172157.fb2 Cr?menes para una exposici?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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LA CABAÑA SOBREPATAS DE GALLINA

38

Cuando Miriam Gómez y la subinspectora cruzaron al Molino, una de las cafeterías de la avenida donde se alzaba el edificio blanco y azul de la Jefatura Superior, la mañana se había preñado de negros nubarrones. El peso de la lluvia sin caer confería a la atmósfera una expectativa fresca y estática.

Las cafeterías de esa zona tenían un aire alegre y moderno, nada pretencioso. Algunas abrían a las seis de la mañana, para servir los primeros cafés, y cerraban poco después de las diez de la noche, evitando a los bebedores tardíos, los más pendencieros.

El local estaba concurrido. La detective y su acompañante ocuparon sendos taburetes en la barra.

Mientras esperaban a que un camarero las atendiera, Martina hojeó el Diario de Bolsean. Al día siguiente, esa misma cabecera abriría sin duda con el crimen del anticuario, y quizá con una foto del escaparate de Antigüedades Esmirna precintado y vigilado por policías.

Frente a la subinspectora, Miriam experimentaba una curiosa mezcla de empatía y complejo. Le resultaba obvio que la investigadora estaba realizando un esfuerzo para ganarse su confianza. Pero había algo en ella, en la detective De Santo, que no le permitía relajarse; una tensión interior, una rigidez, una suma, o resta, de movimientos contenidos. Miriam pensó que nunca había conocido a una mujer ni remotamente parecida a ella.

Cuando el camarero hubo depositado sus cafés sobre la pulida chapa de la barra, la subinspectora estiró una mueca casi dolorosa y, en forma de pregunta, le soltó a bocajarro la siguiente y taxativa afirmación:

– ¿Por qué nos ha mentido, Miriam?

La secretaria supo en el acto a qué se refería, y se ruborizó. Tenía que haber dicho toda la verdad. Había cometido un error, pues no debía omitir nada. No con aquella interlocutora.

Martina ciñó su acusación:

– En comisaría nos aseguró que no había hablado de esto con nadie, pero no es cierto.

– Yo… se lo conté a mi novio. ¿Cómo…?

– ¿Lo he sabido? Porque cuando miente se le dilatan las aletas de la nariz. Así.

La subinspectora la imitó. Ahora sonreía abiertamente. Miriam encorvó la espalda, jugueteó con el estuche de las gafas y limpió los cristales con la gamuza que le habían obsequiado en la óptica.

– Es usted muy observadora.

– En nuestro oficio, la capacidad de observación, más que un don, supone una técnica. Científicamente, no siempre resulta aplicable la experiencia empírica, o la intuición, pero a veces los progresos policiales dependen de un gesto, de una palabra. De algo que no está en su lugar o que ocupa su ubicación habitual de un modo en exceso notorio. Desde un puesto como el de Homicidios se aprende a ver, no sólo a mirar.

Martina hizo un paréntesis para remover el café.

– ¿Únicamente se lo contó a su novio?

– Sí.

– ¿Cómo se llama él?

– Adrián Martínez.

– ¿Habló con Adrián antes o después de que una emisora de radio divulgase la noticia del asesinato de Esmirna?

– Después.

Apenas había respondido, Miriam se dio cuenta de que la pregunta de la subinspectora tenía doble intención. ¿Acaso sospechaba de ella y por eso acababa de tenderle una trampa? La secretaria se quejó:

– ¿Cómo podría haberlo hecho antes de oír el noticiario? ¡Yo no podía saber que habían matado a ese hombre!

– Por supuesto que no -la calmó Martina, derramando en su taza el sobrecito de azúcar-. ¿Le apetece comer algo?

– Gracias, no me entraría nada.

– ¿Ha desayunado?

– No.

– Yo tampoco. ¿Quiere acompañarme?

– Se lo agradezco, pero no tengo ganas.

– Permanecer en ayunas no le librará de partir en desventaja -la reconvino Martina-. A raíz de su licencia anterior, yo podría pensar que ha faltado a la verdad en otros detalles. Pida algo, un cruasán. Son muy buenos, créame. Hay días en que sólo me alimento de ellos.

– No, en serio… Todo lo que les he contado es verdad, se lo juro. Hablé con mi novio porque no sabía qué hacer. Estaba desconcertada. Tenía que consultarlo con alguien, ¿no le parece?

Martina se limitó a clavarle una mirada quieta, indescifrable. La luz de la barra le daba sólo en un lado de la cara, haciendo que sus ojos parecieran de distinto color, uno más azulado que gris.

– ¿De qué manera reaccionó su novio?

– Adrián me aconsejó que acudiera a ustedes.

– Hizo bien. Su testimonio es potencialmente valioso. Pero las versiones circunstanciales, como la suya, casi nunca resultan exhaustivas. Los testigos no suelen acertar a contárnoslo todo. Y no me refiero a lo que tuvo ocasión de mirar, ¿entiende?

– Sí -murmuró Miriam.

La secretaria experimentó una sensación de riesgo e intensidad, casi como si estuviera transformándose en otro tipo de mujer, más arriesgada y valerosa. Se preguntó si esa bizarra impresión obedecía a una involuntaria emulación de la investigadora, o si realmente ella misma estaba empezando a pensar que su concurso podía resultar clave para esclarecer el crimen del anticuario.

– Hablando de esos conceptos tan distintos, ver y mirar… -continuó Martina, chupando la cucharilla del café-. ¿Cuántas dioptrías tiene usted?

– Dos y media en el ojo derecho y tres en el izquierdo.

– ¿Miopía y astigmatismo?

– Por desgracia.

– ¿Cuándo llevó sus gafas a reparar?

Miriam se quedó atónita. Su boca se abrió y cerró, como la de un pez fuera del agua.

– ¿Cómo sabe que se me habían roto?

– Muy sencillo: porque ha olvidado arrancar el etiquetado de la funda. Puesto que el estuche no es nuevo, he deducido que las llevó a una óptica.

La secretaria parpadeó.

– Además de observadora, es usted muy perspicaz.

Martina le demostró que también era modesta.

– Ni siquiera la perspicacia logrará que juguemos en el mismo terreno. Todo aquel que acude a la policía lo hace con reservas. En parte, puede que sea mejor así. Voy a pedirle un favor, Miriam. Quiero que juegue en mi cancha, bajo mis reglas. Luego podrá irse a su casa y la dejaremos en paz.

Miriam asintió. Parecía un buen acuerdo.

La subinspectora encendió un cigarrillo.

– ¿Le molesta si fumo?

– No.

Martina echó la cabeza atrás y lanzó el humo hacia el techo.

– Le revelaré algo que, desde un punto de vista oficial, debería reservarme. A Gedeón Esmirna no lo mataron de una manera corriente. Le cortaron la cabeza y le dejaron colgando de un gancho, como a un animal. Creemos que su muerte se produjo en torno a la pasada medianoche. Se extiende un margen de unas veintiocho horas entre el momento de la contratación de la esquela y la ejecución del crimen.

La mano de Miriam vaciló al tomar el asa de la taza.

– ¿Fue la pelirroja quien le mató?

– Si no lo hizo físicamente, sabía que iba a ocurrir. En cuanto tenga un rato me acercaré a la redacción de su periódico, para echar un vistazo al local y reconstruir el comportamiento de esa mujer. Necesito más datos sobre ella.

– Intentaré proporcionárselos. ¿Por dónde empezamos?

A la subinspectora le agradó que utilizase el plural. Pese a su fuerte componente individualista, creía en los equipos.

– ¿Llevaba joyas? Miriam se concentró a fondo.

– Un broche prendido al vestido.

– ¿Representaba un animal, una flor, un símbolo?

– No pude distinguirlo con claridad. Era extraño, del color de la plata vieja. -¿Esotérico?

– Puede.

– ¿Algún ser fantástico, una gárgola, un diablo?

– Un diablillo, quizás.

– ¿Anillos en los dedos, una alianza?

– No.

– ¿A qué distancia se le acercó esa mujer?

– Permaneció al otro lado del mostrador. Si forzaba la vista, la veía un poco mejor.

– ¿De qué tono eran sus ojos?

– Avellana, creo.

– ¿Usaba perfume?

– Sí, uno fuerte. Con aroma a hierbas.

– ¿Reconocería esa fragancia?

– Tal vez.

– Hábleme de sus manos. ¿Eran pequeñas o grandes?

– Más bien grandes, pero no se lo…

– Haga memoria, Miriam. ¿Pintura de uñas?

– Fucsia, muy llamativa. De un tono que yo no me pondría jamás.

– ¿Largas o cortas, las uñas? Miriam dudó.

– Esfuércese, puede ser importante.

– Puntiagudas. Lo recuerdo porque pensé que eran como las de una bruja.

– ¿Postizas?

– Tal vez.

– ¿De dónde sacó el dinero para pagar la esquela?

– Del bolso.

– ¿Lo llevaba colgado?

– Lo dejó sobre el mostrador. Abrió la cremallera y extrajo un fajo de billetes.

– ¿Esos billetes estaban dentro de un monedero o de una cartera?

– Los llevaba sueltos.

– ¿Ni siquiera protegidos en un compartimento interior?

– No. Sueltos.

– ¿Se fijó en el contenido del bolso? ¿Había llaves, cosméticos?

– Lo abrió hacia ella, pero se plegó sobre el mostrador, por lo que debía de estar casi vacío.

Martina apuró su café. Los ceniceros estaban ocupados por otros fumadores. Apagó el cigarrillo en el plato.

– Hábleme de su vestido.

– Era negro, bastante atrevido.

– ¿El escote le resaltaba el busto?

– Tenía poco pecho.

– ¿El vestido era de manga larga? Puesto que no se refirió a los brazos cuando le pregunté por sus manos, doy por supuesto que los llevaba cubiertos.

– Sí. Respecto a las piernas, eran muy largas. De hecho, ella era altísima. -Martina sonrió; el ánimo de Miriam se había templado y estaba empezando a disfrutar con el juego deductivo-. Las llevaba enfundadas en medias -matizó la secretaria-, de esa clase de tejido que brilla.

– ¿Lycra?

– Creo que sí. Iba fatal combinada, negro y blanco, todo brillante. Y con esa cresta roja parecía… una gallina.

Miriam rio, sonrojándose a causa de su atrevimiento.

– Turno ahora para la voz -prosiguió Martina, mirándola con simpatía-. Ya nos ha dicho que podía ser extranjera y que su acento no era de aquí ¿Tenía el timbre algún rasgo característico? ¿Era una voz ronca, aguda?

– Era… pastosa.

– ¿Vocalizaba correctamente?

– Con cierta lentitud.

– ¿Como si estuviera traduciendo mentalmente?

– Yo no diría tanto. ¿Puedo hacerle una pregunta, inspectora?

– Sub.

– Subinspectora, es verdad. Uno de los periodistas de La Colmena, Sabino Sabanés, suele firmar sus artículos con una doble ese mayúscula. ¿Podría eso guardar relación con la esvástica de la esquela?

En ese momento, otra mujer atravesó la zona despejada de la cafetería y se les acercó. Era morena, vistosa, con la melena recogida en cola de caballo. Martina reconoció a Macarena Galván.

– Buenos días, subinspectora.

– Me alegro de volver a verla.

– ¿Ha descansado?

– Apenas.

– Tampoco yo, pero me encuentro en plena forma. ¿Algún avance en la investigación?

La jueza reparó en la presencia de Miriam; ella misma se vetó la respuesta.

– Ya me comentará. ¿Suele venir por esta cafetería?

– De vez en cuando.

– Puesto que no estamos en una sala de audiencias, puede llamarme Macarena.

La subinspectora se limitó a asentir.

– Le recuerdo, Martina, que tenemos una cita pendiente.

– No lo he olvidado.

– ¿Digamos esta tarde, a las siete y media, en el bar del Gran Hotel?

– Pensaba ir a un concierto.

– ¿No será, por casualidad, al de Maurizio Amandi, en el Balneario del Mar?

La subinspectora se lo confirmó.

– ¡Qué coincidencia! -exclamó Macarena-. Resulta que tengo una entrada, pero a nadie que me acompañe.

– ¿Quiere que nos encontremos en la entrada?

– Allí estaré -sonrió la jueza-. Después podemos tomar algo. Recuerde que esta vez seré yo quien pague las copas.

El walkie de la subinspectora se puso a sonar. Era Adela, la secretaria de Satrústegui. El comisario la reclamaba con urgencia.

– Debo regresar a Jefatura. Discúlpeme.

Macarena se alejó, no sin recordarle su cita. Martina pagó los desayunos y se despidió de Miriam Gómez, asegurándole que la llamaría a lo largo del día. No podía saber que los acontecimientos iban a precipitarse y que tardaría bastante más tiempo en volver a entrevistarse con la secretaria de La Colmena.

39

– ¿Disponemos de información sobre grupos neonazis? -estaba preguntando Conrado Satrústegui cuando Martina entró a su despacho-. Siéntese, subinspectora.

Fiel a su hábito, ella permaneció en pie. Ernesto Buj y el inspector Villa ocupaban las dos únicas butacas frente al escritorio del comisario. Martina se quedó detrás de ellos, en un deliberado segundo plano.

El Hipopótamo elevó los ojos al techo.

– Algo sabemos.

– ¿Cuántos hay en calidad operativa, capaces de planificar y de llevar a cabo un atentado?

Buj contempló el suelo.

– Básicamente, y estoy hablando de memoria, las agrupaciones con una cierta capacidad de acción serían dos: Honor Nacional, de ámbito peninsular, con ramificaciones en países sudamericanos, y Poder Blanco, un grupúsculo de antiguos guerrilleros de Cristo Rey reciclados a la estética nazi.

– ¿Contamos con algún confidente entre ellos?

Buj asintió alzando un dedo.

– ¿Sólo uno?

– Vale por dos. De hecho, pertenece a ambos grupos.

– ¿Desde cuándo informa?

– Desde hace años.

– ¿Desde cuándo, exactamente?

– Desde los sucesos de Montejurra.

– ¿Quién lo captó?

– Yo, señor.

Satrústegui se lo quedó mirando de hito en hito. El inspector llevaba quince años bajo sus órdenes, pero a menudo seguía sorprendiéndole. Buj mantenía en activo redes y recursos de los que no siempre daba cuenta a sus superiores. La mayoría de sus confidentes pertenecía al estrato más bajo. Chulos, camellos, prostitutas, aunque también, según era del dominio de los restantes inspectores, quienes, de vez en cuando, echaban mano de sus contactos, algún bala de buena familia necesitado de un plus económico, incluso ciudadanos en apariencia corrientes que disfrutaban protagonizando una doble vida, como si actuasen en una película de serie negra. Con antelación a Homicidios, Buj había transcurrido por todas las secciones, por lo que su red de informantes resultaba variada. En Jefatura se hablaba de una colección de dossieres, algunos de los cuales afectarían a personalidades públicas. Documentos y datos que, de dar crédito a los rumores, el Hipopótamo guardaría con celo, por si en alguna ocasión le convenía airearlos. Satrústegui siempre había pensado que aquel bulo tenía amplias posibilidades de ser verídico. Durante algún tiempo, Buj había coordinado los servicios de escoltas de la clase política, por lo que dispondría de información de primera mano acerca de sus horarios y hábitos. El comisario no siempre aprobaba su manera de trabajar, pero tenía que reconocer su eficacia.

– Contacte con el confidente y sondéele a propósito de la esvástica dibujada en la esquela. Investiguen si la víctima, Gedeón Esmirna, tenía alguna relación con grupos neonazis.

– Descuide, señor.

A continuación, Satrústegui les mostró un teletipo redactado en inglés, que alguien, seguramente su propia secretaria, había vertido al castellano de forma apresurada, y pasó a facilitarles un resumen de su contenido:

– Acabamos de recibir un informe urgente de Interpol, emitido a solicitud nuestra. Hace apenas unas semanas, otro anticuario fue asesinado en Viena. Se trata de un judío, Teodor Moser. Por las características de ese homicidio, no descarto que presente algún vínculo con la muerte de Gedeón Esmirna.

El inspector Villa sondeó:

– ¿Qué le hace pensar que los dos casos están relacionados, comisario?

– Enseguida les expondré sus comunes denominadores. A Teodor Moser lo liquidaron en la noche del pasado seis de diciembre. Alguien lo asfixió con una cuerda durante una actuación en la Ópera de Viena. Robaron al cadáver sus efectos personales, la cartera y las llaves y, con posterioridad, incendiaron su establecimiento, situado en el centro de la capital austríaca. Tanto la autoría como el móvil permanecen sin resolver.

Satrústegui hizo una pausa para releer el informe. Acto seguido se lo entregó a Buj, quien lo repasó por encima y se lo alcanzó a Villa. El comisario continuó:

– El caso Moser está bajo la jurisdicción del inspector Arno Hanke. Nuestros colegas vieneses sondean el entorno familiar de la víctima. Por lo visto, el anticuario asesinado era un profesional intachable, de gran prestigio en la ciudad. Curiosamente, alguien contrató su esquela con antelación a su muerte. Una mujer pelirroja, extranjera, la pagó en efectivo, sin dar mayores explicaciones, en la redacción de un periódico local. El texto de la esquela decía: «En memoria de Teodor Moser, fallecido en Viena. Te recordaremos al escribir tu nombre.» A modo de firma, figuraba una esvástica. Como deducirán, esa esquela era idéntica a la que esa misma pelirroja encargó aquí, en Bolsean, para Gedeón Esmirna. Satrústegui encendió un cigarrillo. Los inspectores lo imitaron. No así Martina.

– Volvamos a Viena -prosiguió Satrústegui-. En una primera línea de investigación, el inspector Hanke interrogó al concertista que esa noche actuaba en la Ópera, pues una carta suya, de su puño y letra, apareció en uno de los bolsillos del anticuario. El tipo de letra de esa carta coincidía con la de la esquela de Moser. Dicho intérprete, el músico que actuaba en la Ópera de Viena, responde al nombre de Maurizio Amandi y, ¡pásmense!, se encuentra en nuestra ciudad.

– En el Hotel Marina Royal -certificó la subinspector.

El trío de hombres la contempló con estupor.

– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó el comisario.

– Porque he pasado la noche con él.

Satrústegui, que no había vuelto a sentarse, se derrumbó en su butaca.

– ¿Qué significa esto? ¿Se trata de una broma pesada?

Martina sacó un cigarrillo de su pitillera, pero no lo encendió.

– Maurizio Amandi es uno de mis amigos de juventud. Su presencia en la ciudad obedece al concierto que dará esta tarde en el Balneario del Mar. Decidió aprovechar su estancia en Bolsean para enriquecer su colección de antigüedades y ayer por la noche visitó a Gedeón Esmirna.

El comisario ahogó una exclamación. No así el Hipopótamo:

– ¡Condenada mujer! ¡Y se lo calló en nuestra primera reunión matinal!

– Tenía mis motivos -arguyó la subinspectora, con aparente solvencia; pero estaba levemente mareada, y habría necesitado aire fresco.

– Espero, por su bien, que sus razones resulten convincentes -la amonestó el comisario-. ¿Quiere que le actualice las consecuencias de reservarse una información de relieve?

– ¡Díganos lo que sepa! -la conminó Buj.

Martina se decidió a revelar:

– Maurizio Amandi era el hombre alto y rubio que fue sorprendido por el confidente de Alcázar entrando a la tienda de antigüedades.

– ¡Manda carajo! -farfulló el Hipopótamo, encarándose con Martina; hasta la subinspectora llegó flotando su aliento a coñac-. ¡Está protegiendo a ese individuo!

– Yo no he hecho nada de eso.

Buj dejó oír una risotada.

– ¡Se acuesta con un tipo que ha estado en la escena del crimen y pretende que nos traguemos sus cuentos y los suyos!

– Tampoco he dicho que me haya acostado con él.

– Perdone, subinspectora: había olvidado sus gustos. ¿Qué hicieron toda la noche en el hotel, jugar al Monopoly?

– Ya está bien, inspector -le cortó el comisario.

Pero el Hipopótamo había hecho presa y no iba a soltar el bocado tan fácilmente.

– Solicito su permiso, señor, para practicar un interrogatorio preliminar a ese sujeto, como sospechoso de asesinato en primer grado.

Satrústegui desvió la mirada hacia las cortinas que velaban la luz de la mañana, empalideciendo las franjas de la bandera española, cuyo mástil colgaba del balcón.

– Proceda -asintió, al cabo de una corta reflexión-. Informaré al Juzgado. Retírese, Martina, pero no abandone el edificio de Jefatura hasta que vuelva a llamarla.

– Comisario, yo…

– Ya he oído bastante. Regrese al Grupo.

La subinspectora salió del despacho con la cabeza baja.

40

Sin embargo, no iba a obedecer la orden del comisario.

En lugar de enclaustrarse en Homicidios, Martina descendió a la planta sótano, en una de cuyas mal ventiladas alas se disponía el archivo.

Un demacrado Horacio Muñoz trabajaba a la luz de un flexo. El archivero tenía delante de sí, en su abarrotada mesa, un montón de papeles y expedientes policiales, así como una enciclopedia de Historia de la Música Clásica. Parecía haber estado consultándola.

– ¿Qué ocurre, subinspectora? -le preguntó Horacio, al verla aparecer blanca como la nata y con una contrita expresión-. ¿Se ha encerrado con un tigre, ha pillado la gripe o acaba de recibir malas noticias?

– De todo un poco.

A pesar de la ducha caliente que había tomado en su casa, Martina sentía helados los huesos. Con voz acatarrada, le resumió la situación. Cuando hubo terminado, el archivero no disimuló su inquietud.

– Me temo que se ha metido usted en un callejón sin salida.

– Yo también lo creo.

– Le advertí que no le convenía ese tipo. Lo más sencillo habría sido comunicar de inmediato a la superioridad su encuentro con Amandi.

– Tuve una debilidad. Maurizio forma parte de mi vida privada.

– Lo entiendo. Pero, antes o después, a tenor del expediente de Interpol, se habría especulado sobre su implicación.

– Sé que hice mal.

Horacio ahondó en las consecuencias negativas de su conducta:

– Al haber mencionado usted tardíamente a Amandi, no ha hecho sino contribuir a aumentar las sospechas que en adelante puedan recaer sobre él. Y hay evidencias. No me extraña que Buj se haya arrojado sobre ese cebo con las fauces abiertas. En fin, subinspectora, lo hecho, hecho está -intentó consolarla el archivero, pero sin aprobar su actitud-. ¿Qué pasará en las próximas horas?

En el archivo hacía verdadero frío. La subinspectora estornudó.

– Buj registrará la habitación de Amandi en el Marina Royal y descubrirá un arma de fuego. Una Beretta de nueve milímetros.

Martina rebuscó en su bolso hasta encontrar una cajita de aspirinas y se tomó dos a palo seco.

– Hay más: Amandi estuvo en la tienda de antigüedades ayer por la noche.

– ¿Qué me está diciendo? ¿Su amigo el pianista se encontraba en el lugar del crimen, a la hora en que se cometió la agresión?

La subinspectora le proporcionó los detalles elementales. Antes de pronunciarse, Horacio reflexionó durante un rato. Un abogado habría establecido su defensa sobre el principio que él enunció:

– Esmirna murió decapitado. No dispararon contra él.

– No, pero Maurizio tiene una pistola, y aparecerá en el registro.

– Peor sería que le encontrasen una catana.

– Amandi viajó hasta Bolsean con una navaja de grandes dimensiones. Cuando quedé con él, la llevaba consigo. Es ésta.

Para escándalo de Horacio, la subinspectora sacó la navaja del bolso y la depositó sobre la enciclopedia que el archivero había estado utilizando. En la página de la izquierda se reproducía un retrato de Modest Mussorgsky, exactamente igual al busto de escayola que Maurizio le había comprado a Gedeón Esmirna.

Sin tocarla, Horacio señaló la navaja.

– Anoche, en la tienda de antigüedades, pude oír lo que les adelantaba el forense. A Esmirna lo decapitaron con un arma blanca de considerables dimensiones.

– Probablemente, con el hacha que faltaba en el escaparate.

– Que, de momento, no ha aparecido. Y ahora me dice usted que Amandi dispuso de la oportunidad de esgrimir su navaja contra la víctima. Estamos hablando de un sospechoso lógico, Martina. Quizá, del principal.

– A veces, la lógica puede causar daños irreparables.

Horacio se echó atrás en su silla.

– No me agrada hablarle así, pero es la primera vez que la veo ofuscada.

– No estoy enamorada de él, si es eso lo que está pensando.

– Entonces, se guarda usted un as en la manga.

– Todo lo contrario. Maurizio Amandi carece de coartada.

– ¿Le ha confesado él que estuvo en la calle de los Apóstoles en torno a la medianoche?

– Sí.

– ¡Lo tiene claro! ¿Por qué motivo fue a ver al anticuario?

– Quería consultarle sobre el valor de una pieza, una pluma estilográfica que le había legado su padre; también pretendía adquirir un busto del músico Mussorgsky y alguno de los grabados de Hartmann que le sirvieron de inspiración para componer Cuadros para una exposición. Uno de esos grabados, al menos, está en posesión de Amandi. Buj lo descubrirá en su habitación, junto a la pistola.

El archivero hizo un gesto de concordancia.

– ¿Blanco y en botella? ¡Es la leche, subinspectora! ¿No comprende que todo le acusa?

La subinspectora dio por agotado el asunto. Ella misma se sentía exhausta.

– Tiene mala cara -dijo Horacio-. ¿Puedo ofrecerle algo?

– ¿Todavía guarda por ahí esa botella de whisky?

– Por supuesto.

– No me vendría mal un trago.

– Le serviré una copa. Pero sólo una.

Cojeando, el archivero se perdió entre las estanterías metálicas donde dormían cientos de historiales, incluidos los casos sin resolver. Cuando no tenía nada mejor que hacer, Horacio se dedicaba a desempolvarlos, jugando a encontrar nuevas pistas, algún dato que a los investigadores se les hubiera pasado por alto. Desde que un desgraciado disparo en el pie le había retirado del servicio activo, pasaba tanto tiempo en el archivo que aquel lóbrego subterráneo se había convertido en su segundo hogar. Martina de Santo seguía siendo uno de los escasos agentes que utilizaba con regularidad sus servicios, y que, con espíritu solidario, contaba con él para participar en alguna investigación. A ella y sólo a ella debía Horacio su renovada consideración entre los mandos. Sin embargo, su sentimiento de gratitud y la franca admiración que, debido a su corta pero brillante hoja de servicios, profesaba a la subinspectora, no le impedían percibir sus defectos. Resultaba evidente que sus lazos con aquel pianista, con Maurizio Amandi, fueran de la índole que fuesen, habían obcecado su habitual objetividad y, lo que era más grave, anulado por completo ese sexto sentido que diferenciaba a Martina del resto de los detectives.

La botella de whisky estaba disimulada en un rincón de la sección de Robos que esa misma mañana Horacio había estado ordenando para localizar los expedientes de atracos a parroquias rurales solicitados por el comisario. La cogió y regresó a su escritorio. No pudo ocupar su silla porque Martina se había sentado en su lugar para hojear la enciclopedia. El archivero tomó un vaso del cajón, limpió sus propias huellas con un pañuelo y le sirvió dos dedos. Martina se bebió el whisky de un trago, como una medicina.

– Más.

– Nada de eso, subinspectora. No son ni las doce de la mañana, y se acaba de meter en el cuerpo un puñado de aspirinas.

– El último.

El archivero obedeció a regañadientes. Acto seguido, se apresuró a esconder la botella.

– ¿Ha estado tomando apuntes sobre Mussorgsky? -le preguntó la subinspectora.

– Varias páginas.

– Me interesan las referencias a una obra que desde hace años obsesiona a Maurizio, Cuadros para una exposición.

– La enciclopedia le dedica un capítulo.

Martina localizó el epígrafe. Las ilustraciones reproducían algunos de los dibujos de Viktor Hartmann.

– ¿De qué tratan sus notas, Horacio?

– De aspectos biográficos del músico.

– Muy bien. Si le parece, practicaremos el siguiente ejercicio: usted me irá leyendo sus apuntes mientras yo repaso el capítulo de los Cuadros y voy tomando mis propias notas.

– ¿No sería mejor que primero le leyera y luego…?

– No tenemos demasiado tiempo, y puedo hacer ambas cosas a la vez. Arrímese una silla.

Horacio siguió sus indicaciones. La subinspectora sacó su libreta y se puso a dibujar el primero de los grabados de Hartmann. La voz del archivero adquirió un barniz doctoral, como si estuviera dictando una conferencia:

– Mussorgsky, Modest. Nacido en 1839 en Karevo, cerca de Toropets, a orillas del lago Zhizhitso…

– No es necesario que ponga esa voz.

– Vale… -aceptó Horacio, cortado-. Del lago Zhizhitso, ciento cincuenta millas al sur de San Petersburgo. Hijo de un terrateniente, Pyotr, y de Yuliya Ivanovna Chirikova, asimismo vástaga de modestos propietarios rurales. Uno de sus antepasados, Roman Vasilyevitch Monastirev, se apodaba Musorga, que en esloveno eclesiástico… ¿qué dialecto será ése?

– Limítese a recitar.

– ¡Malditos nombres! ¡Por eso nunca pude leer a los rusos!

– Horacio…

– Discúlpeme, subinspectora. No volveré a distraerla… Musorga, en esloveno eclesiástico, significaba «músico». Durante varias generaciones, los Mussorgsky fueron soldados. El abuelo del compositor fue capitán en el regimiento de guardias de Preobrazevsky, uno de los más prestigiosos del imperio. Sin embargo, el padre, Pyotr, fue declarado inhábil para el servicio militar. El y Yuliya Ivanovna tuvieron cuatro hijos, todos varones. Los dos primeros, nacidos en 1829 y 1833, murieron a corta edad. Sólo sobrevivirían Filareto, nacido en 1836, y el propio Modest. Ambos transcurrieron los diez primeros años de su infancia en Karevo. Su nurse, o nana, los introdujo en los cuentos y leyendas de la vieja Rusia, que años después Modest trasladaría a sus obras. Sería su madre quien les impartiría las primeras lecciones de piano. A los siete años, Modest interpretaba obras de Liszt. No hay apenas documentación de aquel período, pero parece que el niño se relacionaba con los campesinos de la hacienda, y que consideraba al mujik como la encarnación ideal del hombre ruso -Horacio se interrumpió, alelado. Delante de él, profundamente concentrada, con la mirada fija en las páginas de la enciclopedia, la subinspectora estaba procediendo a escribir con la diestra, mientras que su zurda, de modo simultáneo, trazaba dibujos en otro cuaderno. Sin poder creerlo, el archivero la estuvo observando durante medio minuto.

– ¿Por qué se detiene? -preguntó Martina, sin dejar de escribir y dibujar con ambas manos ni alzar la vista de las satinadas ilustraciones.

– Por nada. Sólo que… es alucinante.

– ¿El qué?

– Lo que está haciendo: utilizar ambas manos a la vez en funciones distintas.

– En realidad, es muy sencillo.

– ¿Cómo lo consigue?

– Poniendo en práctica la división de nuestros hemisferios cerebrales -repuso la subinspectora, en un suave tono de burla.

– A mí me sería imposible.

– Y para mí -adujo Martina, mirándole con leve reconvención- lo es trabajar en estas condiciones. Hemos quedado en que usted leía, ¿no?

– A sus órdenes -musitó Horacio. Carraspeó y prosiguió textualmente-: De acuerdo con el crítico Vladimir Stasov, primer biógrafo de Mussorgsky, una institutriz alemana se hizo cargo de su aprendizaje pianístico cuando la familia se trasladó a San Petersburgo. El propósito paterno impuso que Filareto y Modest siguieran la tradición familiar ingresando en la Escuela de Cadetes. Paralelamente, Modest recibió clases particulares del pianista Antón Herke, bajo cuyo magisterio realizaría notables progresos. Tanto, que incluso llegó a actuar en un concierto de caridad interpretando una sonata de Beethoven. La vida en la Escuela de Cadetes era muy dura. A los novatos se les torturaba y golpeaba. Los veteranos, o «cornetas», tenían a su disposición un «vándalo», un novato, que cargaba con él, para llevarlo, por ejemplo, al cuarto de baño. A menudo, los cadetes regresaban de los permisos borrachos de champán. La adicción de Modest al alcohol procede de esta primera época. El director de la Escuela, el general Sutgof, tenía una hija, también discípula de Antón Herke; a veces, invitaba a Modest a su casa para que practicara duetos con ella…

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Su hija.

– Laura.

– Muy bien. Siga.

– No, espere… -dijo Horacio, aturdido-. ¡Laura es el nombre de mi hija!

– Había olvidado que tenía usted una hija.

– Da la casualidad que también es pianista, por eso he debido confundirme. Por eso y por…

– ¿Lo que estoy haciendo? -sonrió Martina.

– Lo siento, subinspectora. No puedo seguir viéndola escribir a dos manos y leyéndole a la vez para que uno de sus dos hemisferios cerebrales capte lo que yo…

– No se preocupe, ya está -anunció Martina-. He terminado.

– ¿No quiere que continúe?

– No será necesario. Ya tengo los Cuadros. Son diez. Fíjese.

Martina arrancó una hojita y se la tendió al archivero. La subinspectora había elaborado la lista de los Cuadros en el orden compositivo de la suite de Mussorgsky:

1. -Gnomus.

2. -Il Vecchio Castello.

3. -Tullerías: juegos de niños.

4. -Bydlo: carreta de bueyes.

5. -Trilby: ballet de polluelos en sus cáscaras.

6. -Dos judíos polacos.

7. -El mercado de Limoges.

8. -Catacumbae. Cum mortuis in lingua morta.

9. -Baba Yaga: La Cabaña sobre Patas de Gallina.

10. -Gran Puerta de Kiev.

Horacio desconocía la obra. Preguntó:

– ¿Son piezas distintas?

– Cada uno de los fragmentos va precedido del Promenade, o paseo musical, que otorga unidad a la obra.

El archivero propuso:

– ¿Quiere quedarse con estos volúmenes? Puedo hacer que alguien se los lleve a casa.

– Buena idea. Así podré consultarlos con más calma.

Martina volvió a hojear la enciclopedia por las páginas señaladas, y revisó luego el índice general. En la lámina de respeto, un ex libris representaba un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca de porcelana. La subinspectora tuvo un sobresalto: aquel huecograbado se correspondía con el logotipo de Antigüedades Esmirna.

– ¿De dónde ha sacado estos libros?

– Acaba de facilitármelos un conocido mío, Leonardo Mercié, profesor de piano.

Martina lo miró casi con admiración.

– ¿No estaba usted a las cuatro de la mañana en la calle de los Apóstoles, curioseando la escena del crimen? ¿Cuántas horas ha dormido?

– Cero. Estoy en blanco. Vine aquí y me puse a trabajar. También el comisario me castigó con deberes, ¿recuerda? La verdad es que he estado muy ocupado. A eso de las nueve salí para hacer una visita a Leonardo Mercié. Al pobre hombre lo saqué de la cama. Resulta hasta cierto punto conmovedor comprobar que la gente corriente duerme, desayuna en su casa, abre la puerta en zapatillas y bata. Y eso que Mercié no es un tipo lo que se dice normal. Vive solo, en uno de esos enormes pisos de la plaza de Sagasta. Se asombraría de lo que sabe sobre ese dichoso músico.

A Martina le traicionó el subconsciente.

– ¿Amandi?

– No, subinspectora. Conozco a hombres que darían un brazo porque pensase usted en ellos la centésima parte del tiempo que dedica a ese gigoló. Me refería al hermano de Filareto.

– A Mussorgsky. Hace un rato lo ha pronunciado muy bien.

– Ya no me como los espaguetis con las eses de su apellido.

Martina encendió un cigarrillo. Una tos bronquítica no la disuadió de seguir fumando.

– Hábleme de Mercié.

– Es musicólogo, bibliófilo y coleccionista. Tiene una biblioteca increíble, del suelo al techo, y no menos de media docena de teclados, hasta un órgano, repartidos por toda la casa.

– ¿Qué colecciona?

– Instrumentos antiguos, partituras… Me dijo que Mussorgsky era uno de los grandes genios de la música clásica, pero que murió incomprendido.

– ¿No le extrañó que le pidiera documentación acerca de un compositor olvidado?

– Ese tipo, Mercié, es tan raro que no se extraña de nada.

– ¿Cómo le conoció?

– Fue profesor de piano de mi hija Laura. Algunas tardes, siempre que podía, yo iba a buscarla a su casa, a la plaza de Sagasta. Mi niña se quedaba más tranquila.

– ¿Por qué razón?

Horacio vaciló.

– Verá. No era exactamente que Laura le tuviese miedo, pero a veces su actitud… Mercié permanecía todo el rato detrás de ella, como una sombra, mientras le hacía repetir las escalas. Laura me decía que olía muy raro.

– ¿A qué?

– A bosque -repuso Horacio-. Laura decía que olía a bosque, y me confesó que a veces se ponía encima prendas de mujer. Chales, mantones, cosas así. Pero es inofensivo, créame.

Martina se levantó. Su mirada brillaba.

– ¿Leonardo Mercié y Gedeón Esmirna mantenían algún tipo de relación?

– No tengo ni la menor idea.

– Deme la dirección de ese hombre.

– ¿Va a hacerle una visita? ¿Quiere que le llame y la anuncie?

– Todo lo contrario, Horacio. ¿En la plaza de Sagasta, me dijo?

– El número tres, quinto piso. Toda la planta.

– Voy para allá.

– ¿Qué espera encontrar?

– Un vínculo.

– Le deseo suerte.

– Una cosa más -agregó la subinspectora, desde la puerta del archivo-: Mucho me temo que el inspector Buj vaya a detener a Maurizio Amandi para proceder a su interrogatorio. Quiero que me informe de inmediato si el inspector llega a maltratarlo.

– Descuide, Martina. Aunque, bien mirado, un par de guantazos no le vendrían del todo mal a ese niñato.

– Horacio…

41

Desde la temprana visita de Horacio, Leonardo Mercié había tenido tiempo sobrado para cambiarse y adecentarse un poco, pero no lo había hecho.

En su señorial apartamento de la plaza de Sagasta, la subinspectora lo sorprendió despeinado, con un pequeño cuerno enhiesto en la coronilla, tal como se habría levantado de la cama. El profesor de piano lucía una bata de seda; un quimono, realmente, con aves y orquídeas sobre un fondo celeste. Unas recamadas babuchas dejaban asomar sus flacos tobillos.

A pesar de que su edad resultaba indefinida, y de que su piel, rosada y fresca, sin apenas sombra de barba en las mejillas, le aportaba un aire de inaccesibilidad, como el de esos ancianos con cutis de niños, la subinspectora calculó que debía de tener alrededor de sesenta y cinco años.

Leonardo Mercié parecía un hombre franco, y muy amable. En cuanto Martina se presentó, y hubo mencionado a Horacio, el dueño de la casa la invitó a pasar.

– Ya disculpará el desorden. Soy un viejo solitario. Recibo muy poco.

Sin embargo, un escrupuloso orden reinaba en el piso.

Todo parecía estar en su sitio. Los suelos de madera relucían como si acabaran de encerarlos, y de las blancas paredes, apenas decoradas, emanaba una limpia luminosidad. La calefacción debía de estar al máximo, porque hacía mucho calor. Uno de los radiadores goteaba sobre un platillo de estaño.

A una indicación suya, Martina siguió a Mercié a lo largo del pasillo principal, hasta un cuarto en forma de hexágono, con exóticas plantas de interior, un piano centrado y una serie de silloncitos bajos dispuestos en círculo, como aguardando a un público inexistente. La biblioteca ocupaba las paredes alternas a las ventanas. Todos los volúmenes estaban encuadernados en piel, de ahí el ligero olor a cuero.

– ¿Es aquí donde imparte sus clases?

– Sí, aunque cada vez tengo menos alumnos. A los chicos de hoy apenas les interesa la música. La clásica, claro.

La subinspectora echó un rápido vistazo a la curiosa habitación. Algunas fotos colocadas sobre una mesa camilla aportaban imágenes del pasado de Mercié. En una de ellas, recibiendo un premio, posaba con los reyes de España, pero en la mayoría aparecía solo ante monumentos de diferentes países, o tocando el piano en distintas salas. Los retratos resaltaban su aire andrógino, casi femenino en determinados gestos. Martina sospechó que en varias de las fotografías estaba maquillado. La única foto que no reflejaba su imagen correspondía a una mujer. El parecido con el profesor era extraordinario.

– ¿Le agrada mi salita? -preguntó Mercié. Sofocada por el mobiliario, los libros, las cortinas, su voz no produjo resonancia.

– Disculpe, no pretendía parecer curiosa.

– Pregunte lo que desee.

– ¿Quién es esa mujer?

– Mi hermana. ¿Le apetece beber algo? Nunca tomo cafeína, por prescripción médica, pero puedo ofrecerle algún refresco.

– Quisiera molestarle lo menos posible.

– No la conozco, pero su aspecto me ha agradado enseguida. Estoy persuadido de que su visita no va a suponerme molestia alguna. ¿Sabe? Es la primera vez en toda mi vida que hablo con un policía.

– Horacio Muñoz lo es.

Educadamente, Leonardo Mercié replicó que nunca lo había considerado como tal, sino como padre de una de sus alumnas.

– Laura. Una chica con bastante talento, pero un tanto indisciplinada.

– ¿Le explicó mi colega el motivo de su consulta?

– Ni él lo hizo ni yo se lo pregunté. Tan sólo me dijo que necesitaba informarse sobre un compositor, Modest Mussorgsky.

Martina sacó un cigarrillo. El gesto de horror de Mercié la invitó a guardarlo. No obstante, el profesor adujo, con hospitalidad:

– Mis pulmones están ya bastante contaminados, pero fume, si lo desea.

– Puedo aguantar. Coincidirá conmigo en que la visita de nuestro común amigo Horacio obedecía a una petición poco habitual. ¿No le extrañó?

– Supongo que sí, pero recibo consultas de ese género con cierta frecuencia. Presumí que el señor Muñoz necesitaba datos para algún tipo de trabajo y le proporcioné varios libros.

– Los he hojeado. Nos resultarán de utilidad para el caso que estamos investigando.

Mercié se llevó las manos a la boca.

– ¿Un caso policíaco? ¡Caramba! Pero tome asiento, subinspectora, hágame el favor.

– Preferiría permanecer de pie.

– Como guste. Yo me sentaré, si no le importa. Arrastro un catarro mal curado y he pasado mala noche.

El rostro del profesor, delgado y anguloso, animado por unos enormes ojos que concentraban su tensión vital, expresaban serenidad. Los años habían hecho ralear sus cejas y su cabello. La subinspectora se fijó en sus manos. Eran largas, de una gastada blancura y dedos anchos y fuertes, hechos a pulsar las teclas del piano. En la muñeca derecha le colgaba una pulsera de oro con una plaquita en la que figuraba grabado un nombre que no era el suyo.

Mercié preguntó, en un tono ligeramente excitado:

– ¿Ha venido a verme porque cree que yo puedo ayudarla en ese caso?

– Estamos tratando de aclarar una muerte reciente -comenzó a explicarle Martina-. La de un anticuario, Gedeón Esmirna. ¿Le suena ese nombre?

El profesor sonrió con distancia. Tenía los dientes amarillentos, con los incisivos afilados y las palas manchadas de sarro.

– Jamás lo había oído antes.

– ¿Está seguro?

– Hasta donde alcanza mi débil memoria, lo estoy.

– Su muerte ha sido noticia. ¿No escucha la radio?

– ¿Ese agresivo artefacto invasor? Me molesta su ruido, tanta cháchara inútil destinada a llenar el vacío de quienes nada mejor tienen que oír. Me irritan los ruidos de nuestra civilización: los coches, las sirenas, el llanto de un bebé, los gritos de la muchedumbre huérfana. Todos los ruidos.

La subinspectora reparó en la calidad del silencio que reinaba en la casa. No se oía nada.

– ¿Ha insonorizado esta habitación?

– El piso entero, salvo la cocina y los cuartos de baño. No tenía otra forma de combatir las agresiones externas, ni existe sistema mejor para acceder a un cierto grado de concentración. Cuando toco el piano, necesito que la música penetre en mi interior, hasta anular mi respiración, los propios latidos de mi corazón. Sin embargo, cada vez me cuesta más alcanzar ese estado de dicha. Será porque voy haciéndome mayor.

– Se conserva usted muy bien.

– Para mis ochenta años, supone un cumplido.

Martina lo contempló, asombrada.

– No le habría dado más de sesenta y cinco.

– Es usted muy bondadosa. ¿De verdad no le apetece alguna bebida?

– No, gracias. Pero quisiera ir al lavabo. Creo que me estoy mareando un poco.

Un tanto alarmado, Mercié razonó:

– Puede que sea el calor.

– O esa indisposición que nos aqueja a las mujeres todos los meses.

El tono de Mercié hubiese servido para resumir un tratado de misoginia:

– Segunda puerta a la derecha, en el pasillo.

– Vuelvo enseguida.

Martina entró en el cuarto de baño y pasó el pestillo. Una bañera con asas de hierro ocupaba el frontal. El espejo reflejaba objetos de aseo diario, ordenados en una metódica hilera, desde la jabonera a los frascos de colonia.

La subinspectora abrió el grifo del lavabo, destapó los frascos y, dilatando las ventanillas de la nariz, fue aspirando su aroma.

Uno de ellos, en forma de anforita, sin etiqueta, y tapado con un corcho, tenía un diseño muy parecido al que Gedeón Esmirna había usado para perfumarse delante de ella, en su tienda, horas antes de que alguien se ensañara con él.

Martina inclinó la pequeña ánfora de vidrio y vertió unas gotas en la palma de su mano. Su fragancia le recordó el aroma predilecto del anticuario asesinado, aquella colonia que fabricaba él mismo, a base de plantas silvestres recolectadas en el Monte Orgaz. Tapó el recipiente, lo guardó en su bolso y, procurando no hacer ruido, revisó el contenido de un armarito con medicinas y elementos sanitarios de primeros auxilios. Registró después los bolsillos del pijama y del albornoz que colgaban detrás de la puerta. Ordenó los frascos, dejándolos tal como estaban, se lavó las manos, se humedeció la cara, cerró el grifo y regresó al estudio de música.

42

Leonardo Mercié no se había movido. Seguía sentado, contemplando la plaza a través de la cortina. El faldón del quimono dejaba ver una de sus flacas pantorrillas. La opaca luz de la mañana recortaba su silueta contra el cristal de una ventana.

Martina fingió azoramiento:

– Tenía verdadera necesidad de refrescarme.

El profesor se mostró comprensivo.

– Me encuentro mejor -dijo la detective-. Iré al grano, si le parece.

Mercié inclinó hacia delante su liviano torso y trasladó sus sarmentosas manos a ambos parietales del cráneo, como si esa presión le ayudara a fijar su atención.

– La escucho.

Martina le expuso una versión blanda del crimen del anticuario, subrayando su afición melómana y su particular admiración hacia las composiciones de Mussorgsky.

– Gedeón Esmirna solía escuchar sus discos cuando cerraba la tienda. Disponía de una colección completa de sus obras, y tenía a la venta una selección de los grabados de Hartmann que inspiraron los Cuadros para una exposición.

La expresión de Mercié se afiló.

– ¿Grabados originales?

– Lo ignoro. ¿Cabe la posibilidad de que lo fueran?

– Muy remotamente. Por lo que yo sé, sólo seis de los diez dibujos de Viktor Alexandrovitch Hartmann han sido identificados de manera positiva.

– ¿Qué pasó con los otros cuatro?

– Permanecen en paradero desconocido.

– ¿El gnomo sería uno de ellos?

Un destello de inteligencia animó la mirada de Mercié.

– ¿Se refiere al titulado Gnomus?

– Imagino que sí.

– ¿Acaso ese dibujo ha sido localizado?

Martina asintió.

– ¡En ese caso -exclamó Mercié-, se trataría de un verdadero descubrimiento! ¿Podría verlo?

– ¿Por qué no? Tal vez pueda ayudarnos a esclarecer su origen. ¿Sabe qué representa?

– Un pequeño monstruo. Un duendecillo de piernas retorcidas que le obligan a caminar con convulsiones y aullidos. Hartmann lo diseñó con la forma de un cascanueces, pero nunca se llegó a fabricar. El croquis se creía perdido.

– ¿Qué me dice del viejo castillo?

Las manos de Leonardo Mercié se entrechocaron en un tímido aplauso.

– ¿Il Vecchio Castello?¿Es que también ha sido hallado?

– En la pinacoteca de Esmirna figura ese grabado.

– Se tratará de una falsificación, sin duda.

– La colección de Esmirna está pendiente de peritación -inventó Martina-. ¿Qué representaba, en cualquier caso?

– Una fortaleza medieval, probablemente situada en alguno de los viejos reinos italianos, frente a cuya muralla, en una alegoría de la poesía y de la música, cantaba un trovador.

– ¿Y las Tullerías?

– ¿Tuileries? ¡Ah, sí, otra de las acuarelas! Una alameda, un jardín, con algarabía de niños que juegan y riñen… Me está haciendo muy feliz, subinspectora.

– ¿Por qué?

– Adoro este tipo de conversaciones. Nada puede interesarme en mayor medida que la génesis de una composición clásica. En el caso de Cuadros para una exposición, aun siendo música de programa, romántica y pantomímica, los elementos de inspiración me parecen fascinadores. En cuanto el señor Horacio Muñoz abandonó esta casa repasé algunos de los tratados que renuncié a prestarle, por su dificultad, y volví a enamorarme del proceso de composición respetado por Mussorgsky. ¡Una partitura notable, los Cuadros! -afirmó el profesor, con tanto énfasis como si estuviera pronunciando una lección magistral-. No es de mis favoritas, pero admiro sus méritos. Soy de los que piensan que Mussorgsky fue dueño de un gran talento. Pero estaba endemoniado por el genio, y buena parte de ese puro manantial se corrompió por su desordenada existencia. De hecho, sólo alcanzó a vivir cuarenta años, y muchos de ellos los malempleó en sus recaídas y curas. Un epiléptico nunca debe probar el alcohol, pero él bebía como un cosaco.

– ¿Mussorgsky era epiléptico?

– La enfermedad se le diagnosticó en su juventud, y ya no le abandonaría. Su dipsomanía no le ayudaría a curar su mal. Él mismo, con sus excesos, lo alentaba. Era un joven de una belleza arrebatadora, un verdadero Adonis, pero el último retrato que le hiciera Ilya Repin, poco antes de su muerte, representa a un hombre abatido por el vicio.

– ¿Qué más puede contarme de los Cuadros?

El entusiasmo de Mercié parecía crecer a cada nueva pregunta. Recopiló sus conocimientos y los resumió con criterio:

– En el fondo, no fueron sino una exaltación de sus tendencias folclóricas. Suelo denostar la música figurativa, porque me parece que no aporta nada, pero admitiré que Mussorgsky no se limitaba a colorear las imágenes. Había algo más en él. Una fuerza telúrica, revelada. Es posible que, como sostienen sus hagiógrafos, llegase a captar el alma de su pueblo, esepathos trágico y un poco grotesco de los eslavos. Si no le mintió a Stasov en sus cartas, compuso los Cuadros en tan sólo diez días, lo que puede considerarse una verdadera hazaña.

– ¿Se conservan esas cartas?

– Algunas de ellas, repartidas por museos y colecciones particulares.

– ¿Nunca le ha interesado reunirías?

Un pensamiento de otra índole aparentó distorsionar la confianza de Mercié. Su sonrisa fue igualmente cortés, pero un poco más distante.

– Como coleccionista, Mussorgsky no entra en mis planes.

– ¿Qué clase de objetos colecciona usted?

– Un poco de todo. Instrumentos antiguos, en particular. Poseo piezas muy curiosas. Si quiere, puedo mostrárselas cualquier día de éstos, cuando hayan capturado al asesino de ese anticuario y disponga usted de un poco más de tiempo para disfrutar de las cosas hermosas, del arte, de la música.

– Será un placer -adelantó Martina, sin el menor calor-. ¿Qué clase de vínculo unía a Mussorgsky con Viktor Hartmann?

Esa cuestión transformó la actitud del profesor. Sus penetrantes ojos estudiaron a la subinspectora como si quisieran adivinar sus pensamientos.

– El castellano, como usted no ignora, es rico en refranes. Hay uno muy de mi gusto: dar palos de ciego.

– ¿Es ésa la impresión que le causo?

– Más o menos. ¿Qué está buscando, exactamente?

– Un vínculo.

– ¿Qué clase de nexo?

– El que unía a Mussorgsky y a Hartmann.

El profesor se contempló los nudillos. En su índice derecho brillaba un anillo de oro con un rubí engarzado. Fue como si la luz de la piedra preciosa ruborizase sus imberbes mejillas.

– El mismo vínculo que le relacionaba con Balakirev, con el poeta Golesnichev-Kutusov o con Rimsky-Korsakov. Modest Mussorgsky estuvo enamorado de todos ellos, y todos le abandonaron.

– Enamorado, ¿en qué sentido?

– Idealmente -matizó Mercié.

– ¿Nunca se relacionó con una mujer?

– Desde luego. Con la Ochinina, una mecenas de la época, y con la hermana de Glinka, su padre espiritual en el movimiento nacionalista, pero era un homosexual latente, torturado por su destino erótico, que siempre arrastró, sin atreverse a dignificarlo. -Los delgados labios de Mercié dibujaron una mueca amarga, como si condenaran esa actitud-. Eran otros tiempos, por supuesto -agregó, con magnanimidad.

– ¿Él y Hartmann, entonces…?

– No lo sé, ni creo que nadie lo sepa. ¿Qué importancia podría eso tener, por otra parte? ¿Fueron transcendentes para la obra de Mussorgsky su onanismo, su masoquismo, su incapacidad para mantener relaciones sexuales, su homosexualidad encubierta, los hábitos o taras que algunos biógrafos le adjudican? Todos los hombres con los que estudió y trabajó, con los que compartió su vida, acabaron aborreciéndole. Balakirev lo consideraba un imbécil. Golesnichev se casó para huir de él. Rimsky, igual. La muerte de Hartmann hizo sufrir a Mussorgsky tanto o más que la pérdida de otro amor. El pintor falleció de manera súbita, de una dolencia de corazón, o de un aneurisma, y el músico ni siquiera pudo despedirse de él. Desconsolado, Mussorgsky escribió un obituario que saldría publicado en un modesto periódico de San Petersburgo tres días después de la muerte de Hartmann.

En el cerebro de la subinspectora se hizo una luz.

– ¿Exactamente tres días después? ¿Como una especie de nota necrológica?

– Sí, pero aún tendrían que pasar varios meses para que Stasov y algunos de los colegas arquitectos de Hartmann organizasen en San Petersburgo una muestra pictórica consagrada a su recuerdo póstumo. Mussorgsky asistió a la inauguración con parte del Grupo de los Cinco, Cesar Cui, Borodin, el propio Rimsky-Korsakov. Paseó entre los marcos, seguramente medio borracho, como un marino en la cubierta de un barco a punto de naufragar, y yo juraría que en ese momento escuchó las primeras notas del Promenade. Contemplaría, con lágrimas en los ojos, los dibujos y acuarelas de su amigo muerto. Decidió hacerle su particular homenaje, revivirlo, inmortalizarlo, y concibió los Cuadros.

– Que componen una serie.

– No en su concepto. Mussorgsky los adaptó a una sucesión seriada de motivos iconográficos, pero en ningún momento salieron del lápiz o de los pinceles de Hartmann bajo esa condición orgánica. La exposición póstuma de San Petersburgo ya no podía resultar más aleatoria. El propio Hartmann, escindido, en su sensibilidad, entre la tentación occidental y el rescate de las tradiciones rusas, de sus primitivas leyendas y arquitecturas, estaba a punto de fracasar como artista. Stasov, sin ir más lejos, la pluma crítica del momento, lo consideraba un pintor mediocre. Descontando la Gran Puerta de Kiev, que Hartmann trazó para participar en un concurso convocado por el zar Alejandro II, no valen gran cosa. Esos judíos, por ejemplo, caricaturizados, casi ridículos, nos hablan sin ambages de un antisemitismo atroz…

– ¿Hartmann era antisemita?

– Como el propio Mussorgsky. No hubiera sido necesario esperar a los nazis para alcanzar la solución final. Pero luego vino la revolución de los soviets, y la historia tomaría por otros derroteros.

– ¿En alguna ocasión Mussorgsky utilizó el signo de la esvástica?

– No lo creo. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. Siento haberle interrumpido. Continúe, por favor.

– La semilla del nacionalismo ruso contenía el germen de un racismo que había señalado a las poblaciones hebreas con su dedo acusador. Pero la voluntad de los pueblos en fase de emancipación dibuja a menudo curiosos meandros… ¿Puedo preguntarle algo, subinspectora?

Martina asintió. Su cabeza estaba muy lejos de allí, en estepas y ciudades que reflejaban sus orientales torres en ríos de hielo.

– ¿Qué tienen que ver Mussorgsky y Hartmann con el crimen de ese anticuario?

– Todavía no lo sabemos.

– No se tomaría usted tantas molestias si no dispusiera ni siquiera de una intuición.

– Algunos indicios apuntan en esa dirección -se evadió la subinspectora, con deliberada vaguedad-. Ya le he entretenido bastante, señor Mercié. Consultaré la documentación que le ha prestado a Horacio. Si tengo nuevas dudas, volveré a llamarle.

– Estaré a su disposición.

– No se moleste en acompañarme.

Sin embargo, Mercié la siguió por el pasillo con un paso elástico, por completo inapropiado a su edad.

– ¿Le gusta a usted la música clásica, subinspectora?

– Desde luego.

– Pero no tiene demasiadas oportunidades para disfrutar de ella, ¿no es así?

– Mi tiempo es para los inocentes.

– Los músicos lo son, siempre. Mussorgsky lo era. Creía en el hombre, no en esa criatura vengativa e inferior que pasea por nuestras calles su pavorosa mediocridad. La decadencia se ha instalado entre nosotros, y tardará mucho en desaparecer o en ser erradicada.

– Esa misión requeriría un líder.

– Incondicionalmente. Alguien capaz de imponer su selectiva voluntad, a imitación de César o de Napoleón.

– O de Hitler.

– También. Sin embargo, me temo que yo no viviré lo bastante como para verlo.

Martina estrechó la mano que el profesor le tendía. Su tacto era caliente, casi febril, y comunicaba una viscosa energía. Pero ella no se alteró por ese roce, sino a causa del nombre propio grabado en la pulsera que colgaba de la muñeca de Leonardo Mercié, y que la subinspectora pudo leer al revés.

Manuel.

43

Cuando Martina regresó a Jefatura, un gran revuelo agitaba el vestíbulo. El griterío era atroz. La gente se había apartado, buscando la protección de las paredes y del mostrador de atención al público.

Cuatro policías, al menos, estaban intentando reducir a un hombre que se debatía con furia. Los agentes se afanaban por inmovilizarle en el suelo, pero el detenido se resistía con todas sus fuerzas. Rechazándoles cuando se le echaban encima, se levantaba una y otra vez.

– Maurizio… -murmuró la subinspectora, abatida.

Se acercó a él, pero apenas le reconoció. Con el pelo revuelto, hematomas en la cara y una salvaje expresión, Amandi se encontraba en un estado de total descontrol. Presa de una crisis nerviosa, gritaba cosas sin sentido y lanzaba los puños al aire. Un sargento le dobló el brazo detrás de la espalda.

– ¡Quieto, cabrón!

– Déjenlo, por favor -suplicó Martina.

– Lo siento, subinspectora -le repuso el sargento-. Tenemos orden de llevarle al calabozo.

Martina se arrodilló junto a su amigo.

– Soy yo, Maurizio -le susurró-. Estoy aquí. Contigo.

– Casi me matan, Mar -repuso él, con voz ronca-. Entraron al hotel y se me echaron encima. Me enfrenté a ellos en defensa propia. ¡En la pelea destrozaron el busto de Mussorgsky!

– No te preocupes, cuidaré de ti.

La subinspectora continuó hablándole en voz baja. Penosamente, Amandi se puso en pie. Su camiseta estaba desgarrada, y no llevaba zapatos.

– Ha intentado huir -le informó el sargento, en un aparte, cuando la subinspectora le exigió una explicación-. La primera vez en el hotel. Se puso como un loco en cuanto nos vio y se jugó la vida saltando por la terraza a la habitación contigua. Tuvimos que reducirle por la fuerza, no nos dio opción. La segunda, ahora mismo, después de que le tomáramos las huellas. Ya lo ve, está fuera de sí. ¡Pónganle las esposas!

– No lo hagan -rogó Martina-. Yo me encargaré de él. ¡Cálmate, Maurizio, por favor!

Amandi extendió las manos, como para permitir que se las esposaran, pero cuando fueron a apresárselas emitió un rugido, se desasió e intentó ganar la salida. Uno de los agentes, lanzándose contra sus piernas, lo derribó en las escaleras. Tras una confusa lucha, en la que alguno de los policías resultaría contusionado por los puñetazos del músico, lo empujaron hacia la planta subterránea, donde se disponían las celdas.

Martina bajó tras ellos, con el corazón encogido. El inspector Buj estaba aguardando al detenido en la sala de interrogatorios. La subinspectora se le encaró:

– ¡No creo que sea necesario maltratar al sospechoso!

Buj le dio una calada a su Bisonte.

– Le aconsejo que no se meta en esto, De Santo.

– Voy a elevar un informe.

– Hágalo por triplicado y páseme una copia. Me la meteré en el bolsillo trasero del pantalón, para cuando tenga que ir al servicio.

– Le aseguro, inspector, que esto no quedará así.

– Puede apostar por ello. Ahora, si me lo permite, debo interpelar a su amiguito. ¿O sería más exacto que le llamara su amante? ¿Sería tan amable de dejarme a solas con él? No lo trataré con tanto cariño como usted, pero procuraré devolvérselo entero.

Martina abandonó la sala de interrogatorios dando un portazo. Todavía furiosa, permaneció al otro lado del espejo, junto a los sistemas de vídeo y audio desde los que se grabaría y filmaría el careo.

Los agentes que habían esposado a Maurizio le obligaron a sentarse en una silla, junto a la mesa de fórmica en cuyo otro extremo, a unos dos metros y medio de distancia, se situó Buj. La expresión del inspector era tranquila, casi feliz. Sin embargo, Martina sabía que ése podía ser el peor síntoma de lo que se avecinaba.

– ¿Se ha calmado, campeón? -preguntó Buj, mirando al músico con ojos entrecerrados. El papel de su cigarrillo se le había pegado al labio inferior; la colilla subía y bajaba con los movimientos de su boca.

Un tenso y humillado Amandi guardaba silencio. Su rostro parecía el de un boxeador al término de un combate. Uno de sus párpados se estaba hinchando de manera alarmante y una cárdena contusión le traumatizaba el pómulo.

– ¿Está en disposición de declarar? -prologó Buj.

– Jamás pensé que fuese a ser tratado de esta forma en mi propio país.

– ¿Su país? -se burló el inspector-. ¿No es usted un presumido espagueti?

– Mi madre es española, y tengo residencia en Madrid.

Buj extrajo unos papeles doblados de su bolsillo y enarboló lo que parecía un atestado.

– ¿Se refiere a una propiedad que ha sido denunciada en repetidas ocasiones por la comunidad de vecinos como sede habitual de fiestas y orgías en las que, de modo habitual, se consumía toda clase de estupefacientes?

– No sé de qué me está hablando.

– No se haga el Tancredo. ¡Claro que lo sabe!

– ¡Soy un artista de prestigio internacional!

– ¡Un golfo, eso es lo que es usted! -bramó Buj, descargando tal golpe en la mesa que la superficie permaneció temblando durante varios segundos.

– No le tolero…

– Me temo que no está en condiciones de ejercer ningún veto. No mientras pese sobre usted la sospecha de haber cometido un asesinato por el que podría caerle el equivalente a una cadena perpetua.

– ¡Un asesinato! ¡Está usted de broma!

– Créame si le digo que dispongo de pruebas suficientes para que un juez le envíe a prisión. Allí se le rebajarán los humos.

– ¡Yo no he matado a nadie!

– Tiene derecho a proclamar su inocencia -condescendió un astuto Buj-. También lo tiene a que le asista un abogado. ¿Quiere llamar a uno, o que se lo asignemos de oficio?

– No necesito que ningún abogado me defienda de algo que no he hecho.

– ¿Está seguro?

– Contrataré al mejor cuando les denuncie a ustedes por abuso de autoridad.

El Hipopótamo se encogió de hombros.

– Fue usted quien intentó agredir a mis hombres.

– ¡Invadieron mi intimidad y destrozaron una obra de arte! ¿Qué ha ocurrido con mis papeles?

– Sus pertenencias le serán devueltas. ¿Cuánto ha bebido usted?

– Estoy sereno.

– ¿Lo bastante como para declarar?

Amandi no contestó. El inspector sobrentendió que aceptaba el careo y decidió descargar su primer golpe de efecto.

– Vamos allá. Varias evidencias le relacionan con la violenta muerte de Gedeón Esmirna. Incluso una conocida suya, la subinspectora De Santo, lo ha situado en la escena del crimen.

– No le creo.

Buj continuó, impertérrito:

– Usted estuvo anoche en la calle de los Apóstoles, en la tienda de antigüedades de Esmirna. Le vieron entrar en torno a las doce y abandonar el establecimiento una media hora más tarde. El ayudante del anticuario descubrió el cadáver hacia las dos de la madrugada. Le habían decapitado, mutilado y colgado del techo con ayuda de una soga.

El Hipopótamo se relamió, antes de resumir:

– Estos son los hechos.

Sucios y enredados mechones de pelo rubio caían sobre la frente de Maurizio. El artista alzó sus esposadas manos para retirarlos. Ese reflejo reveló otra herida en su frente, un corte ancho en cuyos bordes la sangre aún no se había coagulado.

– Es cierto que estuve con Esmirna. Pero yo no le maté.

Buj contuvo una sonrisa. El sospechoso acababa de caer en sus redes. A juicio del inspector, sus últimas palabras suponían prácticamente una confesión.

– Le recuerdo que dos negaciones equivalen a una afirmación.

– Es la verdad. La repetiré cuantas veces haga falta.

– Probablemente, se verá forzado a hacerlo. Pero ¿con qué argumentos?

Maurizio desprendió que las cosas comenzaban a complicársele, y que le convenía apaciguarse. Por primera vez, echó en falta la asistencia letrada. Pero su orgullo le impidió reclamar ahora un abogado, y relató:

– Tenía una cita con el anticuario para formalizar una transacción. Adquirí las piezas que había ido a negociar y regresé al hotel.

Buj se sentó en el filo de la mesa.

– Muy bien. Le recomiendo que siga manteniendo esa actitud colaboradora. ¿Esmirna y usted estuvieron solos en el establecimiento?

– Sí.

– ¿Alrededor de media hora?

– Más o menos.

– Cuando usted llegó, ¿la puerta estaba cerrada?

– Esmirna la abrió desde dentro.

– ¿Con una llave?

– Creo que sí.

– ¿Estaba puesto el pestillo?

– Sí.

– ¿Qué hizo con esa llave?

– No lo sé. Supongo que la dejaría en la cerradura.

– ¿Por qué tenía tanto interés en verle? ¿Cuál iba a ser el objeto de su compra?

– Un grabado y el busto de Modest Mussorgsky que ustedes han destruido.

– ¿De quién?

– Un compositor ruso.

– ¿De tanto prestigio internacional como el suyo?

El rostro tumefacto de Amandi resplandeció de vanidad.

– Su ignorancia me consuela, inspector. Ahora sé que saldré libre.

Colérico, Buj le apartó la mirada para echar un vistazo al resto de sus papeles. Desde el otro lado del espejo, Martina intuyó que el interrogatorio iba a tomar otro cariz.

El Hipopótamo modeló su voz en un tono falsamente narrativo:

– Los polizontes modestos, como yo, los que hemos estudiado en la universidad de la vida, no tenemos residencia en Madrid y nunca nos alojamos en hoteles de cinco estrellas. Tampoco frecuentamos el Teatro de la Ópera de Viena, donde recientemente se cometió otro crimen en el que asimismo su famosa persona se vio implicada. La víctima respondía al nombre de Teodor Moser, pero eso usted ya lo sabe.

– Tampoco tuve nada que ver con su muerte.

– Por supuesto. No hay nadie más inocente que usted bajo la capa del cielo. Lástima que hayamos hablado con nuestros colegas austríacos. Entre las ropas de la víctima, un anticuario vienés, el mencionado Teodor Moser, se encontró una carta suya. Según dicha carta, usted le había citado esa noche en el teatro, donde, al finalizar su actuación, se proponía entrevistarse con él.

– No lo negaré. Pretendía adquirir algunos documentos que obraban en su poder.

Buj, asintió, fingiendo comprensión.

– Sin embargo, Teodor Moser no pudo acudir a su cita. Lo asfixiaron en su palco, como a un pollo. Una ejecución limpia, bien planificada, cuya investigación sigue abierta.

– No por lo que a mí respecta. Moser fue asesinado mientras yo permanecía en el escenario. ¿O cree que mi karma sobrevoló el patio de butacas para sorprenderle a traición? No, inspector. Yo no pude hacerlo materialmente. Así lo entendió la policía vienesa, cuyos agudos detectives tampoco lograron sostener mi presunta complicidad. De manera que me dejaron en paz; igual que hará usted en cuanto termine de molestarme.

– Tenemos tiempo. ¿Sabe que la letra de su carta coincide con la caligrafía de unas esquelas que anunciaban la muerte de Moser y de Gedeón Esmirna?

– No tengo la menor idea de qué está hablando.

– Se lo anticipo porque el Juzgado ha solicitado la prueba del calígrafo.

– ¿Qué Juzgado?

– El que entenderá de su culpabilidad.

– ¡Me están condenando de antemano!

– No se ponga nervioso.

– No lo estoy. ¡Indignado, sí! ¡Como lo estará el ministro de Cultura, en cuanto se entere de las vejaciones a que me están sometiendo!

– ¿El ministro italiano o el español?

El Hipopótamo celebró su propio chiste. Su entrecortada risa resonó en la habitación blanca y rectangular, excesivamente iluminada con cuatro bombillas de cien vatios enroscadas a una única lámpara en forma de media circunferencia. Como si intuyera que al otro lado se hallaba Martina, Amandi clavó la vista en la única pared con cristal opaco.

– Prosigamos -dijo Buj, secándose la boca con el pañuelo-. ¿Es usted bisexual?

– No pienso responder una pregunta así a un ser tan repugnante como usted.

El Hipopótamo se rascó la papada.

– Mal chico. Dejaremos esa cuestión en blanco, con un interrogante. ¿De qué conocía a Esmirna?

– De nada.

– ¿Se presentó en su tienda a medianoche así, a las bravas?

– Concerté con él una cita previa.

– ¿Telefónicamente?

Amandi se abstuvo de responder. Buj adelantó un hombro.

– ¿Fue él quien le citó a medianoche?

– Le avisé de que mi tren llegaba tarde a la ciudad, pero de todos modos accedió a recibirme.

– ¿Qué referencias tenía de usted?

– Mi padre y él habían mantenido contactos profesionales.

– ¿Alguien más sabía que se proponía visitarle?

– No.

– Cuénteme con exactitud qué es lo que hizo en la tienda del anticuario.

Maurizio suspiró.

– ¿Quiere darme un vaso de agua?

– Claro. ¿Mineral o del grifo?

– Tengo la garganta seca.

– Quizá le deje descansar en cuanto me haya respondido a lo que acabo de preguntarle.

– Esmirna me recibió con amabilidad. Intercambiamos unas cuantas frases de cortesía y se interesó por mi padre. Ignoraba que había muerto, y lo lamentó. Luego me mostró las piezas por las que yo me había interesado: un grabado de época y el busto del compositor, la pieza que destrozaron sus hombres cuando vinieron a detenerme. Acordamos el precio y le pagué en efectivo.

– ¿Qué cantidad?

– Dos millones de pesetas.

– ¿Acostumbra viajar con tanto dinero?

Maurizio replicó, burlón:

– Nunca sé lo que gano ni lo que llevo encima.

– ¿No teme que le roben?

– Jamás me ha faltado nada. No sé si después de esta mañana, a consecuencia del registro de mi suite, podré sostener lo mismo.

Buj descerrajó un palmetazo contra la mesa.

– ¿Está acusando a mi gente? ¿Sabe que esos dos millones que supuestamente entregó a Esmirna no han aparecido por ninguna parte? ¿Cree el ladrón que todos son de su condición?

– Yo no he robado nada. Y tampoco he matado a nadie.

– ¡Ya lo creo que lo hizo! ¡Le rajó el cuello al anticuario y le dejó colgando como a una res!

El detenido replicó, con insolencia:

– Es a usted a quien deberían abrir en canal. Pero no se preocupe, yo mismo me encargaré de ello.

– ¡Maldito mequetrefe! -vociferó el Hipopótamo, poniéndose en pie y avanzando amenazadoramente hacia él-. ¡Por mis muertos que voy a acabar de arreglarte esa jeta!

El primer golpe levantó a Maurizio como si no pesara nada y lo arrojó a las baldosas. Sin permitirle incorporarse, Buj se puso a patearlo con saña. Uno de sus zapatazos se le enterró en los testículos. Amandi rugió. Al otro lado del espejo, Martina abandonó el control y se lanzó hacia la puerta.

– ¡Deténgase, inspector!

Siguieron unos momentos de confusión. Dos agentes contuvieron a Martina, para evitar que Buj pudiera golpearla. Desde el archivo, un congestionado Horacio Muñoz se apresuró a llamar al despacho del comisario. Un minuto después, un descompuesto Satrústegui se presentaba en la sala de interrogatorios.

– ¿Qué está pasando aquí? ¡Ustedes dos, fuera!

El Hipopótamo intentó explicarse, pero su superior lo despachó con cajas destempladas. Martina permanecía sujeta por un compañero. Estaba tan alterada que era incapaz de hablar.

Uno de los policías llamó la atención del comisario.

– Fíjese, señor.

Estaba señalando al detenido. Maurizio seguía tirado en el suelo, pero su cuerpo se agitaba en espasmódicas convulsiones. Tenía las mandíbulas contraídas y de las comisuras de sus labios rezumaba una saliva blanca.

– Es epiléptico -acertó a advertir la subinspectora.

Dos hombres lo izaron de los sobacos, pero no pudieron inmovilizarle.

– ¡Métanle algo en la boca! -recomendó Satrústegui.

Horacio corrió al archivo. Su zapato ortopédico le hizo una mala pasada, porque resbaló, dándose un fuerte golpe en la nuca. Regresó atontado, sin aliento, sosteniendo una regla de madera.

– Esto servirá.

– Déjeme a mí -dijo Martina.

Maurizio se estaba mordiendo la lengua. Por el espacio libre, la subinspectora introdujo la regla. La boca de Maurizio se llenó de sangre. Los espasmos se prolongaron durante algún rato, hasta que, poco a poco, fueron remitiendo.

Los ojos de Amandi giraron en sus órbitas y se apagaron con una luz mortecina. Había perdido la conciencia.

Satrústegui dispuso:

– Suéltenle las esposas y acuéstenlo en una celda hasta que le atiendan. Que nadie diga una sola palabra de esto, ¿queda claro? Avísenme cuando llegue el médico. Más tarde hablaré con usted, subinspectora. Antes quiero hacerlo con el inspector Buj.

Martina balbuceó:

– Su indigno comportamiento…

Satrústegui la señaló con un tembloroso índice:

– ¡No vaya a complicar las cosas más de lo que ya lo están!

– Es una vergüenza para todos…

– ¡Cállese, subinspectora!

– Me niego a pasar por alto…

– ¡Márchese, es una orden! ¡Queda relevada del caso!

44

Los trastornos de índole neurológico no eran su especialidad, pero fue el doctor Marugán quien atendió a Maurizio Amandi en la celda donde le habían recluido.

El forense se había desplazado a Jefatura para informar verbalmente al comisario sobre la autopsia de Gedeón Esmirna, cuyo informe acababa de entregar al Juzgado. El propio comisario, al encontrarle en la antesala de su despacho, esperándole, le pidió que atendiera al músico.

– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Marugán.

– Ha tropezado con uno de mis inspectores.

Las cejas del forense se fruncieron a modo de censura.

– ¿Con el inspector Buj, tal vez?

– Ya veo que conoce bien a mis hombres.

Adelantándole que tomaría cartas en el asunto para evitar que algo así se repitiera en el futuro, el comisario le rogó discreción.

Marugán bajó a los calabozos para chequear el estado del músico. Amandi estaba consciente, pero se negó a pronunciar una sola palabra. Necesitaba una cura de urgencia en los golpes y cortes de la cara, y tenía todos los síntomas de hallarse bajo una fuerte depresión. Mientras el doctor lo auscultaba se quejó de un dolor en el pecho, derivado de la tunda recibida. Temiendo que pudiese tener alguna costilla rota, Marugán hizo llamar una ambulancia y ordenó su ingreso hospitalario.

Satrústegui dispuso que uno de sus efectivos, con orden de no separarse de él, le acompañara. La agente designada para escoltarle fue una joven policía, Matilde Ruiz, una de las pocas mujeres destinadas en la Comisaría Central.

Amandi no pudo abandonar la celda por su propio pie. Con claros síntomas de desorientación, fue transportado en una camilla hasta la ambulancia aparcada en el patio de la Jefatura Superior y, desde allí, trasladado en dirección a las Urgencias del Hospital Clínico.

45

De un humor de perros, el comisario regresó a su despacho acompañado por el forense y pasó a comentar con Marugán la autopsia de Esmirna.

Esencialmente, el informe del forense no alteraba el primer examen, que Satrústegui ya conocía. El doctor se ratificó respecto al tipo de arma empleada en el crimen: una hoja de acero de considerable tamaño, esgrimida con contundencia y decisión en un ángulo de noventa grados con respecto al suelo. No sin alguna vacilación, Marugán se inclinaba ahora por opinar que un solo golpe había bastado para decapitar y acabar con la vida del anticuario, provocándole una incontenible hemorragia; para terminar de desprender la cabeza del tronco, el asesino se habría visto obligado a cortarla con posterioridad.

– Para la amputación del pene se empleó una hoja más pequeña. Por otra parte -añadió el forense-, el contenido del estómago reveló que la víctima hizo su última comida varias horas antes de su muerte.

– No había cenado, en otras palabras.

– No.

– ¿Alguna observación más?

– Una última, sí, que también he hecho constar en mi acta. Sus zapatos.

– ¿Qué pasa con sus zapatos?

– Solicité un par de los que se incautaron en el registro del piso y los probé en sus pies, pero eran de un número más, y también algo más anchos.

– Mucha gente suele calzar una talla superior, por comodidad.

– Ya lo sé, pero quise asegurarme y pedí que me trajeran otros pares. Lo raro es que los zapatos de la víctima, hechos a mano y de muy buena calidad, eran del cuarenta y tres, siendo la talla del cadáver un cuarenta y dos. No sé, me parece extraño.

Satrústegui se despidió del doctor, no sin quedarse copia del informe. Habló luego por teléfono con la jueza, a fin de informarle escuetamente acerca del desagradable episodio sucedido con Maurizio Amandi. El propio comisario le sugirió que, en cuanto el sospechoso se hubiese recuperado, pasara a disposición suya para que pudiera tomarle declaración en los Juzgados y, si procedía, enviarlo de forma preventiva a prisión. A preguntas de la señora Galván, Satrústegui tuvo que admitir que el detenido había sufrido malos tratos. Reaccionando de manera virulenta, la jueza le exigió un detallado informe de su detención.

Tras cortar la comunicación, sintiéndose cansado y con el ánimo por los suelos, el comisario le pidió a Adela, su secretaria, que le trajese un café muy cargado y que le permitiera tomarlo en su despacho sin interrupciones de ninguna clase.

Tenía que decidir qué iba a hacer con Ernesto Buj y con Martina de Santo. Debía impedir que aquel escándalo interno saliese a la luz, colocándoles en la diana de la opinión pública. Sin embargo, dada la personalidad de Maurizio Amandi, su carácter, su fama y la espectacularidad del caso en que se había visto envuelto, no estaba seguro de conseguir echar tierra sobre el asunto.

En otro orden de cosas, si el pulso le temblaba y se abstenía de aplicar un escarmiento a sus subordinados, la próxima vez que Buj y De Santo se enzarzaran tendría nuevas razones para arrepentirse por no haberles impuesto un castigo ejemplar.

La lógica le aconsejaba acelerar los trámites de la jubilación del inspector y trasladar a Martina a otra brigada, alejándola de la línea de acción. La primera de esas decisiones le exigiría contar, si no con el beneplácito, sí con una cierta colaboración por parte de Buj, cuya hoja de servicios, a lo largo de cuarenta años de entrega al Cuerpo, incluía un acumulado prestigio en las altas esferas. La previsión de tener que negociar con Buj le llevó a aparcar momentáneamente ese asunto, hasta que hubiera consultado con los servicios jurídicos.

Por lo pronto, y puesto que de su autoridad se esperaban actuaciones inmediatas, sancionaría a Martina.

Espigó las cláusulas disciplinarias del Reglamento, descartó una acusación grave por insubordinación u ocultamiento de pruebas y se dispuso a aplicar a la subinspectora una sanción menor que implicara suspensión de empleo y sueldo durante un mes.

Redactó su resolución en un folio y se lo entregó a Adela para que lo pasara a máquina en papel timbrado. Después de leer los apretados párrafos, escritos con la letra picuda del comisario, Adela sonreiría taimadamente; hacía tiempo que también ella mantenía diferencias con la subinspectora, y le iba a proporcionar cierto placer teclear lo que podía ser, si no su acta de defunción profesional, sí un dilatado responso.

Satrústegui sorbió el café negro, abrió el balcón y, para despejarse, se asomó a la fría mañana. La parte posterior del edificio de Jefatura daba al coso de la plaza de toros, con sus ladrillos rojos, sus carteles de matadores y las enormes puertas por las que, en las fechas de corrida, entraban los furgones con los toros de lidia.

El comisario pensó que algunos condenados días no deberían alcanzar el indulto de su amanecer. Se abrochó la chaqueta, debido a la extrema humedad, y fumó un cigarrillo apoyado en el mástil de la bandera que había jurado servir, sintiendo que su mundo se resquebrajaba en fragmentos de odio y rutina, en divorcios y fracasos, pero sobre todo en la implacable premura de tiempo exigida, a modo de tardía justicia, por las voces de los muertos, de las víctimas que, como aquel desdichado anticuario, descendían a la tumba empujadas por un tropel de fantasmas.

Alguno de esos espíritus, como no podía ser de otra forma, acabaría teniendo nombre y apellidos. Satrústegui albergaba la impresión, no por completo ingrata, de que las claves de aquel enrevesado caso de la calle de los Apóstoles se encontraban delante de ellos, reunidas en un caos de encrucijadas y pistas. No acertaban a encontrar la salida al laberinto, eso era todo.

Como todo apuntaba, en principio, a que el asesinato de Gedeón Esmirna sólo podía haber sido cometido por uno de estos tres autores: Manuel Mendes, Maurizio Amandi o aquel hombre sin identificar que, según el testigo presencial, y confidente de la policía, Amadeo Rubio, el Gamba, había visitado la tienda de antigüedades con antelación a la llegada del músico.

A esa hora, precisamente, el inspector Villa se hallaba encerrado en su despacho de la primera planta con Amadeo Rubio. El sargento Alcázar y él se habían armado de paciencia para mostrar al Gamba fotos de delincuentes, por si el chivato era capaz de reconocer al primer hombre que en la noche del crimen fue recibido por Gedeón Esmirna.

Satrústegui cerró el balcón, se acomodó en su butaca, concluyó su café, que se había enfriado, y siguió cavilando en el caso.

Necesariamente, según había concluido el doctor Marugán, el autor del crimen tenía que ser un individuo de considerable fuerza y envergadura. Mendes y Amandi eran altos -metro ochenta el aprendiz, diez centímetros arriba el músico-; a ambos se les veía delgados, ágiles y en buena forma física. Cualquiera de los dos podía haber empleado el hacha o una catana. Pero ¿adónde habría ido a parar el arma homicida?

Satrústegui repasó mentalmente las pruebas de que disponían y hundió la vista en el informe de Marugán. Hasta el momento, los servicios forenses no habían conseguido localizar el historial clínico de Gedeón Esmirna. El análisis de las muestras de sangre tomadas en el escenario del asesinato sólo aportaba, reiteradamente, un tipo, B positivo, coincidente, a partir de las muestras tomadas al cadáver, y del enorme charco de sangre que se había vertido sobre una de las alfombras de la tienda, con el de Gedeón Esmirna.

Huellas dactilares de Manuel Mendes habían aparecido en diferentes secciones del establecimiento, pero ¿podía haber algo tan previsible como eso? Más probatorias, acaso, resultarían las de Maurizio Amandi, rescatadas del escritorio de Esmirna, donde debía de haber transcurrido su conversación con el anticuario, y de varios de los grabados de Hartmann, cuya adquisición sopesaría el músico, estudiándolos delante de su propietario.

Un nuevo interrogatorio practicado a Manuel Mendes, que permanecía recluido en los calabozos de Jefatura, no había aportado novedades sustanciales con respecto a su primera declaración.

A pesar de que el inspector Villa le había apretado las tuercas, el aprendiz había vuelto a relatar, punto por punto, la secuencia de sus movimientos y reacciones, ya descrita en la noche anterior. Mendes fue incapaz de aportar testimonios que refrendaran sus pasos. Sin embargo, a modo de compensación, hilvanó algunos comentarios episódicos que permitieron a los policías aproximarse un tanto a la forma de ser de Gedeón Esmirna.

Dándole la razón a Buj, al anticuario le gustaban los chicos. Mendes aportó varios nombres de supuestos amantes suyos. Un par de esos chaperas, relacionados con prácticas sadomasoquistas, empleaban a veces cazadoras o símbolos filonazis. El inspector Villa se había puesto a la faena de localizarles.

Tal vez, quiso animarse el comisario, de esa nueva pista surgiera alguna luz.

46

Bolsean, 13 de enero de 1986, lunes

Maurizio Amandi permaneció tres largos días ingresado en el Hospital Clínico. Una de sus costillas flotantes se había hundido como consecuencia de la paliza de Buj. A pesar de los calmantes, cualquier movimiento en la cama le causaba dolor.

La subinspectora acudió varias veces a interesarse por él. Mientras su compañera, la agente Ruiz, hacía guardia en el pasillo, Martina se quedaba a los pies del lecho, apoyada en el brazo del gastado sofá, charlando sobre cosas sin trascendencia, o simplemente dejándole dormitar. Le había llevado algunos libros, pero él ni siquiera los había cogido; ahí seguían, apilados en la mesilla, junto al frasco de Valium y el reloj de pulsera que iba marcando las lentas horas de convalecencia clínica.

Deprimido, sin ganas de nada, el músico apenas le contestaba. No era fácil determinar si su sonrisa triste agradecía la compañía de la subinspectora, o si, en el fondo, hubiera preferido estar solo.

El ministro de Cultura, mediante una llamada telefónica al gobernador, quien, a su vez, se la transmitió al comisario Satrústegui, había presionado a favor del artista.

Un prestigioso abogado de Bolsean, Juan Frei, visitó a Maurizio para hacerse cargo de su representación legal. Frei logró entrevistarse con la jueza, y sería él quien comunicase a su cliente que la prueba caligráfica había deparado resultado negativo: los peritos habían concluido que la esquela de Gedeón Esmirna no había sido escrita por Maurizio Amandi; alguien había imitado su letra, lo que, en más de un sentido, liberaba al pianista de su condición de principal sospechoso. Escandalizada por el trato que había sufrido el detenido, y tras tomarle declaración en el propio hospital, Macarena Galván renunció a decretar su ingreso en prisión. Le impuso una fianza por resistencia a la autoridad y accedió a dejarle en libertad provisional a cambio de que no abandonase el país y de que el asunto no trascendiera. No obstante, Maurizio Amandi debería presentarse en el Juzgado en un plazo no superior a dos semanas, por si aparecían nuevas pruebas que aconsejaran instruirle diligencias.

Al tercer día, el músico se sintió mejor. En lugar de devolver la bandeja, como venía haciendo desde su ingreso hospitalario, accedió a comer un poco, e incluso se mostró amable con las enfermeras que le cambiaban los vendajes y reponían los goteros. El médico, un joven residente, le anunció que su recuperación iba por buen camino, y que en veinticuatro horas podrían concederle el alta.

– Quiero marcharme de aquí, Mar -dijo Maurizio a la subinspectora; se expresaba con torpeza, debido a una herida en la lengua-. No soporto esta situación.

– ¿Adonde irás?

– Al sur. Tengo amigos en Marbella y una gira comprometida en varias ciudades de Andalucía. Interpretar en público me ayudará a olvidar esta pesadilla.

– No estás en condiciones de viajar. ¿Quieres que te acompañe? Estoy de vacaciones forzosas.

– Ya te he hecho bastante daño. Por mi culpa, te encuentras en una penosa situación. Últimamente, como si arrastrase una maldición, perjudico a las personas que me importan. Primero, mi padre; ahora, tú. Necesito estar solo.

Satrústegui retiró a la agente de vigilancia. La subinspectora era la única persona que estaba a su lado cuando Amandi recibió el alta. Maurizio se vistió con ayuda de las enfermeras y, apoyándose en una muleta, abandonó renqueando el hospital. Martina se ofreció a llevarle en su coche y a recoger su equipaje en el Hotel Marina Royal.

Después se dirigieron a la estación. Amandi sacó un billete a Madrid y otro a Málaga, en un vagón cama que partía de Atocha. Tuvieron que esperar casi dos horas en la cafetería. Martina lo instaló en su asiento y aguardó en el andén a que el tren partiera.

Poco antes de que se pusiera en marcha, Maurizio se asomó a la portezuela y le hizo una seña para que se acercara. Él la abrazó, mientras ella permanecía rígida. Martina sintió los brazos del pianista enlazándola con fuerza, casi con desesperación, y cómo su mano subía por su camisa, dibujaba el contorno de su pecho y le prendía algo en el bolsillo.

– El amarillo da mal fario, y es el color del oro. Guárdala como recuerdo y escríbeme.

Los vagones empezaron a desfilar por el neblinoso hangar, rumbo a los túneles y a los espacios suburbanos. Cuando el tren desapareció, la subinspectora se palpó el bolsillo de la camisa y desprendió la Egmont-Swastika.

Sus cruces de rubíes, incrustadas en el capuchón, brillaron con un fulgor mate, como brasas de una hoguera apagada.

El vagón de cola se había perdido de vista, pero Martina permaneció largo rato en el andén, acariciando la estilográfica entre sus dedos.