172157.fb2 Cr?menes para una exposici?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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CUM MORTUIS IN LINGUAMORTA

65

Aunque el cadáver de Luis Feduchy estaba siendo objeto de la preceptiva autopsia, el médico forense les autorizó a inspeccionarlo.

Castillo y Martina de Santo habían atravesado la parte antigua de la ciudad a buen paso, hasta las inmediaciones de La Caleta, donde se levantaba el Anatómico. Por el Campo del Sur, el viento y una lluvia racheada arreciaban de tal manera que, tal como antes, al dirigirse hacia el Pópulo, habían hecho, tuvieron que cortar por el dédalo del casco viejo: calles blancas, tan rectas que parecían morir contra un cielo cubierto por encabritadas nubes, como caballos de sucio algodón.

Al pasar por las inmediaciones del Teatro Falla, Martina vio un cartel de Maurizio Amandi, la misma y enorme foto publicitaria del pianista gravemente sentado ante el teclado. El músico actuaba esa tarde, a las ocho. Su programa, basado en piezas de Albéniz, incluía, en la segunda parte, Cuadros para una exposición.

– ¿Le gusta la música clásica, inspector? -preguntó Martina.

– Prefiero el flamenquito.

– A lo mejor, antes de cenar, no le importaría invitarme a ese concierto de piano.

– Será un placer -convino Castillo, dispuesto a contar ovejas con tal de regalarse con la compañía de semejante bombón. Pensaba llevarla a la venta de San Fernando donde había comenzado a desgranar sus cantes Camarón de la Isla. Sería una excusa perfecta para coger el coche y, quién sabía, detenerse tal vez, a la vuelta, bien regados de fino, en las discretas playas de Cortadura.

Feduchy, envida, debía de haber sido un hombre atractivo. Incluso ahora, pese a las múltiples señales de apuñalamiento y a las costuras de la autopsia, a los gruesos puntos quirúrgicos que, cosidos bajo su cuello, y a lo largo del tronco, recordaban un basto collar, conservaba una distinción marmórea.

– Una de las puñaladas le destrozó el corazón -indicó el forense, un hombre joven, rubio y distante, con acento madrileño, que respondía a un apellido compuesto, López de la Lama; si se lo mutilaban en su primer y más prosaico gentilicio, no solía darse por aludido-. La punta del arma salió por la espalda.

La subinspectora le pidió autorización para fotografiar el cadáver. Revisó a continuación las ropas del anticuario, un traje de raya diplomática, desgarrado a cuchilladas, y la camisa rosa, manchada de sangre, que vestía cuando fue sorprendido por su último e implacable cliente.

La cartera de Feduchy, que descansaba junto a sus objetos personales, un anillo con una esmeralda y una medalla del Cachorro, había aparecido en un bolsillo interior de la chaqueta; contenía quince mil pesetas, tarjetas de crédito y una serie de post-its, pegados entre sí, con anotaciones de llamadas o recados pendientes. En uno de ellos, Feduchy había anotado el nombre de Maurizio Amandi y un número telefónico con prefijo de Málaga, coincidente con el que Horacio había identificado a petición suya.

– Ya he terminado, podemos marcharnos.

– ¿No quiere indagar nada más? -la motivó Castillo, que llevaba un rato mirándola embobado, intentando adivinar lo que ocultaban sus curvas.

– Ya sé cuanto debía saber. Volvamos a comisaría, tengo que hablar con mi compañero.

Horacio Muñoz les esperaba en un sótano enjalbegado que hacía las veces de cafetería, ante una taza de poleo menta.

El archivero había dejado el equipaje en un hotel de la plaza de Mina, donde alquiló dos habitaciones, y regresado después a la sede policial para intentar averiguar si la Guardia Civil había conseguido detener al hombre que arrojaron del tren. Pero las pesquisas, informó a la subinspectora, no habían dado frutos. La patrulla encargada de recorrer las vías había regresado de una primera batida con las manos vacías. No obstante, se comprometieron a continuar la búsqueda.

– Ese hijo de mala madre sobrevivió a la caída -epilogó un ensombrecido Horacio, cuyas ojeras, debido a la mala noche pasada, se estiraban hasta rozar las aletas de su nariz. Voy a pedir un arma, por si las moscas. ¿Me espera aquí, subinspectora?

– Muy bien. Mientras tanto, haré unas llamadas. ¿Tienen los periódicos de hoy?

El inspector Castillo le cedió su despacho y salió cerrando la puerta. Martina comprobó en los diarios que el anuncio encargado el día anterior por Horacio «Vendo Egmont-Swastika. Razón: Teatro Falla» aparecía en lugar destacado. Buscó en la guía el número del Falla, descolgó el auricular y preguntó por el director del teatro. Una secretaria le dijo que el señor Fernández-Pujol no se encontraba en Cádiz, pero se ofreció a pasarle con el responsable de programación. A preguntas de la subinspectora, éste le informó que el intérprete, Maurizio Amandi, había llamado desde Marbella anunciando que le resultaba imposible asistir a los ensayos, y que no se presentaría en el teatro hasta una hora antes de la actuación.

– Se trata de un tipo bastante excéntrico -agregó el programador-. El director se ha desplazado hasta Marbella para traerle en persona.

– Amandi ha recibido amenazas. Estoy encargada de su protección. Asistiré discretamente al concierto, junto a otros dos policías. ¿Sería tan amable de enviarme tres invitaciones al Hotel Francia?

En ese momento, la puerta del despacho se abrió para dar paso al inspector Castillo. Sus ademanes anunciaban algo urgente. Martina colgó el teléfono. Castillo exclamó:

– ¡Tenía usted razón! ¡Alguien puso la esquela de Feduchy cuando aún vivía, y la pagó por anticipado especificando su deseo de que saliera publicada tres días después de su muerte!

– ¿En qué periódico?

– El Faro, un semanal de pequeña tirada editado por la Diputación Provincial y una asociación de minusválidos.

– ¿Quién contrató la esquela?

– Un tipo corpulento, de unos cincuenta o sesenta años, con un gorrito de tenis y gafas oscuras.

– ¿Le acompañaba una mujer, una mujer pelirroja?

– No.

– ¿Está seguro?

– Desde luego. Hay varios testigos, y coinciden en la descripción. El hombre habló muy poco, y apenas permaneció en la redacción tres o cuatro minutos. Contrató una página entera y la abonó en metálico. Acabo de entregarle el original de la esquela al comisario Tinoco. Está escrito con tinta escarlata y…

– Firmado con una esvástica.

Fue como si Castillo se hubiese tragado una mosca. Martina añadió:

– El texto dice así: «En memoria de Luis Feduchy, fallecido en Cádiz. Te recordaremos al escribir tu nombre.»

La nuez del inspector subió y bajó:

– ¿Es usted clarividente?

– Por lo que a su amena visión respecta, no podré volver a disfrutarla hasta última hora de esta tarde.

Castillo captó la indirecta.

– ¿No almuerza conmigo, entonces?

– Resérvese para la cena. Le veré en la puerta del Teatro Falla, a las ocho. Si no he llegado, ocupe su asiento junto a mi colega Horacio. Después nos iremos juntos a celebrar el éxito.

– ¿Del concierto?

– Del fin de los crímenes para una exposición -murmuró Martina, contemplando a través de la ventana de qué modo las nubes volaban como negras bandadas de pájaros sobre las revueltas aguas de la bahía.

66

A las ocho menos cuarto, ya de noche, el inspector Castillo se encontraba bajo los arcos mozárabes de la fachada principal del Teatro Falla. Llevaba su mejor traje, el mismo que utilizaba para los entierros y para las declaraciones periciales en los Juzgados, y se había puesto tanta colonia que alguna gota le resbalaba por la frente, irritándole los ojos con el escozor del alcohol.

Durante la tarde había dejado de llover, pero el viento seguía soplando con fuerza y la temperatura había descendido de manera alarmante. En el telediario, el hombre del tiempo había comentado que en toda la mitad sur, y, más concretamente, en el área del Estrecho, se esperaba un brusco descenso del termómetro, y que la nieve podría hacer acto de presencia en cotas muy bajas. ¡Nieve en Cádiz!, había sonreído Castillo.

A las ocho menos cinco, la figura un tanto torva del archivero de Bolsean, aquel extraño sujeto que había acompañado a la subinspectora en su largo desplazamiento desde el norte, y con quien Castillo apenas había cambiado cuatro palabras, se acercó hasta él.

– Buenas noches, inspector. He dejado a la subinspectora arreglándose en el hotel. Me ha encargado que le diga que se demorará un tanto. Ruega le disculpe.

– No tiene importancia. Pero, acudirá, ¿no?

– Desde luego. Se quedó con su entrada. Nosotros podemos ir ocupando nuestras localidades.

En el interior del teatro, los miembros de la orquesta afinaban sus instrumentos. Horacio y Castillo se acomodaron en la fila veintidós, a la derecha del escenario.

– ¿Quién será el panoli que huele de esa manera? -preguntó el archivero, fingiendo olfatear al espectador delantero.

La ironía era nítida; Castillo enrojeció. Se sentía un poco ridículo embutido en aquel traje, con un asiento vacío a su derecha y la expectativa de permanecer en riguroso silencio tragándose un ladrillo como el que prometía el programa de mano. Procuró pensar en las almejas a la marinera que pensaba encargar como entrante en la Venta del Maca, y en aquellos ojos de la subinspectora que le estaban sorbiendo el seso.

El pianista se hizo esperar. En primer lugar, hizo su aparición el director de la orquesta, un hombrecillo calvo, con unas gafas tan gruesas que parecía mirar hacia dentro. Cinco largos minutos después, cuando hasta los músicos, cansados de pulsar notas, miraban sin disimulo hacia bambalinas, pisó la escena Maurizio Amandi. Con una expresión enérgica, caminó hasta el proscenio y ejecutó una regia reverencia. Se incorporó con una estudiada lentitud y permaneció con la cabeza inclinada hasta que unas tímidas palmas rompieron el embarazoso silencio. Satisfecho, Amandi envió al aire un beso con las puntas de los dedos y se dirigió al piano. Las luces se apagaron.

El músico alzaba una mano para pulsar los primeros arpegios cuando se detuvo y evadió la mirada hacia el patio de butacas.

Por el pasillo avanzaba una mujer vestida de negro, con una larga y roja cabellera cayéndole sobre la desnuda espalda. Parecía dirigirse hacia las primeras filas con el propósito de ocupar su localidad, pero, en lugar de ello, contoneándose, subió los peldaños que comunicaban con el escenario. Sin que los acomodadores acertaran a evitarlo, se encontró a la altura de los músicos. Dejó a un lado al director, quien, atónito, la miraba desde su atril, con la batuta caída, rodeó la sección de cuerdas y se aproximó al piano.

Amandi se había levantado del taburete. La mujer pelirroja le acarició una mejilla y le arregló la pajarita.

En ese momento, las luces del teatro se encendieron de golpe. Parte del público se removió en sus asientos. La pelirroja señaló al fondo de la platea y gritó:

– ¡Horacio, allí!

En una de las filas situada detrás del archivero acababa de producirse un revuelo. Alguien, una sombra voluminosa, intentaba abandonar su asiento.

Desde el escenario, la mujer pelirroja sacó una pistola. Algunos espectadores agacharon la cabeza. Mientras el hombre se abría paso, se oyeron gritos de histeria.

Horacio fue a por él.

Cortó por el pasillo central y desembocó en el vestíbulo. Maldiciendo su pierna enferma, salió a la plaza y corrió a trompicones hasta que trastabilló y quedó tendido en el suelo, resbaladizo por la lluvia, casi aguanieve, que salpicaba la noche.

Cuando la pelirroja llegó a su lado, un centenar de metros los separaban del fugitivo.

– ¡No lo pierda! -la animó Horacio.

Martina de Santo se quitó la peluca y se precipitó tras el hombre que huía. Su ligero vestido negro pareció flotar por las estrechas calles que conducían hacia el malecón. El aguanieve le daba en la cara.

Al doblar una esquina, lo perdió. Martina atravesó la plaza de Jesús Nazareno, donde un viejo que se santiguaba al salir de su casa la miró con espanto; por pura intuición, la subinspectora siguió su carrera hasta los espigones del Campo del Sur.

Frente al furioso Atlántico, cuya marea se escuchaba como un subterráneo estruendo, el viento se había desatado en huracán. La lluvia, como una cortina oblicua, procedía del mar. Cuando estaba a punto de dejarse abatir por la frustración, Martina distinguió una sombra cerca de la catedral, en movimiento hacia el ábside. La subinspectora apretó los dientes y corrió hacia allí.

Cuando llegó al templo, sus pulmones eran como brasas ardientes. Estaba calada de cabeza a pies.

Entró a la catedral apuntando a los bancos. El silencio era como un trueno sordo, o tal vez sólo escuchaba los latidos de su corazón. Una mujer rezaba de espaldas, frente a una capilla. Otra, acaso dormida, permanecía inmóvil en un reclinatorio, junto al altar mayor.

Martina recorrió la nave y el crucero hasta que reparó en la cripta. Su oscura entrada se abría junto al baptisterio. Alguien había quitado y arrojado al suelo la cadena que la aislaba del culto. Sin pensárselo, la subinspectora se lanzó escaleras abajo.

El hombre que había huido del teatro, y antes de Bolsean, del Caribe y de la hermosa Viena parecía esperarla tranquilamente sentado en la lápida de Manuel de Falla. La lámpara de la cripta iluminaba su cuerpo, pero no su rostro. Desde cinco metros de distancia, Martina le encañonó.

– Levántese y camine hacia mí.

– ¿No va a pedirme que me presente? -No será necesario. Sé quién es usted. El fugitivo dio unos pasos hacia la luz y se quedó quieto. Su sonrisa no denotaba temor alguno.