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Bobby no podía soportarlo. Casi le dolía la ingenuidad de Billie.
– ¿Por qué no has dicho nada? -preguntó-. Yo también podría haberme puesto a anotar números, podríamos haber apuntado más coches.
Keegan se encogió de hombros.
– Supuse que era mejor no decir nada -dijo-. Así no quedaría como un gilipollas si pasaban corriendo al lado de los coches y cogían un autobús en la avenida Jerome.
– La avenida Jerome está en el Bronx -dijo alguien. Billie dijo que sabía dónde estaba la avenida porque tenía un tío que había vivido allí. Pregunté si los dos estaban disfrazados cuando aparecieron corriendo por la calle.
– No sé -dijo Bobby-. ¿Cómo se supone que iban? Llevaban puestos unos pequeños antifaces. -Unió los dedos pulgares con los índices para formar dos círculos y se los acercó a la cara, como si llevara un antifaz.
– ¿Y todavía llevaban barba?
– Claro que llevaban barba. ¿Qué te crees? ¿Que se pararon un rato para afeitarse?
– Las barbas eran postizas -dijo Skip.
– ¡Ah!
– ¿También llevaban puestas las pelucas? ¿Una oscura y otra clara?
– Supongo. No sabía que fueran pelucas. Yo… no se veía una mierda, Arthur. Hay farolas ahí y ahí, pero aparecieron corriendo por la carretera y se metieron al coche. No se han parado para dar una conferencia ni han posado para los fotógrafos.
Yo dije:
– Será mejor que nos larguemos de aquí.
– ¿Y eso por qué? Me gusta estar así, en medio de Brooklyn, me recuerda a cuando era pequeño y me quedaba hasta las tantas en la calle. ¿Es que crees que vendrá la pasma?
– Bueno, ha habido disparos. Lo último que necesitamos es llamar la atención quedándonos aquí en medio de la calle.
– Tiene sentido.
Caminamos hasta el coche de Kasabian, entramos y dimos otra vuelta a la manzana. Paramos en un semáforo en rojo y le dije a Kasabian por dónde ir para volver a Manhattan. Teníamos los libros, habíamos pagado el rescate y todos seguíamos vivos, podíamos contarlo. Además de eso, teníamos que celebrar la inventiva de Keegan en estado de embriaguez. Todo aquello hizo que nuestro humor cambiara para mejor, y entonces sí que pude indicarle bien para volver a la ciudad y Kasabian, por su parte, pudo entender mis indicaciones.
Al pasar cerca de la iglesia, vimos un grupo de gente delante, hombres con camisetas de interior, adolescentes, todos parecían estar esperando a alguien. En la distancia, pude oír el sonido ondulante de la sirena de la policía.
Quería decirle a Kasabian que nos llevara a todos a casa, que podíamos volver a por el coche de Skip al día siguiente. Pero estaba aparcado junto a una boca de incendios y llamaría la atención. Se detuvo, no debió de relacionar la multitud con el sonido de la sirena, y Skip y yo bajamos. Uno de los hombres que había al otro lado de la calle, un tipo medio calvo y con barriga cervecera, estaba mirando hacia nosotros.
Le grité, le pregunté qué ocurría. Él quería saber si yo era de la comisaría. Negué con la cabeza.
– Alguien ha entrado en la iglesia -dijo-. Niños, probablemente. Tenemos las salidas cubiertas y la pasma está de camino.
– Niños -dije en alto, y él se rió.
– Creo que me he puesto más nervioso ahora que cuando estaba en el sótano de la iglesia -dijo Skip, después de habernos alejado unas cuantas manzanas-. Yo allí, de pie, con una bolsa colgada del hombro como si hubiera cometido un robo y tú con una 45 metida en tu pantalón. Pensé que estábamos jodidos si veían la pistola.
– Me he olvidado de que la llevaba ahí.
– Y encima nos hemos bajado de un coche lleno de borrachos. Otro punto a nuestro favor.
– Keegan era el único que iba borracho.
– Y era el que estaba más lúcido. ¡Imagínate! Hablando de beber…
Saqué el güisqui de la guantera y le quité el tapón. Él le dio un buen trago y luego me lo pasó. Y así, nos fuimos pasando la botella hasta que nos la acabamos. Skip dijo:
– A la mierda Brooklyn. -Y tiró la botella por la ventana. Hubiera preferido que no lo hubiera hecho porque el aliento nos apestaba a alcohol y teníamos una pistola sin licencia, pero me lo guardé.
– Eran muy profesionales -dijo Skip-. Con sus disfraces y todo. ¿Por qué le disparó a la luz?
– Para que no saliéramos corriendo.
– Por un momento creí que iba a dispararme. ¿Matt?
– ¿Qué?
– ¿Cómo es que no lo disparaste?
– ¿Cuando te estaba apuntando? Lo habría hecho, si hubiera sentido que iba a disparar. Lo tenía cubierto. Del modo en que estábamos, si yo lo disparaba, él te dispararía a ti.
– Quiero decir después. Después de que le disparara a la luz. Todavía lo estabas apuntando. Seguías haciéndolo cuando salió por la puerta.
Me tomé un momento para responder y entonces dije:
– Decidiste pagar el rescate para que no les entregaran los libros a los de la Hacienda Federal. ¿Qué te crees que ocurre si te relacionan con un tiroteo en una iglesia en Bensonhurst?
– ¡Jesús! No había pensado en eso.
– Además, disparándolo no habrías recuperado el dinero. Ya lo tenía el otro.
– Ya. No había pensado en eso. Pero yo sí que lo habría disparado. No porque fuera lo correcto, sino porque me habría dejado llevar por la tensión del momento.
– Bueno -dije-, nunca se sabe lo que uno puede llegar a hacer en una situación así.
En el siguiente semáforo, saqué mi libreta y comencé a hacer unos bosquejos. Skip me preguntó qué estaba dibujando.
– Orejas -dije.
– ¿Y eso?
– Es algo que nos dijo un instructor cuando estuve en la Academia de Policía. La forma de las orejas de la gente es muy distintiva y es algo que no se suele enmascarar o cambiar mediante cirugía plástica. No había mucho que ver de esos dos, así que quiero hacer unos dibujos de sus orejas antes de que se me olvide cómo eran.
– ¿Te acuerdas de cómo eran sus orejas?
– Bueno, me fijé en ellas a propósito.
– Ah, eso es otra cosa. -Se llevó el cigarrillo a la boca-. Yo ni siquiera podría decir si tenían o no orejas. ¿No se las cubrían las pelucas? Supongo que no, porque si no, no estarías haciendo esos dibujos. No se pueden comparar sus orejas, ¿verdad? Como se hace con las huellas dactilares.
– Lo que quiero es tener un modo de reconocerlos -dije-. Creo que podría reconocer sus voces, eso contando con que hubieran usado sus voces reales esta noche y creo que sí que lo han hecho. Con respecto a su altura, uno medía un metro setenta y cinco, aproximadamente, y el otro era un poco más bajo, o lo parecía, porque estaba más atrás. -Sacudí la cabeza mientras miraba mi libreta-. Pero no sé qué par de orejas es de quién. Debería haber hecho esto antes. Esos detalles se borran rápido de la memoria.
– ¿Crees que de verdad importa, Matt?
– ¿Que si importa cómo son sus orejas? -Pensé en ello-. Probablemente no -reconocí-. Por lo menos el noventa por ciento de lo que haces durante una investigación no te lleva a ninguna parte. Digamos mejor un noventa y cinco por ciento y me refiero a la gente con la que hablas o el tiempo que inviertes en comprobar datos.
Pero si haces suficientes cosas, entre ellas puede estar la clave.
– ¿Lo echas de menos?
– ¿Ser poli? No demasiado.
– Puedo entender que lo echaras de menos -dijo-. Pero, de todos modos, no me referiría únicamente a las orejas. Lo que quiero decir es si crees que todo esto tiene sentido. Nos han chantajeado y se han salido con la suya. ¿Crees que la matrícula nos llevará a alguna parte?
– No. Creo que son lo suficientemente listos como para haber usado un coche robado.
– Eso es lo que yo creo también. Antes no he querido decir nada porque me apetecía sentir algo por lo que alegrarme y también porque no quería desilusionar a Billie, pero después de la que han montado, con los disfraces, haciéndonos dar vueltas antes de mandarnos al sitio en concreto, no creo que fueran a pillarse los dedos con el número de una matrícula.
– A veces ocurre.
– Supongo. A lo mejor nos viene mejor que hayan robado un coche.
– ¿Por qué lo dices?
– A lo mejor los pillan por eso, a lo mejor un patrullero con ojos de lince ve el coche y lo relaciona con uno que esté en esa hoja de los coches birlados. ¿Es así cómo la llamáis?
– La lista de los coches birlados. Pero para que un coche entre en esa lista, tiene que pasar un tiempo.
– A lo mejor lo tenían planeado desde hace tiempo. A lo mejor han robado el coche hace una semana. ¿Por qué otra cosa los podrían fichar? ¿Por profanar una iglesia?
– ¡Oh, joder! -dije yo.
– ¿Qué pasa?
– La iglesia.
– ¿Qué pasa con la iglesia?
– Para el coche, Skip.
– ¿Por?
– Que pares un minuto, ¿vale?
– ¿Lo dices en serio? -Me miró-. Lo dices en serio -dijo y se detuvo junto al bordillo.
Cerré los ojos, intentaba centrarme.
– La iglesia -dije-. ¿Qué clase de iglesia era? ¿Te has fijado por casualidad?
– Para mí todas son iguales. Era, no sé, de ladrillo, de piedra. ¿Qué cojones importa?
– Lo que quiero saber es si era protestante o católica.
– ¿Y cómo voy a saber yo eso?
– Había un letrero en la entrada. Estaba acristalado y tenía letras blancas sobre un fondo negro. Ahí te pone los horarios de las misas y de qué van a tratar los sermones.
– Siempre tratan de lo mismo. Tienes que imaginarte todas las cosas que te gustaría hacer, pero que no vas a hacer.
Podía cerrar los ojos y ver esa maldita cosa, pero no podía visualizar las palabras.
– ¿No te fijaste?
– Tenía otras cosas en las que pensar, Matt. ¿Pero qué coño importa?
– ¿Era católica?
– Que no lo sé. ¿Es que tienes algo a favor o en contra de los católicos? ¿Las monjas te pegaban con una regla cuando eras pequeño? «Conque pensamientos impuros… ¡zas! Toma eso, pequeño cabroncete.» ¿Vas a tardar mucho, Matt? -Cerré los ojos, estaba lidiando una batalla con mi memoria, y no le respondí-. Porque hay una tienda de licores ahí enfrente y por mucho que odie gastarme dinero en Brooklyn, creo que voy a ir, ¿vale?
– Claro.
– Puedes imaginarte que es vino del altar -dijo.
Volvió con una botella de medio litro de Teacher's en una bolsa marrón. Rompió el precinto y destapó la botella sin sacarla de la bolsa, dio un trago y me la pasó. La tuve un rato en la mano y finalmente bebí.
– Ya podemos irnos -dije.
– ¿Ir adónde?
– A casa. Volvemos a Manhattan.
– No tenemos que volver ya, ¿quieres que esperemos a que reces una novena o algo?
– La iglesia debía de ser luterana o algo así.
– ¿Y eso significa que podemos volver a Manhattan?
– Eso es.
Arrancó el motor y se incorporó al tráfico. Estiró la mano, le di la botella, bebió y me la devolvió.
Dijo:
– No quiero entrometerme, detective Scudder, pero…
– ¿Pero a qué ha venido todo eso?
– Eso es.
– Me da vergüenza decirlo -dije-. Es algo que me dijo Tillary hace unos días. Ni siquiera sé si es verdad, pero se supone que se trataba de una iglesia en Bensonhurst.
– ¿Una iglesia católica?
– Supongo que sí -le dije y le conté la historia que me había contado Tommy, la de los dos chavales que habían robado en la iglesia de la madre de un capo de la mafia y lo que se suponía que les habían hecho después para vengarse.
Skip dijo:
– ¿En serio? ¿Eso ha pasado de verdad?
– No lo sé. Y Tommy tampoco lo sabe. Es una historia que se cuenta por ahí.
– Colgados de unos ganchos de carnicería y despellejados vivos… ¡Joder!
– Se ve que a Tutto le atraía eso. Lo llaman Dom, el Carnicero. Creo que está interesado en el comercio de la carne al por mayor.
– ¡Jesús! Si la de antes es su iglesia…
– La de su madre.
– Me da igual. ¿Es que vas a seguir agarrando la botella hasta que el cristal se derrita?
– Perdona.
– Si la de antes es su iglesia, o la de su madre, o lo que sea…
– No me gustaría que se enterara de que nosotros estábamos allí cuando se produjeron los disparos. No es que sea lo mismo que robar dentro de la iglesia, pero aun así podría tomárselo como algo personal. ¿Quién sabe cómo podría reaccionar?
– ¡Dios!
– Pero está claro que era una iglesia protestante y que su madre iría a una católica. Y aunque fuera católica, seguro que hay otras cuatro o cinco iglesias católicas más en Bensonhurst. O tal vez más, no lo sé.
– Algún día tenemos que contarlas. -Le dio una calada a su cigarrillo, tosió y lo tiró por la ventanilla-. ¿Por qué alguien haría algo así?
– Te refieres a…
– A colgar a dos chavales y a despellejarlos. A eso me refiero. ¿Cómo puede alguien hacer algo así? ¿A dos chicos que lo único que han hecho ha sido robar alguna que otra mierda de una iglesia?
– No lo sé -dije-. Pero creo que sé por qué lo hizo Tutto.
– ¿Por qué?
– Porque quería darles una lección.
Él meditó sobre lo que había dicho.
– Bueno, pues me apuesto lo que sea a que funcionó -dijo-. Seguro que esos pequeños cabrones no vuelven a robar en otra iglesia.