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PROMENADE(Epílogo)

69

Bolsean, 28 de enero de 1986, lunes

– He hablado por teléfono con el inspector Castillo -comentó Horacio-. Evoluciona razonablemente bien. Pronto podrá volver al servicio activo.

Eran las siete de la tarde. La subinspectora y el archivero paseaban con lentitud por la acera de la Jefatura Superior, en dirección al centro.

– Me alegro -contestó Martina.

– Quiere invitarnos a Cádiz este verano. Insiste en que la convenza. Para mí, se ha enamorado.

– Según usted, los hombres no tienen otra cosa que hacer que prendarse de mí.

– Si me pregunta…

– No le he preguntado.

– Pues le responderé, de todas formas. La verdad es que preferiría a Castillo a algún otro.

– ¿A quién se abstiene de citar?

– A il bello Maurizio.

– ¡Ya salió!

– Ese tipo no le conviene.

– Puede que tenga razón.

– Y, sin embargo, no dejará de verle.

– Una nueva gira le espera en Estados Unidos. Tardará en regresar.

– Quiera el cielo que encuentre una rica viuda californiana, y usted se olvide de él.

– Olvídelo usted.

– No sea tan hosca. Cuando la nombren inspectora deberá mostrar más cintura.

– Falta mucho para eso.

– No lo crea. La hora de la jubilación se acerca para el inspector Buj. Estoy convencido de que el comisario apostará por usted. Su capacidad deductiva… ¿Puedo hacerle una pregunta?

– ¿No me la va a formular, de todas formas?

– ¿En qué momento supo que el autor de los crímenes era Gedeón Esmirna?

– Para responder esa cuestión comenzaré por los pies.

– ¿Qué quiere decir?

Martina sacó un cigarrillo.

– Un cadáver crece, de media, unos dos centímetros a partir del instante de su muerte. Se dilata, realmente, pero ni siquiera con ese cálculo los zapatos de Gedeón habrían coincidido con los del muerto al que quiso suplantar. Los pies de Terrén eran los de un campesino: estropeados, espatulados, con rozaduras y callosidades. Esmirna era escrupuloso en el vestir, y se hacía de encargo el calzado.

– En otras palabras: Gedeón pensó en las manos, como elemento de identificación, no en los pies.

– Esmirna aspiraba a cometer crímenes perfectos, pero incurrió en demasiados errores. -La subinspectora agregó, reflexivamente-: Cuando lo visité en su tienda me confundió con la otra pelirroja, con la suya, con Manuel. Su obsesión por incriminar a Maurizio Amandi le hizo extender ante nosotros el tupido velo de Mussorgsky, cuya biografía se prestaba a toda clase de exaltaciones, incluido el fervor coleccionista, la idolatría que siempre le rindió Maurizio.

– ¿Mussorgsky fue, entonces, una cortina de humo?

– Respecto a ese teatral recurso, desde el principio tuve la impresión de que nos hallábamos frente a un escenario hábilmente diseñado. Todas esas pistas relacionadas ton Mussorsgky y Amandi en Viena, en la Isla de Providencia, o aquí, en Bolsean… Esas esquelas, escritas con letra artesanal, escarlata, que el padre de Maurizio lubricaba para el uso de ambos, debían ser publicadas tres días después de cada muerte, como tres días después del fallecimiento de Hartmann editó Mussorgsky su fúnebre obituario…

La subinspectora hablaba deprisa. A Horacio le costaba seguirla.

– Para redactar las esquelas, Esmirna utilizó su falsa Swastika, cargada con una tinta fabricada por él según la misma fórmula de Spallanza, cuya escarlata coloración obtenía a base de caparazones de cochinillas. El plumín de iridio y, por lo tanto, el punto y el trazo eran idénticos a los de la verdadera Swastika heredada por Maurizio. Para adjudicarle los crímenes, Esmirna imitó la letra de Maurizio en los textos de las esquelas. Tal cúmulo de aparentes cargos debería de haber bastado para establecer la culpabilidad de Maurizio. No contento con ello, Esmirna contactó con el marchante Skaladanowski para in formarle de que disponía de un lote de objetos relaciona dos con Mussorgsky, y solicitarle nuevas piezas del músico ruso.

– Y el bello Maurizio picó el anzuelo -dedujo Horacio.

– No podía saber que tanto el busto de Repin como los dibujos de Hartmann, incluido Gnomus, por el que llegó a pagar una exorbitante cantidad, eran falsos. Pero Gedeón Esmirna iba a seguir pecando por exceso: esa omnipresencia del legado Mussorgsky, esas cartas y referencias situadas de una manera u otra en las escenas de los crímenes… Y, al fin, su presencia en el Teatro Falla.

– Su truco del anuncio funcionó.

– Porque imité su estilo tortuoso, como rebuscada era la coartada de Esmirna.

– Tortuosa, y mucho, debió de ser la relación entre Manuel Mendes y el propio Gedeón -añadió Horacio.

El aprendiz no había sobrevivido al tiroteo en la cripta de la catedral de Cádiz. Murió a los pocos minutos, mientras Martina de Santo perseguía al anticuario por la Cuesta de las Calesas. En el hotel de Esmirna aparecieron una peluca pelirroja, un vestido negro, unos zapatos de tacón y un broche en forma de diablillo rampante, el símbolo del grupo Inferno, el fetiche de Mendes. Esmirna aguardaba la llegada a Cádiz de su cómplice, tras liquidar éste a Mercié y atentar contra Martina.

La policía gaditana intentó localizar a la familia portuguesa de Manuel Mendes, pero no tuvo éxito. Se le dio tierra en el camposanto de Cádiz, en un anónimo nicho de cuyos gastos se hizo cargo la delegación municipal de Cementerios.

El inspector Buj, tras una somera investigación entre algunos chaperos de Bolsean, agregó nuevas degradaciones a su hoja delictiva: su disfraz de pelirroja no era el único que se le conocía en el submundo de la prostitución masculina. Otras veces, dependiendo del cliente, Manuel se caracterizaba de verdugo o de cura, aunque prefería los papeles femeninos. Con Mercié, sin embargo, era éste quien se disfrazaba. El profesor no tenía hermana alguna. La foto que Martina había visto en su gabinete era él mismo, ataviado de mujer.

Horacio inquirió:

– ¿Adivinó la identidad de Mendes por el broche?

– La secretaria de La Colmena, Miriam Gómez, me proporcionó una detallada crónica sobre el comportamiento de su extraña cliente. Determinados gestos de esa estrambótica pelirroja acabarían revelándose francamente masculinos. Su aroma, por otra parte, coincidía con la colonia silvestre de Gedeón.

– ¿Por qué Esmirna no puso él mismo las primeras esquelas, u obligaba a hacerlo a alguien que físicamente se pareciera a il bello Maurizio?

– Era una manera de implicar en la trama, antes o después, a Boris Skaladanowski, el Berlinés, y a su novia, la rumana pelirroja, Erika Umanescu.

– ¿Sabía que Sherlock Holmes protagonizó un caso titulado «La liga de los pelirrojos»?

– ¿Y sabía usted que el doctor Watson jamás le interrumpía?

Horacio se ofuscó; algunas veces, Martina se mostraba así de cortante.

– Skaladanowski y Umanescu -prosiguió la subinspectora-estaban elacionados con Anselmo Terrén y con los expolios que Esmirna peritaba sin escrúpulo. Gedeón tenía información de Terrén. Eran de similar corpulencia, y coincidían en el tipo de sangre. Esmirna no hizo que Manuel lo decapitara y mutilase respondiendo a un paroxismo de crueldad, sino a fin de evitar que identificásemos el cadáver. Ambos hicieron desaparecer la cabeza y los miembros de Terrén, así como el cuadro de La Anunciación, lo que reforzaba las tesis de una venganza de carácter sexual, y del robo. De esa manera, Esmirna tendría las manos libres para obtener los restantes trofeos, las Egmont-Swastikas por cuya posesión estaba dispuesto a seguir matando.

– Eso es algo que nunca entenderé, subinspectora.

– La codicia puede llegar a ser un impulso irrefrenable.

En su declaración, Gedeón Esmirna había admitido que los restos de Terrén, envueltos en una lona, habían ido a parar a un contenedor del Mercado de Pescados. El camión de basura que cada noche hacía la ruta del barrio portuario de Bolsean los habría trasladado al vertedero municipal. Debido al tiempo transcurrido, y al tratamiento que se aplicaba a los desechos orgánicos, las posibilidades de encontrar pruebas, o los propios restos, eran prácticamente nulas.

El anticuario no había negado el móvil. Admitió haber ejercido como perista de forma ocasional, cuando le interesaba alguna pieza determinada, cuyo origen no cuestionaba; pero insistió en haber ejercido su oficio con honestidad a lo largo de más tres décadas, y en haber colaborado con el Obispado y con distintas parroquias en la restauración de obras de arte. Gedeón Esmirna era, de hecho, caballero de la Virgen, patrono del Museo de Tapices de la catedral de Bolsean y miembro fundador de dos cofradías.

El doctor Marugán, el forense que analizó su personalidad, una vez el anticuario hubo sido intervenido de la herida de bala y trasladado al Hospital Clínico de Bolsean, donde se fue recuperando bajo vigilancia, concluyó que Esmirna no padecía el menor trastorno psiquiátrico.

Jamás, con antelación a la comisión de los asesinatos, había manifestado el anticuario actitudes o inclinaciones violentas, y cuantos testimonios pudieron los investigadores reunir acerca de su comportamiento social, fueron favorables. Ni la inteligencia ni la sensibilidad de Esmirna aparentaban estar perturbadas por complejo, anomalía o síndrome alguno, excepción hecha de una cierta inclinación al fetichismo y una leve neurosis obsesiva, manifiesta en una fijación que obraba en su razonamiento a manera de dogma: los dueños de las tres Egmont-Swastikas que había conseguido localizar, Teodor Moser, Alessandro Amandi y Luis Feduchy, intentaban por todos los medios hacerse a su vez con el juego completo de los ejemplares existentes en el mundo; en consecuencia, Esmirna no halló mejor modo de obtenerlos que liquidando a sus dueños.

«Intenta hacernos creer que esas estilográficas ejercían alguna clase de poder sobre su voluntad -había dictaminado el psiquiatra-. Que su deseo no se enfocaba tanto hacia su posesión, aunque no existía otra forma de aplacar su avidez, su ansiedad, como hacia la necesidad de ser poseído por ellas. Está convencido de que tienen vida propia, de que precisan su compañía y custodia.»

– ¿Qué será de esas piezas? -preguntó Horacio.

Las plumas permanecían bajo custodia del Ministerio del Interior, en una caja de seguridad del Banco de España. Ante su futuro se adivinaba un complicado proceso. Maurizio Amandi estaba dispuesto a donar su ejemplar (algunos museos especializados en objetos de escritura se habían interesado por las legendarias Swastikas de John Egmont), pero los parientes de Moser y Feduchy aún no se habían pronunciado. En cuanto a la cuarta pluma, permanecía en paradero desconocido.

– No es cosa nuestra -repuso Martina, sacando del bolsillo la suya, el ejemplar espurio, que el comisario Satrústegui le había autorizado a conservar.

– ¿Se imagina que desaparezcan obligándonos a reabrir el caso? ¿O que alguien vuelva a matar para obtener la cuarta Swastika?

– De esa manera dispondría usted de nuevos elementos para escribir su historia. Porque se propone dar forma literaria a este caso, ¿estoy en lo cierto?

El rostro de Horacio se encendió.

– He comenzado a tomar algunas notas, la verdad. Y hay un editor interesado.

– Confío en que haya tenido la decencia de cambiarme el nombre e incluir esa tópica advertencia sobre cualquier parecido con la realidad.

– Por mera coincidencia, coincide con el suyo.

Martina recordó que Horacio era aragonés; no había nada que hacer. Sonrió, resignada.

– Tenga, escribirá mejor con esto.

La subinspectora le entregó la Swastika.

– ¿Qué está haciendo, Martina? ¡De ninguna manera puedo aceptarla!

– Se lo ruego. A mí me traería confusos recuerdos.

– Si insiste…

En la mano del archivero, los falsos rubíes brillaron bajo las luces de una farola. La subinspectora despidió a Horacio en la puerta de su casa y se alejó caminando hacia el casco viejo, en busca de un restaurante donde cenar sola.

La oscuridad caía sobre Bolsean. Del cielo negro ella habría querido colgar una esperanza, la mano de un inocente, ecos de causas perdidas. Porque Martina de Santo no exigía belleza a la ciudad. Sólo acción, compasión, justicia y, ojalá, cuando se hubiera curado de las últimas heridas, las de la piel y las del alma, un nuevo caso criminal en el que sumergirse a fondo.