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PROMENADE

47

Playa Quemada, 20 de enero de 1986, lunes

Una falsa primavera se había instalado en Bolsean y en buena parte del norte del país. La ola de frío se había retirado, dejando paso a unos cielos brillantes y azules, en los que parecía reflejarse una esperanza.

Al menos, para Martina de Santo.

También el mar ofrecía su lado más amable, esa superficie tersa, apenas rizada, de los días de calma.

La subinspectora llevaba una semana ocupando una de las habitaciones de la Posada de José, en Playa Quemada, dentro de la reserva natural que incluía las marismas costeras y los acantilados de Allaneras, una formidable sucesión de paredes, horadadas por cuevas, contra las que las corrientes rompían con fuerza.

Frente a Allaneras, apenas a un par de millas, sobresalía el rocoso colmillo de una pequeña y casi inaccesible isla, a la que llamaban Diente de León, cuyos cortados y prados salvajes recordaban a la subinspectora la Isla de Wight.

Hasta allá navegaba Martina para practicar buceo deportivo. En el puertecito de Playa Quemada, apenas una aldea de pescadores, le alquilaban un bote con motor. Aunque su propietario le había recomendado que no navegara sola, pues el Cantábrico no era de fiar en una época del año proclive a súbitas galernas, la subinspectora costeaba las marismas y, protegida por un traje de neopreno, se sumergía en las gélidas aguas de Diente de León.

En esos fondos, revelados por un sol de invierno que al mediodía, en su cénit bajo, era capaz de quemar la piel, recuperó la paz. La sensación de limpieza y silencio que le regalaban las transparentes aguas del peñón ejercía como un bálsamo para su alterado sistema nervioso. Cuando se sentía agotada, subía al bote y se quitaba el pesado mono de goma. Desnuda bajo el sol, mordisqueaba un bocadillo y fumaba con los ojos entrecerrados, escuchando los graznidos de las gaviotas y dejándose mecer por la marea.

Al atardecer, paseaba por la playa. La temperatura había subido lo suficiente como para poder hacerlo descalza. Nada podía proporcionarle tanto placer como sentir la arena húmeda bajo los pies. Caminaba durante horas, alejándose del puerto y de la posada hasta perder de vista cualquier manifestación de vida humana.

En las dunas, la soledad era tan absoluta que el mundo parecía haber regresado al tiempo de la creación. Las puestas de sol se incendiaban de nubes anaranjadas que reflejaban en las marismas su atenuado esplendor. Esos bruñidos cirros teñían con un pálido fuego las alas de los patos marinos, y hasta el caparazón de los escarabajos y de los ciervos volantes que arrastraban por la arena su plácida existencia reflejaban apagadas chispas de color caldero.

Al atardecer, Martina regresaba por las mismas rocas donde Maurizio se le había insinuado noches atrás, en un tiempo que ahora se le antojaba remoto. Cogía un jersey en su habitación y tomaba asiento en la cantina de la posada para beber un vaso de sidra entre las buganvillas y los limoneros y dejarse aconsejar sobre el plato de pescado del día.

La familia de pescadores que regentaba el negocio la conocía de otras ocasiones, y no les importaba que, después de cerrar, se quedase sola en una de las mesas de la terraza, con una copa de whisky de malta y la pitillera al alcance de la mano, disfrutando de la calma nocturna hasta que las estrellas brillaban en la bóveda celeste y la intensa humedad hacía desaconsejable permanecer a la intemperie.

48

Las madrugadas en la habitación resultaban más ingratas. Martina era incapaz de dormirse antes de las dos o de las tres. Echaba en falta su tablero de ajedrez y sus manuales de medicina forense, que había renunciado a llevar consigo debido a su peso. Combatía el insomnio redactando con la pluma estilográfica de Amandi, con la Egmont-Swastika, sus impresiones acerca del caso Esmirna.

Una y otra vez pasaba a limpio sus notas en busca de algún detalle que le hubiese pasado desapercibido o que pudiera arrojar una ráfaga de claridad sobre la solución del enigma. Como las aguas de la ensenada de Diente de León, aquella pluma que con tanta suavidad se deslizaba sobre el papel ejercía sobre su espíritu una suerte de benéfica sedación.

Tal como le había sucedido al comisario Satrústegui, con quien, después de haber recibido la orden por la que se le suspendía de empleo y sueldo, no había vuelto a mantener contacto alguno, Martina tenía la sensación de que sobre las primeras investigaciones flotaba un elemento intruso a la definición categórica del caso como un conflicto de intereses entre bandas dedicadas al expolio patrimonial, al tráfico de obras de arte. Un extremo, inconcreto todavía, que tenía que ver con el móvil del crimen, cuya razón última, para la subinspectora, no estaba en absoluto clara.

En el frontispicio de sus apuntes figuraban las tres víctimas. Por orden cronológico, Teodor Moser, el anticuario judío, asesinado en el Palacio de la Opera de Viena la noche del 6 de diciembre de 1985; Alessandro Amandi, conde de Spallanza, ahogado en su piscina de Providencia, en el Caribe colombiano, el 24 de diciembre; y Gedeón Esmirna, decapitado en Bolsean en la madrugada del 10 de enero de 1986.

En su superficie, el trío de asesinatos deparaba un vínculo común: la presencia física de Maurizio Amandi en las escenas de los crímenes.

Además de la estrecha relación que le vinculaba con su padre, Maurizio había mantenido contactos profesionales con los otros dos anticuarios asesinados. Pudo haber urdido una trama para desembarazarse de los dos, y también de su propio padre.

Su amigo, empero, había insistido una y otra vez en su inocencia, y logrado en parte probar su ausencia de culpabilidad.

Maurizio no pudo ejecutar materialmente el crimen de Teodor Moser, pues en el momento en que éste era estrangulado en su palco de la Ópera de Viena, el pianista se hallaba sobre el escenario, ante más de un millar de personas.

También parecía relativamente sólida su coartada en las circunstancias de la muerte de su padre. Según aportaciones del inspector colombiano Barrientos de la Cruz, con quien Martina había vuelto a conversar telefónicamente en un par de ocasiones, varios testigos declararon haber visto a Maurizio en un bohío de una playa de Providencia, bebiendo y divirtiéndose mientras alguien acababa con la vida del conde de Spallanza.

Finalmente, y pese a haberse probado su visita a Gedeón Esmirna en su tienda de la calle de los Apóstoles, en el barrio portuario de Bolsean, ni el inspector Buj ni la jueza Galván habían conseguido implicar a Maurizio en la decapitación del anticuario español.

Respecto a los posibles móviles, la pista que relacionaba los asesinatos con el legado de Mussorgsky seguía arrojando más sombras que luces.

Según los datos que obraban en poder de la policía austríaca, a los que Martina había tenido acceso gracias a los buenos oficios de Horacio, quien, a su vez, recibía su información del inspector Villa, Teodor Moser se había hecho con una temprana e inédita ópera de Mussorgsky, Han de Islandia, y con algunas cartas del músico. Tanto la obra operística como las manuscritas epístolas habrían ardido en el incendio provocado en su establecimiento de la Kärntnerstrasse, en el centro de Viena.

Por otro lado, la escena del crimen en la mansión caribeña de Alessandro Amandi incluía un elemento anómalo, aportado, en sus declaraciones, por el mismo Maurizio: sonando a todo volumen, el disco de Cuadros para una exposición giraba, rayado, en pick-up de la casa colonial cuando el pianista regresó de su juerga playera.

Para rematar la serie de enrevesadas coincidencias, uno de los dibujos de Viktor Hartmann que habían inspirado los Cuadros, el titulado Gnomus, había aparecido en la maleta de Maurizio Amandi, quien lo adquirió a Gedeón Esmirna, junto con algunas cartas del autor ruso, por una elevada suma aportada en efectivo, pero de la que no se había hallado rastro. En este epígrafe había que añadir otro misterio: poco antes de morir, Gedeón Esmirna había retirado importantes cantidades de sus dos cuentas corrientes, sin que ese dinero hubiese aparecido en los sucesivos registros de su vivienda.

En una hoja aparte, Martina anotó y desarrolló otras cuestiones pendientes de resolver: el significado de las esquelas contratadas con antelación, a modo de macabras advertencias; la enigmática y recurrente presencia de esa mujer pelirroja que, según los informes coincidentes de las policías austríaca, colombiana y española, había sido vista en las redacciones de los periódicos; la posible conjura neonazi, acreditada por la firma de las amenazadoras esvásticas; el paradero del arma blanca utilizada en la decapitación de Esmirna y la desconocida identidad del visitante que antecedió a Maurizio en su visita al anticuario de Bolsean.

Varias de esas cuestiones, sin embargo, iban a ser aclaradas por Horacio Muñoz.

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Playa Quemada, 21 de enero de 1986, martes

A la tarde siguiente, sin anunciarse, el archivero visitó Playa Quemada a bordo de su renqueante Volkswagen amarillo.

Después de preguntar en la Posada de José, Horacio pudo localizar a la subinspectora paseando por la playa. La divisó desde lo alto de las dunas y fue a su encuentro. Tras interesarse por su estado de ánimo y solidarizarse con la injusticia de que estaba siendo objeto, pasó a informarle sobre las últimas novedades del caso.

– Después de varias sesiones y de un acicate monetario, el Gamba ha logrado identificar al misterioso visitante de Esmirna. Al primer hombre que entró en su tienda durante la noche de autos.

Martina se detuvo junto a la orilla. El viento agitaba su media melena.

– ¿De quién se trata?

– De Anselmo Terrén, un delincuente habitual, condenado en varias ocasiones por expolios artísticos. Según el Gamba, Terrén entró al establecimiento de la calle de los Apóstoles previamente a que lo hiciera Maurizio Amandi, pero no le vio salir. Pudo hacerlo, desde luego, porque el confidente no estuvo todo el rato en la calle.

– En ese caso, Terrén pasaría a ser el sospechoso número uno.

Horacio le arrojó un jarro de agua fría.

– El comisario Satrústegui no opina exactamente así. Más bien cree, por el contrario, que el hecho de que coincidiera, dentro del establecimiento, con Amandi, añade un factor de presunta complicidad entre ambos.

La subinspectora se mostró escéptica.

– ¿Maurizio, miembro de una banda de ladrones de arte? No me encaja.

– Al inspector Buj, sí. De hecho, intentando presionar a la jueza, no ha descansado hasta conseguir que la Jefatura de Gijón procediera a la detención del socio de Terrén, un tal Boris Skaladanowski, apodado el Berlinés, quien posee un comercio en Gijón. Skaladanowski fue trasladado a Bolsean en el día de ayer. Buj lo interrogó y pudo sacar algunas cosas en claro. La principal, que fueron ellos, la banda de Skaladanowski y Terrén, quienes asaltaron la ermita de San Caprasio, en Muruago. Gedeón Esmirna iba a ser receptor de La Anunciación y de una pieza relacionada con la herencia de ese músico de onomatopeya a la carbonara…

– ¿Mussorgsky? -sonrió Martina; pero estaba tensa como un cable de acero.

– Eso es.

– ¿Dicha pieza consistía, por casualidad, en el dibujo titulado Gnomus, el que fue adquirido por Maurizio?

– Precisamente. Las cosas vuelven a complicarse para su amigo, ¿no, Martina?

Sin replicarle, la subinspectora se limitó a acuclillarse en la arena. Acababa de descubrir una concha muy curiosa y la guardó para su colección. Desde niña le habían atraído los minerales y fósiles. Les atribuía propiedades y una suerte de vida propia, evolutiva.

– ¿Qué hay de los nazis? ¿Se ha avanzado algo por ese lado?

Horacio lo negó. El comisario había encargado a Buj una investigación paralela, pero hasta el momento no se había logrado relacionar a grupos ultraderechistas con los crímenes de los anticuarios.

En cambio, sí se habían producido novedades relacionadas con la esquela de Gedeón Esmirna.

En dicha esquela, tramitada en la redacción de La Colmena, no habían aparecido huellas dactilares, pero el análisis de la tinta, según desveló Horacio, había revelado que ésta no era industrial ni de uso común, sino que había sido elaborada de forma artesanal, obedeciendo a las proporciones de alguna antigua fórmula.

– Los del laboratorio -especificó el archivero- lograron aislar sustancias tan variopintas como agallas de pescado, palo de campeche, goma arábiga, azúcar, caparrosa roja, cochinilla y, ¡asómbrese!, restos de orina humana. Y un dato trascendental: esa clase de tinta coincidía con la de la carta que el conde de Spallanza envió a Esmirna.

– ¿La que yo misma encontré en su escritorio?

Horacio afirmó. Martina estuvo reflexionando durante un largo rato.

– ¿Cómo se elabora ese tipo de tinta?

– Hirviendo los distintos elementos y machacando el resto de ingredientes sólidos, el índigo porfirizado o el sulfato de hierro, en un almirez.

– ¿Qué es la cochinilla?

– Una especie de mariquita, procedente de México y Colombia. Se cría sobre los nopales. De modo tradicional, se ha empleado para teñir de grana sedas o lanas.

– ¿Y la orina? ¿Qué explicación tiene?

– Según algunos manuales de época, la orina premenstrual de una mujer serviría para fijar y abrillantar la mezcla.

– ¿Me está tomando el pelo?

– Nada de eso, subinspectora. Esas fórmulas, en el siglo dieciocho o diecinueve, eran tan frecuentes como la tinta de Tarry o la tinta indestructible del doctor Haldat.

– ¿Cómo ha averiguado todo eso?

– El inspector Villa olvidó recoger en su cajón el informe del laboratorio y no me resistí a fotocopiarlo. Lo he guardado en el archivo, junto a esa botella de quitapenas que usted se obstina en ir vaciándome.

El archivero se quedó a cenar con Martina. En la posada compartieron una lubina de anzuelo y una botella de vino blanco.

De noche cerrada, Horacio se dispuso a dejar a la subinspectora ante un whisky de malta, con el cenicero lleno de colillas.

– Cuídese, Martina.

– No corro ningún peligro.

– Me refiero a su salud.

– Buceo todas las mañanas, y algunas tardes voy a correr.

– ¿Quiere que le diga algo a Satrústegui, de su parte?

– No se atrevería a reproducirlo.

– ¿Hasta cuándo se quedará aquí?

– No lo sé. Puede que todo el mes.

– Si me necesita, llámeme. O silbe.

Martina sonrió.

– Lo haré.

50

Playa Quemada, 22 de enero de 1986, miércoles

Esa noche, alrededor de la una de la madrugada, sonó el teléfono de su cuarto. Martina estaba tan sumergida en sus notas del caso Esmirna, cruzando los datos proporcionados por Horacio, que dio un respingo. Encapuchó la Egmont-Swastika y descolgó el auricular.

– Hola, Mar.

Era Amandi. A través de la ventana, que daba sobre la ensenada de Playa Quemada, se veían las estrellas. Hacía una noche tan clara que se habría podido pasear a la luz de la luna.

– ¿Cómo me has localizado?

La risa de Maurizio repicó en el auricular.

– Me acordé de cierta noche, de cierta posada… ¿Cómo está mi heroína?

– Teniendo en cuenta que corro el riesgo de que me expulsen del Cuerpo, bastante bien.

– Vamos, Mar. Todo se reducirá a una simple sanción. Pronto volverás a enfundarte esa pistola que te queda tan sexy y solucionarás el caso. A propósito… ¿Se ha producido algún avance en la investigación?

Ella accedió a informarle sobre las novedades aportadas por Horacio Muñoz. Maurizio escuchó con atención, sin interrumpirla.

– ¿Un hombre entró a la tienda de Esmirna antes que yo? ¡Y me lo dices después de que casi me mataran en tu comisaría!

– Precisamente porque sucedió de esa manera sigues siendo sospechoso. ¿Te has recuperado de la paliza?

– Podría tener una lesión pulmonar.

– ¿Por eso estás fumando?

– ¿Cómo sabes…?

– Por tu manera de respirar. A menos que te falte oxígeno a causa de la emoción de estar hablando conmigo.

– Eres incorregible, Mar… ¿Quién diablos era ese tipo?

– Anselmo Terrén, un viejo conocido de la Guardia Civil. ¿Te dice algo ese nombre?

– Claro que no.

– Su banda se dedica al expolio de bienes artísticos. Parece ser que Terrén tenía algún tipo de compromiso con Esmirna y que iba a entregarle una serie de piezas robadas.

– ¡Entonces, fue él quien mató al anticuario!

La subinspectora encendió un cigarrillo.

– No tan deprisa, Amandi. Tú mismo viste vivo a Esmirna, y entraste a la tienda con posterioridad a Terrén.

– Ese tunante se quedaría escondido, o regresaría para liquidarlo después, una vez me hube ido. ¡Debéis interrogarle!

– No podemos hacerlo. Terrén ha desaparecido.

– ¿A qué esperáis para cogerle?

– Te recuerdo que yo…

– Tus colegas, quería decir. ¡Esa partida de inútiles!

– Puede que no seamos perfectos, pero te aseguro que la mayoría de mis compañeros respeta un código de conducta. Y son eficaces, créeme. Han detenido en Gijón al socio de Terrén. Un extranjero -añadió la subinspectora, tras una calada al pitillo que acababa de encender-. Un tal Boris Skaladanowski. ¿Te suena?

Amandi tardó tres segundos en contestar:

– No.

– ¿Estás seguro?

– Por completo. ¿Ese Skalada…?

– Skaladanowski.

– ¿Ha cantado?

– ¿Qué tenía que cantar?

– No sé, Mar. Tal vez fue él quien urdió la trama.

– ¿Cuál de ellas, la de Bolscan, la de Viena, o la trampa de la que tu padre fue víctima?

– Carezco de datos.

– También yo. Probablemente, se sabrá algo en las próximas horas.

– Eso espero -respiró Amandi, con cautela-. ¿Qué tienes que hacer mañana?

– He quedado para practicar buceo.

– ¿Con quién?

– Con una bandada de gaviotas reidoras, unos cuantos cormoranes y algunos patos marinos. Sospecho que les encanta verme desnuda.

– ¿De qué estás hablando, Mar? ¿Es que te has vuelto loca?

– ¿No estarás celoso?

– ¿Por qué lo dices? ¿Es que entre esos pájaros hay algún buitre?

– Si llega a gustarme alguno, serás el primero en saberlo.

– Evitemos esa hipótesis. He cambiado de opinión con respecto a tu oferta. Ven al sur y acompáñame en mi gira. Un día de éstos, el 26, tengo un concierto en el Teatro Falla. ¿Conoces Cádiz?

– No.

– Es una ciudad preciosa. Ilustrada, colonial. Te encantará.

– Ahora soy yo la que necesita estar sola.

La voz de Maurizio sonó a decepción:

– Si cambias de opinión, llama.

– También podría silbar.

– ¿Cómo dices?

La subinspectora se quedó mirando las estrellas a través de la ventana. Las nebulosas se alejaban en el espacio infinito. Le pareció sorprender una estrella fugaz.

– Voy a colgar. Es tarde y estoy cansada.

Al otro lado del hilo, el pianista porfió:

– Te enviaré otro telegrama para recordarte la fecha de Cádiz. Reservaré un hotel junto al malecón. Pasearemos por la playa a la luz de la luna y nos hartaremos de pescado frito.

– Adiós, Amandi.

– Aguarda, Mar. No te he dicho que cuando pienso en ti todo, absolutamente todo, me parece mezquino…

La línea se interrumpió. Todavía Martina garabateó unas notas, entre las que incluyó el contenido de la conversación y la hora de la llamada que su amigo le acababa de hacer.

Cayó en la cuenta de que Maurizio no le había dicho desde dónde telefoneaba. Se quedó un rato pensativa, dándole vueltas a la conveniencia de localizar el número. Decidió encargárselo a Horacio, apagó la luz y volvió a meterse en la cama.

Pero estaba alterada, nerviosa, y ni siquiera el rítmico y relajante rumor de las olas la ayudó a conciliar el sueño.

51

Como si la noche no hubiera sido indultada, el día amaneció agobiado por negras nubes de tormenta. Martina bajó a la cantina para abastecerse de café y leer tranquilamente el Diario de Bolsean.

Dominga, la posadera, estaba recogiendo las mesas de la terraza extendida sobre la arena. Martina le pidió que le dejara ocupar una.

Playa Quemada no tenía quiosco, pero el servicio de reparto incluía la cobertura de unas pocas suscripciones. El rotativo regional, distribuido a través de las mal comunicadas comarcas por una red de camionetas cuyos chóferes se jugaban la vida apretando el acelerador por carreteras de mala muerte, llegaba con puntualidad. El Diario era un típico tabloide de mitad de los años ochenta, con predominio del texto sobre las fotos y un marcado acento local.

Martina se preguntó cuánto tiempo hacía que no leía la prensa de esa manera, en una mesa de madera pintada de rojo cuyas patas se clavaban en un harinoso arenal, y delante de un trozo de tarta de manzana y de un humeante café doble servido en una jarra de barro.

Pasó páginas, pues las secciones de política apenas le interesaban. La crónica de sucesos incluía a doble plana un reportaje del caso Esmirna. La subinspectora lo leyó con avidez.

El comisario Satrústegui había formulado unas esquemáticas declaraciones a propósito de la detención de Boris Skaladanowski, cómplice del desaparecido Anselmo Terrén, a quien, según se especulaba en la información periodística, la policía atribuía ahora la autoría del crimen de Gedeón Esmirna. El diario recordaba las circunstancias en que se había producido la muerte del anticuario de Bolsean, su decapitación, las mutilaciones a que se había sometido su cuerpo, la ausencia de móvil aparente, y añadía que otros sospechosos previamente detenidos e interrogados, como el aprendiz, Manuel Mendes, o el afamado músico Maurizio Amandi habían sido puestos en libertad por falta de pruebas. A pesar de ello, el comisario se mostraba convencido de que la solución del caso estaba próxima.

Martina terminó su café y subió a su habitación. La llamada de Horacio la sorprendió al abrir la puerta.

Desde su teléfono de Jefatura, el archivero le proporcionó un nuevo dato, que la policía mantenía en secreto: Boris Skaladanowski había admitido conocer a Maurizio Amandi y a su difunto padre, el conde de Spallanza. En un segundo interrogatorio, llevado a cabo por Buj, el Berlinés reconoció haber sido él quien puso a Maurizio sobre la pista de las piezas de Mussorgsky adquiridas en Viena por Teodor Moser. Asimismo, Skaladanowski había asesorado a Gedeón Esmirna, quien también coleccionaba piezas y fetiches del músico ruso. Horacio añadió que el inspector Villa estaba investigando esta nueva línea de trabajo.

La subinspectora le agradeció las confidencias, se puso una sudadera, un pantalón corto y sus zapatillas de tenis manchadas de tierra batida y salió a correr por la costa.

Al doblar el cabo, el viento del nordeste, bastante fresco, le dio en la cara, disipando los últimos vestigios de sueño. Dormía mucho mejor allí que en la ciudad, lo que le saldaba una cierta sensación de culpabilidad, que intentaba atenuar a fuerza de practicar ejercicio.

Sus músculos se estaban tonificando. Sus tendones habían recuperado la elasticidad, y sus pulmones respiraban a placer. Seguía fumando, y por las noches no renunciaba a un whisky de malta, largo y con hielo, pero esos hábitos la dañaban menos que en la ciudad.

En medio de aquel paisaje transparente, saturado de humedad, con los colores atenuados por la falta de luz, el mar bravo a un lado y la cordillera irguiendo sus picos nevados por encima de las dunas y de las colinas boscosas, hacia un cielo cuajado de enormes nubes en forma de panza de burra, se sentía ligera, casi feliz.

Corrió sin descanso hasta tener a la vista el promontorio de Diente de León, siempre sobrevolado de pájaros, se refrescó la cara en la orilla y regresó por los senderos de las dunas, bordeados de matorrales y ortigas.

A diferencia de lo que sucedía en otras playas cercanas, en la reserva natural, que abarcaba una ancha franja de terreno, hasta las estribaciones de la sierra de La Clamor y la desembocadura del río Aguastuertas, no había construcciones, postes eléctricos, carteles anunciando la inminente construcción de urbanizaciones costeras. Tampoco los pescadores solían frecuentar las marismas, por lo que era muy raro tropezarse con alguien.

Por eso le extrañó sorprender la presencia de aquella mujer.

Estaba sola, a unos doscientos metros de ella, sobre una loma de hierba, mirando con unos prismáticos hacia el lugar donde se encontraba Martina.

Cuando la subinspectora hubo recorrido otro centenar de pasos, la mujer comenzó a descender por un arriesgado sendero de piedras, una de las escorrentías que expulsaban las aguas de lluvia. A medida que se acercaba, la detective pudo distinguir con mayor nitidez su figura abolsada en un anorak de color burdeos que le llegaba casi hasta los pies.

Al reconocerla, se quedó parada.

Era la jueza Macarena Galván.

52

Su automóvil particular, un Fiat anaranjado, se mimetizaba con el color de las dunas. La jueza Galván era una pésima conductora. En realidad, casi nunca utilizaba su coche. Cada mañana se dirigía caminando a los Juzgados, y cuando precisaba desplazarse para algún reconocimiento solicitaba un vehículo oficial, o un taxi con los gastos pagados.

Había aparcado el Fiat en una zona arenosa, al borde del único camino de tierra que, a través de la reserva, resultaba practicable. A Martina le bastó un vistazo para observar que las ruedas se habían hundido. Vaticinó que su propietaria tendría serias dificultades a la hora de sacarlo de allí.

Cuando llegó a su lado, la magistrada bromeó:

– ¡No sabe lo que me ha costado encontrarla! Casi tuve que sobornar a su amigo Horacio Muñoz.

Caminaron juntas por la playa. La camiseta de Martina estaba empapada en sudor.

– Va a enfriarse. ¿Quiere que le deje mi anorak?

– La posada no está lejos -repuso la subinspectora-. Me ducharé con agua caliente al llegar.

– ¿No va a preguntarme a qué he venido?

La subinspectora repuso, con humor:

– Teniendo en cuenta que la cantinera no ha combinado un cóctel en toda su vida, por lo que nuestros daiquiris seguirán quedando pendientes, me imagino que necesita ayuda.

– Así es. Compruebo que lo que me habían dicho sobre sus dotes deductivas era estrictamente cierto.

– ¿Se ha tomado la molestia de interesarse por mi historial?

– Ya lo creo. Y me resultó muy instructivo.

– ¿Puedo preguntarle quién le ha informado?

– Otros jueces, algún policía y su buen amigo Horacio. Ese hombre siente veneración hacia usted. Estuve con él en la tarde de ayer, después de despachar con el comisario. Me resumió los casos en que han colaborado y me mostró los expedientes. Los Hermanos de la Costa, la Mariposa de Obsidiana… Hizo un trabajo fantástico. Tiene ante sí un gran futuro.

– Me gusta lo que hago -dijo Martina, con sencillez-. Aunque no todo el mundo esté de acuerdo.

– ¿Se refiere al inspector Buj?

– Prioritariamente.

– Le adelanto que me propongo hacer cuanto esté en mi mano para acelerar su jubilación. El comisario Satrústegui es del mismo parecer.

– ¿Hablaron de ese penoso tema?

– Digamos que ayer por la noche tuvimos el relativo placer de cenar juntos. Me llevó a un restaurante espantoso, La Marea, sin el menor encanto.

– Lo conozco -sonrió Martina.

– Todavía no he digerido el bistec. Por no mencionar una ensalada con mosca incluida.

– Puedo invitarla a comer en la posada, para resarcirla.

– ¿A estas horas?

– Aquí se almuerza pronto. El patrón salió a pescar anoche. Seguramente, habrá pescado fresco. Y vino blanco, por supuesto.

Macarena Galván sacó una agenda y comprobó sus citas.

– A las cinco tengo una orden de registro.

– Llegará a tiempo. Quédese, insisto.

– Suena tentador.

– En ese caso, caiga en la tentación.

53

Mientras Martina se duchaba en su cuarto, la jueza estuvo recorriendo la aldea de Playa Quemada. Con sus casas de piedra y teja árabe, sus balcones de viga y sus mil maneras, el pueblecito irradiaba tranquilidad.

A salvo del oleaje, barcas de colores se recostaban en el muelle de guijarros. Un viejo pescador, abrigado con un jersey de cuello alto, remendaba sus artes de pesca.

Macarena Galván y Martina de Santo volvieron a encontrarse en la cantina y tomaron asiento frente a frente en dos desvencijadas sillas de anea. Sobre la mesa, protegida por un hule con frutas pintadas, humeaba una fuente de pescado tan generosa que no habrían acabado con ella ni con ayuda de otros dos comensales.

Martina sirvió el vino blanco. La botella no tenía marca.

– Estoy en ayunas -dijo la jueza.

– Es como mejor sienta.

La subinspectora le sirvió una lubina tan fresca como habría sido imposible encontrarla en el Mercado de Pescados de Bolsean. No había palas entre los cubiertos. Utilizaron unos cuchillos de sierra, más apropiados para la carne.

– Delicioso -murmuró Macarena.

– Dominga ha debido de esforzarse -comentó Martina; desde la barra, la gruesa patrona le sonrió con sus dientes de plata-. En esta época del año, no viene casi nadie.

– De manera que éste es su refugio.

– Uno de ellos, sí.

– Es usted una mujer extraña.

– No más que cualquier otra.

La jueza masticó durante un rato, saboreando la textura del pescado, su crujiente piel, y bebió un trago.

– No entiendo de vinos, pero está buenísimo.

– Lo traemos de Valladolid -dijo la cantinera.

La jueza le sonrió con diplomacia, pero como si no le hubiera hecho excesiva gracia que escuchara lo que hablaban. Bajó un poco la voz:

– Tengo una propuesta para usted, Martina.

La subinspectora dejó el tenedor sobre el plato de loza.

– Sea cual sea, le agradezco que haya pensado en mí.

– ¿En quién, si no?

– Si lo que necesita es ayuda policial, tiene a su disposición a cualquiera de mis compañeros.

– ¡Sus colegas, claro! ¿Cree que no he hablado con ellos, hasta la extenuación? Han transcurrido ya varios días desde que se cometió el crimen. El rastro se enfría y seguimos igual que al principio, o peor.

– Pero han detenido a un tipo, ese Skaladanowski.

– ¿Desde cuándo cree en lo que afirma la prensa?

Martina no iba a enredarse en un debate sobre la opinión pública. Estimando que entre la jueza y ella se había establecido un cierto grado de confianza, fue al grano:

– ¿Se han practicado nuevas detenciones?

Macarena se sirvió otro vaso de vino. El de Martina estaba mediado, pero volvió a colmarlo.

– Me trajeron desde Gijón a ese individuo, el Berlinés, un pájaro de cuenta. Boris Skaladanowski. Admitió haber planeado el robo de la ermita de San Caprasio, y enviado como correo a Bolsean a uno de sus socios, Anselmo Terrén, asimismo fichado por la policía. El propio Skaladanowski le arregló desde Gijón una cita con Gedeón Esmirna, destinatario de parte del lote. Terrén tenía que hacerle entrega de las piezas y recoger el dinero. De inmediato debería regresar a Gijón, pero no lo hizo.

– Tal vez huyó con el botín.

– Skaladanowski no lo cree. Se muestra plenamente convencido de que su socio jamás le habría traicionado. Pudo haberlo hecho en ocasiones anteriores, con otras entregas de mayor envergadura, pero se mantuvo fiel a ese nazi.

Martina iba a cortar un trozo de pescado; volvió a dejar los cubiertos apoyados en el filo del plato.

– ¿El Berlinés es un ultra?

– Y de los más recalcitrantes. No uno de esos salvajes de cabezas rapadas que van por los bares aterrorizando a los estudiantes con cadenas y traíllas de dóbermans, sino de los que se esconden detrás.

– La esquela de Gedeón Esmirna estaba firmada por una esvástica.

– Lo recordé y se la mostré a Skaladanowski. No pareció entender de qué iba aquello.

– ¿Le preguntó por la ubicua pelirroja?

– No hizo falta. Ella vino con él.

Los labios de Martina armaron una expresión de sorpresa.

– ¿La chica del Berlinés es pelirroja?

– Natural, diría yo. -La jueza consultó unas anotaciones en su agenda y agregó, sin abandonar un tono un tanto frívolo-: Erika Umanescu. Una preciosidad rumana de origen eslavo, hermosa y fatal, con más conchas que un galápago.

– ¿La interrogó?

– Por separado, y también junto a su pareja. Es resbaladiza como una anguila, y no logré obtener nada consistente. En la noche que asesinaron a Gedeón Esmirna, la pareja compuesta por Erika Umanescu y Boris Skaladanowski, quienes, sin estar casados, viven juntos desde hace algún tiempo, estuvo cenando en una sidrería de Cimadevilla. La policía de Gijón ha verificado la coartada. Ellos no pudieron matar a Esmirna.

– ¿Insistieron en no saber nada de Terrén?

– Ni una palabra. Su cómplice no les ha llamado, ignoran dónde está. He ordenado su búsqueda. A estas horas, la Guardia Civil está registrando una finca suya en Pradilla del Monte, en la comarca de El Bierzo, y la Policía Nacional se ha encargado de reventar un piso de su propiedad que hemos localizado en Avilés. Pero unos y otros ya me han adelantado que no hay señales de su paradero. Cabe la posibilidad de que haya abandonado el país.

– ¿Tiene familia?

– Terrén es soltero. No hay padres ni hermanos. Nadie le echará en falta.

– Su pista se pierde en el establecimiento de Esmirna.

– Así es. Donde, por cierto, se ha descubierto una bodega secreta.

Esa revelación hizo renacer el instinto policial de Martina.

– Estoy convencida de que la clave sigue estando en la escena del crimen. Debo volver.

– Yo misma iba a proponérselo.

– No puedo hacerlo. Olvida que estoy sancionada.

Un gesto de Macarena Galván pretendió disipar esa contrariedad.

– Le decía antes que hablé largo y tendido con su jefe. Formalmente, el comisario no le va a levantar el castigo, pues equivaldría a dejar al inspector Buj con el trasero al aire. Pero, según el acuerdo que alcanzamos anoche, mientras me peleaba con una suela de zapato en aquel horrible restaurante, Satrústegui le autorizará, de manera provisional, a investigar para el Juzgado.

La jueza la miró con intensidad.

– En otras palabras, subinspectora: trabajará para mí.

Martina no acabó de convencerse de la bondad del procedimiento.

– Es algo insólito. No existen precedentes.

– Sentaremos uno -decidió la magistrada-. Y quizá -añadió, ruborizándose levemente-, no sea él último que establezcamos juntas.

54

Tal como había pronosticado Martina, el coche de la señora jueza se embarrancó en el arenal.

Al término de la comida, una vez consumida, por parte de ambas, la segunda botella de vino blanco y un inclasificable licor que Dominga, la posadera, les ofreció a los postres a modo de digestivo, su señoría mostraba síntomas de embriaguez.

En el momento en que, tras recorrer las dunas dando más de un tropezón, Macarena Galván entró a su coche y pudo, no sin varios intentos, hasta que atinó con la llave de contacto, encender el motor, el alcohol le jugó la mala pasada de equivocarse de marcha. El Fiat se encabritó como un potro corcovado y sepultó las ruedas delanteras entre una ola de arena. Habría hecho falta una grúa para sacarlo de semejante trampa.

Recordando que la jueza tenía un registro a la cinco de la tarde, la subinspectora la convenció para que dejasen su coche allí mismo, a la espera de que pudieran requerir ayuda, y de que regresaran a la ciudad en su propio vehículo.

Macarena aceptó entre entrecortadas risas, ilustradas por un hipo que no la abandonó hasta que hubieron regresado a la posada y se hubo acomodado en el asiento del Saab. En cuanto Martina arrancó, un pesado sueño vino a liberarla de la borrachera.

La subinspectora condujo de regreso a Bolsean sin tenerlas todas consigo. Por una parte, creía en lo que la jueza le había dicho, en su compromiso con Satrústegui, en la posibilidad de reincorporarse a la investigación del caso; por otro, temía que el departamento de Asuntos Internos, advertido por un encorajinado Buj, quien, de ninguna manera, iba a aceptar su perdón, le incoase un nuevo expediente y le deparara un escarmiento aún mayor.

No había, empero, dónde elegir. Martina decidió que no tenía más remedio que arriesgarse.

Al llegar a la ciudad, despertó con suavidad a la jueza. Macarena intentó excusar su comportamiento con unas precipitadas excusas y desapareció por la puerta de los Juzgados. La subinspectora quedó en recogerla un par de horas más tarde, a fin de dirigirse a la calle de los Apóstoles y volver a indagar en el establecimiento de Esmirna.

Martina siguió conduciendo hasta su casa, aparcó el coche en la calle desierta, entró en el frío vestíbulo y llamó por teléfono a Horacio Muñoz.

– Estará satisfecho -le recriminó ella, en tono de fraternal reproche, cuando le hubo referido su encuentro con la jueza.

– No se enfade conmigo, Martina. Me limité a informar de su trabajo a la señora Galván. ¿Acaso el resultado ha sido malo?

– Me sentiría más tranquila si no me estuviera jugando mi carrera.

– El comisario la amparará, y a esa magistrada parece haberle caído en gracia. Lo que tiene que hacer ahora es solucionar el crimen.

– Espero hacerlo, con su ayuda.

Horacio contuvo la respiración.

– ¿Sabe ya quién lo hizo?

La subinspectora prefirió tomarse su tiempo. Encendió un cigarrillo y adujo:

– Todavía no puedo demostrarlo.

Un aluvión de preguntas se agolpó en la mente del archivero. Había empezado a farfullar la primera de ellas cuando Martina le interrumpió:

– ¿Le gusta el rock?

Los incipientes razonamientos de Horacio descarrilaron frente a esa extemporánea pregunta.

– ¿Le suena un grupo llamado Inferno?

– ¡Claro que no!

– Seguro que a sus hijos sí. Consúlteles.

– ¿Y qué les pregunto con exactitud, subinspectora?

– Manuel Mendes tenía un póster de ese grupo en su habitación. La grafía de la efe de Inferno estaba concebida en la forma de un diablillo. Quiero saber si ese icono es representativo de la banda.

– ¡Al inferno es adonde me van a mandar a mí!

– No exagere. Seguro que a los chicos les entusiasma que su padre se interese por el heavy metal… Ahora discúlpeme, debo dejarle.

– ¿Así, con la miel en los labios? ¿Sin ni siquiera un indicio de quién pudo ser el asesino?

– Tengo que revisar algunos conceptos en mis manuales de medicina forense. ¿Sabía usted que los cadáveres crecen una media de dos centímetros?

La voz de Horacio sonó exasperada.

– ¿Y qué tiene eso que ver con un conjunto rockero?

– Hagamos una cosa -propuso Martina, piadosa mente-. Acuda a las siete y media a la calle de los Apóstoles.

El archivero percibió una subida de adrenalina.

– Allí estaré, subinspectora.

55

Desde que los agentes la habían descubierto, la trampilla secreta de Antigüedades Esmirna había quedado abierta. Un pozo de sombra se abría en uno de los laterales del interior de la tienda, en un espacio que antes había permanecido oculto por una alfombra y por un pesado mueble, una consola de estilo imperio, ahora desplazada a un lateral.

Andrés Cortizo, el sargento de guardia, un hombre enorme, con unas espaldas que doblaban las de un individuo normal, indicó:

– Creemos que el caño comunica con las alcantarillas, porque apareció una rata grande como un conejo. Intentamos acabar con ella, pero la muy maldita, sangrando por el lomo, volvió a cobijarse en su madriguera, chillando como una mala alimaña. Si quieren, bajaré con ustedes. Aunque hemos dejado una luz abajo, los escalones son peligrosos. Cogeré la linterna.

La jueza asintió. Martina y ella descendieron los primeros peldaños de madera detrás del ancho uniforme del sargento. El pasadizo era angosto; sus hombros rozaban las paredes de piedra arenisca. Al doblar el primer recodo, pareció que Cortizo se quedaba atorado. A partir de allí, los escalones, resbaladizos y muy pronunciados, eran ya de la misma composición que los muros tallados a pico.

– La bodega debe de ser antiquísima -dijo el sargento, bajando con sumo cuidado para no resbalar-. Profundiza hasta los catorce metros, nada menos. Un poco más y habrían tropezado con los niveles freáticos. Lleven cuidado, no vayan a caer.

Abajo, en una sofocada cueva de apenas tres metros de diámetro, una bombilla cubierta de telarañas iluminaba una serie de objetos inverosímiles, ninguno de los cuales aparentaba reunir el menor valor. Dentro de un nevero que más asemejaba una fosa, viejas lámparas de queroseno con herrumbrosas tulipas de latón se almacenaban junto a oxidadas herramientas de carpintería, estropeados mecanismos de relojes de péndulo, un alambique y pinturas religiosas agrietadas por la humedad y el paso del tiempo.

De las cóncavas paredes, cubiertas a trechos por líquenes, sobresalían gruesos clavos de los que colgaban aperos de labranza, un laúd del año de la polca y un borroso calendario taurino de la Feria de Toros de Bolsean de 1923. En un rincón del caño se abría un aliviadero por el que no habría entrado el brazo de un hombre. Cortizo lo señaló con aprensión:

– El roedor escapó por ahí. A saber adónde irá a parar.

La jueza se frotó las manos. El efecto del vino blanco se había disipado en su organismo, y estaba helada.

– Ya lo ve, Martina. O debería preguntarle: ¿qué ve?

– Un zulo. El lugar perfecto para ocultar un cadáver o un prisionero.

– Lo hemos revisado centímetro a centímetro -informó el sargento-. Se encontró un mechero. Marca Bic, corriente. Lo que prueba que alguien estuvo recientemente.

– Sí, pero ¿quién? -se preguntó Macarena Galván.

– El propio anticuario, seguramente -repuso el sargento.

– Gedeón Esmirna no fumaba -acotó la subinspectora.

– Pudo utilizar el encendedor para iluminarse.

– No tiene sentido. Hay un interruptor a la entrada de la bodega, me fijé al bajar. Y esta bombilla no se ha fundido en mucho tiempo.

– Tal vez se le cayó al aprendiz -especuló la jueza.

– ¿Han analizado el mechero? -preguntó Martina.

– Estaba medio enterrado -dijo el sargento-. No creo que los del laboratorio sean capaces de sacar nada en limpio.

– ¿Fue usted quien encontró el encendedor?

– Otro compañero y yo.

– ¿Había huellas de pisadas?

– Sí, de dos tipos. Todavía pueden apreciarse.

La subinspectora se agachó junto a un recodo despejado del muro. En ese lugar, la tierra aparecía aplanada; un poco más allá, hacia el centro de la cueva, se distinguían dos cuñas, separadas por un par o tres de escasos centímetros.

– Muy interesante -musitó Martina.

La jueza permanecía junto a ella, en cuclillas. Martina sintió contra el suyo el hombro de Macarena Galván y la suave presión de su seno.

– ¿Qué opina?

La subinspectora estaba pensando en el dibujo de Viktor Hartmann que representaba las catacumbas de París. En el croquis, el propio Hartmann y dos acompañantes se introducían en las galerías, impresionados por el resplandor emanado de los cráneos de los muertos.

– La víctima estuvo aquí -sostuvo Martina-. La dejaron en el suelo, con las manos y los pies atados, y probablemente con una mordaza para que no pudieran oírse sus gritos de auxilio. Después, arriba, en la tienda, lo decapitaron.

– Está hablando en plural -observó la jueza.

– No es fácil reducir a un hombre y arrastrarlo por esos escalones. La dramatización del cuadro criminal, tal como lo encontramos, también era tarea excesiva para un solo asesino. Fueron al menos dos. Es algo que tuve claro desde un principio.

– Puede ser -admitió Macarena-. Pero ¿quiénes?

– Los mismos que ocultaron el arma del crimen en esa cloaca.

El sargento y la jueza intercambiaron una mirada de pasmo. Martina había metido un pie en el nevero y revolvía entre las antiguallas allí acumuladas. Encontró un atizador de chimenea, con el extremo doblado en un gancho, se agachó y lo introdujo en el aliviadero. Se oyó cómo la herramienta removía la tierra, y enseguida un ruido metálico. La subinspectora movió el atizador arriba y abajo, hasta enganchar algo. Se tumbó en el suelo y fue tirando con suavidad: una ensangrentada hoja trapezoidal, de hierro, apareció en el agujero.

– ¡Es un hacha! -exclamó Macarena-. ¡Fíjense en la sangre! ¿Cómo ha intuido que estaba ahí dentro?

– Por la rata que vio el inspector -repuso Martina-. Debió de herirse al salvar el obstáculo. Con esa hacha mataron a Esmirna. Encárguese de entregarla al comisario, sargento.

– ¡Subinspectora!

El grito había resonado en la bodega. Martina elevó los ojos hacia el pasadizo.

– Es Horacio. Le pedí que viniera.

– Salgamos de aquí -propuso la jueza-. Este lugar me provoca claustrofobia.

– Espere un momento -dijo Martina-. ¿No percibe un olor raro?

– El aire está viciado.

– Y perfumado.

Para sorpresa de la jueza, Martina se puso a olisquear las paredes de la cueva, hasta detenerse de nuevo junto al nevero lleno de trastos viejos.

– Es muy sutil, pero creo que huele a caucho, a resina o a alguna clase de pegamento.

– Yo no noto nada -dijo la magistrada-. Salgamos ya.

El archivero las estaba esperando en la boca de la trampilla. Llevaba en las manos una bolsa de una tienda de discos. Había comprado todos los que había podido encontrar del grupo Inferno, con títulos tan sugerentes como Bienvenido, Belcebú o El club de los machos cabríos.

– A la subinspectora le ha dado por el rock -explicó Horacio a la jueza, mostrándoles sus adquisiciones.

– Conozco ese grupo -afirmó Macarena, con una ancha sonrisa-. De hecho, intento no perderme sus shows.

A los policías les resultó imposible imaginársela en un antro abarrotado de camisetas negras y ajustados pantalones de cuero. El archivero preguntó:

– ¿Es verdad que arrojan vísceras a sus fans?

– Sólo a las primeras filas. Son fantásticos, en serio. ¿Cómo es que se interesa por el rock duro, subinspectora?

– En la playa me dediqué a atar cabos -repuso Martina-. Manuel Mendes tenía un póster de Inferno en su habitación. El logotipo del conjunto es un diablillo. El broche que lucía la mujer pelirroja que contrató la esquela de Esmirna tenía esa forma.

La jueza parecía por completo desconcertada.

– ¿Qué tiene que ver Mendes con esa pelirroja?

Martina encendió un cigarrillo. El humo expelido se confundió con el aliento de los demás, que formaba una nube de vaho en el gélido ambiente del establecimiento.

– Pronto lo averiguaremos.