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Ermita de San Caprasio (Asturias), 16 de diciembre de 1985, lunes
Después de conducir largo rato en la oscuridad, Anselmo Terrén vislumbró las luces de Muruago parpadeando entre la niebla posada en el valle.
Ni adrede habrían elegido una noche mejor, pensó.
Acababan de atravesar la sierra de La Clamor, a mil doscientos metros de altitud, por una tétrica carretera escorada por planchas de hielo. A la luz de los faros, bosques de hayas y pinos negros mostraban una fantasmal espesura. La nieve se adentraba entre los troncos en opalinas lenguas sobre las que, de vez cuando, un ciervo o un zorro se dejaban deslumbrar.
La calefacción del furgón se había estropeado, obligándoles a soportar un frío polar. Los dos hombres que acompañaban a Terrén, Niño Matesa, el valenciano, y un gallego, de apellido Castrón, guardaban silencio. Terrén los conocía bien; por esa razón, no sentía aprecio hacia ellos. En el fondo, prefería que mantuvieran las bocas cerradas. Su hosca reserva venía a traducirse en respeto.
Él pagaba. Él era el jefe.
– Estamos llegando -anunció Terrén-. ¡Las capuchas, venga! No hay más remedio que cruzar el pueblo.
No existía otro modo de llegar a la ermita de San Caprasio. Las calles de Muruago, una villa montañesa de cincuenta casas, aparecían enlodadas por las lluvias y el paso de yuntas, caballos asturcones y la cabaña lanar que, si el tiempo lo permitía, pastaba en los prados altos, entre las peñas que rascaban el cielo.
Sólo estaba asfaltada la calle principal. El furgón recorrió a setenta kilómetros por hora esa embarrada lámina de alquitrán y bosta. El bar estaba cerrado, como las ventanas de las casas. Terrén habría jurado que nadie les vio.
– Debe de ser por la primera pista, pero comprueba el mapa -le pidió a Niño Matesa, cuando dejaron atrás el villorrio.
El valenciano le confirmó el desvío. Pasados unos tres kilómetros de Muruago, la furgoneta fue engullida por la masa forestal. En medio de una lechosa tiniebla, tan opaca que apenas se veían los troncos, empezó a traquetear por el camino de cabras que ascendía al santuario.
Una piedra estuvo a punto de hacerles volcar. Terrén volvió a lamentarse por no haber utilizado un todoterreno, pero no había querido arriesgarse a robar uno.
Sabedor de que la policía no le quitaba ojo, en los últimos tiempos se había prodigado poco. Llevaba un año dedicándose a la venta ambulante y a la chamarilería, sus actividades legales, sus tapaderas. El golpe de Muruago venía dictado por la necesidad.
Los faros del furgón dibujaron la mole del ábside. La niebla era tan espesa que no se distinguía la torre.
– Los guantes -ordenó Terrén.
El pórtico estaba asegurado por una gruesa llave de hierro, de las llamadas de sacristán. Era la única entrada.
Niño Matesa sacó un racimo de palanquetas. A la luz de una linterna, estuvo manipulando la cerradura. La temperatura era ártica, pero un sudor como una salsa fría empezó a humedecerle la piel.
– ¿Atinas? -lo apuró Castrón-. ¿O los valencianos no la sabéis meter?
Niño Matesa le enfocó la linterna a la cara. Deslumbrado, Castrón no percibió su siniestra mirada.
– Eres tú quien me crispa los nervios, gallego.
El jefe no esperó mucho más antes de abrir el maletero de la furgoneta en busca de un mazo. Tomó aire y lo enarboló.
– Aparta, Niño.
El golpe resonó en el valle, pero todavía hicieron falta unos cuantos más hasta que la hoja de roble giró sobre sus goznes.
– El foco, Castrón.
Colocaron la lámpara sobre el altar y las linternas apuntando al crucero. El templo era lóbrego y rezumaba humedad. Restos de pinturas al fresco los contemplaban desde los muros. Se oía el viento rechinando en las aspilleras.
– ¿A qué esperáis? ¡Aprisa!
Trabajaron sin descanso, sabiendo lo que tenían que hacer. Las tallas y los óleos fueron trasladados al furgón. El mismo camino siguieron los bajorrelieves de los capiteles, arrancados a pico, y también los candelabros y cálices de la sacristía, cuya puerta apenas ofreció resistencia al mazo. Parte del retablo fue desmontado sin reparar en si dañaban las figuras, los santos, las filigranas vegetales policromadas con pan de oro.
Cuando faltaba poco para el amanecer, Terrén dio por concluida la tarea.
– Andando. Barrer el suelo y comprobar que no nos dejamos nada.
Además de la nave, que parecía una trinchera, con molduras rotas y fragmentos de yeso desparramados por el suelo de tarima, escobaron las losas del porche. Castrón utilizó una pala para entrecavar y aplanar el terreno ondulado ante el pórtico, intentando eliminar huellas. Quedarían en el lugar las marcas de los neumáticos, pero eran de un modelo común, como habría decenas en aquellas apartadas comarcas. Aunque la policía localizase con posterioridad las piezas robadas, no les sería fácil probar la relación de la banda de Terrén con el expolio.
La banda de Terrén… Así habían titulado los periódicos a finales de los años setenta, cuando la brigada de patrimonio de la Guardia Civil le sorprendió con las manos en la masa en su almacén de Pradilla del Monte, un pueblecito de El Bierzo. Terrén poseía allí una antigua granja familiar rehabilitada como almacén de antiguallas, ferralla y chapa. Los agentes encontraron detectores de metales, moldes para fabricar falsas monedas antiguas, picos, palas y piezas procedentes de yacimientos íberos y romanos: fíbulas, ídolos, bronces, bustos, cerámicas.
Anselmo Terrén nunca supo a ciencia cierta quién le había delatado, pero tuvo que enfrentarse a una acusación que implicaba varios años de cárcel. Lograría reducir la condena a cambio de proporcionar una lista con los nombres de sus clientes, entre quienes figuraban relevantes ciudadanos de España y Portugal. Médicos, abogados, anticuarios… con muchos de los cuales Terrén había tratado en persona.
La sentencia lo recluyó en el penal de La Santidad, a las afueras de Bolsean, en una de cuyas celdas dormiría durante cuatrocientas veintitrés eternas noches.
En la cárcel, Terrén trabaría amistad con Boris Skaladanowski, el Berlinés, encarcelado por motivos parecidos a los suyos.
Descendiente del pionero del cine alemán, con residencia en España, Skaladanowski era hiperactivo, políglota, ludópata. Presumía de hechuras de dandi y conquistador, viajaba y frecuentaba museos, casinos, mujeres. Con una afectada indiferencia, ganaba o perdía cifras de vértigo, y con la misma naturalidad cambiaba de amantes. Solía afirmar que no le importaba la suerte, pues la tenía comprada, y que hasta los signos del zodíaco trabajaban para él. Skaladanowski se había especializado en el tráfico internacional de objetos artísticos. Experto en románico y gótico, figuraban en su haber decenas de robos a pequeñas iglesias rurales de la franja norte del país, desde la Cerdaña a las estribaciones de los Picos de Europa.
El Berlinés saldría de la cárcel unos meses antes que él. Cuando Terrén dejó atrás los muros de La Santidad, volvieron a encontrarse y decidieron trabajar juntos. Terrén se encargaría de reclutar a los integrantes de cada nuevo golpe, y de ejecutar los expolios; Skaladanowski, por su parte, iría colocando las piezas, una vez restauradas, y atenuada la alarma de su desaparición, en un zoco de coleccionistas particulares y comisarios sin escrúpulos que abarcaba buena parte de Europa occidental, con ramificaciones en México y en Estados Unidos. Asimismo, Rusia y Oriente Próximo se estaban abriendo a ese rico mercado.
En los últimos meses, debido a la presión policial, apenas habían protagonizado un par de robos de poca monta, con escasos riesgos y mínimos beneficios.
La ermita de San Caprasio, en Muruago, prometía un botín algo mayor. Una de las tablas, una Anunciación, podía alcanzar un alto precio en el mercado negro.
Esa bella pintura viajaba ahora sana y salva en la furgoneta de Terrén, rumbo al puerto de Gijón.