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– Buenas noches, Herr Moser.
– ¿Cómo se encuentra hoy de la ciática, Johan?
– Muy mejorado.
– Yo, en cambio, oigo resonar mis pelados huesos como tabas de cordero en una bolsa de piel.
El anticuario conocía a los acomodadores más veteranos del Palacio de la Ópera desde hacía tantos años que a Johan, por ejemplo, tan envejecido como él (y como la goyesca florista de la Kärntnerstrasse), podía recordarlo sin canas, con la mata de pelo todavía lustrosa.
El tiempo mata, pensó el viejo Teodor, pero nunca transcurría en vano. Al menos, servía para valorar ciertos actos y ensalzar algunos méritos. En la filosofía del anticuario, la constancia era un valor. Asimismo, la elegancia. Una pátina de la distinción del edificio se había contagiado a su personal. Avanzando por el vestíbulo del teatro, entre el reflejo de los mármoles y los bajorrelieves de las molduras, Moser se benefició de una conjunción de equilibrio y respeto. Las próximas horas iban a resultar de placer y descanso para él.
Su palco quedaba en el primer anillo, a la derecha del proscenio. Sufragarlo le suponía un costoso dispendio. Lo mantenía por respeto a la memoria de su mujer, y procuraba amortizarlo invitando a amistades susceptibles de convertirse en clientes suyos, o de seguir siéndolo.
No siempre acudía acompañado a la Ópera; tampoco le importaba asistir solo. Esa noche no había conseguido que sus próximos disfrutaran a su lado con la doble sesión sobre Modest Mussorgsky. Günter Schultz, por supuesto, no habría ido en ningún caso, pero tampoco la novia de su hijo, Margarita, quien, como cabal vienesa, amaba la música tanto como él, se había animado a ir al teatro.
La dificultad del programa parecía haber desanimado a sus habituales acompañantes. En la primera parte, Maurizio Amandi, el excéntrico pianista de origen italiano que esa noche debutaba en Viena, se proponía interpretar la partitura original de Cuadros para una exposición, tal como la había concebido Mussorgsky, su autor. En la segunda, arropado por la Filarmónica, cuya batuta él mismo iba a esgrimir, Amandi repetiría esa pieza en la versión orquestal de Ravel. Una apuesta arriesgada, surgida de la devoción que il bello Maurizio, según apodaba al pianista la prensa del corazón, testigo de sus affaires, sentía hacia la obra del compositor ruso, pero sin concesiones para el gran público.
Aunque Moser no conocía a Maurizio Amandi, ardía en deseos de saludarle. Su impaciencia venía justificada por un hecho inusual: la mañana anterior, de forma tan sorprendente como inesperada, había recibido una carta suya. Entre su correspondencia, Margarita Schultz, quien despachaba a diario con él, había apartado un sobre en cuyo remite figuraban el nombre y el apellido del intérprete.
Se trataba, en efecto, de una carta de puño y letra del pianista. Moser la había leído con asombro y después, doblándola con pulcritud, la había guardado en su cartera.
Una vez instalado en su palco, y tras comprobar que el aspecto de la platea, a medio aforo, no respondía al de las grandes veladas musicales, la desdobló con el cuidado de quien sospechaba pudiera tratarse de un futuro objeto de culto y volvió a leerla. La carta decía así:
Apreciado Herr Moser:
Me atrevo a dirigirme a usted en base a un dato suministrado por alguien cuya identidad, por el momento, y en aras de una elemental prudencia, mantendré en secreto. Según ese informador, se encuentra usted en posesión de ciertos documentos pertenecientes al legado de Modest Mussorgsky. Estoy dispuesto a ofrecerle una atractiva cantidad por su venta, o bien a alcanzar con usted algún tipo de acuerdo o de canje. Debido a mis compromisos profesionales, sólo permaneceré en Viena durante un par de jornadas. Puesto que los ensayos me ocuparán todo el día de hoy, me permito proponerle que nos saludemos en el cóctel que la Ópera ofrecerá mañana, al término de mi debut. Acto para el que le adjunto invitación.
Respetuosamente,