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La casa de Cicerón estaba a poca distancia de la mía, en la misma calle del monte Palatino. Incluso para recorrer un trayecto tan corto habría llevado a Davo conmigo para que me protegiera, sobre todo después del anochecer. Aquella noche en especial lo echaba mucho de menos.
Percibía en torno a mí la inquietud de la ciudad como un durmiente en medio de una pesadilla. El Foro se hallaba más abajo, y de allí me llegaba el rumor del movimiento de la gente. En las plazas se veían pasar antorchas que, a aquella distancia, parecían luciérnagas. ¿Qué hacía tanta gente en la calle a aquellas horas? Estaban encendiendo lámparas votivas en los templos, pensé, rezando para pedir la paz, haciendo los preparativos para huir a toda prisa, llamando a las puertas cerradas de los banqueros, comprando los últimos restos de comida y combustible en el mercado.
Doblé una esquina y ante mis ojos apareció el monte Capitolino. En la cima, ante el templo de Júpiter ardían grandes braseros, hogueras para alertar al pueblo de que se acercaba un ejército invasor.
En la puerta de Cicerón había dos guardias apostados. Se mostraron del todo indiferentes a la llegada de un visitante canoso que ni siquiera llevaba guardaespaldas.
Mis relaciones con Cicerón estaban peor que nunca. Solicité ver a su secretario personal, con el que al menos siempre me había llevado bien.
El guardia más joven se rascó la cabeza.
– ¿Tirón? Nunca he oído hablar de él. Espera… ¿no es aquel que murió cuando el amo volvía de Cilicia?
El otro guardia, un tipo de barba estropajosa, vio que me alarmaba y sonrió.
– No le hagas caso a este idiota. Sólo lleva unos meses aquí y ni siquiera conoce a Tirón, que no está muerto pero sí demasiado enfermo para viajar.
– No entiendo nada. ¿Está Tirón o no?
– No.
– ¿Dónde está?
El guardia más viejo arrugó la frente, haciendo memoria.
– ¿Cómo se llama el sitio aquel? En Grecia, cerca del mar…
– ¿Qué ciudad de Grecia no está cerca del mar? -dije. -Empieza por P.
– ¿El Pireo?
– No.
– ¿Patrás?
– ¡Eso es! Yo estuve con el amo mientras fue gobernador en Cilicia, ¿sabes?, y también estuvo Tirón, por supuesto. El verano pasado empezamos a volvernos a Roma. Un viaje cómodo y sin prisas. En noviembre Tirón cayó enfermo y tuvo que quedarse en Patrás con un amigo del amo. El amo siguió viaje y hemos llegado a Roma este mes, a tiempo de celebrar su cumpleaños.
– ¿El cumpleaños de Cicerón?
– Tres días antes de las nonas de enero. Cincuenta y siete años… Dicen que los mismos que Pompeyo.
– ¿Y Tirón?
– El amo y él se cartean, pero sigue igual. Ni empeora ni mejora. Y sigue sin encontrarse con fuerzas para viajar.
– Ya veo. No sabía nada. Son malas noticias.
– ¿Para Tirón? No lo sé. Supongo que está en un buen sitio. Yo diría que en Patrás goza de paz y tranquilidad. Buen lugar para una convalecencia. No me gustaría estar en Roma estos días si no tuviera un buen par de piernas para correr.
– Sé lo que quieres decir.
– ¿Hay alguien más en la casa a quien desees ver?
– ¿Desear ver? No. Pero dile a tu amo que Gordiano el Sabueso solicita ser recibido.
Cicerón parecía haber olvidado los reproches y acusaciones que nos habíamos dirigido en épocas anteriores. Apenas llevaba unos momentos en el vestíbulo cuando apareció. Recibí su abrazo tieso y rígido, sorprendido de tanta cordialidad. Me pregunté si habría estado bebiendo, pero su aliento no olía a vino. Cuando se apartó, lo miré fijamente.
Me había preparado para encontrar a Cicerón en alguna de sus peores facetas: el puritano, el que se había encumbrado por sus propios méritos, el engreído amigo de los poderosos, el que no olvidaba las ofensas por antiguas que fuesen, el que se las daba de árbitro de la virtud. En cambio, vi a un hombre con ojeras, entradas en el pelo y ojos húmedos, como si acabara de recibir la peor noticia de su vida.
Me indicó con la mano que lo siguiera. El ambiente de su casa estaba en consonancia con el del resto de la ciudad… una sensación general de miedo, apenas disimulada por la actividad de la casa, con los esclavos corriendo de un lado a otro y hablando entre susurros. Cicerón me llevó a su estudio, que parecía más bien una colmena; los esclavos estaban empaquetando papiros bajo la dirección de un secretario.
– Aquí no hay quien pueda concentrarse -dijo como para disculparse-. Ven, hay un cuartito en el patio donde podremos hablar tranquilamente.
El cuartito era una cámara exquisitamente amueblada, con una suntuosa alfombra griega en el suelo. El brasero con trípode que había en el centro iluminaba las paredes, pintadas con paisajes bucólicos (pastores durmiendo entre el ganado y sátiros espiando tras los templetes que flanqueaban el camino).
– Nunca había visto este cuarto -dije.
– ¿No? Fue de los primeros que decoró Terencia cuando volvimos y reconstruimos la casa, después de que Clodio y su banda la incendiaran y me enviasen al exilio. -Sonrió con pesar-. Ahora Clodio es polvo, pero yo sigo aquí… y tú también, Gordiano. Pero ¿para qué? Para ver adónde hemos llegado…
Cicerón caminaba alrededor del brasero, proyectando negras sombras en las paredes. De repente se detuvo y llamó a un esclavo. Le dio instrucciones en voz baja, lo despidió y siguió paseando. Parecía haberse olvidado de mí.
De pronto volvió a detenerse y me dirigió una mirada inquisitiva.
– ¿Es posible que haga treinta años que nos conocemos, Gordiano?
– Treinta y uno.
– El juicio de Sexto Roscio. -Asintió con la cabeza-. ¡Éramos muy jóvenes! Y valientes. A la manera de los jóvenes, porque no conocen otra mejor. Yo, Marco Tulio Cicerón, llevé ante los tribunales al dictador Sila… ¡y le gané! Lo pienso ahora y me pregunto cómo pude estar tan loco. Pero no era locura. Era valentía. Vi una terrible equivocación y la forma de corregirla. Sabía del peligro que corría y seguí adelante, porque era joven y pensaba que podía cambiar el mundo. Ahora… ahora me pregunto si podría volver a ser tan valiente. Me temo que soy demasiado viejo, Gordiano. He visto demasiadas cosas, he sufrido demasiado…
En mi recuerdo personal, los motivos de Cicerón nunca habían sido tan puros como él los pintaba, más bien estaban coloreados por una ambición sin límites. ¿Era valiente? Sí, había corrido riesgos… y había sido recompensado con fama, honor y riquezas. También es cierto que la diosa Fortuna no siempre le había sonreído; había sufrido fracasos y humillaciones, sobre todo en los últimos años. Pero también había sido la causa de que otros sufrieran mucho más que él. Cuando era cónsul, había enviado hombres a la muerte sin juzgarlos siquiera, con la excusa de proteger el Estado.
¿Podía un hombre llegar en política tan lejos como Cicerón sin mancharse las manos? Quizá no. Lo que me contrariaba era su empeño en presentarse como inmaculado campeón de la virtud y la razón. No era una pose; era la imagen que tenía de sí mismo. Su constante tendencia a justificarse me había exasperado, incluso enfurecido a menudo. Pero ahora, en la temible oscuridad que se cernía sobre Roma, sin más alternativa que dos jefes militares, Cicerón ya no me parecía tan mal sujeto.
– ¿Puedes creerlo? -añadió cabeceando-. ¿Puedes creer que vuelva a ocurrir? ¿Que tengamos que soportar la misma locura otra vez? Comenzamos con una guerra civil y terminaremos con otra. Pasa una generación y la gente olvida. ¿De verdad no recuerdan cómo fue la guerra entre Sila y sus enemigos? ¡ La misma Roma sitiada y saqueada! ¡Y el horror que siguió cuando Sila se proclamó dictador! Tienes que acordarte, Gordiano. Estabas aquí. Viste las cabezas empaladas del Foro… hombres honrados y respetables, perseguidos y asesinados por sicarios; sus propiedades embargadas y entregadas a los favoritos de Sila, y sus familias empobrecidas y caídas en desgracia. Sila se libró de sus enemigos («purificar el Estado», lo llamaba él), hizo unas cuantas reformas y luego se echó atrás y devolvió el poder al Senado. Desde entonces he pasado todas las horas de todos los días luchando para impedir una catástrofe semejante. Y a pesar de todo… aquí estamos. La República está a punto de derrumbarse. ¿Ha sido realmente inevitable? ¿No había manera de impedirlo?
Yo tenía la boca seca. Ojalá se le ocurriera ofrecerme vino. -Pompeyo y César aún están a tiempo de arreglar sus diferencias.
– ¡No! -Negó con la cabeza-. Es posible que César envíe mensajes de paz y finja que está dispuesto a parlamentar, pero es un truco para poder decir después: «Hice todo lo posible para conservar la paz.» En el momento en que pasó el Rubicón se desvaneció toda esperanza de paz. En la parte más alejada del río había un magistrado que tenía legalmente el mando de las legiones romanas. Una vez que cruzó el puente con hombres armados, se convirtió en un bandido que capitaneaba un ejército invasor. Ahora la única manera de replicarlo es oponerle otro ejército.
– Algunos piensan -dije con cautela- que las esperanzas de paz se desvanecieron poco antes de que César cruzara el Rubicón, exactamente el día que el Senado aprobó el consultum ultimum y expulsó de la ciudad a Marco Antonio, el amigo de César. Fue como si declararan a César enemigo del Estado. Tú hiciste lo mismo con Catilina cuando eras cónsul. Sabemos cómo terminó Catilina. ¿Puedes culpar a César por reunir sus tropas y hacer el primer movimiento?
Cicerón me miró con expresión sombría. El viejo antagonismo que había entre nosotros empezaba a asomar.
– Hablas como un cesarista, Gordiano. ¿Es el partido que has elegido?
Fui al brasero y me calenté las manos. Había llegado el momento de cambiar de conversación.
– Lamento la enfermedad de Tirón. Me han dicho que todavía está en Grecia. ¿Sabes algo de él? ¿Está mejor?
Cicerón pareció desconcertado por el cambio de tema.
– ¿Tirón? ¿Por qué…? ¡Ah, claro! Tirón y tú seguisteis siendo amigos, aunque tú y yo dejáramos de serlo. Sí, creo que está algo mejor.
– ¿Qué enfermedad tiene?
– Fiebre continua, malas digestiones, debilidad. No puede levantarse de la cama, mucho menos viajar.
– Siento oír eso. Debes de echarlo mucho de menos en estas circunstancias.
– Es el hombre en quien más confío en este mundo. -Hizo una breve pausa-. ¿Es la razón de tu visita, Gordiano? ¿Preguntar por Tirón?
– No.
– ¿Cuál es entonces? Seguro que no es el deseo de ver a tu viejo amigo y cliente Cicerón lo que te ha hecho salir solo esta noche, sin la compañía de tu musculoso yerno.
– Sí, sin la compañía de mi yerno -dije con voz queda, recordando la expresión de Diana y la cara de Davo cuando se lo llevaban los hombres de Pompeyo-. Me he enterado de que Pompeyo ha venido a verte hoy; y antes que él, su pariente Numerio.
Cicerón torció el gesto.
– ¡Esos malditos guardias de la puerta! No pueden mantener la boca cerrada.
– Los guardias no me han dicho nada. Fue Pompeyo en persona. Después de salir de aquí fue a mi casa. Eso mismo había hecho antes Numerio. Primero vino a verte a ti y luego a mí.
– ¿Y qué pasa?
– Numerio no salió de mi casa. Lo mataron en mi patio.
Cicerón se quedó atónito. Fue una reacción exagerada. Recordé que era un orador acostumbrado a actuar para las filas más alejadas de las multitudes y era propenso a exagerar por la fuerza del hábito.
– ¡Pero eso es terrible! ¿Cómo fue?
– Estrangulado.
– ¿Por quién?
– Eso le gustaría saber a Pompeyo.
Echó la cabeza atrás y arqueó las cejas.
– Ya veo. Al viejo sabueso le han dado otro rastro que olfatear.
– El primer sitio al que me lleva es a tu casa.
– Si crees que hay alguna relación entre la visita de Numerio y… lo que le pasó después, es absurdo.
– Sin embargo, tú has sido la última persona con la que habló y, aparte de mí, una de las últimas en verlo vivo. ¿Lo conocías bien?
– ¿A Numerio? Bastante bien.
– Por tu tono deduzco que no te importaba mucho. Cicerón se encogió de hombros. Una vez más, el gesto me pareció exagerado. ¿Qué pensaba realmente?
– Era simpático. Un joven encantador. Es lo que diría mucha gente. La niña de los ojos de Pompeyo.
– ¿Por qué vino a verte esta mañana?
– Me traía noticias de Pompeyo. «El Magno se va al sur. El Magno dice que todo el que se considere amigo de la República ha de hacer lo mismo inmediatamente.» Esa era la noticia.
– Suena casi a amenaza -dije-. A ultimátum.
Cicerón me miró con cautela, pero no dijo nada.
– ¿Y después se fue? -añadí.
– No inmediatamente. Hablamos un rato… sobre el estado de la ciudad y todo eso. Pompeyo no ha dicho a todos sus aliados que se marchen enseguida. Se quedarán unos cuantos cónsules y algunos magistrados, para que haya una especie de esqueleto de gobierno y así evitar que la ciudad se suma en el caos. Aun así, el erario se cerrará, los banqueros huirán, todo quedará en suspenso… -Meneó la cabeza-. Hablamos un rato y luego se marchó.
– ¿Iba alguien con él?
– Llegó solo y se fue solo.
– Qué raro que viniera a la ciudad a ocuparse de asuntos de Pompeyo sin llevar siquiera un guardaespaldas.
– Tú acabas de hacer lo mismo, Gordiano, y de noche. Supongo que Numerio quería moverse lo más rápida y libremente posible. Es probable que tuviera que ver a muchos senadores más.
Asentí.
– Entonces, ¿no discutisteis?
Me miró.
– Puede que alzara la voz. ¡Malditos guardias! ¿Te han dicho que me oyeron gritar?
– No. ¿Tan fuerte le gritaste a Numerio? ¿Por qué razón?
Tragó saliva varias veces; la nuez le subía y le bajaba.
– ¿Cómo crees que me sentí cuando Numerio me dijo que tenía que abandonar la ciudad al amanecer? He estado fuera de Roma año y medio, gobernando una provincia horrible y, cuando vuelvo, apenas he recuperado el aliento y ya me están diciendo que haga otra vez el equipaje y huya como un fugitivo. ¿Qué tiene de extraño que levantara la voz y gritara un poco?
– Ahora estás alzando la voz, Cicerón.
Se apretó el pecho con la mano y respiró hondo varias veces. Nunca lo había visto tan excitado; me ponía nervioso. A pesar de sus defectos, Pompeyo y Cicerón eran vivos ejemplos de la seguridad y la disciplina romanas, el gigante militar y el genio político. Ambos habían conocido el fracaso, pero siempre habían triunfado al final. Ahora había algo diferente, y los dos parecían notarlo. Habían nacido el mismo año y, a pesar de que eran más jóvenes que yo, me sentía como el niño que ve a sus padres presas del pánico: si ellos habían perdido el control, pronto llegaría el caos.
Siguió hablando en susurros.
– Huir es una equivocación de Pompeyo. Si deja que César entre en la ciudad sin oponer resistencia, se apoderará del erario y utilizará las riquezas de nuestros antepasados para sobornar a las bandas callejeras. Reunirá todo lo que quede del Senado: a los deudores, los descontentos, los agitadores… y proclamará que eso es el gobierno legítimo. Los bandidos serán entonces Pompeyo y todos los que hayan huido.
– ¿Le has dicho todo eso a Pompeyo?
– Sí. ¿Y sabes qué me contestó? «Sila pudo hacerlo; yo también.» ¡Siempre acaba hablando de Sila!
– No lo entiendo.
– Sila abandonó la ciudad a sus enemigos y luego la reconquistó. Pompeyo era uno de sus generales. Treinta años después, Pompeyo cree que en caso de necesidad podría hacer lo mismo. ¿Imaginas la ciudad sitiada? Enfermedades, hambruna, incendios incontrolados… y después el horror de la conquista…
Contempló las llamas del brasero y trató de recuperar la calma.
– Hace mucho tiempo que Pompeyo no piensa más que en imitar a Sila -añadió-. Una vez haya derrotado a César, hará lo mismo que Sila. Se erigirá en dictador y depurará el Senado. Hará una lista de enemigos. Habrá confiscaciones, cabezas empaladas en el Foro…
– Seguro que tu cabeza no, Cicerón. -Quería aligerarle el miedo, pero la mirada que me dirigió era de consternación.
– ¿Crees que no? Si mañana sigo en Roma, Pompeyo me considerará su enemigo.
– Pues síguele.
– ¿Y ser enemigo de César? ¿Y si triunfa César? Nunca podría regresar. Ya estuve desterrado de Roma una vez. ¡Nunca más! -Rodeó el brasero hasta situarse frente a mí. Sus ojos relampagueaban con el reflejo de la luz. Las llamas y sombras transformaban su cara en una máscara espantosa-. Ambos debemos tomar partido, Gordiano. Se acabaron las discusiones y las vacilaciones. Este bando o el otro. Pero ¿con qué fin? Gane el que gane, tendremos un tirano. Qué alternativas… ¡Decapitado si me equivoco de partido, o esclavo si opto por el vencedor!
Lo miré por encima de las llamas.
– Hablas como si todavía tuvieras que decidir entre César y Pompeyo.
Bajó los ojos.
– En menos de una hora… Es algo que no dejo de repetirme, que no pasará otra hora sin que tire los dados para que la diosa Fortuna elija por mí.
Miró el suelo con las manos cogidas a la espalda, la frente tensa y los labios apretados. Levantó la mirada al oír un ruido en la puerta. La esclava entró y le susurró algo al oído.
– Mi mujer me llama, Gordiano. ¡Pobre Terencia! ¿He de dejarla aquí, a cargo de la casa, o llevarla conmigo? ¿Y mi hija? ¡Cuando estaba en Cilicia, Tulia se casó a mis espaldas con ese zángano de Dolabela! Ese idiota está bien instalado en el campamento de César. Hará todo lo que pueda para llevársela. ¡Y ahora está esperando un niño! Vaya un mundo para que nazca mi nieto. ¿Y mi hijo? Marco va a cumplir dieciséis años. Cuando le llegue el día de ponerse la toga viril, ¿estará en Roma para la ceremonia? Por Hércules, ¿estaremos al menos en Italia?
Con esta inesperada observación salió de la estancia y la esclava corrió tras él.
Me quedé solo.
Respiré hondo y me acerqué al fuego para calentarme. Miré las imágenes de las paredes. Me llamó la atención la cara de un pastor; me recordaba a Belbo, mi viejo guardaespaldas. Miré hacia el techo, donde la luz del fuego y las sombras bailaban alrededor de la mancha negra producida por el humo. Bajé la vista y pasé el pulgar del pie por los dibujos geométricos de la alfombra.
Solo y olvidado en la casa de otro hombre, rodeado por las sombras del silencio, me sentí presa de una curiosa parálisis, incapaz de marcharme. Era el único momento de paz que había tenido en todo el día y no quería que terminase. Abandonado, olvidado del mundo, solo, totalmente solo, sin temores ni obligaciones, por un breve instante me puse a fantasear sobre lo que sería vivir así, y a saborearlo, y a hundirme en aguas oscuras, profundas y suaves.
Pensé en el dilema de Cicerón. Pompeyo y César no sólo estaban dividiendo el Estado; estaban dividiendo familias. No era fácil dividir Roma en dos facciones. Roma era un confuso ovillo de lazos de sangre cruzados con vínculos políticos, matrimoniales, de honor y deber. ¿Cómo podía una red tan compleja romperse por la mitad sin destruirse al mismo tiempo? ¿Cuántas casas de Roma serían aquella noche un reflejo de la de Cicerón, con los habitantes yendo de un lado a otro, sin decidirse? Sin ojos para ver el futuro, ¿cómo puede un hombre estar seguro de su elección?
Al final el resultado era el mismo: un hombre podía tener una hija testaruda que elegía marido sin prestar oídos al buen juicio de su padre, y ese marido, un intruso, podía tener una conexión (Dolabela con César, Davo con Pompeyo) capaz de llevar a toda la familia a la ruina. La Tulia de Cicerón y mi Diana: nosotros las creamos y ahora estaban fuera de nuestro control, demostrando lo inútil que es para el hombre pensar que rige su propio destino.
Por fin, me obligué a salir de la pacífica habitación. Me crucé con algunos esclavos presurosos mientras recorría la casa, pero ninguno se fijó en mí. Una vez en el vestíbulo, el esclavo de guardia levantó la barra y me abrió la puerta.
En la calle había más agitación que cuando llegué. Carretas y literas, mensajeros y portadores de antorchas iban de aquí para allá. En el Palatino vivían los romanos más ricos y poderosos, aquellos que tenían más que perder, o que ganar, en caso de que estallara una guerra civil. La decisión de Pompeyo de abandonar la ciudad había alborotado el barrio, como cuando se hurga en un hormiguero con un palo.
Los guardias de la puerta eran los mismos de antes. Se habían puesto a un lado, tras un gran tejo que los ocultaba del trasiego callejero. Pensé en pedir a uno que me acompañara a casa, un gesto de cortesía muy común que seguramente Cicerón habría aprobado, pero cambié de idea. Aunque sin querer, ya les había causado bastantes problemas al hacerlos sospechosos de indiscreción ante su amo.
Aunque si eran tan propensos a hablar como Cicerón creía, era de tontos no preguntarles unas cuantas cosas.
– Vaya nochecita -comenté.
– Dentro y fuera -dijo el de mayor edad.
– ¿Dentro? ¿Quieres decir en la casa?
– Ahí dentro es la locura. Todo el día. Me alegro de estar aquí. No me importa el frío.
– Parece que ya hubo gritos antes.
– Bueno…
– Me lo ha dicho el amo en persona.
Esto desató la lengua del hombre.
– Fue él quien más gritó.
– Cuando estaba aquí el tal Numerio, el primo de Pompeyo, ¿no?
– Sí.
– ¿Solía venir Numerio a ver al amo?
El guardia se encogió de hombros.
– Unas cuantas veces desde que volvió a Roma. -Así que armaron una buena, ¿eh? Tuvo que ser un buen escándalo si lo oíste desde aquí.
Bajó la cabeza y susurró:
– Es curioso, pero los ruidos del patio central parecen saltar por el tejado y venir a parar aquí, delante de la puerta. Dicen que eso se llama acústica. Este rincón del tejo es como la última fila de asientos del teatro de Pompeyo. Estás demasiado lejos para ver el escenario, pero lo oyes todo.
– ¿Todo?
– Bueno, quizá no todo. Pero sí muchas palabras.
– ¿Qué palabras…?
El guardia puso ceño y retrocedió un poco, consciente de que estaba sonsacándole, pero el joven parecía deseoso de hablar.
– «Traidor» -dijo-. Y «secreto», y «embustero», y «el dinero que debes a César», y «¿y si se lo cuento a Pompeyo?».
– ¿Era Cicerón el que hablaba? ¿O era Numerio?
– Es difícil saberlo, porque hablaban los dos a la vez. Aunque yo diría que la voz del amo se entendía mejor, probablemente porque está más acostumbrado.
Pobre Cicerón, traicionado por su experiencia y sus dotes de orador.
– Pero ¿quién decía qué? ¿Quién dijo «traidor»? ¿Quién tiene una deuda con…?
El guardia más viejo dio un paso adelante y propinó un codazo a su compañero.
– Ya está bien de preguntas.
Sonreí.
– Sólo tenía curiosidad por saber si…
– Si quieres hacer preguntas, hazlas al amo. ¿Quieres que volvamos a anunciarte?
– Ya he abusado bastante de su tiempo.
– Pues entonces… -Cruzó los brazos. Su barba estropajosa me rascó la nuca mientras me acompañaba a la calle. -Sólo una pregunta más -insistí-. Numerio entró solo y salió solo… eso me ha dicho tu amo. Pero ¿llegó solo a la puerta? ¿No había nadie en la calle mientras estuvo con Cicerón? y cuando se marchó, ¿visteis si alguien se reunía con él? ¿O quizá si alguien lo seguía?
El guardia no dijo nada. Su compañero lo ayudó a echarme y casi me hicieron tropezar con un carretón empujado por dos esclavos. El carretón giró y casi chocó con los porteadores de una litera. La litera dio un bandazo y casi tiró al pasajero, un comerciante gordo y calvo que parecía llevar encima todas sus joyas y chucherías y que huía de la ciudad sin dejarse nada de valor.
La cadena de choques distrajo momentáneamente a los guardias. Retrocedieron y se me acercaron otra vez. Yo me quedé quieto, mirando a uno y otro. De repente la situación parecía cómica, como una pantomima en el teatro. La amenaza de los guardias no era más que un espectáculo. Eran niños en comparación con el bruto que Pompeyo había dejado en mi casa.
Respiré hondo, sonreí y la sonrisa pareció confundirlos. Cuando me volví para marcharme, vi que el guardia de mayor edad cogía al joven por el cuello.
– ¡Bocazas! -murmuró. Su compañero se encogió y encajó el reproche en silencio.
La calle que rodea la cumbre del Palatino es más ancha que muchas carreteras de Roma. Dos literas pueden cruzarse y aún queda sitio para que pase un peatón sin rozar a ninguno de los sudorosos portadores de las literas. Pero una congestión así sería extraña; la calle está menos transitada que la mayoría de las otras y la flanquean mansiones grandes. Está situada muy por encima del bullicio del Foro y de los mercados. Pero aquella noche estaba atestada de vehículos y personas, y tan iluminada por las antorchas de los esclavos como si fuera de día. A la luz de estas antorchas vi un desfile de caras angustiadas, ciudadanos amedrentados que huían de la ciudad, esclavos agobiados por el exceso de carga, mensajeros decididos que empujaban a los demás.
Varias veces tuve la impresión de que me seguían. Cuando daba media vuelta para mirar, la confusión hacía que resultara imposible saberlo con certeza. Mi vista y mi oído ya no eran los de antes. Había sido una locura salir a la calle sin protección en semejante noche.
Llegué a la puerta de mi casa y eché un último vistazo a mis espaldas. Algo me llamó la atención. Fue el vehículo del hombre y su actitud lo que hizo que me fijase. Hubo un instante de reconocimiento inmediato, tal como suele suceder cuando vemos a alguien que nos resulta familiar, aunque lo veamos de lejos o por el rabillo del ojo. El hombre se volvió antes de que pudiera verlo bien y se alejó andando a toda prisa, en dirección opuesta a la mía, hasta que se desvaneció entre la multitud.
Habría jurado por Minerva que el hombre que acababa de ver era el secretario de Cicerón, Tirón, que en teoría se hallaba en Grecia, demasiado enfermo para levantarse de la cama.