172157.fb2
Providencia, 24 de diciembre, martes
El día de Nochebuena, Alessandro Amandi despertó empapado en sudor. Había tenido una pesadilla relacionada con las ceremonias vudús en el monte de El Pico.
En el sueño, su hijo Maurizio aparecía poseído por el espíritu del mal. Blanqueada la cara por pasta de arroz, soltando espuma por las comisuras y emitiendo incomprensibles gritos, su pequeño (porque en la pesadilla apenas era un niño) se debatía entre sus brazos.
El mal sueño no le habría afectado de no ser Maurizio epiléptico. Lo era desde los doce años. Su padre no había olvidado aquella traumática ocasión en la que él mismo tuvo que incrustarle entre las mandíbulas un estuche de cuero para plumas estilográficas, cuya funda quedó destrozada. El tratamiento había conseguido controlar la enfermedad, pero el riesgo de otro brote estaba siempre presente. Bajo ningún concepto su hijo debía prescindir de la medicación.
Una de las dudas que durante todos aquellos años había atormentado al conde de Spallanza radicaba en establecer si el ejercicio de la música, en el nivel magistral que Maurizio había alcanzado, operaba como lenitivo de la afección o, por el contrario, contribuía a estimular su desarrollo.
Los médicos habían considerado que sería temerario ignorar la vocación de Maurizio. Por otra parte, Oliver Praise, su profesor de piano en Londres, discípulo, a su vez, de Benjamin Britten, estaba persuadido de que el muchacho poseía cualidades innatas para la interpretación, y de que tenía ante sí un notable futuro como pianista. En consecuencia, supondría un yerro irremediable vulnerar su naturaleza y cercenar su don.
La música parecía obrar como un sedante para el nervioso temperamento de Maurizio. Sus primeros conciertos le aportaron aplomo y una suerte de enjaulada felicidad. El viejo Amandi debía admitir que Maurizio se transformaba sentado a un piano; aunque, en ocasiones, la exaltación que se apoderaba de su hijo le hiciese temer por una nueva recaída.
El fokker de San Andrés en el que viajaría Maurizio realizaba la ruta de Providencia dos días por semana. Tenía previsto su aterrizaje a las doce del mediodía, pero ese horario casi nunca se respetaba. Unas veces, dependiendo del rigor de los pilotos o de las condiciones meteorológicas, aterrizaba con antelación, y otras -la mayoría- con retraso.
A la espera de dirigirse al aeropuerto, el conde hizo tiempo en II vecchio castello. Quiso asegurarse de que sus serviciales mucamas hubiesen dispuesto todos los detalles para hacer más grata la estancia de su vástago. Revisó su habitación, en la segunda planta, la más luminosa y amplia, con una terraza con vistas a la Cabeza de Morgan y a la inmensidad del Caribe, y estiró una arruga de la fresca colcha de algodón bajo cuya tibieza habían dormido varias de sus amigas, una por cada Navidad. A Jenny se le había olvidado colocar flores. El conde cortó unas orquídeas y él mismo las colocó en un búcaro sobre la mesilla de bambú.
Todos los años se ofrecía para trasladar al cuarto de su hijo el piano del salón, por si le apetecía ensayar o improvisar, pero Maurizio insistía en que si visitaba Providencia, además de para estar con él, lo hacía con la única obligación de someterse a un terapéutico descanso. Maurizio jamás había tocado el piano en la casa. Solía hacerlo, en cambio, en el teclado de El Galeón Hundido, uno de los bohíos de la playa, cuando llevaba demasiadas cervezas.
A las doce menos cuarto, el conde detuvo el tílburi en la explanada del aeropuerto, un área de tierra arcillosa sin balizar contigua a la pista. Junto a la hilera de palmeras se alineaban camionetas y estrepitosas motos de pequeña cilindrada, cuyo carburante quemaba nubes de humo entre las cortas distancias de la isla.
Unos pocos residentes aguardaban a los pasajeros. En cuanto éstos comenzaron a descender del fokker, el aristócrata los reconoció de vista, salvo a dos extranjeros que destacaban entre el pasaje: un tipo alto y corpulento con gafas de espejo y unas horrendas bermudas del color de la yema de un huevo frito, y una mujer pelirroja y sensual (pese a carecer de pecho), a la que don Alessandro, de forma instintiva, emparejó con su hijo.
Pero pronto quedó claro que la llamativa viajera no acompañaba a il bello Maurizio, sino a ese otro individuo de aspecto grotesco, el de las bermudas amarillas, quien, como si sufriera de alguna clase de impedimento físico, se negaba a cargar los bultos, permitiendo que su compañera lo hiciera por él.
Galante, Maurizio se ofreció a ayudarla hasta la terminal (sin torre de control ni equipamiento alguno, salvo una precaria oficina de planta baja, con un único empleado que había saludado al conde con un «buenos días, patrón» y un inmutable letrero con los horarios y precios de los vuelos a San Andrés).
Una vez se hubo despedido de la pelirroja, el pianista se dirigió al tílburi, en cuyo asiento, con la cabeza resguardada del sol por su sombrero de paja, le esperaba don Alessandro.
– Hola, papá.
– Bienvenido a la isla, hijo.
– Te encuentro mejor que nunca.
– ¿Tan joven, y ya con vista cansada?
Maurizio le besó en la cara. El sol había acartonado las mejillas del conde.
– Pareces un actor retirado.
El patrón se esponjó.
– Los Spallanza han actuado mucho a lo largo de la historia, y siempre en papeles principales. ¿Has venido solo?
– Yo diría que sí.
– Pensé que esa hembra colorada podría ser tu última víctima.
– Durante el vuelo me confesó que estaba casada. «¿Y qué?», le repliqué.
Maurizio rio solo, de manera un tanto histérica. Su padre apuntó:
– Si uno de estos días te la encuentras paseando por la playa, tendrás la oportunidad de atraerla a tus redes.
– He decidido darle vacaciones al amor. Así tendremos más tiempo para nosotros dos.
– Me alegro mucho, hijo.
Maurizio sonrió a su vez, sabiendo que ambos mentían. De un ágil salto, se acomodó junto a su padre.
– ¿Vamos a casa?
– Claro.
– Dame las riendas.
– ¿Me consideras demasiado viejo para seguir llevándolas?
– No es eso… ¡Venga, dámelas!
El conde se hizo a un lado. Su hijo alzó el látigo y lo hizo restallar sobre el lomo de Liszt.