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Bolsean, 23 de enero de 1986, jueves
Después de la nueva inspección a Antigüedades Esmirna, Martina había cenado con Horacio una pizza ligera y se había acostado muy tarde.
Tumbada en el salón de su casa, cerca del fuego, había consumido medio paquete de cigarrillos mientras, de manera obsesiva, con una concentración tan intensa que olvidó el cansancio y la hora, estuvo revisando sus notas del caso, a las que añadió las observaciones correspondientes al descubrimiento de la bodega secreta del anticuario.
Leyó y releyó, tomando veloces apuntes, los volúmenes que Horacio le había hecho llegar con información selectiva sobre Modest Mussorgsky. Debían de ser las cuatro de la madrugada cuando el sueño la venció; incapaz de subir al dormitorio, se quedó dormida en el sofá, tras abrigarse con unos cuantos cojines.
Había soñado que un hombre desnudo la convocaba desde un lugar subterráneo, lleno de agua. Era como un cenote, negro y helado, en el interior de una cueva. El hombre intentaba escapar de ese líquido y oscuro infierno, pero cuando alcanzaba a encaramarse a las paredes de roca volvía a caer y se veía obligado a bucear en el pútrido estanque. En una de esas caídas, la cabeza se desprendió de sus hombros y flotó hasta que el agua le entró por la boca y comenzó a hundirse. El lago se volvió esmeralda, como las límpidas aguas de Diente de León. Y después, al tiempo que una luz radiante, dorada, se filtraba desde el cielo, se tornó rojo, de un hiriente color escarlata.
A las diez, después de una reparadora ducha y de un café tan caliente que le quemó los labios, despejándola de los malos sueños, la subinspectora estaba ya en los aledaños del Mercado de Pescados, en el barrio portuario, donde se establecía un rastro de ropas usadas y objetos antiguos.
La múltiple voz de la muchedumbre le hizo pensar en una de las cartas de Mussorgsky que la noche anterior, mientras estudiaba su vida, le había llamado la atención, por lo que la había transcrito en su cuaderno.
Se detuvo en plena calle para leerla. Decía así: «Las multitudes, como los individuos, ofrecen siempre rasgos sutiles, difíciles de penetrar y todavía no bien comprendidos. Advertirlos, aprender a leerlos al mirarlos, tanto por la observación como por la hipótesis, estudiarlos a fondo y nutrir con ellos a la humanidad, como si fuesen alimentos reconstituyentes, ¡he ahí el deber y la embriaguez suprema!»
La subinspectora experimentó una caritativa piedad hacia aquel loco y genial desdichado. La biografía de Mussorgsky era como para hacer saltar las lágrimas de cualquiera que no tuviese el corazón de piedra, pero, al menos, su obra había vencido el olvido. Algo que Maurizio Amandi, otro iluminado, también infeliz y genial, estaba todavía muy lejos de alcanzar.
La subinspectora encontró pronto el puesto que estaba buscando. Entre otros muchos objetos de escritura, ofrecía a la venta una colección de estilográficas antiguas. Martina reconoció una Parker Duofold de los años treinta y un artilugio de ebonita tallada, una Conley Stewart parecida a otra que le había mostrado Gedeón Esmirna.
Un chico joven, de aspecto pulcro, abrigado con una trenca y bufanda, atendía la caseta. Martina estuvo un rato hablando con él de las distintas piezas, hasta que sacó de un bolsillo de su americana la Egmont-Swastika y se la mostró.
– No hace mucho me regalaron este ejemplar. ¿Podría decirme cuál es su valor?
El vendedor abrió el capuchón y observó con atención el plumín.
– Puedo ofrecerle tres mil pesetas.
Martina se ofendió.
– ¡Vale mucho más!
– Si fuera auténtica, ya lo creo. Pero se trata de una imitación. El plumín es de iridio, y las piedras, falsas. Espero que no la hayan estafado a usted.
– ¿Qué está diciendo?
– Es mi opinión, señora. Pero si quiere contrastarla, le recomendaría que hablase con mi padre. No hay nadie que sepa más que él de plumas estilográficas.
– ¿Cómo se llama su padre?
– Julián Escuder.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– En nuestra tienda, La Reina de las Estilográficas.
– Deme la dirección.
El establecimiento quedaba cerca de allí, en la calle del Pez, no lejos de la de los Apóstoles.
Fundada en 1942, la Reina de las Estilográficas era un comercio antiguo, diminuto y sin restaurar. La subinspectora empujó la puerta: una sinfonía de cascabeles alertó al dueño, que estaba ocupado en su taller.
Julián Escuder era un hombre bajo y rechoncho, de unos sesenta y tantos años, con una espesa mata de pelo blanco. Sobre la camisa llevaba un mandil con restos de tinta, y también las falanges de sus dedos, de todos los dedos, aparecían manchadas.
– ¿En qué puedo servirla?
Martina titubeó. Mientras caminaba hacia La Reina de las Estilográficas, su cerebro había estado conjugando distintas posibilidades. No podía creer que Maurizio la hubiese engañado obsequiándole con una burda imitación. Teóricamente, la Egmont-Swastika había pertenecido a su padre, el conde de Spallanza. En su testamento, se la había legado con una mención especial, como si se tratara de un objeto precioso. Ningún coleccionista habría obrado de manera tan fraudulenta… salvo que pretendiese ocultar algo.
– Acabo de hablar con su hijo, en el rastro. Me ha recomendado que le consulte a usted si esta pluma es auténtica o no.
– Déjeme ver.
El artesano desapareció en el interior de su taller, tan minúsculo que apenas le dejaba sitio para moverse, y colocó la estilográfica bajo un potente foco.
– Falsa -sentenció, a los pocos segundos-. Pero la imitación no es mala. Según mis informaciones, de la Egmont-Swastika se hicieron reproducciones espurias a lo largo de los años setenta, la mayoría en Taiwán. Iban destinadas a coleccionistas, fundamentalmente. A aquellos que no habían conseguido la original, y que jamás la obtendrían.
Decepcionada, la subinspectora se guardó la pluma falsa.
– Lo siento -agregó Escuder-. Dispongo de otros ejemplares clásicos de la casa Egmont, por si quiere verlos.
– Sólo me interesaba este modelo.
– La Swastika, no me extraña -asintió el artesano-. Muchos coleccionistas sueñan con ella. Yo mismo estaría dispuesto a pagar cualquier cantidad, si estuviera al alcance de mi bolsillo. Pero me temo que nunca lo estará.
– ¿Cuánto puede valer?
– Carece de precio. Tenga en cuenta que sólo quedan cuatro ejemplares en todo el mundo.
– ¿Sólo cuatro?
– Que sepamos, sí. ¿Conoce la historia?
– No.
– ¿Tiene un minuto?
– Tengo todo el tiempo del mundo.
Escuder asintió, aprobatoriamente.
– Se la resumiré. John Egmont, el diseñador y fabricante norteamericano, inventor del sistema de émbolo, patente que le haría amasar una fortuna, ordenó destruir la partida completa de Swastikas.
– ¿Por qué?
– Con motivo de la ascensión de los nazis al poder, como una forma de protesta testimonial.
– ¿De verdad destruyó esas joyas?
– Y sin que le temblara el pulso.
– ¿Cómo pudo…?
– Déjeme continuar, comprobará que el relato vale la pena.
Martina se esforzó por controlar su tensión.
– Le escucho.
Escuder escogió un libro de la estantería, lo abrió por una página que incluía la foto en blanco y negro de un hombre elegante y delgado que sonreía desde el volante de un Bentley y apoyó sobre su cara la yema de uno de sus entintados dedos.
– John Egmont, un verdadero magnate de su tiempo. Residía en Estados Unidos, pero poseía una fábrica en Roma, y fue allí donde tuvo lugar la simbólica protesta. Por parte de los diseñadores del nuevo modelo, las cruces de la Swastika habían sido concebidas como ornamentos a partir de su tradición indoeuropea; la esvástica era entonces símbolo del bienestar, la solidaridad, la paz. Hitler, sin embargo, la elevó a icono de su movimiento destructor. Cuando la locura nacionalsocialista empezó a extenderse, cuando aquellas flamígeras cruces aterraron las calles de Europa, John Egmont tomó su drástica decisión: antes de que salieran al mercado, el centenar de ejemplares de su exclusiva creación, destinados a reyes y potentados, fueron enterrados en una fosa que se cubrió con cemento. Previamente, una pala excavadora destrozó aquel tesoro, machacó el oro y pulverizó los rubíes. Sólo cuatro unidades se salvaron del sacrificio. La prensa mundial se hizo eco de aquella emblemática ceremonia, que sirvió para concienciar a mucha gente del peligro nazi.
– ¿Qué sucedió con esas cuatro Swastikas?
– Se ignora. Siempre se había creído que Egmont las conservaba como recuerdo, pero tras su muerte, acaecida en 1947, nunca aparecieron. Hubo rumores de todo tipo; desde que su propietario las había vendido para hacer frente a las crecientes deudas que terminaron por arruinar su negocio hasta que fueron sustraídas de su domicilio en Nueva York, mediante un sofisticado robo.
– ¿Cuál es su opinión?
– Puede que la viuda las vendiera. De hecho, se desprendió de numerosos bienes. Incluso llegó a organizarse una subasta en Londres con objetos de muchísimo valor y elevadas pujas. Imagino que la venta de las Swastikas, por su carácter simbólico, político, incluso, se amañaría a través de otros cauces. Nada me extrañaría que hubiesen salido al mercado negro, a través de intermediarios. Desde entonces, su leyenda y su valor no han hecho sino aumentar. Son las piezas más caras y codiciadas.
– ¿Qué se sabe de su paradero?
– Nada concreto. De vez en cuando circula algún rumor. Bulos.
– ¿Puede proporcionarme una idea de su precio? -insistió Martina.
Julián Escuder sonrió con timidez.
– Yo soy un simple artesano, pero si el destino me hubiese metido en el pellejo de John Egmont, o de su viuda, jamás me habría desprendido de esas piezas por menos de un millón de dólares.
– ¿Las cuatro?
El propietario de la Reina de las Estilográficas hizo un gesto de suficiencia.
– Cada una, señorita. Y puede que me quede corto.
Caminando sin rumbo por el dédalo del casco viejo, la subinspectora se abstrajo de tal manera que de pronto, al contemplar una de las aceras, no supo dónde se encontraba. Le sucedía alguna vez, cuando su mente se abismaba en la solución de algún problema complejo.
Sus pasos la habían llevado en dirección al centro, hacia los anchos bulevares que a principios de siglo trazaron las líneas maestras de la ciudad burguesa.
Dos de ellos, la Gran Vía y el paseo de Goya, desembocaban en la plaza de Sagasta, cuyos plataneros se perfilaban contra las fachadas modernistas que, como la casa en la que residía Leonardo Mercié, el profesor de piano, seguían conservando un poso de buen gusto entre los edificios modernos.
El óvalo de la plaza de Sagasta estaba rodeado de puestos de venta ambulante que ofrecían toda clase de artesanías y ropas de segunda mano. Ajena al bullicio, Martina paseó entre los tenderetes. Llegó a probarse unas pulseras étnicas, cuajadas de turmalinas, que finalmente declinó adquirir.
De modo inesperado, se abatió la tragedia.
Como a la gente que la rodeaba, el súbito estruendo obligó a Martina a levantar la vista.
Algo, una cristalera o una ventana había estallado en una de las casas; desde lo alto, una vertiginosa sombra caía libremente, sin posibilidad de salvación.
Durante una fracción de segundo, Martina vio revolotear su camisa, y cómo la succión del vacío volteaba a la figura en el aire, dirigiéndola de cabeza contra el suelo.
La subinspectora se precipitó al lugar del impacto. Apartó como pudo a los curiosos y se acercó al bulto aplastado contra las losas.
Fragmentos del cerebro se habían desparramado y la sangre brotaba a borbotones del cráneo, pero la identidad de aquel rostro apresado en el espanto de la muerte no ofreció a la subinspectora ninguna duda.
Era Leonardo Mercié.
Martina empujó a la gente que se arracimaba a su alrededor y corrió hasta la casa del profesor.
En la garita del portero no había nadie. El ascensor se encontraba parado en la planta baja. Sin embargo, la subinspectora prefirió subir por las escaleras. Lo hizo a toda prisa, pero la falta de aire le aconsejó detenerse. Sacó la pistola y subió el último tramo hasta el domicilio de Mercié.
La puerta estaba abierta de par en par.
El largo pasillo, con su angosta perspectiva, moría en la habitación hexagonal donde su dueño impartía clases de piano. La negra y brillante mole del instrumento se recortaba contra una estrella de vidrios y bastidores rotos. A través de ese agujero, una corriente de aire animaba el corredor, haciendo golpear las puertas de los dormitorios.
Gritos de vecinos se oían en el patio interior del edificio. Desde la plaza ascendía un rumor sordo, la réplica de la multitud al espectáculo de la sangre.
Con la pistola desenfundada, Martina fue inspeccionando habitación por habitación. Tenía los nervios en tal tensión que el más mínimo ruido le hacía girar el cañón del arma. Comprobó los armarios, los cuartos de baño.
En el estudio, se relajó un instante. Bajó la pistola, rodeó el piano y se aproximó a la ventana rota. Al asomarse comprendió que había cometido un error, pero ya era tarde.
El golpe le estalló en la nuca. Algo, un objeto alargado, volvió a estrellarse contra su espalda, arrojándola hacia las puntas de los vidrios que habían cedido ante el vuelo de Mercié. Unos brazos le apretaron el cuello, ahogándola, hasta que su cara se encontró a escasos centímetros de una de esas lanzas de cristal clavadas a la falleba. Revolviéndose, logró encajar una patada a su agresor y alejarse del vacío. Otro golpe la derribó al suelo. Allí, ovillada sobre sí misma, recibió un feroz castigo.
Lo último que oyó, entre una velada niebla, fue el sonido de una sirena.
Despertó en una habitación blanca. Tenía la aguja de un gotero clavada a una vena. Apenas podía moverse. Un dolor agudo le descendía por los costados.
El llamador, en forma de pera, pendía de la mesilla. Lo pulsó. Una enfermera se presentó al cabo de un rato, disculpándose por haberla hecho esperar. Esa mañana, dijo, tenían mucho trabajo en la planta.
– ¿Dónde estoy?
– En la clínica de Santa María.
– ¿No es éste el Hospital Clínico?
– No -repuso la enfermera. Bastante mayor, lucía gafas de lectura y un ahuecado moño-. Esta es la clínica de Santa María y yo soy la hermana Lucía.
– ¿Es usted monja?
– Algunas de las hermanas colaboramos en la atención a enfermos. Pero tengo el título, si eso la tranquiliza.
Martina preguntó, con un hilo de voz:
– ¿Por qué me duele tanto la espalda?
– El doctor Sauce le informará.
– ¿Puede decirle que venga?
– Después pasará a verla. ¿Quiere que le traiga algo para comer?
– No podría digerir nada.
– Está molesta, ¿verdad?
La monja destapó una ampollita y la inyectó en el gotero. Martina indagó:
– ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
– Muy poco. La ingresaron a las once, y acaba de dar la una. Se le practicó un reconocimiento y una cura de urgencia. Yo misma estuve presente. Lleva el cuerpo lleno de golpes. La hemos sedado, de ahí que haya dormido un poco.
Martina intentó levantarse; apenas se hubo incorporado, volvió a derrumbarse sobre el colchón.
– Descanse -le aconsejó la hermana.
El rostro de la hermana Lucía comenzó a desdibujarse. Su hábito blanco se fundió con la pared. La luz disminuyó. A la subinspectora le pesaron los párpados y se hundió en un tenebroso sueño.
En su pesadilla vio un piso lóbrego, unido por un largo pasillo cuyas habitaciones sin puertas daban directamente al vacío. De los techos colgaban telarañas. Los suelos de mosaico, con dibujos de figuras mitológicas, trovadores y castillos, catacumbas y hechiceras, levantaban sus teselas al impulso del helado viento que penetraba por las ventanas. Una mujer pelirroja, vestida de negro, estaba sentada a un piano de cuyas teclas surgían las notas de Cuadros para una exposición. En lugar de esbeltas piernas, asomaban bajo su vestido dos patas de gallina como las de la bruja Baba Yaga en los aguafuertes de Hartmann. El viento impedía a Martina avanzar por el corredor, arrojándola hacia los huecos de las falsas habitaciones. Apoyándose en las paredes, Martina logró avanzar por el pasillo hasta que, tras saltar por sorpresa desde una lámpara de candiles, un ser repugnante, un gnomo, se interpuso entre ella y el cuarto del piano. El duende estaba cubierto de una piel viscosa, como la de un saurio. De aquel ser emanaba un olor pútrido, a ciénaga. De su diestra, que sólo tenía cuatro dedos, pendía una tranca con la que empezó a golpear a la subinspectora una y otra vez, mientras la bruja Baba Yaga, convertida en un gigantesco pájaro, volaba por la habitación, haciendo sonar con las puntas de sus plumas las teclas del piano…
– Cálmese.
El rostro de Martina estaba perlado de sudor. En sus malos sueños debía de haberse agitado porque el gotero todavía temblaba. La hermana Lucía lo sostenía con una mano.
Un hombre la escrutaba desde los pies de la cama.
– Soy el doctor Sauce. Tranquilícese.
Había otra persona en la habitación. Enfundada en un abrigo, permanecía apoyada en la puerta del baño.
Era el comisario Satrústegui.
– ¿Cómo se encuentra, Martina? -preguntó con amabilidad.
– Ha permanecido bajo los efectos de un shock -comenzó a explicarle el médico; acto seguido, se dirigió a ella-. Se pondrá bien, se lo aseguro.
El médico le expuso el resultado de su exploración. Las radiografías habían descartado traumatismos internos, pero los golpes recibidos habían sido de tal entidad que tenía magullada buena parte del cuerpo, y abrasiones en la cara y en el cuello.
– ¿Cuándo podré salir de aquí?
– Tenga paciencia. Deberá permanecer ingresada al menos un par de días.
– ¡Nada de eso! -protestó Martina-. ¡Puedo marcharme ahora mismo!
– Se portará como una buena chica y obedecerá al doctor -intervino el comisario, paternalmente-. ¿Me autoriza a hablar con ella unos minutos?
– Procure no fatigarla -accedió el médico.
Seguido por la hermana Lucía, el doctor Sauce salió de la habitación. Satrústegui se despojó de su abrigo y se acercó a la cama.
– Quiero pedirle disculpas, subinspectora. Y le traigo un cordial saludo de parte del inspector Buj.
Los ojos de Martina se humedecieron.
– Perdí los nervios, comisario, pero hay cosas que no pueden volver a ocurrir.
– Y no se repetirán. En cuanto se reponga, usted y yo mantendremos una conversación de trabajo. Pero, ahora, nos urge resolver este caso.
Esa última frase pareció reanimar el instinto deductivo de la detective De Santo. Preguntó al comisario:
– ¿Qué se sabe de Anselmo Terrén?
– Permanece en paradero desconocido. Pero no se preocupe: hay cientos de hombres buscándole, y le atraparemos.
– ¿Han analizado el hacha?
– El criminal la limpió a conciencia. La sangre que había en la hoja no era humana, sino de un roedor, probablemente, pero una minúscula muestra, en la base de la empuñadura, resultó que sí lo era y coincidió con el tipo del anticuario. -Satrústegui la miró con reconocimiento-. Se mostró usted muy perspicaz al descubrir el arma del crimen.
Martina estiró una dolorosa sonrisa de satisfacción. El comisario le cogió una mano.
– No tengo más remedio que preguntarle por Leonardo Mercié. Respóndame sólo si se encuentra en disposición de hacerlo.
Martina afirmó con vigor, pero sus escasas fuerzas la abandonaban y no podía fijar la vista.
– Lo haré, señor. Pero antes quisiera hacerle una pregunta.
– Despacio, no se apresure.
– ¿El cadáver de Mercié conservaba una pulsera en su muñeca derecha?
– No.
– ¿Está seguro?
– Vengo del Anatómico. Mercié estaba casi desnudo cuando cayó por la ventana. Sólo llevaba puesta una camisa. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque en esa pulsera había grabado un nombre masculino.
– ¿Cuál?
– Manuel.
El comisario meditó durante quince segundos.
– ¿Mendes?
– ¿Quién, si no?
– ¿Un trío? ¿Está sugiriendo que Manuel Mendes se entendía con Gedeón Esmirna y con Leonardo Mercié?
– Estoy segura de que existe una relación. ¿Qué ha sido de Mendes?
– Quedó en libertad sin fianza por disposición de la jueza. -El comisario chasqueó los dedos-. ¿Mendes y Terrén…?
– Apostaría a que uno de los dos fue mi agresor. Y quien arrojó a Mercié al vacío. Pero no pude verle. Apiñas recuerdo nada.
– Suponiendo que ambos hubiesen liquidado a Esmirna, ¿qué móvil les habría confabulado?
– Hay que interrogar de nuevo al aprendiz. En eso, Buj llevaba razón. Nos contó una de indios.
Satrústegui abrió el walkie e impartió la orden de detener a Mendes. La subinspectora le refirió su visita a la casa de Mercié, incidiendo en sus impresiones sobre su personalidad y en la más que posible relación entre el profesor de piano y Gedeón Esmirna.
– Aunque Mercié negó conocer al anticuario, uno de sus volúmenes llevaba un ex libris con el logo de Antigüedades Esmirna. También coincidía la colonia de ambos, un perfume artesanal fabricado por Gedeón, quien se dedicaba a recolectar plantas silvestres.
– ¿La misma colonia?
– Con olor a bosque -sonrió Martina, sin que el comisario pudiera captar el origen de esa metáfora-. En el caño de la tienda de antigüedades apareció un alambique. Probablemente, Esmirna lo utilizaría para destilar el perfume.
– Lo mandaré analizar.
– Aprovecho para solicitarle que los técnicos comprueben si el mismo alambique ha sido utilizado, también, para la elaboración de tintas artesanales. Y averigüen, además si Leonardo Mercié tenía una hermana.
Satrústegui iba a preguntar algo, pero el rostro de la subinspectora, demudado por otro relámpago de dolor, le aconsejó despedirse.
– Lo investigaremos -prometió-. Voy a dejarla, Martina. Vendré a verla mañana. Procure descansar.
Bolsean, 25 de enero de 1986, viernes
Pero al día siguiente no fue Conrado Satrústegui quien, a eso de las doce, abrió la puerta de la habitación, sino Horacio Muñoz.
Martina había pasado buena noche. Se encontraba mejor. Desayunó sentada e incluso dio algunos pasos junto a la ventana. El archivero se la encontró leyendo el periódico, recostada sobre dos almohadas.
– Buenos días, Martina.
– Me alegro de verle, Horacio.
– Se preguntará por qué no vine ayer.
– Supuse que me habrían restringido las visitas.
– Eso, por una parte…
Por el gesto de Horacio, Martina intuyó que era portador de malas noticias.
– ¿Qué ha sucedido?
– Otro muerto se ha sumado a la lista.
– ¿Amandi? -exclamó la subinspectora. Su rostro pareció afilarse sobre la sábana. Su extrema delgadez hacía que se le transparentasen las venas del cuello.
– No, no… Caramba, subinspectora. Sí que le ha sorbido el seso ese tipo.
– Por un momento, pensé…
– ¿Que se lo habían cargado? No, tampoco le ha tocado esta vez. Todo hace indicar que el último crimen tiene que ver con el nuestro. La víctima más reciente es un anticuario gaditano, Luis Feduchy. Lo asesinaron anoche, en su tienda. El cadáver apareció hace apenas unas horas, cuando la mujer de la limpieza entró para realizar sus tareas.
– ¿Cómo se ha enterado usted?
– El comisario Tinoco, al mando de la policía gaditana, se puso en contacto con Satrústegui. Oí a nuestro superior comentárselo a Villa, por eso estoy al cabo de la calle.
Incorporada sobre los almohadones, Martina parecía beber sus palabras.
– ¿Lo han decapitado?
– No. Al parecer, le clavaron una daga en el corazón.
– ¿Pruebas, testigos?
– Mi información no llega hasta ahí.
– Tendrá que alcanzar -dijo la subinspectora, con resolución-. Acérqueme el bolso, hágame el favor.
Más que acostumbrado a las extravagancias de la mujer detective, el archivero obedeció sin rechistar.
– Éstas son las llaves de mi casa -le indicó Martina-. Vaya y haga una bolsa de viaje con lo que encuentre por los cajones de mi dormitorio. Meta un vestido negro y la peluca que verá en mi tocador.
Horacio se la quedó mirando, boquiabierto.
– Perdone, ¿cómo ha dicho?
– Ya me ha oído: un vestido negro y una peluca.
– ¿Para qué?
– Se lo explicaré en el tren.
– ¿En qué tren?
– Cuando haya terminado en mi casa, diríjase a la estación y saque dos billetes para Cádiz.
– ¿A nombre de quién?
– Usted vendrá conmigo.
– ¿Yo?
– Sí, usted. Una vez que haya reservado los billetes, llame a los principales periódicos de Cádiz y ponga el siguiente anuncio: «Vendo Egmont-Swastika. Razón: Teatro Falla.»
Horacio se sentó en el filo de la cama. Cuando la confusión lo habitaba, parecía más viejo.
– Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.
– En su momento lo comprenderá. Cuando haya hecho todo eso, regrese aquí y aparque el coche frente al hospital. Saldremos sin que nadie nos vea.
– Usted no puede…
– Ya lo creo que sí -repuso Martina, deslizándose de la cama y apoyando los descalzos pies en el suelo-. ¿A qué está esperando? ¡Venga, hombre, muévase!