172213.fb2 Cuando el antro sagrado cierra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

La lluvia no cesó en todo el fin de semana. Estaba azotando mi ventana cuando abrí los ojos el viernes al mediodía, pero debió de ser el teléfono lo que me despertó. Me senté en el borde de la cama, pero decidí no responder y después de unos tonos, dejó de sonar.

La cabeza me dolía a rabiar y parecía que me hubieran disparado en la tripa. Me volví a tumbar, aunque me incorporé inmediatamente cuando la habitación comenzó a dar vueltas. En el baño me tomé un par de aspirinas con medio vaso de agua, pero las vomité.

Recordé la botella que me había dado Billie. La busqué y al final la encontré metida en el bolso de mano. No recordaba haberla metido allí después del último trago de la noche, pero bueno, había muchas otras cosas que tampoco recordaba, como la mayor parte de mi camino de vuelta al hotel. Esa especie de laguna temporal no me preocupaba demasiado. Después de haber hecho un viaje en coche era imposible recordar todas las vallas publicitarias, todos los kilómetros de la autopista. ¿Por qué tendría uno que preocuparse por recordar cada minuto de su vida?

Me había bebido tres tercios de la botella y eso me sorprendió. Podía recordar haber tomado un vaso con Billie mientras escuchábamos el disco y, luego, un trago antes de apagar las luces. Ahora no me apetecía beber más, pero con el alcohol ocurre que unas veces te apetece y otras lo necesitas. A mí me pasaba lo último. Eché un poco en el vaso de agua y temblé cuando lo tragué. Tampoco pude retenerlo en mi estómago, pero al menos me sirvió para asentármelo un poco para que el siguiente trago sí que se quedara allí. Y entonces, ya pude tomarme las aspirinas con otro medio vaso de agua sin vomitarlas.

«Si hubiera estado borracho cuando nací…» Me quedé allí, en mi habitación. El tiempo me estaba dando motivos para no salir, pero de todos modos tampoco necesitaba ningún pretexto. Tenía la clase de resaca de la que sabía que me tenía que ocupar con respeto. Si alguna vez me hubiera encontrado así de mal sin haber bebido la noche antes, me habría ido directo al hospital. Así que allí me quedé y cuidé de mí mismo como si fuera un hombre con una enfermedad, lo cual, ahora, en retrospectiva, resultó ser más que una metáfora.

El teléfono volvió a sonar por la tarde. Podría haber dicho en recepción que no me pasaran las llamadas, pero ni siquiera me sentía con ganas de molestarme en llamar y pronunciar esas palabras. Me parecía más fácil dejar que el teléfono sonara.

Sonó una tercera vez cuando cayó la noche y en esa ocasión contesté. Era Skip Devoe.

– Te estaba buscando -dijo-. ¿Vas a salir luego?

– No me apetece salir con la que está cayendo.

– Sí, está cayendo bien otra vez. Parecía que había amainado, pero ahora está diluviando. El tío del tiempo dice que va a seguir así. Ayer vimos a esos tipos.

– ¿Ya?

– Pero no a los de los sombreros negros, no a los malos. Vimos a los abogados y a los contables. Nuestro contable va armado con lo que él llama «un revólver judío». ¿Sabes lo que es?

– Una pluma estilográfica.

– Ya lo habías oído, ¿eh? Bueno, pues nos dijeron lo que ya sabíamos, lo cual es tremendo, teniendo en cuenta que nos cobrarán por el consejo. Tenemos que pagar.

– Bueno, es lo que os imaginabais.

– Sí, pero eso no significa que me guste. Volví a hablar con ese tipo, con el señor Voz por Teléfono. Le dije a Tommy que necesitábamos el fin de semana para encontrar el dinero.

– ¿Se lo has contado a Tillary?

– ¿Tillary? ¿De qué estás hablando?

– Acabas de decir…

– Ah, ya. No había caído en el apellido. No, no a Tillary. Simplemente he dicho Tommy, como podría haber dicho Teddy o cualquier otro nombre que empezara por «t». Aunque ahora no se me ocurra ninguno. Dime más nombres que empiecen por «t».

– ¿Es necesario?

Hubo una pausa.

– No pareces muy animado -dijo.

– Keegan me tuvo hasta el amanecer escuchando discos -dije-. Todavía no me he recuperado del todo.

– Keegan, ¡será cabrón! -dijo-. Todos le damos bien, pero él va a acabar matándose.

– Sí que le da.

– Sí. Escucha, no quiero entretenerte. Solamente quiero saber si estarás libre el lunes. Día y noche. Porque creo que es cuando vamos a mover este asunto. Si tenemos que hacerlo, quiero que sea cuanto antes.

– ¿Y qué quieres que haga?

– Eso ya lo hablaremos. De momento, intenta solucionar lo del lunes, ¿vale?

¿Qué tenía que hacer el lunes? Aún seguía trabajando para Tommy Tillary, pero no me preocupaba mucho el tiempo que le dedicara. Mi conversación con Jack Diebold había confirmado lo que me suponía, que estaba malgastando mi tiempo y el dinero de Tillary, que no tenían caso contra él y que lo más probable era que jamás lo pudieran acusar de nada. Además, la diatriba de Carolyn Cheatham me había dejado sin muchas ganas de hacer nada por Tommy ni de sentirme culpable por sacarle el dinero.

Tenía que decirle un par de cosas a Drew Kaplan la próxima vez que lo viera. E investigaría algo más por el camino. Pero no dedicaría muchas más horas en los bares y bodegas de Sunset Park.

Le dije a Skip que el lunes estaría libre.

Más tarde aquella noche, llamé a la tienda de licores de enfrente. Pedí dos litros de Early Times y les dije que el chico de los recados se pasara por la tienda de ultramarinos y me trajera seis cervezas y algunos sándwiches. Me conocían y sabían que les daría una buena propina por mandarme al chico con ese servicio especial. Sabían que merecería la pena. Y a mí también me mereció la pena.

Me lo tomé con calma. Primero me bebí una lata de cerveza y me comí medio sándwich. Me di una ducha caliente y eso me ayudó. Luego acabé el resto del sándwich y me bebí otra lata de cerveza.

Me fui a dormir y cuando desperté puse la tele y vi a Bogart y a Ida Lupino, creo, en El último refugio. No le presté demasiada atención a la película, pero me hizo compañía. De vez en cuando me acercaba a la ventana y veía llover. Me comí parte de otro sándwich, bebí un poco más de cerveza y le di un trago a la botella de burbon. Cuando la película acabó, apagué la tele, me tomé un par de aspirinas y volví a la cama.

El sábado fue un poco más movido. Volví a necesitar beber nada más despertarme. Di un pequeño trago y, en aquella ocasión, no vomité. Me di una ducha, me bebí una última lata de cerveza, bajé y desayuné en el Red Flame. Dejé la mitad de los huevos, pero me comí las patatas y una doble ración de tostadas de pan de centeno y bebí mucho café. Leí el periódico, o lo intenté. No lograba entender lo que estaba leyendo.

Después del desayuno me paré en McGovern's para una rápida. Luego doblé la esquina en dirección a San Pablo y me senté allí, en la agradable tranquilidad, durante media hora aproximadamente.

Luego regresé al hotel.

Vi el partido de béisbol en mi habitación y un combate de lucha en el Wide World of Sports, además del campeonato mundial de pulsos y unas mujeres que hacían una exhibición de algo parecido al esquí acuático. Lo que estaban haciendo era evidentemente difícil, pero no demasiado interesante como para verlo. Apagué la tele y me marché. Me paré en el Armstrong's y charlé con algunas personas, luego fui al Joel Farrell's a tomarme un cuenco de chile picantísimo y unas cervezas Carta Blanca.

Me tomé un brandi con el café antes de volver al hotel a pasar la noche. En la habitación tenía demasiado burbon como para que me llegara hasta el domingo, pero me detuve y compré unas cervezas porque casi se me habían acabado y las tiendas no pueden venderlas antes del mediodía los domingos. Nadie sabe por qué. A lo mejor las iglesias están detrás del asunto, a lo mejor quieren que los fieles aparezcan con sus resacas, a lo mejor es más fácil vender el arrepentimiento a los que están más afligidos.

Bebí y vi películas. Me quedé dormido delante de la televisión, me desperté en mitad de una película bélica, me di una ducha, me afeité y me senté en ropa interior a ver el final de esa película y el principio de otra mientras bebía burbon y cerveza hasta volver a quedarme dormido.

Cuando desperté otra vez, ya era domingo por la tarde y seguía lloviendo.

Alrededor de las tres y media el teléfono sonó. Contesté al tercer tono y dije hola.

– ¿Matthew? -Era una mujer y, por un instante, pensé que era Anita. Luego ella dijo-:Te llamé anteayer, pero no lo cogiste. -En su voz aprecié el tarheel-. [17] Quiero darte las gracias.

– No tienes nada que agradecerme, Carolyn.

– Quiero darte las gracias por ser un caballero -dijo ella y se rió delicadamente-. Un caballero bebedor de burbon. Me parece recordar haber hablado mucho de eso.

– Por lo que yo recuerdo, te mostraste bastante elocuente.

– Y también lo hago al tratar otros temas. Me disculpé ante Billie por no comportarme como una dama y me dijo que no pasaba nada, pero eso es lo que dicen todos los camareros, ¿no? Quiero darte las gracias por acompañarme a casa. -Hubo una pausa-. Ah, ¿nosotros…?

– No.

Un suspiro.

– Bien. Me alegro, pero solamente porque odiaría no recordarlo. Espero no haberme comportado de un modo vergonzoso, Matthew.

– Estuviste perfecta.

– Claro que no estuve perfecta. Eso lo recuerdo. Matthew, dije cosas muy duras sobre Tommy. Estuve hablando pestes de él y espero que sepas que lo hice únicamente porque había bebido.

– Jamás pensé otra cosa.

– El me trata bien. Es un buen hombre. Tiene sus defectos. Es fuerte, pero tiene debilidades.

Una vez, en el velatorio de un compañero policía, oí a una mujer irlandesa hablar así de la bebida: «Sí, es la debilidad de un hombre fuerte».

– Se preocupa por mí -dijo Carolyn-. No hagas caso de lo que dije.

Le dije que nunca había dudado que él se preocupara por ella y que tampoco tenía muy claro lo que había dicho o dejado de decir aquella noche, que esa noche yo también había bebido bastante.

El domingo por la noche caminé hasta el Miss Kitty's. Una fina lluvia estaba cayendo.

Me había pasado por el Armstrong's primero, un momento, y el Miss Kitty's tenía el mismo ambiente de domingo por la noche. Un montón de clientes habituales y gente del barrio creaban un escenario que era la otra cara de la moneda del esperado viernes por la tarde. Junto a la máquina de discos una chica cantaba una canción que decía algo sobre un par de patines recién estrenados. Su voz parecía no encajar en las notas y encontraba sonidos que ni siquiera estaban en la escala.

No conocía al camarero. Cuando pregunté por Skip, señaló hacia el despacho que había en la parte trasera.

Skip estaba allí y también su socio. John Kasabian tenía una cara redonda y llevaba gafas con montura de acero y lentes circulares que aumentaban el tamaño de sus ojos oscuros y hundidos. Sería de la misma edad de Skip, pero parecía más joven, parecía el típico niño sabiondo. Tenía ambos antebrazos tatuados, pero en absoluto tenía el aspecto de la clase de persona que se tatuaba.

Uno de los tatuajes era la clásica representación de una serpiente enrollada alrededor de una daga que rondaba lo chabacano. La serpiente estaba lista para atacar y de la punta de la daga caía sangre. El otro tatuaje era más sencillo, hasta de buen gusto: una pulsera rodeándole la muñeca derecha.

– Si al menos me lo hubiera hecho en la otra muñeca -había dicho-, habría podido taparlo con el reloj.

No sé cómo se sentiría en realidad por los tatuajes. Fingía desdén por ellos, desprecio por el joven que había elegido marcarse a sí mismo y parecía sentirse realmente avergonzado de ellos. Sin embargo, en ocasiones daba la impresión de sentirse orgulloso de llevarlos.

Yo no lo conocía tan bien. Su personalidad no era tan abierta como la de Skip. No le gustaba ir de bares, no hacía el turno de noche y no era el bebedor que era su socio. Le gustaba tomar cerveza, pero no le daba a la botella tanto como Skip.

– Matt -dijo, y señaló hacia una silla-. Tenemos que estar aquí a las ocho en punto. El teléfono va a sonar.

– ¿Y?

– Nos han dado instrucciones. Tengo que tener un coche preparado. Es parte de las instrucciones.

– ¿Tienes coche?

– Tengo mi coche, lo puedo tener preparado en cualquier momento.

– ¿Y John tiene coche?

– Lo sacaré del garaje -dijo John-. ¿Crees que deberíamos llevar dos coches?

– No sé. Te dijo que tuvieras un coche y supongo que te dijo que tuvieras el dinero listo…

– Sí, por muy raro que parezca, sí que mencionó algo al respecto.

– … pero no dijo nada de a dónde quiere que conduzcas.

– No.

Pensé en ello.

– Lo que me preocupa…

– Es que caigamos en alguna encerrona.

– Eso es.

– Yo tengo la misma preocupación. Nos exponemos mucho, salimos ahí fuera y pueden dispararnos. Pagar un rescate ya es malo, pero ¿quién nos dice que vayan a darnos lo que estamos pagando? Podría tratarse de un secuestro y podrían liquidarnos mientras nos tienen retenidos.

– ¿Y por qué iban a hacer eso?

– No sé. «Los muertos no hablan.» Eso dicen, ¿no?

– Puede, pero el asesinato atrae a la poli. -Estaba intentando concentrarme y no estaba pensando con la claridad que me hubiera gustado. Pregunté si podía tomar una cerveza.

– ¡Por Dios! Pero, ¿dónde están mis modales? ¿Qué quieres? ¿Burbon o una taza de café?

– Creo que una cerveza.

Skip fue a buscarla. Mientras, su socio dijo:

– Esto es una locura. Es surrealista, ¿sabes? Libros de cuentas robados, extorsión, voces por teléfono. No tiene nada de realidad.

– Supongo que no.

– El dinero en sí no tiene nada de real. No logro entenderlo. El número…

Skip me trajo una botella de Carlsberg y un vaso acampanado. Bebí un poco y fruncí el ceño mientras pensaba. Skip se encendió un cigarrillo, me ofreció el paquete y dijo:

– No, claro que no quieres uno, porque no fumas. -Y volvió a guardar el paquete.

Yo dije:

– No debería ser un secuestro. Pero hay un modo en el que podría serlo.

– ¿Cómo?

– Si no tienen los libros.

– Claro que tienen los libros. Los libros han desaparecido y tenemos esa voz que nos llama por teléfono.

– Supongamos que alguien no tiene los libros, pero sabe que han desaparecido. Si ese alguien no tiene que demostrar que se encuentran en su posesión, puede aprovechar la oportunidad de sacaros algunos dólares.

– Algunos dólares -dijo John Kasabian.

Skip dijo:

– Pero entonces, ¿quién tiene los libros? ¿Los federales? Quieres decir que podrían tenerlos y estar preparando una acusación contra nosotros mientras nosotros pagamos un rescate a alguien que tiene esa mierda. -Se levantó y rodeó el escritorio-. Joder, me encanta -dijo-. Esta idea me encanta. Me gusta tanto que podría casarme y tener hijos con ella. ¡Por Dios!

– No es más que una posibilidad, pero creo que tenemos que tenerla en cuenta y estar preparados.

– ¿Cómo? Todo está listo para mañana.

– Cuando él llame, dile que te lea una página de uno de los libros.

Me miró.

– ¿Se te ha ocurrido eso ahora? ¿Ahora mismo? Quedaos aquí. -Kasabian le preguntó adónde iba-. A por dos Carlsbergs más -respondió-. La jodida cerveza estimula las ideas. Deberían utilizar esta frase en los anuncios.

Trajo dos botellas. Se sentó en el borde del escritorio y balanceó los pies mientras se bebía la cerveza directamente de la botella marrón. Kasabian seguía en su silla y estaba despegando la etiqueta de su botella. No tenía prisa por bebérsela. Teníamos nuestro consejo de guerra reunido, estábamos planeándolo todo. John y Skip irían y, por supuesto, yo.

– Y también estaba pensando que podría venir Bobby -sugirió Skip.

– ¿Ruslander?

– Es mi mejor amigo, sabe lo que está pasando. No sé si podría hacer algo cuando la mierda empiece a salpicar, pero ¿quién podría? Yo iré armado, pero si se trata de una trampa, imagino que ellos dispararán primero, así que, de todos modos, no creo que una jodida pistola pueda servirme de mucho. ¿Conoces a alguien que quiera unirse?

Kasabian negó con la cabeza.

– Había pensado en mi hermano -dijo-. Es la primera persona que se me ha ocurrido, pero ¿qué tiene que ver Zeke en toda esta mierda? ¿Me entiendes?

– ¿Y qué tienen que ver los demás? Matt, ¿tú tienes a alguien a quien quisieras traer?

– No.

– Estaba pensando en Billie Keegan -dijo Skip-. ¿Qué opinas?

– Es una buena compañía.

– Sí. Es verdad. Pensándolo bien, ¿quién necesita buena compañía? Lo que necesitamos es artillería pesada y apoyo aéreo. Hay que organizar el encuentro y colocar barreras de mortero en sus posiciones. John, cuéntale lo de las palas con el mortero.

– Oh -exclamó Kasabian.

– Cuéntaselo.

– No es más que una cosa que vi.

– Una cosa que vio. Escucha.

– Fue no sé cuándo, hace un mes o así. Estaba en la casa de mi chica, ella vive en el West End, en los Eighties. Resulta que voy a sacar a su perro y al salir del edificio y cruzar la calle en diagonal, me encuentro a estos tres tíos negros.

– Así que se da la vuelta y vuelve a entrar en el edificio -añadió Skip.

– Ellos ni siquiera miran en mi dirección -continuó Kasabian-. Llevan chaquetas como militares y uno lleva una gorra. Parecen soldados.

– Cuéntale lo que hicieron.

– Bueno, cuesta creer que yo viera esto de verdad -dijo. Se quitó las gafas y se masajeó el puente de su nariz-. Echaron un vistazo alrededor y, si me vieron, decidieron que no tenían que preocuparse por mí…

– Eran unos tíos con un buen ojo para la gente -terció Skip.

– … y entonces van y colocan el mortero, como si lo hubieran hecho miles de veces antes, uno de ellos mete una bala y disparan al Hudson. Es una diana fácil, están en la esquina y pueden ver el río con claridad. Siguen sin fijarse en mí y se hacen una señal con la cabeza, bajan el mortero, lo guardan y salen corriendo.

– ¡Jesús! -dije.

– Ocurrió muy deprisa -dijo- y pasó casi desapercibido. Me pregunté si me lo habría imaginado. Pero ocurrió.

– ¿Sonó muy fuerte el disparo?

– No, no mucho. Se oyó el ¡Bump! que hace un mortero, pero si hubo una explosión cuando el disparo dio al agua, eso no lo oí.

– Probablemente fue un cartucho de fogueo -dijo Skip-. Seguro que estaban, ya sabéis, probando el mecanismo, comprobando la trayectoria.

– Sí, ya, pero, ¿para qué?

– Joder, pues nunca se sabe cuándo vas a necesitar un mortero en esta ciudad. -Levantó su botella de cerveza, le dio un buen trago y golpeteó el escritorio con sus talones-. No sé -dijo-, estoy bebiéndome esto, pero no estoy pensando con más claridad que antes. Matt, hablemos de dinero.

Pensé que se estaba refiriendo al dinero del rescate. Pero se refería a dinero para mí y yo no supe qué decir. No sabía qué precio poner, así que me limité a decir algo sobre que éramos amigos.

Él dijo:

– ¿Y? Así es como te ganas la vida, ¿no? Haciéndoles favores a tus amigos.

– Ya, pero…

– Nos estás haciendo un favor. Kasabian y yo no sabemos qué coño hacer. ¿No es así, Kasabian?

– Totalmente.

– A Bobby no le voy a dar nada por venir, él no lo aceptaría, y si Keegan viene, no será por dinero. Pero tú eres un profesional y a los profesionales se les paga. Tillary te está pagando, ¿no?

– Pero hay una diferencia.

– ¿Qué diferencia?

– Que tú eres amigo mío.

– ¿Y él no?

– No de la misma manera. De hecho, cada vez me cae peor. Él es…

– Es un gilipollas -dijo Skip-. Pero no discutas. No hay ninguna diferencia. -Abrió un cajón del escritorio, contó el dinero, dobló los billetes y me los entregó-. Toma -dijo-. Ahí van veinticinco. Dime si es suficiente o no.

– No lo sé -dije lentamente-. Veinticinco dólares no parece mucho, pero…

– Son veinticinco billetes de cien, ¡imbécil! -Todos nos reímos-. «Veinticinco dólares no parece mucho.» Johnny, ¿por qué hemos tenido que contratar a un cómico? No, en serio, Matt. ¿Te parece bien?

– En serio, me parece demasiado.

– ¿Sabes cuánto piden por el rescate?

Negué con la cabeza.

– Todo el mundo está teniendo la precaución de no mencionarlo.

– Bueno ya sabes que en la casa del ahorcado, nombrar la soga es pecado, ¿no? Les vamos a pagar a esos cabrones cincuenta mil.

– ¡Jesús! -dije.

– ¡Mira!, ya se te ha ocurrido alguien -dijo Kasabian-. ¿Es amigo tuyo, por casualidad? Tráetelo mañana, si no tiene nada que hacer por la noche.


  1. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> N. de la T.: Se refiere al acento de Carolina del Norte.