172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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10

Al día siguiente convoqué a Mopso y Androcles y me fui con ellos al barrio de las Carinas. Había olvidado dónde estaba exactamente la calle de los Cesteros. Mopso pensaba que él lo sabía. Y Androcles también. A la derecha, dijo Mopso. A la izquierda, dijo Androcles. Mientras discutían, pregunté la dirección a un esclavo que pasaba con unos cestos al hombro. Apuntó hacia delante. Hacia allí me dirigí, y estaba a punto de llegar a una curva cuando los muchachos se dieron cuenta de mi partida y echaron a correr detrás de mí.

La estrecha y retorcida calle estaba flanqueada por tiendas, todas con las puertas abiertas y las mercancías a la vista. Había cestas y canastas encima de mesas de tres patas, colgadas de cuerdas que se enredaban entre sí. Muchas eran de procedencia local, pero las mejores y más caras eran las de Egipto, hechas con juncos del Nilo, con manojos teñidos que se mezclaban para formar dibujos complejos y repetidos. Cometí el error de detenerme a mirar un curioso ejemplar decorado con una cenefa de hipopótamos del Nilo. El dueño de la tienda vino hacia mí al momento.

– Se llaman hipopótamos -dijo.

– Sí, ya lo sé. Viví una temporada en Egipto cuando era joven.

– Entonces querrás tener una cesta de recuerdo. ¡La hicieron para ti!

Sonreí, negué con la cabeza y apreté el paso. El hombre me siguió por la calle, insistiendo y agitando la cesta. Como me negué a regatear, tiró la cesta maldiciendo. Los tiempos eran difíciles en la calle de los Cesteros.

No me costó localizar el edificio rojo y amarillo que había descrito Emilia. Tenía un aspecto sórdido y deteriorado, con el yeso desconchado y los postigos rotos y colgando de las ventanas. Alguien cocía coles. Un niño lloraba. El llanto me recordó a Emilia.

Algunos caseros ponían un esclavo en la puerta principal para mantener alejados a los ladrones y los alborotadores, pero en aquella entrada no había esclavo y, cuando fui a abrir la puerta, vi que ni siquiera tenía cerradura. Costaba imaginar que dentro de un edificio así hubiera algo que pudiera tentar a un ladrón.

– Mopso -dije-, quiero que te quedes al otro lado de la calle mientras Androcles y yo entramos. Trata de no parecer un esclavo fugitivo que trama fechorías.

– ¡Vigilaré! -exclamó Mopso con entusiasmo-. Si entra alguien con aspecto peligroso después de vosotros, subiré corriendo a decíroslo.

Negué con la cabeza.

– No, Mopso. Sospecho que en este edificio viven muchos hombres de aspecto peligroso, y mujeres también; es un barrio peligroso. Pero es inevitable que los inquilinos entren y salgan. ¿Cómo sabrás quién tiene cosas que hacer dentro y quién no? -Se rascó la cabeza-. Y si entrara un asesino en el edificio -añadí-, con la intención de hacerme daño, ¿cómo ibas a adelantarlo para advertirme?

Frunció el entrecejo. Androcles se cubrió la boca, riendo ante la estupefacción de su hermano mayor. Les puse las manos en los hombros y los llevé al otro lado de la calle.

– Mopso, quiero que te quedes en este lugar exacto. Bien. ¿Ves esa ventana de la esquina, la del tercer piso? ¿La que tiene los postigos intactos? Quiero que la vigiles. Dentro de un momento, si todo va bien, abriré los postigos y te saludaré con la mano. No me devuelvas el saludo. Pero no dejes de vigilar la ventana. Si algo fuera mal, volverás a vernos en la ventana, a Androcles o a mí. Si pedimos socorro, quiero que corras a casa de Eco y se lo cuentes. ¿Sabrás ir a casa de Eco desde aquí? Está en la cima del Esquilino.

Mopso asintió en silencio, con los ojos muy abiertos, dada la importancia de su trabajo.

– Bien -concluí-. ¡No apartes los ojos de la ventana!

Crucé la calle y entré en el edificio con Androcles. El estrecho vestíbulo estaba desierto y, exceptuando el llanto del niño, silencioso. Los inquilinos, como casi todos los romanos, estaban en los mercados, buscando la manera de ganarse la vida, algo que cada día era más difícil.

La escalera del final del vestíbulo llevaba a las plantas superiores. Subí con Androcles detrás.

– Vamos a ver una habitación privada, Androcles, donde no tenemos derecho a estar. Te necesitaré para que vigiles el pasillo.

Asintió con la cabeza, imitando la seriedad de su hermano. -Y es posible que te necesite para algo aún más importante.

– ¿Para qué, amo?

– Tengo que buscar una cosa. Puede que esté muy escondida y sea difícil de alcanzar. Unas manos pequeñitas podrían ser muy útiles.

– Mis manos son más pequeñas que las de Mopso -fanfarroneó, levantándolas para que las viera.

– Sí que lo son.

Llegamos al descansillo del segundo piso. El llanto del niño bajó de volumen. El olor a col hervida se acentuó, mezclado con otros olores, cebolla, perfume, aceite de lámpara, orina estancada. ¿Qué pensaba la hija de Tito Emilio de semejante lugar?

Llegamos al último piso. El pasillo estaba vacío y oscuro. Indiqué a Androcles por señas que no hiciera ruido.

Encontré la tabla suelta en el sitio justo que había dicho Emilia. En un pequeño agujero estaba la llave. No era de esas llaves grandes con dientes que hay que girar con brío en la cerradura, sino una varita de bronce doblada en varios sentidos, como si la hubieran aplastado las ruedas de un carro. En el extremo había un pequeño gancho.

Encontrar una llave así no significa que se sepa utilizar. Gracias a su extraña forma, entra perfectamente en el agujero tubular de la cerradura, de forma igualmente extraña. Una vez dentro, el gancho del extremo tiene que encontrar el único agujero por el que cabe, operación que, si no se ha practicado con anterioridad, puede comportar multitud de intentos y equivocaciones.

Puse la tabla como estaba y me acerqué a la puerta. La cerradura era una caja de bronce atornillada a la puerta por dentro. En un edificio abandonado e inseguro como aquél llamaba la atención un mecanismo tan complejo por estar tan fuera de lugar.

Deslicé la llave, la giré en distintos sentidos para que entrara por el ojo y traté de representarme el agujerito interior por el que tenía que pasar el gancho. ¿Arriba o abajo? ¿Lejos o cerca? ¿Una sacudida o una vuelta? Probé varios movimientos, y finalmente saqué la llave y volví a empezar. Tampoco hubo suerte. La paciencia se me estaba acabando cuando volví a meter la llave. Esta vez me pareció encontrar un agujero divergente. La llave siguió una dirección distinta. El gancho tropezó con algo. No me atrevía a respirar. Giré la llave y tiré. Oí un satisfactorio chasquido en la cerradura. Empujé la puerta.

Detrás de mí oí a Androcles expulsar el aire que había retenido. Miré por encima del hombro y le señalé la escalera.

– Quédate vigilando en el rellano -susurré-. Si alguien sube, ven en silencio y me lo dices. ¿Sabrás hacerlo? Asintió con la cabeza y se alejó de puntillas.

Entré y dejé entornada la puerta. El cuarto estaba aún más oscuro que el pasillo. Fui hacia la ventana del rincón suroeste, que estaba cubierta por una gruesa cortina de un tejido muy superior a todo lo que pudiera haber en el resto del edificio. La aparté y abrí los postigos. Por encima de los tejados, como había dicho Emilia, se veían los templos de la cima del Capitolino. Mopso estaba al otro lado de la calle, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, dando golpecitos en el suelo con el pie. Al oír que se abría la ventana, levantó la vista. Saludé con la mano. Mopso se dispuso a devolver el saludo, pero se contuvo enseguida. Miró a ambos lados de la calle, adoptando una actitud gallarda para impresionar. Cabeceé. Si le hubiera dicho que tratara de parecer un esclavo fugitivo que trama una fechoría, no lo habría hecho mejor.

Me volví y empecé a registrar la habitación. Había una cama baja y un pequeño cofre pegado a la pared. Quizá no fuera, después de todo, más que un nido de amor. Las necesidades de los amantes son sencillas.

Encima del cofre había una lámpara de aceite, una vasija con más aceite y un pequeño espejo redondo. Miré dentro de la lámpara y la vasija y trasvasé aceite hasta que me convencí de que no contenían nada más. El espejo era de plata sólida y no tenía compartimientos secretos. Me miré y vi a un hombre barbudo con el entrecejo fruncido, de ojos claros, no totalmente canoso y de aspecto joven para su edad, una señal del favor de los dioses. Que el espejo fuera de Emilia me hizo sentir cierta inquietud y lo puse a un lado.

El cofre no estaba cerrado con llave. Dentro encontré prendas de vestir… ropa interior masculina, una túnica y una capa que habría servido tanto para hombre como para mujer. También había otra colcha para la cama. En el fondo hallé una daga pequeña. Eso era todo.

En el cofre no parecía haber nada importante. Pero al recordar que Numerio Pompeyo había llevado informes confidenciales en la sandalia, volví a inspeccionar los artículos que contenía. Convencido de que la daga no tenía compartimientos secretos, la utilicé para cortar las costuras de las prendas. Ya llevaba encima un cuchillo al efecto, pero la daga parecía más afilada. No encontré nada.

Examiné el cofre ya vacío. Utilicé la daga para quitar las bisagras y rasgué el cuero. Le di la vuelta y golpeé el fondo, por si sonaba a hueco. Pero era un cofre común y corriente.

Me concentré en el lecho.

Era elegante, como las cortinas, y al igual que éstas chocaba en un lugar como aquél. El somier era de ébano y las patas estaban labradas. Paralelo a la cama, pegado a la pared, había un aparador también de ébano con incrustaciones de marfil. Emilia se habría puesto en la parte interior, junto al aparador y la pared; Numerio se habría puesto en la parte exterior, como suelen hacer los hombres. Una vez le había explicado a Bethesda que era así porque el hombre protege a la mujer mientras duerme. Ella se rió y dijo que no, que era porque los hombres necesitaban levantarse a mear más a menudo por la noche.

Supuse que los amantes no dormirían mucho en aquella cama. Se habrían reunido allí de día, pues no parecía probable que Emilia hubiera podido escapar a la vigilancia de sus padres una vez oscurecido. Era una cama para estar despiertos, una cama para amar, no para dormir; la cama donde habían concebido a su hijo.

El grueso colchón estaba cubierto por una sábana sujeta de cualquier manera en las esquinas. Encima había una colcha de lana y almohadas esparcidas. Se notaba que había sido utilizada y estaba sin hacer. Seguro que Numerio y Emilia estaban acostumbrados a que los esclavos les hicieran las camas, y o no sabían hacerla o no les importaba lo más mínimo. No era precisamente ordenando la casa como pasaban el tiempo.

Quité la colcha y descosí las costuras. No había nada escondido.

Retiré la sábana. Era demasiado fina para ocultar nada. Desprendía un débil olor. Me la acerqué a la nariz y olí a jazmín, a nardos y a cuerpos cálidos. Por un momento la imaginé alrededor de Emilia, ceñida a su cuerpo. Los imaginé juntos, cubiertos sólo por la sábana. Meneé la cabeza para despejarme.

Las almohadas y el colchón eran los que más posibilidades tenían de ocultar algo. Los retiré de la cama y vi unos papiros bajo el colchón, encima de las tiras de cuero del somier. Si eran los poemas griegos que había copiado Emilia, no tenía ganas de leerlos. Pero ¿cómo podía determinar su importancia si no los inspeccionaba?

Miré el primer poema. La caligrafía era tímida, compleja y dolorosamente infantil. No así las palabras.

La lengua se me hiela y un sutil

fuego no tarda en recorrer mi piel,

mis ojos no ven nada y el oído

me zumba, y un sudor

frío me cubre, y un temblor me agita

todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba,

pálida, y siento que me falta poco

para quedarme muerta.

Safo, desde luego. ¿Qué adolescente enamorada puede resistirse a la poetisa de Lesbos?

Me obligué a leer los otros poemas, uno por uno. Las palabras me hicieron ruborizar.

Finalmente examiné los papiros por delante y por detrás. Me encaminé a la ventana y los puse a contraluz, buscando rastros de tinta invisible de limón o perforaciones que pudieran indicar una clave, pero no vi nada parecido. Los poemas de amor eran sólo eso, fragmentos de Safo y de mi viejo amigo Catulo copiados por una joven soñadora, para matar el tiempo entre las visitas a su amante. Comprometedores, sí, pero sólo si se enseñaban a los padres.

Mientras estaba junto a la ventana, vi a Mopso en la esquina por el rabillo del ojo. Me saludó. Lo fulminé con la mirada, cabeceé y no quise mirarlo más. Le había dicho explícitamente que no me saludara, porque llamaría la atención. Como no le hacía caso, se puso a saludar con más ímpetu. Decidí echarle un buen rapapolvo cuando terminara, y me alejé de la ventana.

Debajo de la cama vi una especie de bacín, ancho y no muy hondo. Lo saqué y lo puse en medio de la habitación. Me arrodillé y metí los poemas dentro. Rebusqué en la túnica, saqué el pedernal que había llevado para aquel fin y me concentré con tanta intensidad en sacar una chispa que no oí los pasos de Androcles en el pasillo. Me llevé un buen susto cuando abrió y asomó la cabeza.

– ¡Amo! ¡Un hombre sube por la escalera!

De repente entendí por qué Mopso agitaba la mano con tanto entusiasmo. Miré a Androcles.

– ¡Entra, pronto! -susurré.

Androcles se coló y se volvió para cerrar. Demasiado tarde. La puerta tropezó con algo. El muchacho empujó con más fuerza, en vano. El pie de un hombre se había metido en el resquicio. Androcles lanzó un alarido de pánico.

Con las manos apoyadas en el borde de la puerta, Androeles empujó con todo el cuerpo, pero no era rival para el hombre que había al otro lado. La puerta empezó a abrirse.

Solté el pedernal y busqué el cuchillo. Me puse en pie y crucé los brazos, con el corazón desbocado.

– ¡Amo, no puedo detenerlo! -gritó Androcles.

Lenta pero inexorablemente la puerta fue abriéndose, hasta que la luz que entraba por la ventana iluminó la faz atónita y artificialmente bronceada de mi viejo amigo Tirón.