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PROMENADE

35

Bolsean, 10 de enero de 1986, viernes

Miriam Gómez había despertado con un fuerte dolor de cabeza y un viscoso sabor en los labios. A miel, o a uno de aquellos jarabes que su madre le hacía tomar de niña, cuando tosía en la cama.

Había tenido pesadillas eróticas. En sus promiscuos sueños estaba desnuda. Adrián, su novio, se asomaba a las oníricas escenas, alternándose con otros hombres para disfrutar de su cuerpo. Miriam se había sentido impotente y ultrajada frente al rijoso Sabino Sabanés, quien trataba de poseerla en una submarina redacción de La Colmena, persiguiéndola entre algas gigantes y rosados pulpos, y blandiendo como mazas de papel húmedos periódicos con páginas de sucesos que hablaban de crímenes y de violaciones de otras mujeres. Una heroína, una sirena, había venido a rescatarla. Era la misma mujer pelirroja, de atractivas curvas y culpable sonrisa, como una bruja disfrazada de hada, que había contratado la esquela del anticuario. ¿Cómo se llamaba el difunto?, intentó recordar Miriam, todavía adormilada. Tenía un nombre de gigante bíblico o de jenízaro turco. ¡Gedeón! Sí, eso era: Gedeón Esmirna…

Miriam se levantó de la cama y salió al baño del pasillo, el único de que disponía el apartamento. Lo compartía con su padre, el comandante; no era otra la causa por la que aborrecía sus romboidales baldosas y el espejo, su enemigo natural.

Desde que residían en Bolsean, cada uno de los amaneceres de su metódica existencia (algo más variada desde que había intimado con Adrián) estaba asociado a los rumores que los hábitos paternos provocaban en el cuarto de baño: además de las distintas sintonías del transistor, los rítmicos golpecitos de la cuchilla de afeitar contra los bordes del lavabo, las líquidas agujas de la ducha restallando en la loza, y enseguida la manera en que el cuerpo de su padre, al entrar en la bañera, modificaba el sonido del agua… Una vez afeitado, el comandante se ponía un albornoz que olía a Varón Dandy y desandaba el corredor para vestirse en su dormitorio. Lo hacía con la radio puesta, a suficiente volumen como para que Miriam, aunque no quisiera, la escuchase desde su habitación.

Su padre solía sintonizar Radio Nacional, con las desconexiones horarias que informaban de la actualidad regional. Frente a las enfáticas voces de la emisora oficial, Miriam reaccionaba protegiéndose con la almohada, en busca de una postrer cabezada antes de abrir los ojos a la realidad y ponerse a pensar en los deberes que la esperaban en un semanario en el que, además de gestionar la contabilidad, se responsabilizaba-¡ahora podía afirmarlo!- de la recogida de esquelas.

Pero aquella mañana ocurrió algo distinto. Las noticias de las ocho, filtradas desde el dormitorio paterno, arrancaron con un suceso que la hizo incorporarse y escuchar con atención.

Un anticuario, Gedeón Esmirna -estaba informando el locutor-, ha sido asesinado esta noche en el barrio portuario de nuestra ciudad. A una hora sin determinar de esta misma madrugada, agentes policiales localizaron su cuerpo en su establecimiento comercial. A raíz del macabro descubrimiento, se emprendió la búsqueda de posibles sospechosos. Desde instancias oficiales no se ha emitido declaración alguna, pero fuentes de toda solvencia consultadas por nuestra redacción apuntan a que el móvil del crimen pudo haber tenido relación con el tráfico de obras artísticas por parte de una red especializada en expolios contra el patrimonio eclesiástico, trama de la que presuntamente podría haber formado parte el asesinado anticuario…

Miriam rogó que el comentarista siguiera ilustrando la exclusiva, a fin de ratificarse en el nombre de la víctima, pero el carrusel informativo derivó hacia la ola de frío que se abatía sobre la Península Ibérica en forma de heladas, vientos polares y tormentas de nieve. Incluso la costa meridional del país, Huelva, Málaga, Cádiz, iba a verse afectada por el temporal.

La chica tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que no había soñado, y de que la identidad del anticuario coincidía letra por letra con la esquela que ella misma había tramitado dos tardes atrás, en la recepción de La Colmena, a instancias de aquella desconocida mujer pelirroja.

Su mente empezó a girar a la misma velocidad que latía su pulso cuando las caricias de Adrián la excitaban hasta volverla medio loca. La noche anterior, hacía apenas unas pocas horas, había cedido a sus súplicas y se había entregado a él de forma poco ortodoxa en las escaleras que bajaban al cuarto de calderas, dos pisos por debajo de la portería de la Residencia Militar. Adrián no llevaba preservativos. Aunque se había retirado a tiempo, respondiendo en mayor medida a las histéricas advertencias de la propia Miriam que a su débil voluntad, anulada por la pasión erótica, el pánico a un embarazo comenzó a atormentarla. Saldría de dudas, o así lo esperaba (¡rezaría, si hacía falta!) en un par de semanas.

Mientras trataba de tomar alguna decisión, oyó chirriar la persiana del cuarto de su padre, e inmediatamente después lo que parecía el chasquido del percutor de una pistola, o quizá las hebillas de los correajes de campaña golpeando entre sí. Recordó que ese día su padre no acudiría a la Academia, y sí a los campos de tiro, donde le esperaban maniobras militares. Estaría fuera de casa hasta el fin de semana. Sus ausencias suponían, para Miriam, breves descansos en su rígida y agobiante relación. Nada le gustaba tanto como quedarse sola en el piso. A lo mejor esta vez se animaba a invitar a subir a su novio.

Los últimos vestigios del sueño se habían disipado. Cada detalle de su conversación con la mujer del pelo rojo regresaba a su memoria con precisión.

Miriam volvió a oír su pastosa voz. «Soy la sobrina de Gedeón Esmirna -había dicho ella-. Su sobrina favorita.» Tenía una forma suave, fricativa, de pronunciar las eses, y arrastraba las erres como si fuera extranjera. Sus ojos velaban una mistificación o un misterio. «Los Esmirna no somos gente del montón», había añadido, con indisimulado orgullo. Su tío contaba con numerosos e influyentes amigos, «algunos de los cuales le recordarían al escribir su nombre». Si todo aquello, la propia esquela y la esvástica que la rubricaba, había carecido de sentido para Miriam, ahora, unido a la revelación de un homicidio, se le presentaba como un enigma insoluble.

– Acudiré a la policía -se propuso en voz alta, sintiendo que el sonido de sus propias palabras la reconfortaba un tanto.

Se vistió, bebió un vaso de leche en la cocina y se despidió de su padre, que estaba poniendo una cafetera.

– ¿Adónde vas tan temprano? -se extrañó el comandante-. Sólo son las ocho y cuarto. ¿Te encuentras bien? Me pareció que anoche volvías demasiado tarde.

Ella le miró sin saber qué contarle. Estaba bloqueada. Tenía la sensación de que la amenazaba un peligro invisible.

– Voy a… la calle.

Su progenitor la estudió con el aire severo con que se imponía a los cadetes, pero no atinó a detenerla y la dejó salir a toda prisa. Tanta, que Miriam ni siquiera se detuvo a esperar el ascensor, precipitándose escaleras abajo hasta asomarse a la negra mañana de Bolsean.

36

Un miedo irracional se había apoderado de su ánimo.

¿Alguien la seguía? No, claro que no. Entonces, ¿qué le hacía sugestionarse de que iban tras ella? Mirando de cuando en cuando a sus espaldas, pero sin ver otros bultos que borrosos fantasmas, las difusas siluetas de la gente, corrió, más que caminó, hasta la óptica.

Tuvo que esperar en un bar a que abriesen. Los camareros habían oído las noticias, y estuvieron comentando el crimen del anticuario.

La persiana de la óptica se alzó a las nueve en punto. Sus gafas estaban reparadas. Al ponérselas, experimentó un profundo alivio. El mundo volvía a situarse en su lugar.

Miriam pagó el arreglo y se dirigió a la sede de La Colmena. En la gaceta no había un alma. Los redactores no iniciaban su jornada hasta las doce del mediodía; era improbable que el director se presentase antes de comer.

Protegida por una carpeta de plástico transparente, la esquela de Gedeón Esmirna seguía estando donde ella la había dejado, al lado del pincho de facturas, a un extremo del mostrador. Hipnotizada, repasó el texto una y otra vez. Las puntas de la esvástica rozaban los márgenes del papel.

Ese hombre, Esmirna, estaba muerto. Radio Nacional se había referido al «macabro» descubrimiento de su cuerpo. Miriam se preguntó si el locutor habría empleado ese término de no haberse tratado de un truculento hallazgo. ¿Cómo se habría enterado la prensa? ¿Tendría chivatos dentro de la policía?

Súbitamente, tuvo la certidumbre de que la esquela era, en realidad, el anuncio o la reivindicación de un asesinato. De que la pelirroja sabía, al menos, dos cosas: que Gedeón Esmirna estaba vivo cuando contrató el fúnebre espacio, y que el anticuario iba a morir en un plazo muy corto. «¡Tres días! -recordó-. ¡Ella sabía que la esquela se publicaría en el plazo de tres días, y no le importó!»

Miriam comprendió que su deber consistía en entregar aquella prueba a la policía. Pero, antes, pensó en comprobar un detalle. Hojeó el listín telefónico y apuntó una dirección. Luego descolgó el auricular y llamó a su novio.

– Adri, soy Miriam. ¡Ha ocurrido algo terrible!

Adrián temió que el comandante los hubiese pillado, o que le fuese a caer una nueva bronca por su falta de prevención sexual. En ese sentido, la noche anterior ya hubo un conato por parte de una sofocada Miriam. Adrián estaba dispuesto a prometer que la próxima vez usaría condones. Si había próxima vez.

– El nombre y el apellido que facilitaron en la radio coinciden con los de la esquela -estaba diciendo su novia, acelerada; al resumir sus sospechas, se había expresado con tal premura que Adrián apenas había entendido nada-. Acabo de comprobar la guía telefónica. Existe una tienda de antigüedades a nombre de Gedeón Esmirna. En Bolsean no hay otras direcciones con ese apellido. Se lo han cargado, Adri, y alguien, una mujer que parecía salida de una película de cine negro, vino a poner su esquela antes de que se cometiese el crimen.

Adrián trató de asimilar lo que estaba oyendo. Había dormido muy poco. Acababa de despertarse en su piso de estudiantes y estaba atontado. Todavía llevaba el olor de su chica adherido a la piel.

– Hazme un favor, Miriam. Repítemelo todo, pero más despacio.

Ella lo hizo. Adrián discurrió:

– ¿Estás pensando que la mujer que encargó su esquela sabía que ese tipo estaba vivo, pero que lo iban a liquidar?

– Eso creo.

– No es posible. Semejantes cosas no suceden en la realidad.

– Pues ésta ha ocurrido.

– Esa mujer no podía saberlo si…

Miriam continuó la frase por él:

– Si no era cómplice o…

Fue Adrián quien puso la guinda:

– ¡La propia asesina!

Ambos enmudecieron momentáneamente. Adrián exclamó:

– ¿Desde dónde me llamas?

Miriam temió echarse a llorar de un momento a otro, pero su voz sonó firme.

– Desde la redacción.

– ¿Estás sola?

– Sí.

– ¡Acude a la policía, inmediatamente!

– Es lo que había pensado.

Miriam habría deseado que su novio se hubiese ofrecido a acompañarla, pero Adrián se disculpó, compungido: -Iría contigo, cariño, pero tengo un par de clases a las que no puedo faltar.

– No te preocupes. Te llamaré.

– Hazlo. Y otra cosa, Miriam. Esa esvástica… Es el signo de los nazis, ¿no?

La secretaria de La Colmena colgó, asustada. Acababa de oír el ascensor deteniéndose en la planta del semanario. Pero no era la mujer pelirroja ni ningún joven con cazadora y botas militares, sino el vecino de enfrente, un pacífico jubilado que se desplazaba penosamente con ayuda de un bastón. Miriam cerró el semanario y bajó las escaleras de dos en dos, con la carpeta apretada contra el pecho.

Una vez en la calle, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde había una comisaría. Su relación con las fuerzas del orden se limitaba a saludar a la pareja de la Policía Militar que, en previsión de atentados, hacía guardia a la entrada de la Residencia. Tampoco, por supuesto, y al margen de que el asunto nada tuviera que ver con sus competencias, iba a recurrir a su padre. Comprobó que llevaba dinero en el bolso, detuvo un taxi y le indicó: -Al puesto de policía más cercano, por favor. El chófer bajó la vista al asiento contiguo. Debía de ser novato, porque llevaba un mapa urbano desplegado para su consulta en cualquier parada o semáforo. Recorrió con el índice las direcciones de urgencia y dijo:

– La Jefatura Superior no queda lejos de aquí. Miriam exclamó, aliviada:

– Lléveme, ¡pronto!

Un cuarto de hora más tarde, había expuesto sus dudas a un agente de la Policía Nacional y esperaba en una salita cuadrada, con sillas de tijera ocupadas por otros ciudadanos que, como ella, se habrían desplazado para cursar algún tipo de reclamación o denuncia.

Con la carpeta sobre las rodillas, tuvo que aguardar alrededor de veinte minutos, que se le hicieron eternos. Su mirada iba de la puerta al reloj y del reloj a la puerta.

Por fin, fue a atenderla una mujer delgada y pálida, de unos treinta años, de rostro impávido y melena corta. Parecía dueña de una de esas personalidades dinámicas que atraen a los hombres y que otras mujeres menos activas suelen envidiar. Sus ojos grises acunaban un brillo mortecino, como si su propietaria les hubiese concedido insuficiente descanso en las últimas horas.

– ¿Miriam Gómez?

La aludida levantó la mano. Una fuerte sensación de irrealidad y, al mismo tiempo, la intuición de que aquello podía ir muy en serio, le reportaron un incómodo protagonismo. Cada vez estaba más convencida de que se hallaba metida en un turbio conflicto.

– ¿Quiere acompañarme?

La mujer policía llevaba un traje de color óxido, bien cortado, aunque algo masculino para el gusto de Miriam, y unas botas de cuero cuyos tacones resonaron por las dependencias policiales.

– No me he presentado. Soy la subinspectora De Santo. Siento haberle hecho esperar, pero estaba despachando otro asunto y mi compañero no ha podido informarme hasta ahora del motivo de su presencia. Tengo la impresión de que ha venido usted a contarnos algo de mucho interés.

Miriam volvió a atropellarse.

– Así es, inspectora, porque…

– Sub.

– ¿Perdón?

– Subinspectora. Todavía no he ascendido. -Martina le sonrió, animosamente-: Quizá lo consiga con su ayuda.

La actitud de la detective contribuyó a sedar los nervios de Miriam. Se sintió mejor, más confiada.

– Hablaremos en la brigada -dijo Martina-. Sígame.

37

La subinspectora fue precediéndola por una sucesión de corredores prácticamente idénticos, de cuyas oficinas entraban o salían agentes uniformados y auxiliares administrativos. Ambas mujeres subieron unas escaleras para acceder a la segunda planta. La detective De Santo -Miriam había deducido esa función al observar que el bulto de un arma le deformaba la americana- la condujo hasta la brigada criminal: una sala oblonga, con suelos de linóleo y paredes de color vainilla, capaz para ocho o diez mesas distribuidas de manera asimétrica y para un despacho situado al fondo, a través de cuyos esmerilados cuarteles de vidrio se distinguían las cabezas y los torsos de dos hombres que conversaban entre sí.

Uno de ellos, el más corpulento, gesticulaba sin parar. La secretaria de La Colmena se quedó junto a la puerta, sin animarse a entrar. Martina le impelió:

– No se quede ahí.

Pero Miriam permanecía como paralizada frente al letrero del Grupo de Homicidios. De repente, se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida. Martina fue tras ella, alcanzándola en el rellano.

– ¿Qué le pasa?

– ¡Me arrepiento de haber venido!

– Tranquilícese. Puede que su aportación nos arroje alguna luz.

– ¡No estoy segura de nada!

– Suele ocurrir. Relájese, está en buenas manos.

Otros cuatro detectives trabajaban en la brigada. Todos, excepto un agente de uniforme, el único, paradójicamente, que parecía encontrarse fuera de lugar, vestían de manera informal, camisas de cuadros, chalecos de lana y vaqueros o pantalones de pana gruesa. Algunos llevaban barba y el pelo largo. Un par de ellos mostraban las cartucheras colgadas al hombro, como si estuviesen a punto de salir hacia una misión donde se exigiera sangre fría y buena puntería.

No había otras mujeres que ellas dos.

– Póngase cómoda -la invitó Martina, señalándole una silla.

Miriam se sentó en el filo. Le sobraba el abrigo, pero no pudo descubrir dónde colgarlo, pues no había percheros a la vista, y se lo dejó puesto.

Los radiadores emitían un intenso calor. El aire seco se infiltraba en los pulmones con fatiga, como si fuese más denso. Las ventanas de la sala eran altas y estrechas; tenían más aspecto de permanecer cerradas que de ventilar a menudo.

La investigadora se había quedado en pie detrás de su mesa. A Miriam le resultó violento mirarla desde una posición más baja. Martina señaló la carpeta que la secretaria seguía apretando contra sí, como temiendo perderla.

– Veamos qué nos trae.

Miriam soltó las gomas, abrió la funda de plástico y cogió la esquela.

– ¡Qué tonta! -se lamentó-. ¡Tantas precauciones y acabo de dejar mis huellas dactilares!

– No se inquiete por eso -la consoló Martina-. Déjela sobre la mesa.

La subinspectora leyó la hoja manuscrita, cuya letra coincidía con la de Maurizio Amandi. Acto seguido, sin pronunciar palabra, se dirigió al despacho del fondo y llamó con los nudillos. Habló durante unos treinta segundos con sus ocupantes y regresó a su mesa acompañada por ambos.

Uno de esos policías era fornido, con aspecto de no haberse afeitado en unos cuantos días y de poseer una fuerza bruta difícil de controlar. El otro, en cambio, resultaba casi atildado, con un traje de color crema, impropio de la estación, el cabello entrecano peinado con fijador y ojos verticales y tristes como huevos duros.

– Inspectores Buj y Villa, de Homicidios y Robos, respectivamente -los presentó Martina.

Sin reparar en Miriam, los mandos se inclinaron sobre el documento.

– ¿Qué diantre es esto? -rezongó el Hipopótamo-. ¡Explíquese, señorita!

Miriam lo hizo de manera deslavazada. Le faltaba oxígeno y se sentía como una mariposa clavada con un alfiler. En la mirada de la subinspectora encontró comprensión. Respiró hondo y se esforzó por proporcionarles una versión coherente de lo ocurrido.

– Afirma usted que esta esquela fue contratada a las ocho de la tarde del ocho de enero -resumió el inspector Villa, cuando Miriam terminó de hablar.

– A las ocho y media.

– Bastante antes de que…

– Hilvanaremos la secuencia más tarde -le interrumpió Buj, sin miramientos; Villa asumió la implícita amonestación: era improcedente proporcionar a una ciudadana cualquier dato susceptible de integrar el secreto sumarial-. Describa a la mujer que visitó la redacción de su periódico -indicó el Hipopótamo.

Miriam trazó un retrato aproximado.

– ¿Una pelirroja? -exclamó Villa, mirando con sorpresa a Martina.

– ¿Qué tiene de raro? -preguntó Buj-. ¿Es que nunca ha visto ninguna, aunque fuese de cintura para arriba?

Ante la helada mirada de Martina, Villa reprimió un gesto de complicidad y se limitó a comentar:

– Últimamente parece haber una epidemia de pelirrojas en la ciudad.

Sin colegir a qué se refería, Buj se dirigió a una intimidada Miriam:

– Vayamos al grano, señorita. Básicamente, se encontraba usted en la redacción de ese semanario, sola, cuando entró una cliente, a la que jamás había visto, dispuesta a contratar la esquela del señor Gedeón Esmirna. A modo de texto, le entregó esta curiosa holandesa, firmada por una cruz esvástica, pagó en efectivo y se fue. Dicha escena no debió de prolongarse más allá de unos pocos minutos. ¿Es correcto?

Miriam asintió. Se dio cuenta de que la subinspectora estaba anotando sus declaraciones y eso la puso más nerviosa.

– ¿Qué edad tendría esa mujer? -inquirió Buj.

– Muy joven. No habría cumplido los veinticinco.

– ¿Era de aquí?

– No lo dijo ni yo se lo pregunté. Por el acento, podría ser extranjera.

– ¿Francesa, inglesa?

– Sudamericana, tal vez.

– ¿Hizo algún comentario sobre Gedeón Esmirna?

La secretaria de La Colmena apeló a su memoria para reproducir con fidelidad las frases pronunciadas por la mujer del pelo rojo. Que era sobrina del anticuario. Que su tío había fallecido la noche anterior, de un ataque al corazón. Que la familia Esmirna tenía relaciones influyentes, y que ciertas personas, sin especificar quiénes, lamentarían su muerte. Y no le importó, agregó Miriam, que la esquela fuese a publicarse con tres días de demora, coincidiendo con la fecha de distribución de la gaceta.

Los policías la escucharon en silencio. Buj se rascaba la nuez. Cuando la testigo hubo concluido, le ordenó:

– Aguarde aquí.

El Hipopótamo hizo una indicación a Ulloa, el agente que se encontraba más próximo, y, seguido por Villa y De Santo, regresó a su despacho. Con ayuda de unas pinzas, Ulloa cogió la esquela por una esquina del papel, introdujo la holandesa en una bolsa de pruebas, le pegó una etiqueta y salió para entregarla en el laboratorio.

En su oficina, a puerta cerrada, Buj encendió un Bisonte y miró receloso a la subinspectora.

– ¿Me ha tomado por un pardillo, De Santo? Hay algo que ustedes saben de esa pelirroja y yo no. Así que ya están cantando.

– Utilicé un disfraz similar cuando visité a Esmirna -se explicó Martina-. Una peluca y un vestido negro, el que llevaba anoche en la tienda de antigüedades.

– No estoy lo bastante desesperado como para fijarme en sus trapos -gruñó Buj-. Ni lo bastante despierto como para entender lo que se está cociendo a mis espaldas. -El inspector alzó uno de sus nervudos brazos, como para descargar un golpe en la mesa-: ¿Alguien podría explicármelo?

La subinspectora admitió:

– A tenor de la descripción de la testigo, mi caracterización coincidía con el aspecto de esa mujer de la esquela.

– ¡Y la mía con la de Edward G. Robinson en las películas de gánsteres! -saltó Buj-. ¡Esto es el colmo, De Santo! ¡Va a convertir mi sección en un baile de carnaval! ¿Me obligará a comprobar dónde se encontraba usted el ocho de enero, a las ocho y media de la tarde?

– Fue una coincidencia, Ernesto -medió el inspector Villa-. Eso es todo.

– Ah, ¿sí? ¿Y quién le explicará al comisario que este caso está lleno de inexplicables coincidencias?

– Sólo pretendía evitar que el anticuario me reconociera -se justificó Martina.

– ¡Porque todo el mundo, desde luego, conoce a la famosa subinspectora De Santo! -ladró Buj-. ¿Sabe cuántas veces ha aparecido mi foto en un periódico, en cuarenta años de carrera? ¡Nunca!

– Ya basta, Ernesto -volvió a contemporizar Villa.

Refunfuñando, Buj se recostó en su butaca y cruzó los antebrazos detrás de la nuca. Círculos de sudor le manchaban los sobacos. Su aspecto era hosco.

Villa dijo:

– Tenemos una prueba material que puede resultar trascendente. Es posible que en la esquela aparezcan huellas.

– No lo creo -opinó Martina-. Sería demasiado fácil, y la pauta de este asesinato apunta hacia una laboriosa sofisticación.

– ¡Qué cosas tiene uno que oír! -se mofó Buj-. Siga jugando a los disfraces, y a disfrazar los hechos, que yo, mientras, interrogaré otra vez al pequeño delincuente que estaba al servicio del anticuario. Me da en la nariz que el tal Mendes sabe mucho más de lo que nos ha contado. -El Hipopótamo señaló un bate de béisbol atravesado en la falleba de la ventana, detrás de su silla-. Puede que un poco de mi medicina especial para casos difíciles le suelte la lengua.

Martina le previno:

– Si le pone las manos encima, le denunciaré a la jueza.

– ¿A su nueva amiga? -De pura congestión, el rostro de Buj parecía a punto de estallar-. Muy bien, no lo haré. Le llevaré un café y el boleto de apuestas múltiples, por si a ese calorro le apetece participar en nuestra porra.

– Quisiera estar presente en su careo -insistió Martina.

– De acuerdo. Baje conmigo.

Pero la subinspectora planteó:

– Antes necesito un poco de tiempo para seguir interrogando a la testigo. Con ustedes delante, se la comían los nervios. La sacaré de Jefatura, puede que me cuente algo más.

– Media hora -convino el Hipopótamo, consultando su reloj de pulsera; en su gruesa y peluda muñeca, la esfera parecía una moneda de dos reales-. La estaré esperando en los calabozos. ¿Viene usted, Villa, o prefiere llevarle el bolso a nuestra pelirroja de pacotilla?