unos pocos ejemplares en todo el mundo -dijo Amandi-. Por lo visto, vale mucho más que su peso en oro. Me adelantó que estaría dispuesto a pagar lo que le pidiese por ella. Pero, por lo que me has contado, me temo que ya no podrá hacerlo…
– Desde luego que no. ¿Te comprometiste a venderle tu pluma?
– No lo hice por respeto a la memoria de mi padre.
El músico se dirigió al armario para guardar la Egmont-Swastika en la caja de seguridad. Cuando hubo cerrado la caja, silabeó, con una sonrisa pegada a los dientes:
– No me has dicho cómo mataron a Esmirna.
Martina estaba acostumbrada a sus repentinos cambios de humor, pero el aire morboso, casi macabro, del pianista, la puso en guardia.
– Se ensañaron con él.
– ¿Fueron varios? ¿Quiénes?
– La investigación acaba de abrirse.
– Imagino que esa clase de mercaderes deben de tener multitud de enemigos.
– ¿Por qué lo supones?
– Suelen peritar objetos robados, ya sabes, y carecen de escrúpulos. Como yo, cuando tengo que tratar con ellos.
El artista se giró hacia su maleta, que continuaba abierta sobre la chaise-longue, e introdujo las manos entre la ropa, buscando algo bajo la pila de camisas, justo donde Martina había vuelto a dejar la Beretta. De forma instintiva, la subinspectora se puso en pie y se llevó la diestra a la cadera.
– Las manos quietas, Amandi.
Maurizio la miró, extrañado.
– ¿Qué haces?
– Aléjate de la maleta. Así. Muéstrame las palmas. Muy bien. Retrocede hasta el armario y quédate quieto.
Martina apartó las camisas, cogió la Beretta, le quitó el cargador y la arrojó bajo la cama.
– ¿Es el inventario completo de tu armamento? ¿La navaja, primero, y ahora esto?
– Tengo permiso de armas.
– Eso no justifica que viajes con un revólver.
– Lo llevo por precaución, para mi defensa personal.
– Claro. Probablemente, hay decenas de asesinos acechándote allá donde vas.
– No olvides lo que le pasó a mi padre.
Maurizio permanecía apoyado contra la hoja abierta del armario. Debajo del abrigo y del chaqué, junto a unos zapatos negros y a sus botas de piel, descansaba una caja cuadrada de cartón atada con cuerdas.
– ¿Qué hay en esa caja? -preguntó Martina.
– ¡Sorpresa!
La subinspectora arrastró la caja hasta depositarla junto a la cama. Pesaba bastante. Lo que contenía se había movido, provocando golpes sordos, compactos.
La mujer policía reiteró, con un soplo de voz:
– ¿Qué hay dentro?
– Ya te he contestado: una sorpresa.
– ¡Basta de juegos!
– ¿No lo adivinas? ¡No, claro! ¿Cómo ibas a adivinarlo?
La subinspectora sacó su Astra y le apuntó.
– Te doy cinco segundos, Amandi.
Maurizio abrió mucho los ojos.
– ¡No irás a dispararme!
– ¿Qué hay en la caja?
– Una cabeza.
– ¿Cómo?
– Si no me crees, ábrela.
– Nada de eso. Lo harás tú.
Unas manchas negruzcas, como de sangre seca, se transparentaban por las paredes laterales del cubo de cartón.
– ¡Abre la maldita caja, Maurizio!
– ¡Por fin has pronunciado mi nombre! ¿Será el prólogo a una inolvidable noche de pasión?
– ¡Arrodíllate y abre la caja!
El músico cogió las cerillas, prendió una y procedió a quemar las cuerdas. Arrojó con descuido el fósforo a la alfombra, obligando a Martina a pisarlo, en medio de un círculo de pelo chamuscado. La caja quedó abierta.
– ¿Quieres mirar? -la invitó él, guiñándole un ojo.
La subinspectora no había depuesto su arma.
– Sea lo que sea lo que haya dentro, ¡sácalo!
– ¿Estás preparada? ¡Te vas a desmayar de la impresión!
Con un veloz movimiento, Maurizio metió una mano en la caja, extrajo lo que parecía ser la cabeza de un hombre y la sostuvo junto a la suya, apoyándola en uno de sus hombros.
– ¿Le reconoces? -la desafió, con una congelada sonrisa; una alienada luz se empozaba en sus pupilas-. ¡No te imaginas cuánto me costó obtener este trofeo, pero te aseguro que valió la pena!
El músico reía con hilaridad. Martina bajó el cañón del arma y la enfundó. Desde su inerte busto de arcilla, dos ojos ciegos la contemplaban a medio párpado.
– ¿Qué significa…?
Amandi reveló, en tono triunfal:
– ¡Es el modelo en barro que el pintor Ilya Repin utilizó para el retrato de Mussorgsky! ¡A partir de ahora, nunca se separará de mí! ¡Compondremos juntos, juntos viajaremos hacia la inmortalidad!
La tensión de la subinspectora se apagó como una hoguera bajo un chorro de agua. Martina se dirigió a la mesa portátil que el camarero había dejado en mitad del salón, se sirvió una copa de champán y la apuró de golpe. Cuando se hubo serenado, concluyó de interrogar a Maurizio.
El pianista accedió a relatarle su negociación con Gedeón Esmirna sobre las piezas relacionadas con Mussorgsky: el busto de Ilya Repin y uno de los grabados de Hartmann. El anticuario había documentado su autenticidad y ambos alcanzaron un acuerdo por el lote: dos millones redondos, cantidad que Maurizio había abonado en efectivo, en billetes de cinco mil pesetas. Resuelta la transacción, Amandi abandonó la tienda. Tomó otro taxi junto al Mercado de Pescados y regresó al hotel.
Después, un Maurizio exaltado, cada vez más borracho, se había empeñado en describir a Martina su proceso creativo. Su incoherente jerga musical terminó irritando a la subinspectora, a la que comenzaban a pesarle el cansancio y las copas de champán que había bebido para mantenerse despierta.
El monólogo del músico equivalía al fragmentario discurso de un genio inmaduro, extraviado en los infiernos de la creación. Maurizio tenía talento, pero sus ideas brotaban desde un manantial subterráneo, y ni el alcance ni la finalidad de su pensamiento sinfónico se vislumbraban, en sus arriesgadas e innovadoras formas, por parte alguna; al menos, desde la profana comprensión de una escéptica Martina.
Hacia las seis de la madrugada, Maurizio se tumbó en la cama, rindiéndose de inmediato al sueño.
Martina apagó las luces, se encerró en el living, descolgó el teléfono, llamó al servicio de información y puso una conferencia a Colombia, al departamento de Policía de Cartagena de Indias.
Allí también era de noche, más de las diez. Tras proporcionar innumerables explicaciones a una sucesión de agentes que se debatían entre la indiferencia y la confusión, y temiendo a cada minuto que Maurizio despertase de su sueño alcohólico y la sorprendiera traicionando su confianza, logró al fin hablar con uno de los inspectores jefes, José Barrientos de la Cruz, quien, por pura casualidad, se encontraba aún en su despacho.
Pacientemente, tras explicarle quién era, en qué circunstancias le llamaba y de qué modo podía constatar su identidad, Martina se refirió a la muerte de Gedeón Esmirna y a la relación del anticuario español con Alessandro Amandi, así como a la presencia en Bolsean de su hijo, Maurizio.
Tras alguna vacilación, y reiteradas referencias de Martina al comisario Satrústegui, como prueba de veracidad, el inspector Barrientos supo entender la urgencia de su consulta y, sobre la hipótesis, en efecto, de que la muerte del ex embajador italiano no había sido accidental, le confió cuanto sabía.
Desde la otra orilla del Atlántico, la voz de Barrientos llegaba con demora, como si se expresara a entrecortados impulsos.
– Estamos convencidos de que Alessandro Amandi fue víctima de un asesinato en su mansión de Providencia. Y también lo estamos de que su único hijo, Maurizio, heredero de su fortuna, no fue por completo ajeno a la muerte de su padre. Pero, al disponer de coartada y no haber logrado nosotros demostrar su implicación, la instancia judicial se vio obligado a dejarle en libertad.
A preguntas de Martina, Barrientos añadió que su departamento había elaborado una lista de sospechosos, la mayoría de ellos residentes habituales en la isla: desde las dos mujeres que el aristócrata mantenía a su servicio a ciertos elementos vinculados con los cárteles de la droga que, al igual que el conde de Spallanza, vivían en Providencia una suerte de forzado exilio. Por ese lado, tampoco habían avanzado nada, pero una circunstancia en apariencia ilógica había venido a ayudarles: en El Vigía, un modesto periódico de San Andrés, cayo del que Providencia y otros islotes dependían administrativamente, alguien, una mujer extranjera, pelirroja, muy llamativa, había contratado una esquela de Alessandro Amandi, para que fuese publicada tres días después de su muerte.
Se daba la circunstancia, había agregado Barrientos, de que una mujer que obedecía a esa descripción había tomado el fokker a Providencia el 24 de diciembre, en compañía de otro viajero, asimismo extranjero, y de Maurizio Amandi.
– ¿Los tres viajaron en el mismo vuelo? -quiso saber Martina, expresándose en susurros; desde el living acababa de ver el cuerpo de Maurizio moviéndose, al compás de un largo suspiro, de un extremo al otro de la cama.
– Sin género de duda -ratificó Barrientos-. De ahí nuestra conjetura de que sean cómplices.
– ¿Qué fue de esa pareja?
– El rastro de la pelirroja y de su compañero se pierde por completo. Nunca llegaron a regresar a San Andrés vía aérea. Tal vez abandonaron Providencia en alguna embarcación particular, rumbo a otra escala caribeña, o a Cartagena de Indias.
– ¿Le consta que hayan salido del país?
– No.
Eso era todo. Martina colgó el teléfono, salió a la terraza y respiró el aire del amanecer. Desde la séptima planta del Marina Royal, una nueva y lúgubre mañana de invierno se cernía sobre la ciudad.
La subinspectora cogió su chaqueta y dejó al pianista encogido sobre el edredón, roncando estrepitosamente. La cabeza de Mussorgsky lo contemplaba desde la mesilla de noche, junto a dos paquetes de cigarrillos vacíos y la última copa de champán, que él ya no pudo beber.
Desde el hotel, Martina había conducido hasta su casa. Se dio una ducha, se cambió de ropa y salió disparada hacia la Jefatura Superior. Aparcó y se presentó en el despacho del comisario a las nueve y cuarenta de la mañana, con la reunión de mandos ya comenzada.
Se encontró con caras largas. Satrústegui estaba indignado por la filtración del asesinato a la prensa. La noticia del crimen del anticuario era ya, a esa temprana hora, de dominio público, y la jueza Galván había llamado hecha una auténtica furia. Martina no tenía demasiadas dudas de que el autor del chivatazo, como ya había sucedido en anteriores oportunidades, no había sido otro que Ernesto Buj, pero el Hipopótamo se había limitado a poner cara de póquer y a criticar a «esos entrometidos periodistas».
Finalizada la reunión, Martina bajó a la primera planta para sacar un café de la máquina. Un agente le informó de que una ciudadana llevaba un rato esperando, dispuesta a revelar algo en relación con el caso del anticuario. Martina se olvidó del café y se dirigió hacia la sala de espera.