172157.fb2 Cr?menes para una exposici?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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LA GRAN PUERTA

67

Vestía un traje azul marino y una corbata granate sujeta con un alfiler de diamantes. El abrigo, chorreante, reposaba sobre la tumba del autor de La Atlántida.

Su voz, aparentemente sincera, resonó en la cripta:

– Mi enhorabuena, subinspectora. Pocos habrían sido capaces de seguir el rastro, pero usted ha descubierto mi juego.

Martina alzó la mira de la pistola, apuntándole entre los ojos.

– Al menos, señor Esmirna, tengo la suerte de estar viva. Condición de la que sus víctimas no pueden disfrutar.

– ¡Víctimas de sí mismas, más bien! -replicó Gedeón-. ¡De su insensato egoísmo! Si hubiesen colaborado desde un principio, otro gallo les habría cantado… ¿Fue usted quien puso el anuncio en los periódicos?

– Sí.

– La cuarta Swastika… ¿Un cebo, no es así?

– Pensé que sería la única manera de atraerle.

– Y lo consiguió. Me hizo cometer un error.

– No ha sido el único. ¿Porqué mató a esos hombres?

– Detentaban algo que era mío.

– ¿Las Swastikas?

– Sí.

– No le pertenecían. Usted tan sólo poseía un ejemplar de imitación. El que le cambió en su tienda a Maurizio Amandi cuando éste fue a visitarle.

– ¡Vaya necio! Lo escamoteé delante de sus narices, mientras contemplaba embelesado ese horrendo busto de Mussorgsky que hice encargar en arcilla. Cambié mi pluma falsa por su maravilloso ejemplar y me lo quité de en medio asegurándome de que la policía continuaría cerrando el círculo en torno a él. ¡Ese pavo real es tan lelo que ni siquiera se dio cuenta de que falsifiqué su letra para escribir las esquelas!

– ¿Con esa tinta que usted fabricaba en su bodega de la calle de los Apóstoles, utilizando el viejo alambique?

– ¿También ha descubierto eso? ¡Bravo! Pero no ha adivinado aún por qué usé una tinta artesanal, ¿me equivoco?

– El conde de Spallanza utilizaba esa misma fórmula, coloreando el tono escarlata con caparazones de cochinilla y con… orina. Al imitar su técnica, usted pretendía que las indagaciones policiales volvieran a reparar en la familia Amandi, y en Maurizio, que también solía utilizar el color escarlata, como principal sospechoso.

Esmirna la contempló con arrobada admiración.

– Insisto en que me parece usted una mujer extraordinaria.

Los ojos de Gedeón irradiaban astucia. Martina avanzó dos pasos.

– ¿Fue en la bodega de su tienda donde ocultó a Anselmo Terrén?

El anticuario armó una beatífica sonrisa.

– Hubo que reducirle previamente. Era vigoroso, y se resistió.

– Después, cuando Maurizio Amandi se hubo marchado de su tienda, subió a rastras a Terrén, por los escalones del pasadizo, y lo decapitó con un hacha.

– Me repele la sangre. Ese fue un trabajito para mi pequeño Manuel.

– ¿Su querida pelirroja?

– A Manuel le gusta disfrazarse, y a mí que lo haga. Es divertido viajar así, como marido y mujer.

La subinspectora asimiló ese comentario, y enseguida afirmó:

– Terrén tenía su misma envergadura.

– En efecto.

– Y coincidía también con su grupo sanguíneo.

– Ciertamente.

– ¿Cómo accedió a ese dato?

– Por determinado policía -repuso Esmirna, balanceándose sobre sus gordezuelas piernas.

– ¿No pudo imaginar una coartada más perfecta que la que iba a proporcionarle el cadáver de Terrén?

– ¿Acaso no lo era? Pensé que tardarían algún tiempo en descubrir la suplantación, como así ha ocurrido. En momentos de optimismo llegué a acariciar la hipótesis de que no lo averiguarían nunca, pero no contaba con su tenacidad.

– Ni yo con la suya, señor Esmirna. Porque, antes de despachar a Terrén, había liquidado a Teodor Moser.

– Nada más simple, aunque en Viena hacía un frío terrible, casi como el que tuve que soportar la otra noche, aquí, en Cádiz, ante la tienda de Feduchy, hasta que ese desgraciado se dignó a abrirme su puerta. A Moser me limité a estrangularle en su palco de la Ópera. Después registré su caja fuerte, hasta hacerme con la primera Swastika, y le pegué fuego a su usurero comercio.

– ¿No le gustan los judíos?

– Preferiría la compañía de un perro.

– Simpatiza con los nazis, ¿verdad?

– Uno cree que los males del mundo tienen remedio.

– ¿Qué significa la esvástica para usted? ¿Lo mismo que para John Egmont, el fabricante de plumas?

– Claro que no. Los símbolos sagrados me merecen todo el respeto.

Martina se pasó la lengua por los labios. Tenía la garganta seca. La humedad de la cripta la hacía temblar.

– Luego le tocó el turno al conde de Spallanza, en el Caribe colombiano.

Esmirna asintió, casi con cordialidad. Por un instante, una sensación de incongruencia afectó a Martina como un vértigo.

– Hacía mucho calor, pero aquel viaje resultó más grato -comenzó a relatar el anticuario, en un tono vacacional-. Por un capricho de los astros coincidimos en el avión a Providencia con ese narciso de Maurizio Amandi; di gracias al cielo por ayudarme así. Lo interpreté como un signo, créame. Yo también suelo caracterizarme al viajar; de manera que, días después, en Bolsean, Amandi no me reconoció… Ya nada podría detenerme. Vigilamos la mansión isleña del conde hasta que su hijo salió, y las mujeres del servicio tras él. Mi hermosa y salvaje pelirroja se deshizo a golpes del perro guardián, cuyo cadáver arrojamos por uno de los farallones que daban al mar, donde sería pasto de los tiburones, y yo, por mi parte, ahogué con mis propias manos a Alessandro Amandi en su pretenciosa piscina, sumergiéndole la cabeza una y otra vez para que me dijera dónde ocultaba su Swastika, extremo que se negó a revelar. ¡Hasta tal punto es capaz un coleccionista fanático de resistir el tormento!

– Es usted un pobre loco, Esmirna.

El anticuario protestó:

– ¿Cómo puede decir eso, subinspectora? ¡Hay grandeza en cuanto he hecho! ¿Acaso mi persistencia es diferente a la suya? ¿Sabe con qué dedicación, con qué encono lo intenté, desde la muerte de John Egmont? Siempre quise reunir a mis pequeñas, seguí su rastro por medio mundo, ahorré, intenté adquirirlas… ¡En vano, una y otra vez!

– En su juicio podrá descargar esos y otros argumentos. Ahora, deme las estilográficas.

– Antes, tendrá que matarme.

– Estoy segura de que las lleva encima.

– Por supuesto. Cerca de mi corazón.

Esmirna sacó de su bolsillo las tres Swastikas y las miró con amor. A la parpadeante luz de la cripta, el oro y los rubíes refulgieron como objetos litúrgicos.

– Fíjese en ellas, subinspectora, porque serán lo último verdaderamente hermoso que verá sobre la faz de la Tierra. Y suelte la pistola. O désela a Manuel, quien, estoy seguro, se alegra de volver a encontrarla tras su frustrado encuentro en el tren.

68

Martina se giró con rapidez. El aprendiz le sonreía desde las escaleras de la cripta. El pelo mojado recortaba su anguloso rostro. Su diestra sostenía un arma de fuego de pequeño tamaño.

– Mi Derringer, ¿recuerda? -parloteó Esmirna, con su camarina voz-. Hubiera hecho bien en comprarlo, subinspectora. Hágame un favor: deposite su arma en el suelo y retroceda hasta la pared. No obligue a Manuel a disparar.

Martina obedeció. Mendes recogió su pistola y se la entregó a Esmirna, quien la sopesó y guardó en un bolsillo.

– Voy a concederle una última prerrogativa, querida mía -murmuró el anticuario, ensimismadamente-. Puedo ahogarla con mi corbata o despacharla de un disparo. Elija.

– No ganará nada.

– ¿Acaso tengo otra opción?

– Entréguese.

– ¿Y pasar el resto de mi vida entre rejas? ¿Qué espíritu libre lo soportaría?

– Entregue al chico, entonces.

Gedeón rompió a reír. Sus carcajadas resonaron en la cripta.

– ¿Has oído eso, Manuel?

El aprendiz se acercó a Martina y le dio un culatazo en la cara. El labio inferior de la subinspectora comenzó a sangrar, pero no le impidió insistir:

– ¿No fue él quien liquidó a Leonardo Mercié? ¿Acaso no intentó matarme en su piso y más tarde en el tren? ¿No siguen pesando sobre él las sospechas de la policía?

– ¡Cállese! -rugió Mendes.

– Ingenioso, realmente ingenioso -consideró Esmirna, acercándose al aprendiz y pasándole un brazo por los hombros-. ¿Qué opina de eso mi pelirroja? ¿Te sacrificarías por mí?

– ¡Maldita mujer! -barbotó Manuel-. ¡No siga por ese camino!

– Usted está muerto, recuerde -arguyó Martina, impertérrita, dirigiéndose a Gedeón-. Su ayudante lo decapitó y mutiló y le robó los dos millones que acababa de pagarle Maurizio Amandi, más una indeterminada cantidad que le habría hecho sacar de sus cuentas. Estaba chantajeándole, como a Leonardo Mercié. A cambio de sus favores sexuales, Manuel Mendes, un muchacho inestable, con antecedentes penales y un pasado sórdido, les exigía cada vez más dinero. Finalmente, decidió enfrentarse con él. Discutieron, y Mendes acabó con su vida. Pocos días después, temeroso de que Mercié acabase confesando a la policía, Manuel le hizo volar desde su quinto piso. Huyó a Cádiz, donde establecería contacto con Luis Feduchy, a quien, asimismo…

– ¡Silencio, zorrón! -volvió a exclamar Manuel, esgrimiendo la pistola frente al rostro de Martina.

– Márchese ahora -invitó la subinspectora al anticuario-. Suba por esas escaleras y desaparezca en cualquier parte. Nadie le encontrará, nadie le buscará. Podrá vivir tranquilo, con sus doradas princesas, únicas en el mundo. ¡Podrá seguir coleccionando, consagrándose a su pasión! Una nueva vida en Brasil, en cualquier país africano. ¿Qué me dice?

– ¡Miserable putón! -bramó Manuel, alzando el brazo para golpearla de nuevo.

Gedeón lo impidió.

– ¡Ya basta, niño! Odio tu lado… callejero. Siga usted, Martina.

– ¿Es que vas a escuchar a esta golfa? -saltó Manuel.

– ¿Cuántas veces tendré que recordarte las normas de educación? ¡No me gusta que me tutees delante de extraños! ¡Te mereces un bofetón!

A la subinspectora no le habría extrañado que el anticuario hubiese terminado por abofetear a su aprendiz, de no haber sido porque unas fuertes voces distrajeron su atención.

Los gritos, amplificados por el eco de la cripta, parecían proceder del túnel de acceso. Enseguida dieron paso a fugaces sombras que se dispersaban hacia los nichos. De una de las siluetas brotó un fogonazo y Mendes cayó sobre sus rodillas, impulsando los brazos hacia atrás. Esmirna había sacado de su bolsillo la pistola de Martina y disparó contra los agentes que acudían al rescate de la subinspectora; uno de ellos, al menos, resultó alcanzado. El otro también abrió fuego, una, dos, tres veces, pero la espalda del anticuario ya había desaparecido escaleras arriba.

– ¿Se encuentra bien, Martina?

– ¡Deme su revólver, yo iré tras él!

Horacio le tendió el arma y se inclinó sobre el cuerpo del inspector Castillo, que se retorcía en el suelo.

– ¡No vaya sola! -le aconsejó el archivero.

Martina no le escuchó. Atravesó el altar mayor y salió a la plaza de la Catedral justo para divisar a Esmirna cruzando el Arco del Pópulo. Corrió a toda velocidad hasta desembocar en el Callejón de los Piratas, y de ahí a la Cuesta de las Calesas.

La calzada, muy empinada, frenaba la huida del anticuario, haciéndole perder terreno. La subinspectora se encontraba a menos de cincuenta metros de él cuando algo así como si hubieran desgarrado una almohada de plumas le cegó la visión. Blancas bandadas de copos ocultaron el cielo color caldero. La nieve se derramaba sobre la ciudad, impulsada por la ventisca.

Esmirna resbaló, empujó a un viandante y siguió corriendo hacia las Puertas de Tierra. Cruzó la calzada entre los coches que circulaban con lentitud y se parapetó tras uno de los pilares de piedra.

Martina se detuvo a veinte pasos, inmovilizó el cuerpo y preparó la pistola. Cuando el anticuario volvió a asomarse, le metió un balazo en el hombro. Gedeón se derrumbó con un grito.

La detective se acercó con cautela y lo desarmó. Esmirna estaba tendido en el suelo. La nieve caía sobre él. Martina introdujo una mano bajo su americana y sacó las tres Swastikas. Sus giróvagas cruces parecieron palpitar, como sangrientas reliquias.

– ¿Qué hará con ellas? -imploró el anticuario-. ¡Pídame lo que quiera, pero no nos separe! ¡No podría seguir viviendo!