172157.fb2 Cr?menes para una exposici?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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PROMENADE

61

Ni Horacio Muñoz ni Martina de Santo se dieron cuenta de que una furgoneta les seguía al salir de la clínica de Santa María.

Minutos antes, en el cuarto de baño de la habitación, la subinspectora se había vestido con unos vaqueros y el viejo jersey de su padre que Horacio había cogido apresuradamente de su armario ropero, con tal cargo de conciencia, y pudor, que, habiéndose introducido en su dormitorio como un ladrón, apenas acertó a empaquetar lo primero que encontró por los cajones.

Martina se puso sus botas, dejando colgada de una percha del baño la estropeada ropa con la que había ingresado en la clínica, que mostraba huellas de la lucha en la casa de Mercié. Abrió con sigilo la puerta de la habitación y envió por delante al archivero. Cuando éste, desde el pasillo, le hizo una seña, salió sin hacer ruido.

El corredor estaba tranquilo. Un médico despachaba en una de las consultas, pero ni él ni las enfermeras repararon en las dos figuras que se encaminaban hacia la salida.

El Escarabajo de Horacio se dirigió traqueteando a la estación de ferrocarriles. Un furgón blanco, de los que suelen utilizarse para labores de carga, les siguió a prudente distancia.

Eran las tres de la tarde. Llegaron a la estación con el tiempo justo. El tren a Madrid salía apenas un cuarto de hora después, por lo que dejaron el coche en el aparcamiento, subieron al vagón y se acomodaron en sus asientos.

Una debilitada Martina se quedó instantáneamente dormida. Todo el rato el archivero tenía el presentimiento de que, de un momento a otro, alguien, uno cualquiera de los agentes de la Jefatura Superior, subiría al convoy para disuadirles de su alocada iniciativa. Pero sus temores resultaron infundados. La locomotora arrancó a su hora y pronto, en apenas media hora, sin paradas, superó la barrera montañesa que aislaba la franja costera para enfrentarse a la soledad de los páramos castellanos, abrumados por un frío seco que decoloraba la tierra en tonos calizos.

En la estación de Atocha, Martina estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento. Horacio la metió en la cafetería y le hizo pedir un bocadillo.

– ¿Quiere café?

– Me sentaría mejor un whisky de malta.

– Nada de eso, subinspectora. Con la cantidad de fármacos que debe de llevar en el cuerpo sería como arrimar un fósforo a un polvorín.

A las nueve menos cuarto de la noche ocuparon su vagón cama, en el que previamente un mozo había armado las dos literas de la parte baja.

El tren nocturno a Andalucía, compuesto por veinte unidades, partió con un pequeño retraso. Un revisor pasó para comprobar sus billetes; el servicio de bar, les informó, se cerraba a las doce, estando prevista la llegada a Cádiz para las ocho de la mañana. Martina intentó encender un cigarrillo, pero una tos violenta le hizo apagarlo. Resignada, se metió en la cama.

– Es la primera vez que dormimos juntos -sonrió, mirando con picardía al archivero, que se había sentado en la litera. Sin saber qué hacer, Horacio mantenía las manos inertes sobre las rodillas.

– Le advierto que ronco como un corsario. Mi mujer suele chistarme. Parece que funciona.

– Lo tendré en cuenta. ¿Ha traído algo para leer?

– En el bolsillo del abrigo llevo esa novelita de Perry Masón. No la he terminado, pero ya sé quién es el asesino.

– Podría consagrar sus dotes detectivescas al caso que nos ocupa.

– Eso se lo dejo a usted, subinspectora. Para algo es la protagonista de esta novela.

62

Martina despertó sin tener idea de dónde se hallaba. Un piloto rojo colgaba de un techo que parecía en movimiento. Su avara claridad no la ayudó a situarse.

Poco a poco, su memoria se fue ordenando. En la penumbra del compartimento, Horacio roncaba con regularidad. Ciertamente, su mujer no exageraba un ápice.

La subinspectora encendió la lucecita de su litera. Eran las seis de la madrugada. Debía de estar a punto de amanecer.

En ese momento, el picaporte se deslizó con parsimonia. Al chocar con el pestillo, emitió un leve chasquido, y enseguida retornó a su posición habitual, desde la que volvió a descender con extrema lentitud; exactamente como si alguien, pensó la subinspectora, quisiera asegurarse de que la puerta estaba realmente cerrada.

Conteniendo el aliento, Martina esperó un minuto. La manilla no volvió a accionarse. La subinspectora saltó de la litera, se puso las botas y salió al pasillo.

El tren avanzaba en medio de una noche que parecía de tinta. Sólo alguna luz, a lo lejos, atestiguaba que atravesaban territorios habitados. Desde el desierto corredor, con las puertas de los compartimentos cerradas, el traqueteo de las ruedas se oía con claridad, como otra forma de silencio.

Martina encendió un cigarrillo y avanzó hacia la locomotora.

En un extremo de su vagón, en el interior de una minúscula cabina, el revisor dormitaba sentado en un taburete, con la boca abierta y la cabeza apoyada contra las cortinillas. Estaba descabezando su siesta con una revista en la mano, pero eso no quería decir que su sueño fuese ligero. Quien fuera que hubiese intentado penetrar en su departamento, habría podido pasar por delante de él sin alertarle.

La subinspectora recorrió el primer tramo del convoy sin tropezarse con ningún viajero, por lo que regresó a su vagón. Comprobó que Horacio seguía roncando y se encaminó hacia la cola del tren.

Forrados de láminas de madera, los pasillos eran tan estrechos que dos personas tendrían que cruzarse de perfil. Tampoco en los vagones traseros encontró a nadie.

Hacia el final del convoy tuvo que salvar, entre vagón y vagón, un módulo articulado por una especie de fuelle cuyas planchas de acero parecían machihembrarse sobre las mismas vías.

En esa plataforma, el ruido de los ejes resultaba ensordecedor. Una de las puertas, como si alguien hubiese olvidado cerrarla debidamente en la última estación, golpeaba contra sus bisagras. Martina se dispuso a asegurarla.

En ese instante, una mano le tapó la boca. Sus pulmones expulsaron el aire, sin que, debido a la presión que le aherrojaba el cuello, le fuese posible respirar. La otra mano de su agresor, mientras tanto, había terminado de abrir la puerta: un fuerte viento le dio en la cara. Un segundo después, las piernas de la subinspectora se agitaban en el aire y sus rodillas golpeaban lo que parecía el costado del tren. El puño de su atacante se aplicaba a machacar sus nudillos, intentando desprenderlos del quicio, el único punto de apoyo que había encontrado.

Pensó que estaba perdida. Alzó los ojos para ver el rostro del hombre que iba a matarla, pero lo llevaba cubierto por un pasamontañas. Las márgenes desfilaban a toda velocidad. El espacio exterior era abrupto, mortal para una caída.

Un grito resonó entonces en la plataforma y una sombra cayó por encima de su cabeza, rodando por un terraplén como un muñeco de tela.

Martina gritó, a su vez. Otras manos aferraban las suyas, pero la puerta se había encasquillado y quien estuviera tirando de sus brazos, intentando rescatarla, tuvo que asomar medio cuerpo al vacío para conseguir izarla hasta el vagón.

Al fin, Horacio lo logró. Después de una agónica lucha contra la fuerza del viento, Martina se encontró pegada a su cuerpo, respirando afanosamente por la boca, pálida y temblorosa, pero a salvo en la plataforma de unión entre los dos vagones.

63

Cádiz, 26 de enero de 1986, sábado

A instancias de la subinspectora, el tren se detuvo algo más de lo previsto en la siguiente estación, la de Puerto Real. Previamente, el revisor y Horacio habían limpiado y vendado un feo corte que Martina, en su forcejeo con el desconocido, se había hecho en la mano.

– Esto va a dolerle -dijo el revisor, al destapar un frasco de alcohol.

Había en el botiquín del tren una pomada específica, y algún alivio le aportó. Sin inmutarse, Martina aguantó el dolor tragando una tras otra hasta tres aspirinas.

En el andén de Puerto Real patrullaba una pareja de la Guardia Civil. La subinspectora informó a los números de lo sucedido, encomendándoles que rastreasen el tramo de vía por el que se había precipitado su agresor. Ni ella ni Horacio pudieron aportar una descripción de tal hombre. Todo lo más, que se trataba de un individuo alto y fuerte, con la cara cubierta y vestido de oscuro de la cabeza a los pies.

El tren cama volvió a ponerse en marcha.

Un mágico paisaje de dehesas y salinas, de corrientes de agua dulce y ganaderías bravas se fue revelando a la caliginosa luz de la bahía.

De regreso a su compartimento, Martina abrió la ventanilla del pasillo y aspiró el aire salado, con perfume a mar. Chumberas salvajes crecían junto a los rieles. El cielo estaba emborronado. Cuando cayeron las primeras gotas, el Atlántico se dejó divisar en oleajes de plata.

– El hombre del tiempo anunciaba temporal en el Estrecho -comentó Horacio-. Por una vez, no se ha equivocado.

Pasaban de las ocho y media cuando llegaron a la estación gaditana. El hangar condensaba una bolsa de aire envenenado por la combustión de los motores, pero afuera, una vez hubieron recorrido a buen paso el andén, el viento les golpeó en violentas rachas.

En un efecto extraño, porque el mar no se apreciaba desde allí, los mástiles del Juan Sebastián Elcano, atracado entre dos cargueros, oscilaban sobre las verjas del muelle. Cuando se acercaron al puerto, vieron el agua verdosa. Más allá, en el brazo de mar extendido hasta Rota, un práctico bandeaba las olas, no sin dificultad.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Horacio.

– ¿Qué haría usted?

– Volverme a mi casa.

– Todavía está a tiempo.

– Nada de eso, subinspectora. Si me he dejado embarcar en esta aventura no será para dejarla tirada. ¿Buscamos un hotel?

– Antes iremos a presentarnos a nuestros colegas andaluces. Pare un taxi, no estoy para muchos trotes.

64

El comisario Tinoco era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto y fino, con esa piel mate y lisa, aceitunada, de los meridionales con sangre árabe. Llevaba el pelo liso, castaño, peinado a un lado con una raya baja de las que alzan remolino en el cogote. En los ojos claros le bailaba una sonrisa líquida que parecía habitar en él, a despecho de las ingratitudes de su oficio. El suave metal del castellano sureño acunaba su voz.

– De modo que le envía Satrústegui -asintió, sin levantarse de su escritorio, mientras Martina y Horacio permanecían respetuosamente en pie-. Coincidí con él en Barcelona, hace ya muchos años. ¿Cómo está?

– Le envía cordiales saludos -repuso Martina, impertérrita; a su lado, el archivero rezaba para que al comisario gaditano no se le ocurriera descolgar el teléfono y hacer una comprobación.

Tinoco reparó en sus dedos vendados.

– ¿Qué le ha pasado en esa mano, subinspectora?

– Sufrí una agresión en el tren. Un hombre intentó acabar conmigo, pero fue él quien cayó a las vías. He advertido a la Guardia Civil, para que proceda a su búsqueda. Creemos que se trata de uno de los criminales.

– ¿De Feduchy? -preguntó Tinoco, interesado.

– Tal vez. En el último mes y medio, cuatro anticuarios han muerto en extrañas circunstancias. Uno en Viena, otro en el Caribe y dos en España.

– Lo sé -afirmó Tinoco-. Satrústegui me puso al corriente.

– Pensamos que los tres primeros asesinatos están relacionados entre sí -estableció Martina-. Es probable que la muerte de Feduchy no sea sino otro eslabón de la cadena. Necesitaría analizar la escena del crimen.

– Ningún problema. Le pediré al inspector Castillo que la acompañe al Callejón de los Piratas, donde apareció el cuerpo. Tengo entendido que también el anticuario de Bolsean fue asesinado con un arma blanca.

– En efecto.

– Satrústegui me dijo que andan ustedes tras la pista de una banda de expoliadores, en la certeza de que fueron ellos los autores de al menos el penúltimo de los crímenes, el correspondiente a su circunscripción. ¿Opina que los asesinos se han desplazado hasta aquí, a mil kilómetros de distancia, para cobrarse una nueva víctima?

El tono de Tinoco no ocultaba una cierta guasa. La subinspectora estimó que le convenía mostrarse prudente.

– Preferiría indagar en la escena del crimen y cambiar impresiones después.

– Como quiera.

Mientras Horacio se quedaba en comisaría, consultando a otros agentes por un hotel donde alojarse, Martina salió a la plaza de España con el inspector Castillo. Su acento era más cerrado que el de su superior; de Jaén, quizá. Bajo la curtida piel de Castillo asomaban dos generaciones de aceituneros. Tras algunas frases meramente formales, le soltó con gracejo, sin dejar de caminar:

– No sabía que en Bolsean hubiera colegas tan guapas.

Martina se echó a reír.

– ¿No se ha fijado en mis contusiones?

– Sólo sé que tengo delante a una mujer bandera.

Y Castillo se quedó tan ancho, sonriendo al viento que le alborotaba el flequillo y arremolinaba la arena de la plaza. Amenazadores nubarrones preñados de lluvia sobrevolaban las azoteas. La luz era gris. Y el mar, que se vislumbraba a trechos, según avanzaban por el paseo de Canalejas, entre buganvillas y flamboyanes rameados por las ráfagas, había adquirido el plomizo color de la panza de un tiburón.

– ¿No cogemos un coche? -sugirió Martina.

– Aquí las distancias son cortas -repuso Castillo-. ¡Pero hay que ver qué mañanita nos ha traído!

A la vista del vendaval, el inspector decidió cortar por las calles del casco antiguo. Algunas eran tan estrechas que necesariamente las antiguas carrozas de la Ilustración rozarían con las bombardas empotradas en las esquinas, sobre los adoquines de piedra, de la misma manera que los pasos de Semana Santa se las desearían para embocar sus peanas, con los Cristos y las Vírgenes bamboleándose a lomos de los costaleros.

La estatua de Emilio Castelar los saludó sin palomas en la plaza de Candelaria, con tascas en las esquinas y tanta vegetación que los balcones reflejaban una selva de hojas y flores. Martina admiró el armónico trazado de las fachadas dieciochescas, tan decadentes y modernas al mismo tiempo, las rejas, el juego de las ventanas y los fierros, del cristal y la cal.

– Me parece que me va a encantar esta ciudad.

El inspector se animó:

– Tendría que volver en verano, con las playas a reventar. Si quiere, puedo enseñarle lo más nombrado, e invitarla a cenar una caballita. -Martina no contestó, limitándose a sonreír-. ¿Cuántos días piensa quedarse? -siguió insistiendo Castillo.

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo que don Luis Feduchy nos pueda contar.

– Ése está ya para pocos hablares.

– Ya veremos. Hay cadáveres que dictan sentencia.

Su tienda de antigüedades, El Arca de Noé, estaba en el laberíntico barrio de El Pópulo, aislado por un arco de dovelas de piedra. La amarilla cúpula de la catedral se erguía sobre el Callejón de los Piratas.

Un policía vigilaba a la puerta del establecimiento. En el interior, no muy amplio, apenas un bajo de ochenta o noventa metros cuadrados atestado de piezas y muebles de época, media docena de focos unidos por un grueso cable iluminaban el escenario con luz eléctrica.

La silueta de un cuerpo caído, con las manos juntas, como en actitud orante, y las piernas dobladas, había sido trazada con tiza sobre el suelo de baldosa. Castillo indicó a la subinspectora que el cadáver de Feduchy había sido descubierto en esa posición, con los ojos abiertos, dilatados por el terror, y una daga clavada en el pecho.

– Había mucha sangre. Tanta, que se escurría bajo los muebles.

– ¿Cuántas veces lo apuñalaron?

– El forense contó diecisiete puñaladas.

– ¿Tenía parientes?

– Un hermano.

– ¿Mujer, hijos?

– Era soltero.

– ¿Cuándo se celebrará el funeral?

– Finalizada la autopsia, supongo.

– ¿Su hermano, entonces, no ha encargado aún la esquela?

– Lo ignoro -repuso Castillo, extrañado por lo absurdo de la pregunta.

– Alguien lo habrá hecho por él.

– Disculpe, pero no la entiendo.

– En su lugar, inspector, yo haría una consulta en las redacciones de los periódicos, particularmente en los de menor tirada. Me apostaría esa caballa a que la esquela de Feduchy fue encargada con antelación, y con instrucciones para ser publicada tres días después de su muerte. Así sucedió con los otros anticuarios.

Apenas convencido, Castillo decidió, empero, curarse en salud, y encargó la gestión a uno de sus subalternos.

La subinspectora se dispuso a registrar la tienda. Sin tocar nada, midió la distancia que separaba el dibujo de tiza del escritorio, así como la orientación de las marcas de sangre emulsionada que habían quedado impresas en una estatua de yeso de tamaño natural que representaba a un dios mediterráneo de cabellos rizados y cuerpo canónico.

El escritorio carecía de cajones. Su superficie de vidrio señalaba los oscuros óvalos de dos tazas de café, que Martina imaginó habrían sido incorporadas al elenco de pruebas, y una pluma estilográfica, una Sheafer de oro de los años cincuenta, con el típico plumín de boca de pato, destapada sobre una cuartilla en blanco. Daba la impresión de que el anticuario se disponía a escribir algo en ella cuando lo sorprendió su asesino.

Detrás del escritorio se alzaba un armarito moderno, de un vanguardista diseño que chocaba con los restantes elementos de la tienda. Uno de los agentes se hallaba revisando los libros de contabilidad, por lo que Martina prefirió no molestarle. Recorrió con la vista las piezas ornamentales, las porcelanas, una vitrina que reproducía joyas de origen tartesio, y también los cuadros que colgaban de manera aleatoria desde el elevado techo hasta el zócalo de mosaico, estilo patio andaluz: marinas de la bahía, acuarelas de muchachas caminando por playas desiertas, retratos modernistas, pinturas religiosas del barroco sevillano, con los claroscuros de Velázquez y Zurbarán como inasequibles ejemplos… hasta un enorme lienzo de batallas coloniales, caballería y turbantes, cañones y jaimas, que le recordó a Pradilla.

En una esquina, casi arrumbado, había un viejo fonógrafo de los tiempos de La Voz de su Amo. Al verlo, Martina sintió que se le aceleraba el pulso.

La pila de vinilos descansaba debajo del plato. Cogió las fundas y las fue pasando una por una.

La última de todas, con el disco marcado en la tapa, debido a la presión de los otros, respondía a una grabación de Modest Mussorgsky. Se trataba de Cuadros para una exposición, en la interpretación solista de Maurizio Amandi.

La subinspectora experimentó una subida de adrenalina. Dejó el disco en su lugar, pidió unos guantes de látex a uno de los dos agentes que se afanaban en busca de huellas y se puso a revisar el establecimiento centímetro a centímetro.

A través de la luna del escaparate, el inspector Castillo la vio cuerpo a tierra, palpando bajo los arcones, o de rodillas ante un globo terráqueo, observando atentamente la distribución de los océanos en el siglo XVI.

La caja fuerte, de reducido tamaño, y empotrada en la pared tras una acuarela decorativa, estaba abierta y vacía; en su interior, según indicó a la subinspectora uno de los policías, apenas había aparecido nada de interés: algún dinero en efectivo, un par de cheques al portador cuya fecha de cobro no había vencido y una docena de plumas estilográficas antiguas conservadas en una lujosa caja de puros de raíz de nogal.

El mismo agente, un hombre joven, sin acento anda luz, adscrito al Grupo de Homicidios de Sevilla, desde donde se había desplazado para colaborar con sus colegas gaditanos, le proporcionó algunos datos más:

– El cuerpo fue descubierto a primera hora de la mañana de ayer por una mujer que venía a hacer la limpieza. Entró con su llave, a eso de las ocho y media, y encontró el cadáver. La puerta estaba cerrada, lo que sólo puede significar que el asesino, tras cometer el crimen, registró las ropas, la cartera de mano o el escritorio de Feduchy, hasta dar con las suyas. Cerró la puerta y huyó. No hay testigos ni, por ahora, pistas incriminatorias de ningún tipo.

– ¿Qué me dice de la carta manuscrita, redactada con tinta escarlata, que habría aparecido en algún lugar visible, encima del escritorio o entre los documentos contables?

La expresión del detective reveló un profundo estupor.

– ¿La ha puesto en antecedentes el comisario Tinoco?

– No era necesario. ¿Hallaron señales de lucha?

– El agresor no precisó forcejear con el anticuario para abatirle, lo que implicaba, por su parte, fuerza y destreza en el uso del arma blanca utilizada: una daga de las dos, similares entre sí, que Feduchy conservaba en una panoplia.

Martina salió al callejón. Castillo fumaba en un zaguán, para protegerse del viento. Ella sacó un cigarrillo y lo encendió sin esperar a que él le ofreciese fuego. Lo sostuvo con sus dedos vendados y aspiró hasta que el humo con sabor a madera se abrió paso entre sus bronquios.

– ¿Ha descubierto algo interesante? -curioseó Castillo.

– Las características de este asesinato coinciden en parte con el de Gedeón Esmirna -repuso la subinspectora-. Entre ambos crímenes, sin embargo, hay una diferencia fundamental: a Esmirna lo decapitaron y mutilaron.

– Entonces, no pudo ser el mismo picha.

– ¿Por qué no?

– No tiene lógica.

– Al contrario, inspector. Tiene toda la lógica del mundo.