172207.fb2
Los soldados siguieron avanzando fila tras fila y conforme pasaban nos miraban de reojo, unos con desdén y otros con simple curiosidad. Algunos incluso nos miraban con lástima. Debíamos de constituir un espectáculo lamentable: cuatro hombres con los brazos atados a la espalda y ligados entre sí por los tobillos, conducidos montaña abajo en hilera por un jefe de cohorte a caballo. Un soldado de infantería iba detrás, azuzándonos con la lanza.
El carretero iba el último. La herida del hombro lo había dejado débil y maltrecho. Le costaba mucho mantenerse en pie. El sendero que discurría paralelo al camino era desigual y accidentado. A veces el hombre tropezaba y la sacudida repercutía en toda la hilera, y Fórtex caía sobre Tirón, que a su vez caía encima de mí. Cada vez que el soldado daba con la lanza al esclavo, éste lanzaba un aullido. Los soldados que marchaban se echaban a reír como si estuviéramos representando una pantomima, allí al borde del camino, para entretenerlos.
Otacilio me miraba de vez en cuando con cara inescrutable. Estábamos unidos por otra cuerda, un extremo en mi cuello y el otro enrollado en su brazo y atado a su muñeca. A pesar de mis esfuerzos por tenerme en pie y mantener floja la cuerda, pronto tuve el cuello enrojecido y dolorido, con la piel irritada y en carne viva. Aun así, era afortunado por tener todavía la cabeza sobre los hombros.
Deberíamos haber muerto en el instante en que Otacilio descubrió nuestras mentiras. Éramos una anomalía inesperada en el camino, un estorbo para el avance del ejército, un problema que había que resolver. Podían haber ordenado que nos ejecutaran allí mismo. En el momento en que apareció el salvoconducto de Pompeyo me preparé para esa posibilidad. Para no afrontar el horror, me llené la cabeza de reproches. Si Tirón hubiera tenido el sentido común de destruir el salvoconducto, en lugar de esconderlo… Si hubiéramos seguido por la via Apia en lugar de tomar el atajo de Tirón… Si hubiéramos arrastrado al carretero hasta el bosque y le hubiéramos cortado la lengua antes de que apareciera el primer explorador… Si hubiéramos cambiado carro y carretero aquella mañana…
La lista de lamentaciones giraba sin parar en mi mente mientras bajábamos por la colina. La monotonía sólo era interrumpida por los ocasionales traspiés del carretero, que se traducían en más traspiés de la hilera y un tirón a la cuerda que me rodeaba el cuello; a continuación venían el grito del carretero al sentir el lanzazo y las risas de los soldados que pasaban.
– ¿Quiénes son esos desgraciados? -inquirió uno.
– ¡Espías! -dijo otro.
– ¿Qué les van a hacer?
– Los colgarán boca abajo para desollarlos vivos.
El carretero dio un grito de terror y volvió a tropezar. Y otra vez la humillante serie de repercusiones. Los soldados que pasaban se partían de risa. Los payasos más cómicos de Alejandría no habría sido capaces de poner en escena un espectáculo más divertido.
¿Qué pensaba hacer Otacilio con nosotros? El hecho de que no nos hubiera matado todavía permitía abrigar alguna esperanza. ¿O tal vez no? Había llegado a la conclusión de que éramos espías. Los espías saben secretos. Los secretos pueden ser valiosos. Por lo tanto, podíamos ser valiosos. Pero yo sospechaba que, cuando se trataba de espías, el militar romano, lo mismo que el juez romano cuando se trataba de esclavos, sólo admitía un medio de obtener información fidedigna: la tortura.
Nos mantenía vivos, pero ¿con qué fin? Nos conducían montaña abajo, hacia la retaguardia del ejército, pero ¿con qué propósito? Así pues, era más fácil hacerse reproches y lamentarse que pensar en estas cuestiones.
– Gordiano -susurró Tirón a mi espalda-. Cuando lleguemos, nos lleven a donde nos lleven…
– ¡Silencio! -Otacilio nos miró por encima del hombro. Un hombre más cruel habría dado un tirón a la cuerda de mi cuello, pero había un frunce de duda en su rostro. Si yo era el hombre que decía ser, entonces era el padre de una persona que gozaba de toda la confianza de César, un hombre al que Otacilio conocía. Por otra parte, había mentido sobre el salvoconducto de correo diplomático, lo cual nos relacionaba directamente con Pompeyo y, si el carretero tenía razón, Tirón no era mi esclavo Socárides, sino el jefe de nuestro pequeño grupo viajero. ¿También había mentido al decirle que era el padre de Metón? Otacilio se enfrentaba a un dilema. Su instinto de soldado le decía que derivara el dilema a alguien de más alta graduación.
Pensé que quizá escapara con el cuello intacto defendiendo mi verdadera identidad… pero tendría que traicionar a Tirón. ¿De qué otro modo explicar lo del salvoconducto? En cuanto supiesen que era Tirón, recurrirían a oficiales superiores para que lo identificaran, lo cual harían sin duda, a pesar de su disfraz. Como secretario de Cicerón, Tirón era bien conocido en el Foro. ¿Qué harían con él? ¿Lo liberarían como a Domicio y lo devolverían a Cicerón sin hacerle daño?
Lo dudaba. Tirón no era Domicio. Era un ciudadano y formaba parte de la casa de un miembro del Senado, pero porque Cicerón lo había manumitido. ¿Qué harían con un antiguo esclavo que viajaba de incógnito como espía y que había mentido descaradamente a un oficial romano? No creía que se limitaran a dejarlo libre.
Esta irritante serie de dudas y aprensiones me servía al menos para no estar pendiente de los crecientes traspiés, ni del roce de la cuerda en el cuello, ni de las carcajadas de los soldados. Me sentía débil y sediento. La cabeza me zumbaba como si tuviera dentro un enjambre de abejas.
Seguimos bajando a trompicones hasta que por fin llegamos a un prado elevado desde el que se divisaba la llanura costera y el fulgor del Adriático. Por lo visto, habían aprovechado el prado para instalar allí el campamento la noche anterior. Aún quedaba una tienda de las grandes. Atravesamos la zona donde la última cohorte estaba formando para comenzar a marchar montaña arriba.
En medio del aturdimiento y la confusión me preguntaba cuántos soldados había visto en las últimas horas. Si el ejército estaba compuesto por la totalidad de las fuerzas con que contaba Domicio en Corfinio, treinta cohortes en total, me había cruzado con todas. Ya sabía cómo era un ejército de dieciocho mil hombres armados. ¿Cuántos tenía César en Italia para poder prescindir de tantos y enviarlos a Sicilia?
Otacilio nos guió hacia la tienda, que un grupo de soldados estaba desmontando. De la tienda salió un joven oficial con una coraza espléndida; llevaba bajo el brazo un casco con elegante penacho de crin. En su peto no había disco de cobre con cabeza de león. No era uno de los hombres de Domicio, aunque Otacilio bajó rápidamente del caballo para saludarlo como se saluda a un superior.
– ¡Por los testículos de Numa! -oí murmurar a Tirón.
Miré con mayor atención al oficial. Tenían que haber sido el miedo y la fatiga lo que me habían impedido reconocerlo al instante, pues su curiosa cara de bruto a la par que infantil era inconfundible. El perfil era de bruto: visto de lado, la nariz torcida, la barbilla prominente y las cejas pobladas le conferían aspecto de pugilista enfadado; de frente, las mejillas redondas, la boca amable y la espiritualidad de los ojos le hacían parecer un poeta de provincias. Desde cualquier otro ángulo, su cara era una mezcla de contradicciones. Era un rostro que las mujeres encontraban fascinante y que inspiraba a los hombres confianza o temor instintivos.
Otacilio habló con él en voz baja. Oí pronunciar mi nombre. El hombre me miró. Sus cejas se arquearon, primero con sorpresa y con miedo después. Apartó de un golpe brusco a Otacilio y vino hacia nosotros, tirando el casco y desenvainando la espada. Me cogió por los hombros y me puso la espada en el cuello. Contuve el aliento y cerré los ojos.
Sus velludos brazos me rodearon, estrechándome con fuerza contra su amplio pecho. La cuerda que había ligado mi cuello estaba en el suelo, cortada por la mitad.
– ¡Gordiano! -exclamó, apartándome para mirarme y para que yo viera sus conocidos rasgos. -Marco Antonio -susurré, y caí desmayado al suelo.
Oí voces y poco a poco me di cuenta de que estaba en un espacio cerrado… no exactamente una habitación, sino algún tipo de refugio, inundado por una suave luz.
– ¡Un ciudadano de su edad, arrastrado por el cuello, como un buey!
– Los prisioneros tenían que ir atados, tribuno. Es el procedimiento habitual para los sospechosos de insurrección y espionaje.
– ¡Es un milagro que no lo hayas matado! Habría sido un comienzo muy prometedor en el ejército de César, jefe de cohorte… matar al padre de Gordiano Metón.
– Sólo cumplía órdenes, tribuno.
Advertí que me hallaba en una gran tienda y recordé la que había en el prado y de la que había salido Antonio. Estaba echado sobre un camastro de madera, cubierto por una delgada manta.
– Está despertando.
– ¡Mejor para ti! Quedas destituido, Marco Otacilio. Vuelve con tu cohorte.
– Pero…
– ¡Sólo tu presencia es capaz de enviarlo directamente al Averno! Ya me has dado novedades. Fuera.
Oí un sonido susurrante, vi un rayo de sol penetrar por un lado de la tienda y luego la cara de Marco Antonio encima de la mía.
– Gordiano, ¿te encuentras bien?
– Tengo sed… y hambre. Me duelen los pies.
Antonio se echó a reír.
– Pareces un soldado normal y corriente al final de una larga marcha.
Hice un esfuerzo por sentarme. La cabeza me daba vueltas.
– ¿Me he desmayado?
– A veces pasa. Una caminata forzosa, sin comida ni bebida… Y por las marcas de tu cuello, parece como si ese imbécil de Otacilio te hubiera estrangulado.
Me toqué el cuello. Estaba en carne viva, pero no sangraba. -Hubo un momento, cuando estábamos en el paso, en que creí que iba a ejecutarme.
– Es imbécil, pero no tanto. Ya hablaremos después, cuando hayas comido y bebido. No te levantes. Quédate sentado ahí. Haré que te traigan algo. Pero come deprisa, que hay que desmontar la tienda. Me gustaría ponerme en marcha dentro de una hora.
– ¿Y yo qué?
– Vienes conmigo, por supuesto.
– ¡No pienso volver a subir la montaña! -gruñí.
– No, a Brindisi. César me necesita, quiere que esté cerca para la matanza.
La compañía de Antonio contaba con cien jinetes. César le había encomendado la misión de escoltar a las tropas enviadas a Sicilia hasta el pie de los Apeninos, pero luego tenía que volver a reunirse con la fuerza principal. Se había llevado un contingente pequeño para moverse con rapidez. Todos los componentes eran veteranos curtidos en las guerras de las Galias. Antonio alardeaba de que su escogida centuria valía por dos cohortes enteras.
Me invitó a cabalgar a su lado al frente de la compañía. A los esclavos se les permitió subir al carro de las provisiones. En cuanto a Fórtex, me lo cedieron como guardaespaldas personal y Antonio no reconoció a Tirón ni mirándolo de cerca, lo cual me sorprendió, pues no había hombre en Roma que odiara más a Cicerón que Marco Antonio, y yo tenía miedo de que reconociese a su secretario incluso disfrazado. Sin embargo, Antonio pareció creer lo que se le dijo, que Tirón era Soscárides, el viejo tutor de Metón, y apenas le dirigió la mirada.
«Antonio no es tonto -me había dicho Metón en una ocasión-, es tan transparente y fácil de entender como el latín de César.» Y tal vez pensaba que los demás éramos igual de transparentes.
En cuanto al carretero, el pobre esclavo había llegado exhausto al prado, con fiebre a causa de la herida del hombro, delirando e incapaz de contestar a las preguntas ni de contar nada. Lo cargaron en el carro de las provisiones con Tirón y Fórtex. Creí conveniente fingir que su delirio había sido anterior a nuestro encuentro con Otacilio.
– El pobre desgraciado empezó a tener fiebre cuando nos acercábamos a las montañas -le dije a Antonio mientras cabalgábamos-. Creo que perdió la razón cuando se levantó esta mañana. Todas esas tonterías que contó al jefe de cohorte… Estaba delirando.
– Pero no se equivocó en lo del salvoconducto, ¿verdad?
– Antonio miraba al frente, dándome su feroz perfil de pugilista.
– Ah, sí. Es algo embarazoso. Le dije a mi criado Soscárides que lo escondiera hasta que pasaran las tropas. Fue una tontería por mi parte, pero pensé que me evitaría problemas. Pero en lugar de eso, me sorprendieron en una mentira. No puedo culpar al jefe de cohorte por sospechar de mí después de aquello.
– Pero Gordiano, ¿cómo infiernos llegaste a ponerle la mano encima a semejante documento? ¡Firmado por el mismo Pompeyo!
Decidí evitar la pregunta para no mentir.
– ¿De qué otro modo crees que iba a conseguir caballos de refresco en las paradas del camino? Así le saqué partido… gracias a Cicerón. -Aquello no era exactamente una mentira-. Pasé un par de noches en su villa de Formies.
– ¡Ese montón de boñigas! -Antonio se volvió para mirarme. Sus rasgos, vistos de frente, eran ahora tan temibles como vistos de perfil-. ¿Sabes qué me gustaría obtener al final de todo esto? ¡La cabeza de Cicerón en un palo! Desde que el hijo de puta mató a mi padrastro, acabando con la supuesta conjura de Catilina, ha hecho carrera calumniándome. No entiendo por qué una persona cabal como tú sigue siendo amigo de un ser semejante.
– Cicerón y yo no somos exactamente amigos, tribuno…
– No hace falta que me des explicaciones. César hace lo mismo. Cada vez que aparece el nombre de Cicerón, discutimos. Me dice que deje de despotricar. Yo le pregunto por qué da coba a semejante escorpión. «Es útil», dice, como si ese argumento diese por zanjada la discusión. «Algún día Cicerón nos será útil».
– Antonio se echó a reír-. ¡Bueno, a ti ya te ha sido útil, si te dio ese salvoconducto de Pompeyo! Aunque al final también te ha causado problemas, ¿no? Has atravesado media Italia a caballo, pero habrías tenido que recorrer el resto a pie. Tuviste suerte de que Marco Otacilio te trajera directamente ante mí, de lo contrario es posible que hubieras perdido la cabeza. Pero tú siempre has sido afortunado, para llegar a la edad que tienes. ¡Imagina, el padre de Gordiano Metón sospechoso de espiar para Pompeyo! El mundo se ha convertido en un lugar extraño.
– Quizá más extraño de lo que crees -dije entre dientes.
– Bueno, ya lo aclararemos todo cuando lleguemos a Brindisi.
Parecía contento de haber terminado con aquel asunto, pero sus palabras me dejaron inquieto. Si Marco Antonio había creído mi historia, ¿qué había que aclarar?
Quedaba, claro está, el problema del carretero. ¿Qué ocurriría cuándo se le pasara la fiebre? ¿Y si reconocían a Tirón? ¿Cómo iba a explicar mi complicidad con el falso Soscárides? Traicionar a Tirón ahora no tenía sentido. No podía haber caído en peores manos. Era fácil imaginar a Antonio proyectando su odio a Cicerón en su brazo derecho.
– Te veo pensativo, Gordiano. -Antonio se inclinó y me dio una palmada en la rodilla-. No te preocupes, ¡pronto verás a Metón! Cuando pase esta noche, nos quedarán tres días a caballo para llegar a Brindisi. ¡Si tu suerte continúa, llegaremos a tiempo de ver la última batalla de Pompeyo!
Aquella noche acampamos a un kilómetro del camino, en una hondonada rodeada de colinas. Antonio señaló que el lugar era fácil de defender.
– ¿Hay auténtico peligro de que nos ataquen, tribuno? -pregunté-. Las montañas están a la derecha y el mar a la izquierda. Detrás tenemos Corfinio, ocupado por los hombres de César. Delante está Brindisi, que supongo rodeado por la fuerza principal de César. Yo diría que estamos tan seguros como una araña en un tejado.
– Pues claro que sí. Pero después de tantos años en las Galias, no puedo levantar un campamento sin pensar que algo invisible nos está acechando sin que nos demos cuenta.
– En ese caso, ¿puedes devolverme la daga? ¿La que confiscó Otacilio? También se llevó las dagas de mis esclavos.
– Cierto. En cuanto hayamos montado el campamento.
Los hombres se quitaron las corazas y se pusieron a montar las tiendas, cavando un pozo para que hiciese de letrina encendiendo una hoguera. Fui en busca del carro de las provisiones. Un grupo de hombres lo rodeaba, todos mirando al suelo.
– Habrá sido la fiebre.
– A veces es rápida, con una herida como ésa. He visto hombres más fuertes sangrar menos y morir más deprisa.
– En fin, sólo era un esclavo viejo. Y por lo que he oído, problemático.
– Ahí está el amigo del tribuno. ¡Dejadle pasar!
La multitud se apartó. Me acerqué y vi el cuerpo del carretero en tierra. Alguien le había cruzado los brazos sobre el pecho y le había cerrado los ojos.
– Debió de morir durante el viaje -dijo un soldado que había al lado del cadáver-. Estaba muerto cuando vinimos a descargar el carro.
Miré alrededor.
– ¿Dónde están los otros? ¿Dónde están los dos esclavos que iban con él en el carro?
Tirón y Fórtex se acercaron. Ninguno dijo nada.
Llamaron a los soldados y éstos se dispersaron. Me arrodillé junto al cadáver. La cara del esclavo muerto aún estaba más ojerosa que en vida, y las mejillas se hundían alrededor de su boca desdentada. Ni siquiera había llegado a preguntarle su nombre. Cuando había querido pedirle algo, me había limitado a llamarle «carretero».
Le di la vuelta. Al lado de la herida del hombro había otras, causadas por los lanzazos y los golpes que había recibido durante la marcha, aunque parecían superficiales. Su calzado era frágil y tenía los pies llenos de ampollas y sangre. La cuerda le había despellejado los tobillos. También en el cuello tenia pequeñas magulladuras, aunque no se apreciaban bien con aquella luz tan débil. Instintivamente, me toqué el cuello, donde la cuerda me había dejado una señal. Pero el esclavo no llevaba ninguna cuerda al cuello.
Tirón y Fórtex estaban a mi lado. Levanté la vista hacia ellos Y susurré:
– Lo han estrangulado, ¿verdad?
Tirón enarcó una ceja.
– Ya has oído a los soldados. Ha muerto de fiebre, por culpa de la herida. Era viejo y estaba débil. La marcha montaña abajo lo ha matado. Fue culpa suya.
– Estas marcas del cuello…
– Cosa del hígado -dijo Tirón.
Me levanté y lo miré a los ojos.
– Lo han estrangulado. ¿Has sido tú, Tirón?
– Pues claro que no. Para eso ha sido entrenado Fórtex. Miré a Fórtex. No quiso mirarme a los ojos.
– Había que hacerlo, Gordiano -susurró Tirón-. ¿Y si se hubiera recuperado y hubiera empezado a hablar otra vez? -Lo miré fijamente-. ¡No me juzgues, Gordiano! En tiempos como éstos un hombre tiene que hacer cosas que van contra su propia naturaleza. ¿Acaso tú no habrías hecho lo mismo?
Di media vuelta y me dirigí a la hoguera del campamento.