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Tras las penalidades que habíamos pasado en la barcaza, las sencillas comodidades de la villa de Cicerón nos parecieron propias de Síbaris.
Supongo que si hubieran estado solos, nuestro anfitrión y su familia habrían cenado cualquier cosa, pero para celebrar nuestra llegada, prepararon una comida más formal. Cenamos en una amplia sala del patio interior, recostados en sendos triclinios, y Cicerón me reservó el lugar de honor, a su izquierda. Su mujer, Terencia, no estaba de muy buen humor y sólo habló para dar órdenes a las sirvientas. El joven Marco, que aún no había cumplido los dieciséis años, había estado todo el día de caza con el administrador de la finca y comió con voracidad; mi enemistad con Cicerón había coincidido con la entrada del muchacho en la edad viril y me costaba reconocerlo. El apetito de Tulia era tan voraz como el de su hermano menor, y Cicerón se burló de ella, diciendo que comía por dos; el embarazo empezaba a notársele y a Cicerón le encantaba recordarlo. Un nieto es un nieto, parecía decir su expresión, aunque el enlace matrimonial se hubiera celebrado a sus espaldas y el padre fuera un gandul, un disoluto y partidario de César. Cada vez que yo miraba a la joven, con su expresión alegre y su vientre ligeramente redondeado, me acordaba de Emilia.
Los alimentos que nos sirvieron eran sencillos, aunque hacía tiempo que no comía nada mejor en Roma, donde escaseaban la carne y las especias. El joven Marco había matado aquel día dos conejos, que se convirtieron en el plato principal. También hubo espárragos cocidos con vino dulce y un caldo con garbanzos, condimentado con pimienta negra y eneldo.
La charla también fue sencilla y se centró sobre todo en el viaje. Marco tenía muchas ganas de conocer los detalles de la emboscada que habíamos sufrido. Tirón describió la escaramuza y elogió a Fórtex, que estaba cenando en la cocina.
– Le salvó la vida a Gordiano.
– Es verdad -convine-. Un bandido estaba a punto de derribarme del caballo cuando Fórtex le arrojó un puñado de mierda endurecida desde el tejado del panteón. Y eso que al menos estaba a quince pasos de distancia. Pero aun así le dio entre los ojos.
El joven Marco rió y aplaudió. Cicerón se encogió de hombros.
– El esclavo hizo lo que tenía que hacer. Después de todo, es un guardaespaldas. Cuando lo compré, me aseguré de que tuviera buenos reflejos y excelente puntería. Fue una sabia adquisición.
Tras la noche de insomnio en la barcaza y la larga cabalgada, estaba agotado. En cuanto terminaron de servir las pastas de anís con pasas, me excusé. Un esclavo me acompañó a mi cuarto y me ayudó a ponerme la túnica de dormir. Me tiré encima de la cama y caí dormido de inmediato.
Como sucede a veces en los viajes, dormí con sueño ligero. Desperté de repente con ganas de orinar y sin tener idea de la hora que era. Mi habitáculo estaba negro como boca de lobo y supuse que había dormido varias horas. Pero cuando abrí la puerta esperando ver algún rayo de luna que me ayudara a encontrar el orinal, vi luz en una de las puertas del otro lado del patio. Oí murmullos. Alguien estaba todavía despierto.
Encontré el orinal y procedí en consecuencia. Volví a la cama, pero ya no tenía sueño. Al cabo de un rato me levanté y volví a abrir la puerta. Aún había luz en la habitación de enfrente. Oí risas.
Salí del dormitorio y anduve a la sombra del pórtico. Miré al otro lado del patio iluminado por la luna. La habitación que quedaba enfrente de la mía era el estudio de Cicerón; a la luz vacilante del brasero se veía un casillero atestado de papiros. Una voz era de Cicerón y la otra de Tirón. Los dos estaban hablando y probablemente tomándose unos vinos de media noche. Durante toda su vida habían sido amo y esclavo, después estadista y secretario, y ahora jefe de información y espía. Sin duda tenían mucho que contarse.
La noche era apacible. La voz de orador de Cicerón sonaba con la claridad de una campana. Distinguí mi nombre. Tirón contestó algo, pero su voz no era tan clara y no lo entendí. Los dos rieron y se hizo el silencio. Los imaginé alzando las copas.
Cuando Cicerón volvió a hablar, su tono era serio.
– ¿Crees que sabe quién mató a Numerio?
Me esforcé por oír la respuesta de Tirón, pero sólo distinguí un murmullo.
– Pero tiene que saber algo -dijo Cicerón-. Si no, ¿por qué te acompaña hasta Brindisi para ver a Pompeyo?
– Ah, pero ¿de verdad se dirige a Brindisi? -dijo Tirón-. En algún punto intermedio…
– Está César -lo interrumpió Cicerón-. Y con él Metón, el hijo de Gordiano. Ya entiendo qué quieres decir. ¿Qué pretende Gordiano?
– ¿Acaso importa? -La voz de Tirón rezumó indiferencia.
– No me gustan las sorpresas, Tirón. Tuve demasiadas el año pasado. Los esponsales de Tulia con Dolabela, César pasando el Rubicón… este desagradable asunto de Numerio Pompeyo. ¡No quiero más sustos, y menos procedentes de Gordiano! Averigua qué sabe.
– Puede que no sepa nada.
– Gordiano siempre sabe más de lo que aparenta. Estoy seguro de que te oculta algo.
Oí pasos y me escondí entre las sombras. Un esclavo cruzó el patio llevando algo en las manos y entró en el estudio.
– ¡Bien, las lámparas de refuerzo! -exclamó Cicerón-. Enciende la tuya, Tirón, y yo encenderé la mía. Conforme pasan los años se me debilitan más los ojos… Bien, ya tenemos luz suficiente para leer. Echale un vistazo a la última carta de Pompeyo. No es más que una larga sarta de improperios contra Domicio Enobarbo por haber perdido Corfinio…
La luz que salía por la puerta en aquel momento bastaba para disolver las sombras del pórtico. Volví a mi cuarto para que no me viera el esclavo y me eché en la cama. Cerré los ojos para descansar un momento, dispuesto a levantarme de nuevo al cabo cíe un rato para seguir escuchando. Estuve durmiendo hasta mediodía.
Me despertó el aroma del cerdo asado.
Una hora antes había llegado otro huésped, acompañado por un séquito considerable. Cicerón había ordenado que mataran un cerdo para dar de comer a todos. Después de lavarme la cara y vestirme, fui derecho hacia el asador, que estaba detrás de la casa, y encontré un grupo de hombres pasándose la bota de vino y viendo las vueltas del animal en la espita. Parecían una compañía mixta de esclavos y libertos juntos. Sus tiendas, levantadas al lado de la casa, eran de paño ajado y remendado, y las armas y las corazas eran de la peor calidad.
Algunos jugaban al trigón en un claro que había junto a la viña. El joven Marco estaba con ellos, riendo y monopolizando la pelota de cuero. Lo que menos habría esperado de un hijo de Cicerón es que fuera cazador y deportista. Me pregunté si su padre aprobaría que congeniara con individuos de condición tan baja.
Encontré a Tirón y le pregunté qué personaje merecedor de la hospitalidad de Cicerón había llegado con un séquito tan desastrado. Antes de que Tirón contestara, vi al personaje en cuestión salir de la pequeña casa de baños, que estaba unida al edificio principal por un pasaje cubierto. Sólo llevaba una toalla grande alrededor de la cintura. Su cara rubicunda y sus brazos carnosos estaban enrojecidos por el calor. En su barba color herrumbre y su pecho hirsuto relucían las gotas de agua. Se encaminó al interior de la casa.
– Pero no puede ser… -balbucí.
Tirón asintió.
– Lucio Domicio Enobarbo.
– Creía que César había capturado a Barbarroja en Corfinio.
– Lo capturó, pero no pudo retenerlo. Al menos eso dice Domicio. -Bajó la voz-. Yo sospecho que César lo dejó marchar como muestra de clemencia, pero Domicio tiene su propia versión de los hechos. En realidad tenemos varias. Según Cicerón, a la hora de llegar ya había contado tres versiones diferentes. Estoy seguro de que no le importará contar otra, si es que quieres escucharlo. Pero no le preguntes por su intento de suicidio. Es probable que se eche a llorar.
Miré a Tirón de arriba abajo, incapaz de decir si estaba bromeando.
– No le digas que estoy aquí -añadió.
– ¿No sabe que estás en Italia?
– No. Por el momento, preferimos mantenerlo en secreto.
– ¿Entonces por qué no continuamos hoy mismo el viaje y salimos de aquí? He descansado y tengo ganas de ponerme en marcha.
Tirón sonrió y negó con la cabeza.
– Es posible que Cicerón tenga nuevas instrucciones para mí después de hablar con Domicio. Partiremos mañana. Descansa un poco más, Gordiano. Relájate mientras puedas. El camino hasta Brindisi puede ser muy duro.
Poco más tarde, Cicerón y Domicio dieron un paseo a caballo por la finca, para hablar de sus asuntos lejos de oídos indiscretos. Tirón desapareció. El joven Marco pasó la tarde jugando al trigón. Y yo pasé el día muy a gusto en el estudio de mi anfitrión. Cicerón había ordenado a sus esclavos que me permitieran utilizar la biblioteca, pero también debía de haberles advertido de que podía ponerme a fisgonear, porque tuve un esclavo en la habitación durante todo el tiempo, sumando columnas en una tablilla de cera o repasando un papiro de contabilidad, sin quitarme los ojos de encima. Me habría gustado registrar la correspondencia de Cicerón, pero tuve que contentarme con releer el libro primero de los Comentarios a la guerra de las Galias. El ejemplar de Cicerón tenía una dedicatoria personal: «A M. Tulio Cicerón, que ha sancionado la prosa del autor, ya que no su política. C. Julio César.»
Aquella noche, mientras los guardias de Domicio comían y entonaban canciones, me invitaron a la cena formal en la que Domicio me desplazó del lugar de honor. Tirón no estaba presente.
Nos sirvieron las mejores partes del cerdo asado, con salsa de romero. Había más espárragos, adobados con hierbas y aceite de oliva, y zanahorias fritas rebozadas con comino y cubiertas con un escabeche que según Cicerón había fermentado durante diez años en una vasija de arcilla enterrada en la bodega.
Domicio estaba de un humor tan variable como una veleta. Unas veces se mostraba parlanchín y jactancioso y otras callado y melancólico. Se comportaba como los hombres que han sufrido varios reveses seguidos. Se había enfrentado audazmente a Pompeyo para resistir en Corfinio y más tarde sus propios hombres lo habían entregado a César. Había decidido matarse para no afrontar una muerte humillante y luego, cuando ya había pasado todo, se había enterado de que César tenía intención de ser clemente. Había derramado lágrimas al creer que se encaminaba hacia una muerte segura, pero al final había resultado que su médico no le había dado un veneno, sino un hipnótico para calmarlo. César lo había hecho prisionero y, con la misma rapidez, lo había liberado… porque por muchas versiones que contara Domicio sobre su «huida», la verdad era evidente.
– ¡Me salvé por los pelos! -dijo, contento de tener dos nuevos interlocutores que lo escucharan-. Ah, César fingió darme la libertad, pero desde el principio quiso tenderme una trampa.
– ¿Y por qué una trampa? -pregunté.
– ¡Para ahorrarse las desagradables consecuencias de tener que ejecutar a su sucesor legal en el gobierno de las Galias! Para poder decir que la guardia nos tomó por desertores y nos mató por accidente, u otra insensatez por el estilo. Primero me dio a escoger. «Puedes unirte a mí, Lucio. Quizá incluso te destine a las Galias. Con los contactos familiares que tienes allí, podrías ser de gran valor.» ¡Como si la decisión fuera suya! ¡Como si el Senado y el pueblo romano no me hubieran nombrado ya gobernador! ¡Como si las Galias fueran su reino privado y no propiedad del Senado y el pueblo de Roma, que son quienes tienen que administrarlo como quieran, siempre de acuerdo con las leyes!
Cicerón, por supuesto, ya había oído todo aquello. Domicio había notado su falta de atención y se dirigía principalmente a mí y al joven Marco, sin dedicar apenas una mirada a las mujeres.
– Le dije a aquel bribón que no, rotundamente no, que nunca estaría a sus órdenes, me diera el cargo que me diese. «Muy bien». dijo con ese tono frío, altanero. autosuficiente y desengañado que lo caracteriza. «Ve con Pompeyo si quieres. Incluso te permitiré llevarte una guardia. Pero no soldados profesionales; no puedo prescindir de ninguno. Elige entre los esclavos y libertos que han servido en tu casa de Corfinio. Tendrán que arreglarse con las sobras. Necesito las mejores armas y corazas para mis hombres.» «Mis hombres»… ¡las cohortes que me robó, soldados que yo había reclutado, entrenado y equipado con mi propio dinero!
»Así que busqué a unos cuantos valientes deseosos de par tir conmigo. Aquella noche esquivamos por muy poco una de las partidas de exploradores de César. Seguramente la había enviado para perseguirnos. Nos escondimos entre los arbustos del camino. Pasaron tan cerca que oí el aire que les salía y entraba por la nariz.
– ¿Por qué no luchasteis contra ellos? -preguntó Marco.
– ¿Y dar a César la satisfacción de atraerme a una batalla imposible de ganar? No, no me tragué el anzuelo. Siempre ha hecho lo mismo con sus enemigos del Senado. Finge querer un acuerdo, negocia los puntos importantes hasta que los ojos se les ponen vidriosos, y entonces… -Cogió el trinchante de la bandeja y lo clavó en el cerdo- ¡Los apuñala por la espalda!
Cicerón masticó la punta de un espárrago y asintió con la cabeza.
– Nadie ha sido nunca más aficionado a las trampas políticas que César.
Domicio quedó repentinamente en silencio. Vi que sus labios se movían, enfrascados en algún debate o censura interior, y me pregunté qué estaría ensayando: ¿la decisión de quedarse en Corfinio? ¿La traición de sus hombres? ¿El suicidio frustrado?
– Pero si dejaste a César para unirte a Pompeyo, ¿por qué no estás con él? -preguntó el joven Marco con toda inocencia-. Has ido en la dirección contraria. -Vi que su padre hacía una mueca.
– ¿Unirme a Pompeyo? ¿Por qué iba a hacer eso? -dijo Domicio-. Sin hombres que mandar, ¿para qué serviría? Pompeyo es capaz de valerse por sí mismo.
– ¿Tiene Pompeyo la intención de resistir en Brindisi? -preguntó Marco-. ¿O cruzará el Adriático?
Domicio emitió una risa irónica.
– Eso es lo que todos los romanos querrían saber, hijo. Me temo que el Magno no tiene la costumbre de contar su estrategia secreta a este humilde servidor. Pero pronto lo sabremos. César se mueve a tal velocidad que llegará a Brindisi en unos días. Entonces Pompeyo verá contra qué se enfrenta… ¡y sin mí para ayudarlo! El muy imbécil debería haberse unido a mí en Corfinio. ¡Era el lugar ideal para resistir!
Cicerón se agitó, inquieto.
– A todos nos ha confundido que Pompeyo demostrara esa falta de…
– Piensa dirigirse al este, desde luego -dijo Domicio de repente-. Seguro que lo tiene planeado desde el principio. Bueno, que se vaya. Si puede tender una trampa a César en Grecia o en Asia, mejor para él. En cuanto a mí, pienso ir a las Galias y cumplir con mi obligación con el Senado. Gobernador de las Galias me nombraron y gobernador seré.
– Si vas por tierra, ¿no tropezarás con tropas leales a César? -preguntó Marco.
– Procuraré ir en barco, si consigo alquilar alguno, e ir directamente hasta Masilia. Los masilienses no son como los demás galos. La ciudad fue fundada por los griegos hace cientos de años. Son gente distinguida, no bárbaros como sus vecinos.
– ¿Y te recibirán bien? -pregunté.
– Claro que sí. Han pactado con el Senado, no con César. ¡Los masilienses conocen a César! Han tenido que contender con él durante todos estos años en que ha sido gobernador ilegítimo. Han visto de cerca cómo es… un arribista fanfarrón, pomposo y superficial que se cubre de gloria cada vez que conquista como puede una tribu de palurdos desdentados.
Me aclaré la garganta.
– Precisamente hoy he estado leyendo sus comentarios a las guerras de las Galias. No puedes negar su…
– ¿Su qué? ¿Su talento militar? -me interrumpió ¡Pues sí, puedo negarlo y lo niego! Ese libro es basura, autoglorificación nauseabunda de principio a fin, propaganda que finge ser historia. El muy pretencioso habla de sí mismo en tercera persona, pero ¿alguna vez has visto un libro tan lleno de vanidad? Ni una sola palabra sobre los grandes hombres que llegaron antes que él, que se instalaron en la costa del sur v construyeron los caminos que le permitieron transitar, ni un solo recuerdo para los senadores que aceptaron a regañadientes la prolongación de su mandato. ¡Si parece que ganó la provincia a Vercingetórix jugando a los dados! Te digo una cosa: cualquier jefe militar competente, con los mismos recursos y las ventajas que el Senado dio a César, habría conseguido lo mismo, y probablemente en menos tiempo.
Esto era excesivo incluso para Cicerón.
– Creo, Lucio, que debemos reconocer a César lo que se merece. Al menos en el terreno militar…
– ¡Por favor, Marco Tulio! -dijo Domicio con voz burlona-. ¡No pretenderás que te dé la razón en asuntos militares! Cicerón lo miró con cara de pocos amigos.
– Aun así…
Volví a carraspear.
– Me has malinterpretado, Domicio. No iba a decir que es imposible negar que César tenga talento militar. Iba a decir que no puedes negarle talento literario.
– ¡Cómo! ¡Puedo negarlo y lo niego! -exclamó Domicio-. Su estilo es horrible, es un aprendiz. Su prosa no tiene adornos ni carácter. ¡Es tan hueca como su cabeza! Dicen que dicta a caballo. Viendo los resoplidos que publica, lo creo.
Cicerón sonrió.
– Algunos creen que la prosa de César, lejos de carecer de ornato, es elegante. Y hay que perdonar a nuestro amigo Gordiano si tiene prejuicios en ese particular. Sean cuales sean las virtudes de la prosa de César, parte del mérito es de su hijo.
Domicio me miró sin comprender.
– No te entiendo. Cicerón.
– Metón, el hijo adoptivo de Gordiano, es casi famoso por los servicios de corrector que presta a César. Algunos dicen que es tan importante para César como Tirón lo ha sido para mí.
En los ojos de Domicio se hizo la luz. Esbozó una sonrisa.
– Ya entiendo. Tú eres ese Gordiano del que hablan… Desde luego que lo entiendo. -Su sonrisa se volvió babosa-. Pero oye, Cicerón, no estarás sugiriendo que Tirón te prestaba los servicios que el tal Metón, según dicen, presta en privado a su amado caudillo, ¿verdad?
Terencia lanzó un bufido y el joven Marco una breve carcajada. Tulia contuvo la respiración y me miró con simpatía. Cicerón enrojeció como un tomate.
¿Es que todos los romanos habían oído y creído los rumores sobre César y mi hijo? Mientras apretaba los dientes y meditaba la réplica que iba a dar a Domicio, éste cambió de tema.
– Muy bien, aunque sólo sea por la paz de la charla, concederé que César es el genio militar que su propia prosa nos hace creer, gracias a un fanático amanuense. En ese caso, ¿qué pasará con Pompeyo? ¿Sabes? Casi deseo que César cerque a Pompeyo en Brindisi. Que despoje al Magno de sus legiones y le deje el puñado de esclavos que me dejó a mí. Pompeyo podría suicidarse. Después de todos sus errores, sería la única solución honorable. ¿Y dónde estaríamos entonces? -Enlazó los dedos bajo la barbilla y se mesó la barba roja-. El Senado necesitará otro caudillo… un salvador de occidente, no de oriente. El hombre indicado podría traer las tropas hispanas de Pompeyo y levantar a los galos contra su presunto rey. Masilia sería el lugar ideal para poner en práctica un plan así, ¿no creéis? Sí, poner en pie de guerra Hispania y las Galias, marchar directamente sobre Italia… otro paso del Rubicón, otra invasión de hombres armados, no para invalidar la Constitución y el Senado, sino para restaurarlos. ¡Con los recursos necesarios, el hombre ideal podría hacer correr a ese sinvergüenza de César! -Inesperadamente, entró en otra fase meditabunda y se quedó mirando al vacío.
– ¿Y qué hago yo mientras tanto con mi triunfo? -inquirió Cicerón-. Eso sí que es un dilema.
– ¿Tu triunfo? -dije, confundido por el brusco cambio de conversación.
– Sí, el desfile público que me deben por mis victoriosas campañas militares en Cilicia. En circunstancias normales, el Senado tendría preparado el triunfo a mi vuelta. ¡Cruzaría las puertas de la ciudad en carro con las trompetas sonando! ¿Qué sentido tiene ser gobernador de una provincia si al final no hay desfile público? Claro que éste no es un año normal. Por ello estaba decidido a renunciar al triunfo, dada la crisis actual. Peroahora… bueno, tendré que celebrarlo tarde o temprano. No puedo posponerlo eternamente. Pero ¿y si César echa a Pompeyo de Italia e invade Roma? Si celebro mi triunfa mientras César tiene el mando de la ciudad, puede que crean que respaldo su tiranía. Supongo que lo mejor es no volver a Roma mientras César esté allí. Tendré que decir que me niego a ocupar mi escaño en el Senado… -Se interrumpió para beber un sorbo de vino.
– Es lamentable que hayas aplazado el triunfo y que quizá ya no puedas celebrarlo -dijo Terencia-. Pero ¿y el día que tu hijo tenga que ponerse la toga viril? Marco cumple los dieciséis este año. Las familias linajudas celebran la mayoría de edad de sus hijos durante la festividad de los Liberalia, poco después de los idus de marzo. ¿Estaremos en Roma ese día para celebrar la de Marco o no?
Por la expresión de bochorno de los hijos, comprendí que era una discusión habitual en la familia. Cicerón soltó un bufido.
– Sabes que eso es imposible, Terencia. Sólo faltan doce días para los Liberalia. ¿Por qué has tenido que sacar el tema? Sabes lo ardientemente que deseo que Marco celebre en Roma la puesta de la toga viril, y que asistan las mejores familias. Pero no puede ser. Por un lado, las mejores familias se han dispersado hasta los confines del mundo. Por otro, no puedo volver a Roma con honor, todavía no. Y celebre donde celebre la puesta de la toga viril, ya es imposible llegar a tiempo para los Liberalia.
– Pero la festividad de los Liberalia es el día señalado -insistió Terencia-. Es la festividad del padre de la libertad, los sacerdotes pasean el falo de Baco desde los campos hasta las calles de la ciudad, y los jóvenes vestidos con la toga viril los siguen entonando cánticos obscenos. Es un acto religioso, el símbolo de entrada del niño en la virilidad en compañía de sus iguales.
– Ya está bien, madre, en serio -intervino Marco, ruborizándose y mirando su plato-. Ya lo hemos discutido antes. No tiene por qué ser durante los Liberalia. Cualquier otro día servirá. Y podemos hacerlo, si no en Roma, en Arpino. Es la patria de la familia.
– La patria de la familia de tu padre, Marco -puntualizó Terencia con voz gélida. No esperarás que los Terencios se trasladen a Arpino, con los bandidos y desertores que hay por todas partes, ¿verdad? Además, la villa de Arpino no está en condiciones de recibir visitas. El techo tiene goteras, la cocina es muy pequeña y no hay bastantes camas. Al menos aquí en Formies he conseguido que la casa funcione y sea habitable.
– ¿Acaso sugieres que celebremos aquí la puesta de la toga? -protestó Cicerón-. No tenemos familia en la zona. Apenas conozco a los miembros del senado municipal. No, si no es en Roma, será en Arpino.
– No veo por qué no podemos volver a Roma mañana mismo. -Tulia suspiró y miró a su madre en busca de apoyo-. Todo el mundo lo hace. Tu primo Cayo ha vuelto, y mi amiga Aufelia y su marido están en camino. El amigo de papá, Ático, ni siquiera se marchó.
Mientras la conversación de sobremesa degeneraba en polémica familiar, esperé a que hubiera una pausa para disculparme y salir. Vi que Domicio no prestaba atención. Había cogido un espárrago con los dedos y parecía estar interrogándolo. Era patético, con sus vanas ilusiones de gloria militar y sus obsesivos celos de César. Y sin embargo, no me parecía tan patético como Cicerón, el gran orador reducido a torturarse por un triunfo pospuesto y la toga viril del hijo. Qué ridículos y superficiales me parecían los dos.
Pero aquella noche, en la cama, despierto por culpa de un malentendido entre el escabeche y mi estómago, me pregunté con inquietud si estaría engañándome yo también a mi manera, como Cicerón y Domicio. ¿Cuál era la relación exacta que tenían César y mi hijo? En una ocasión había creído entenderla, pero había aparecido un factor para complicarlo todo y con el que no había contado. En una época tan lamentable no podía permitirme un error de cálculo tan garrafal. Y conforme nos acercáramos a los campamentos de César y Pompeyo, cada vez podría permitírmelo menos.
Finalmente llegó el sueño y, con él, las pesadillas. No había argumento, sólo una serie de horrores desquiciantes. Había malinterpretado algo y cometido un terrible error. Alguienhabía muerto. Estaba cubierto de sangre. Bethesda y Diana vestían de luto y lloraban. La tierra temblaba y del cielo caía fuego.
Desperté empapado en sudor y juré no probar el escabeche nunca más.