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La misiva, en forma de cuartilla escrita con tinta escarlata, había llegado a la tienda de antigüedades de la Kärntnerstrasse en un sobre sin franquear del Hotel Sacher, uno de cuyos empleados se encargó de realizar la entrega.
Moser no había creído oportuno responder por idéntico conducto. Después de pensar en ello, y de consultarlo con Margarita Schultz, había llamado por teléfono al director del hotel, conocido y cliente suyo (varias de las antigüedades del Sacher procedían de su tienda), encareciéndole comunicara al famoso pianista que había recibido su mensaje y que, en calidad de abonado a la Ópera e incondicional suyo, asistiría al concierto y al posterior vino de honor, donde muy gustosamente se pondría a su disposición.
A sus años, Moser no creía en los avatares del destino, pero la carta de Maurizio Amandi había hecho despertar en él emociones que imaginaba adormecidas en el letargo de la vejez. Le recordó su propio estilo de cazador de tesoros, su impronta de coleccionista, ese espíritu de avidez y aventura que le había llevado a perseguir las más variadas y, en apariencia, inabordables piezas, por media Europa, por medio mundo. También él había escrito cartas similares, utilizándolas como tarjeta de presentación y señuelo de un juego emocionante, y a veces peligroso, cuyas enrevesadas reglas sólo resultaban inteligibles para la restringida élite del coleccionismo selecto.
Pero lo que realmente había desconcertado a Moser fue el hecho de que Maurizio Amandi supiera que determinados manuscritos de Modest Mussorgsky obraban en su dominio.
Tales documentos se habían enajenado en un plazo muy reciente, siendo contados los testigos que accedieron a los términos de la transacción. Los originales de Mussorgsky procedían de la colección noruega Fiedhesen, cuyos herederos, acuciados por las deudas, habían decidido rematarla en lotes. Uno de los cuales, a cambio de doscientos cincuenta mil dólares, había ido a parar a Viena, a la caja fuerte de Teodor Moser. Dicho lote integraba la partitura original de una ópera de juventud de Mussorgsky -Han de Islandia- que se creía perdida, más una serie de epístolas que el iluminado compositor había dirigido al crítico Stasov, principal avalista del Grupo de los Cinco.
Ingenuas, plenas de exaltaciones y desdenes propios de la época y de la ideología de los románticos nacionalistas, las cartas de Mussorgsky reunían un cierto interés. Muy superior, por supuesto, pensaba el anticuario, asesorado en este punto por Franz Berger, uno de los maestros de la Filarmónica, devenía la trascendencia de un Han de Islandia jamás estrenado pero que, de serlo, de recuperarse y orquestarse, acreditaría los primeros esbozos operísticos del autor de Boris Godunov.
La básica educación musical de Moser le había permitido admirar, de la mano de Berger, las páginas del Han. El talento de Mussorgsky se vislumbraba en las escenas corales y en ese mar de fondo, intrigante, ancestral, que pautaba la melodía. Pese a las imperfecciones técnicas, aquel jovencísimo y, por entonces, hacia 1860, anónimo petersburgués de adopción, el cadete Mussorgsky, había sido capaz de establecer líquidas cortinas de sonido sobre columnas musicales plenas de fortaleza y vigor. Los pentagramas de Han de Islandia irradiaban vida.
Berger pensaba que Mussorgsky no tenía nada que ver con los restantes compositores del Grupo de los Cinco, con Borodin, con Rimsky-Korsakov, ni siquiera con Schumann, de quien Mussorgsky se había reconocido discípulo en el prólogo de su carrera. Influido por su opinión, el anticuario se reafirmó en que la inspiración del Han obedecía a la confluencia de un milagro, a un relámpago en la oscuridad, a uno de esos escasos ejemplos en los que el genio se manifestaba en estado puro, simple y revelador, y verdadero más allá de las verdades de su época.
En la soledad de su palco, Moser se irguió, expectante. Las luces se habían apagado y el telón acababa de alzarse para dar entrada a una figura grácil, solemne y frívola a la vez, de la que emanaba un aura especial.
Iluminado por los focos, il bello Maurizio saludó al público vienés con una leve inclinación de cabeza y se dirigió al Steinway varado en mitad del escenario. Cuando las notas comenzaron a desgranar su magia, Moser pensó en Ruth, su difunta esposa. Acarició la rosa que reposaba sobre sus rodillas, cerró los ojos y se dejó transportar por la música.
Maurizio Amandi acababa de concluir Promenade, el paseo melódico que vertebraba las imágenes de los cuadros o croquis de Viktor Hartmann residentes en el cimiento escénico de la composición, y atacaba el primero de los fragmentos de la serie, Gnomus. Sugestionado por el conjuro del piano, el anticuario pudo literalmente oír los pasos de esa criatura fantástica deslizándose por el cielo del teatro con el sigilo de su alma de duende.
Acto seguido, intercalando una y otra vez la pegadiza melodía del Promenade, el pianista fue interpretando los siguientes cuadros: Il Vecchio Castello, Dos judíos, la bruja Baba Yaga, hasta completar la suite con La Gran Puerta de Kiev. Al concluir su interpretación, il bello Maurizio se puso en pie, avanzó hasta la boca del proscenio y, retirándose de la frente los rebeldes mechones rubios, agradeció los aplausos con una reverencia menos formal que paródica, pero ejecutada con el teatral donaire de quien está acostumbrado a seducir.
Saludando una y otra vez, el pianista permaneció en escena dos o tres minutos más, por lo que las luces de la sala demoraron en encenderse.
Desde su palco, inclinado hacia delante, con los ojos arrasados y los codos apoyados sobre la barandilla, un cautivado Moser proseguía aplaudiendo. Hasta que, de improviso, la rosa resbaló de sus rodillas y el anticuario dejó de escuchar el sonido de sus propias palmas.
Un brusco tirón había impulsado su nuca hacia atrás y un ardiente lazo le hundía y abrasaba la nuez.
Moser no había visto la cuerda que le enroscaba la garganta, pero no podía gritar ni respirar. A sus ojos afluía una película de sangre. Inútilmente, trató de liberar el cuello, de incorporarse en la butaca de terciopelo carmesí. Unas férreas manos lo mantenían sujeto y sólo consiguió patalear como un pelele en brazos de un titán.
Contra el sudor febril que le helaba la cara, notó una fragancia a espliego.
Y eso, la proximidad del ser humano, o inhumano, que lo estaba ejecutando, fue lo último, junto con el rojo medallón de la rosa caída en la alfombra del palco, que el viejo Teodor percibió antes de adentrarse en un nocturno de diabólicas notas y de emprender su particular promenade hacia la eternidad.
Que no era blanca, como la nieve de Viena, sino tenebrosa y pestilente como el aliento de un viejo fantasma.