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PROMENADE

1

Prater, 6 de diciembre de 1985, viernes

Aquel hombre con abrigo tirolés y un sombrero adornado con plumas de faisán llevaba más de una hora subido a la Noria Gigante del Prater. Había alquilado un vagón para él solo hasta la hora del cierre.

Cómodamente sentado, absorta la mirada en los blanquecinos hongos que caían del cielo, bebía a lentos sorbos una copa de Riesling mientras daba una vuelta tras otra a bordo de la descomunal atracción.

Otros pasajeros subían o bajaban de los restantes vagones, encima o debajo del suyo: turistas, familias enteras, incluso una pareja de novios, vestidos de ceremonia, todavía con arroz en los hombros, a los que el ocupante del solitario vagón, ajeno a su silencioso bullicio, vio besarse con esfumada pasión a través del vaho de las ventanillas.

Al caer la noche, la oscuridad envolvió el célebre parque de atracciones de Viena.

A pesar de la escasa visibilidad, el hombre creyó divisar a una mujer pelirroja entre las luces de las tómbolas.

Arrebujada en un abrigo de punto, a juego con el gorrito que apresaba su cabellera de fuego, ella le saludó con la mano. Al detenerse la noria, la mujer del pelo rojo indicó que deseaba subir al vagón.

– ¿Por casualidad la espera el caballero del sombrerito de caza? -le preguntó el taquillera-. ¿El que ha reservado sin límite? ¡Pensábamos que se trataba de un loco!

– De un loco maravilloso -le enmendó ella.

– Y de un hombre afortunado, por disfrutar de la compañía de una mujer como usted.

Riendo, ella le dio las gracias. Entró al vagón y se acomodó en los asientos, junto a su único y pintoresco ocupante.

– Tenías razón, queridito. ¡Los vieneses son tan gentiles!

El hombre enfundado en el abrigo tirolés hizo un ruidillo con los labios. La rutina de la noria lo había sedado; le fatigaba hablar.

– Y no has visto nada, mi reina. Te falta lo mejor: el Palacio de la Ópera.

Consultó su reloj, un modelo antiguo, de cuerda.

– Apenas queda una hora para el concierto de Maurizio Amandi. Será mejor que regresemos al hotel, si queremos cambiarnos de ropa y ocupar con puntualidad nuestro palco. Me pondré el frac. Al deshacer la maleta me fijé en que has traído el vestido de seda negra. En la Ópera habrá mujeres hermosas, pero destacarás sobre cualquier rival.

Ella le acarició el lóbulo de la oreja.

– ¡Estamos subiendo! Fíjate en la nieve… ¡Es como si estuviéramos en el cielo!

– Te prometí que visitaríamos el Prater.

La pelirroja hizo un mohín con los labios, como definiendo un beso.

– ¿Tendré que recordarte tus restantes promesas?

Su pareja esbozó una reprensiva mueca.

– ¿Es que nunca tienes bastante, pecorilla?

– ¡No puedo irme de Viena sin probar la tarta Sacher!

– Saborearás esa delicia -concedió él.

De mejor humor, la abrazó y le pellizcó las puntas de los pechos, que apenas destacaban sobre un jersey de cachemir.

– Nos vendrá bien cenar algo antes del concierto. Ando escaso de fuerzas. Para cumplir la misión que nos ha traído a Viena, necesitaremos energía extra.

– Aquí estación espacial llamando a la Tierra -parodió ella, deslizándole una mano entre los muslos-. Comprueben niveles energéticos.

El hombre la apartó con rudeza.

– ¿Ya quieres retozar otra vez, cabrita loca? ¿Es que no has tenido bastante con el revolcón del hotel? ¡Si no debe de hacer ni cuatro horas!

– Estoy mareada, se me va la cabeza… Cuando venía estaba pensando en ti, en tu… Me muero por…

– ¡Tú ganas! ¡Jugaremos a papás y a mamás! Pero antes, respóndeme: ¿has hecho tus deberes?

La boca de la pelirroja se curvó hacia abajo, como si fuera a llorar.

– ¿Acaso no cumplo siempre tus órdenes?

– ¿Porque te gusta hacerlo o porque me tienes miedo?

– Porque adoro cumplirlas.

– Niñita querida -murmuró, atrayéndola hacia sí y orientándole las manos hacia su cinturón, que él mismo procedió a desabrochar-. Ahora ya puedes proseguir con… tus comprobaciones energéticas.

– ¿Y si nos detienen por escándalo público?

El varón apuró su copa de Riesling. Una amarillenta gota, del color de la resina, le resbaló por la barbilla.

– La nieve nos protege, nadie nos verá.

Ella se arrodilló a su lado. Se quitó el gorrito de punto, sacudió la melena y le miró con ojos húmedos.

– ¿Qué quieres que te haga?

– Demuéstrame que el placer no está reñido con el deber, y que sigo siendo tu único dueño.

– Siempre lo serás.

– Así lo espero -murmuró él, apoyando la nuca contra el respaldo y exhalando el aire con ansiedad al sentir los labios de ella allá abajo.

2

Viena, 6 de diciembre.

A las ocho y media de aquella invernal tarde vienesa, Teodor Moser cerró su tienda de la Kärntnerstrasse, en el centro de la ciudad, y se dirigió caminando hacia el Palacio de la Ópera.

El anticuario judío llevaba un abrigo de pelo de camello, un traje de tres piezas y, en uno de los bolsillos, su abono de palco para asistir al concierto de esa velada: un programa doble sobre Cuadros de una exposición, la suite de Modest Mussorgsky, con Maurizio Amandi como intérprete solista en la primera parte; en la segunda, dedicada a la versión de Ravel, el propio pianista dirigiría la Filarmónica de Viena.

La nieve, de un amarillo pálido a la luz de las farolas, se acumulaba en las esquinas en blandos montones, que parecían de espuma.

Teodor Moser se sentía feliz. Unos meses antes, en junio, su primogénito, Joseph, se había graduado como arquitecto. No tardaría en establecerse por su cuenta ni en contraer matrimonio con la guapa y despierta Margarita, hija única y, por lo tanto, heredera, de Günter Schultz, propietario de una de las empresas inmobiliarias más rentables de Austria.

A diferencia de Teodor Moser (y siendo éste el único lunar que nublaba el horóscopo del anticuario), Günter Schultz, su futuro consuegro, no era un hombre instruido.

Hecho a sí mismo a partir de sus comienzos como albañil, Schultz jamás asistía a una ópera o a un ballet, ni visitaba otras exposiciones que las ferias de materiales de construcción o, según murmuraban las malas lenguas de la sociedad vienesa, la exhibición de carne enjaulada en los escaparates de los prostíbulos de Amsterdam, cuando el constructor viajaba a esa ciudad por asuntos de negocios. Teodor Moser estaba seguro de que ni siquiera sabía dónde radicaba la casa en la que Mozart había compuesto Las Bodas de Fígaro, ni el apartamento entre cuyas paredes el doctor Freud había establecido los principios del psicoanálisis. En alguna oportunidad, Moser había oído alardear a Schultz de no haber leído más de dos o tres libros, incluida la Biblia, en toda su vida.

Por fortuna, su hija, Margarita, que estaba estudiando artes decorativas, había salido muy diferente a su padre. Cultivada, discreta, dotada de simpatía natural y de una innata habilidad para las relaciones públicas, sería una esposa idónea para Joseph.

A diferencia de lo que le sucedía al propio Moser, Günter Schultz no estaba satisfecho con la unión de sus hijos. Pensaba que Margarita podría haber encontrado mejor partido que el de un muchacho judío. El constructor había dado a entender al anticuario que los gastos del enlace deberían correr de su bolsillo; sin embargo, llevado por el amor a su hija, anunció que, como regalo de boda, obsequiaría a los novios un ático de segunda mano, situado en los bulevares del Ring. El inmueble -había admitido Schultz- no se encontraba en el mejor estado, pero Joseph sabría reformarlo. Su futuro suegro había incurrido en un estro romántico (calificado de «patético» por Moser) al preguntarse en voz alta, con grosera facundia, si podría existir mayor placer para un arquitecto que «reconstruir y decorar su propio nido».

Mientras caminaba por la Marinhilferstrasse a buen paso, pues el concierto de Maurizio Amandi daría comienzo en breve, Teodor Moser no dejó de congratularse por la excelente idea que había tenido al contratar a Margarita Schultz.

Había conocido a su inminente nuera con antelación a su hijo Joseph, en el curso de la fiesta de Navidad ofrecida por los Schultz durante el último invierno, en su residencia de Heiligenstadt, elevada al gusto neoclásico en un paraje boscoso a las afueras de Viena. La tienda de Moser había suministrado a los Schultz piezas decorativas; el magnate le invitó con la esperanza de rebajar el precio.

A aquella recepción asistieron numerosos invitados, pero, por una afortunada circunstancia, la muchacha que le recogió el abrigo en las escalinatas no había resultado ser otra que Margarita, la hija de los dueños. El viejo Moser debió de caerle en gracia; hasta que sonó el primer vals, no dejaron de charlar. Como colofón a esa plática, el anticuario había invitado a la señora y a la señorita Schultz a conocer su establecimiento. Ambas habían aceptado, halagadas; fijaron una cita en la Kärntnerstrasse.

Moser había disfrutado mostrándoles sus tesoros, las piezas más refinadas, el dibujo de Rafael, su pareja de Rubens, el Pisarro, las primeras ediciones de Kipling, firmadas con una esvástica, o las visionarias cartas del músico Mussorgsky al crítico ruso Stasov, protector del Grupo de los Cinco: aquel ramillete de genios -Balakirev, Cesar Cui, Borodin, Rimsky-Korsakov, más el propio Mussorgsky-, que habrían de revolucionar la música rusa. Habiéndoles ofrecido un té a la menta en su abigarrado gabinete, donde guardaba sus colecciones particulares y la caja fuerte de hierro fundido que había acompañado a su padre, Jacob Moser, desde el gueto de Varsovia, en su éxodo de principios de siglo, el cerebro y la sonrisa del viejo Teodor se habían iluminado con una venturosa ocurrencia, con una oportuna intuición: la de ofrecer a Margarita Schultz un puesto de responsabilidad en su firma.

Enemigo de la improvisación, Moser era hombre de cálculos, de premeditadas estrategias comerciales. Pero, abandonando en esa ocasión su prudente dialéctica, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a sus invitadas con absoluta franqueza. «El negocio crece y mi jubilación se acerca -había expuesto ante las Schultz-. Es por eso, porque mi añoso tronco precisa savia joven, que me permito ofrecerle, querida Margarita, el puesto de confianza al que mi hijo Joseph deberá renunciar, muy a pesar suyo, por exigencias de su carrera.» Madre e hija se consultaban entre sí, sorprendidas, cuando el sagaz judío, alzando las palmas de las manos, había agregado: «No me respondan ahora. Medítenlo. Para mí, supondría un honor contar con el asesoramiento de una hija de nuestra alta sociedad, emprendedora y culta, y sin duda preparada para desempeñar nuestro noble oficio.»Transcurridas algunas fechas, Margarita Schultz, con el cabello recogido, vestida con un elegante traje de chaqueta de color beis, se había presentado en el despacho de Teodor Moser para aceptar la oferta. Traía una carta de su padre, el constructor, expresándole su gratitud.

La hija de Schultz había comenzado a trabajar de inmediato, bajo un horario flexible que le permitía seguir asistiendo a sus clases. Moser la nombró directora de compras, le destinó un despacho contiguo al suyo y le asignó un sueldo superior al de los restantes empleados. «Será mi mejor inversión», se decía cada mes, al ingresar la transferencia en la cuenta de su nueva empleada.

El desenlace de aquella trama, como si lo hubiera escrito él mismo, había obedecido a su soñado guión.

Desde que Margarita trabajaba en la tienda, la presencia de su hijo Joseph se hizo habitual en la Kärnterstrasse. El joven arquitecto acudía con sus libros debajo del brazo para, amparándose bajo cualquier excusa, introducirse en el despacho de la jefa de compras.

Unas veces (con intención de obsequiar a sus maestros, en cuyos estudios de arquitectura realizaba prácticas), le urgía disponer de una determinada edición de Vitrubio; en otras ocasiones, Joseph manifestaba un inaplazable interés por confrontar la opinión de Margarita respecto a los fondos arquitectónicos de los pintores renacentistas, palacios y ciudades, tempestades y templos que se vislumbraban como telones de fondo a escenas profanas o místicas. Cuando, además, su hijo empezó a esperarla a la salida de sus lecciones, en el Liceo de Artes, aguardándola pacientemente a la intemperie, en el jardín salpicado de estatuas cuyos ciegos ojos habían visto a Schiele y a Klimt, Moser intuyó que su inversión estaba próxima a conceder frutos.

Caminando por las heladas calles peatonales de Viena, el anticuario sonrió para sí. La petición de mano iba a celebrarse durante esas Navidades, y la boda, con visos de convertirse en un acontecimiento social, tendría lugar en la primavera próxima. El arzobispo de Viena, amigo personal de la señora Schultz (mecenas, a su vez, de la diócesis), iba a encargarse de oficiar el enlace en la Catedral de San Esteban. Para tranquilidad de Günter Schultz, Joseph no había mostrado inconveniente en transigir con la fe de la novia. Formaban una pareja enamorada, equilibrada, y nadie, salvo el padre de la muchacha, dudaba de su felicidad.

Una honda sensación de dicha, pero teñida de nostalgia, embargó a Moser cuando se detuvo en un quiosco donde se vendían flores y pájaros, para comprar una rosa roja.

Había adquirido esa costumbre tras el fallecimiento de su esposa, Ruth, como una forma de recordar su ausencia en el palco de la Ópera. Durante las funciones, mantenía el tallo apoyado sobre sus flacas rodillas, junto al programa de mano. En el cénit de un aria, en la cumbre de una sinfonía casi podía sentir a Ruth respirando a su lado, con la mirada brillante y todos sus sentidos entregados al canto y a la música.

Al pagar la rosa, el anticuario pensó cuánto le habría gustado a Ruth haber conocido a su nuera, y qué hermosa habría estado entrando a la Catedral de San Esteban del brazo de Joseph. Esa truncada esperanza hizo asomar la tristeza a sus ojos marchitos. Pero no quería abandonarse a la compasión y luchó contra sus recuerdos charlando con la florista sobre la belleza de Viena en diciembres como aquél.

– Y eso que a los viejos no nos beneficia la nieve -había disentido la vendedora de flores.

– No estoy de acuerdo -replicó Moser. Y agregó, metafórico-: El misterio de la nieve sirve para anunciarnos que, tras el invierno, renacerá una nueva primavera.

La florista tiritaba bajo un pañolón de campesina y una hopalanda de sarga. Sus pequeños pájaros parecían a punto de congelarse dentro de las jaulas.

– ¿Estaba pensando en la muerte, Herr Moser? No debería hacerlo. No, al menos, esta noche.

– ¿Por qué razón?

– Porque puedo sentirla ahí fuera, con su helado hocico, rondándonos, queriendo arruinar mis flores.

«¡Tendrá que seguir esperando!», iba a exclamar el anticuario, pero era supersticioso y guardó silencio.

Al alejarse del quiosco, no pudo evitar que un premonitorio escalofrío le recorriese de pies a cabeza. Le había deprimido la visión de esos pajaritos con la cabeza entre las alas y las plumas rígidas a causa del frío.

La nieve se extendía sobre los adoquines de piedra; Moser estuvo a punto de resbalar. Le habría gustado ver gente, pero había tomado por un apartado callejón y de pronto se encontró solo. Las fachadas traseras de las casas se alzaban como claustrofóbicos muros. Los gruesos portones, con sus aldabas de hierro, se hallaban cerrados, salvo un patio del que surgían los acordes del Réquiem de Mozart.

Casi esperando ver aparecer un fantasma entre los jirones de niebla, el viejo Teodor alzó el cuello de su abrigo y apretó el paso en dirección a la Ópera.