172213.fb2 Cuando el antro sagrado cierra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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19

La comisaría del Distrito 6 se encuentra en la calle Diez Oeste, entre Bleecker y Hudson, en el Village. Años antes, cuando estuve allí haciendo un turno, se encontraba en un edificio mucho más ornamentado al oeste de la calle Charles. Ahora ahí se han construido pisos de una cooperativa y el edificio se llama el Gendarme.

La nueva comisaría es un edificio feo, de nueva construcción que jamás podrá ser convertido en un bloque de pisos. Estuve allí un rato el martes por la mañana, pasé por delante del mostrador de recepción y fui directo al despacho de Eddie Koehler. No tuve que preguntar, ya sabía dónde estaba.

Levantó la vista de un informe que estaba leyendo y me miró.

– Lo malo de esa puerta -dijo- es que cualquiera puede entrar.

– Tienes buen aspecto, Eddie.

– Bueno, ya sabes. Vida sana. Siéntate, Matt.

Me senté y charlamos un poco. Recordamos viejos tiempos. Cuando la pequeña charla llegó a su fin, él dijo:

– Has venido a verme porque pasabas por aquí, ¿verdad?

– Es que me he acordado de ti y he pensado que necesitarías un sombrero nuevo.

– ¿Con este tiempo?

– A lo mejor un sombrero panamá. Los sombreros de paja te protegen bien del sol.

– O a lo mejor un salacot. Pero en ezte barrio laz chicaz ze burlarían de mí -dijo ceceando.

Saqué mi libreta.

– Un número de matrícula -dije-. Pensé que tal vez podrías decirme algo.

– ¿Quieres que llame al registro de vehículos?

– Primero comprueba la lista de coches birlados.

– ¿De qué se trata? ¿Ha habido un atropello y el conductor se ha dado a la fuga? ¿Tu cliente quiere saber quién lo ha atropellado para sacarle pasta a cambio de presentar cargos contra él?

– Tienes mucha imaginación.

– ¿Me traes un número de matrícula y directamente quieres que la busque entre las matrículas de coches robados? Joder. ¿Cuál es el número?

Se lo dicté. Él lo anotó y se levantó de su escritorio.

– Tardaré un minuto -dijo.

Mientras estuvo fuera, yo estuve mirando los dibujos que había hecho de las orejas. Las orejas sí que se diferencian mucho unas de otras. Lo que pasa es que tienes que entrenarte para poder fijarte bien en ellas.

No tardó mucho. Volvió y se dejó caer en su silla.

– En la lista de los coches birlados no aparece -dijo.

– ¿Podrías mirar en el registro de vehículos?

– Podría, pero no tengo que hacerlo. Los coches no se anotan en la hoja tan rápidamente. He llamado y, sí, el coche es robado, pero entrará en la lista la semana que viene. Llamaron anoche para denunciarlo; lo robaron por la tarde o cuando empezó a anochecer.

– Me lo imaginaba -dije.

– Un Mercury del 73, ¿no? ¿Un sedán, azul oscuro?

– Eso es.

– ¿Es eso lo que querías saber?

– ¿Dónde lo robaron?

– En Brooklyn. En Ocean Parkway, en una zona bastante alejada.

– Tiene sentido.

– ¿Sí? ¿Por qué?

Sacudí la cabeza.

– No es nada -dije-. Creí que el dato del coche sería importante, pero si es robado no nos lleva a ninguna parte. -Cogí mi cartera, saqué veinticinco dólares, el precio que suele costar un sombrero en la jerga policial. Puse los billetes sobre la mesa. Él los cubrió con la mano, pero no los cogió.

– Ahora yo tengo una pregunta que hacerte -dijo.

– ¿Sí?

– ¿Por qué?

– Es privado -dije-. Estoy trabajando para alguien, no puedo…

Él estaba sacudiendo la cabeza.

– ¿Por qué gastarse veinticinco dólares en algo que podrías haber conseguido gratis con una simple llamada de teléfono? ¡Por Dios santo, Matt! ¿Cuánto tiempo hace que no llevas tu placa? ¿Tanto como para que se te haya olvidado cómo conseguir un listado del registro de vehículos? Llamas, te identificas, ya sabes cómo va eso, ¿no?

– Pero pensé que era robado.

– Pues si quieres comprobarlo en la lista de coches robados, llamas a alguien del departamento. Dices que eres un poli que está en turno de vigilancia, o algo así, y que has visto un coche que crees que podría ser robado y que necesitas que lo comprueben. Eso te ahorra tener que venir hasta aquí y también te ahorra el dinero de un sombrero.

– Pero eso sería suplantar a un agente de policía -dije.

– ¿Sí? ¿De verdad? -Le dio un golpecito al dinero-. Pues técnicamente, esto -dijo- es sobornar a un agente de policía. Has elegido el mejor lugar para hacerlo, ¿eh?

La conversación me estaba haciendo sentir incómodo. Hacía menos de doce horas que había suplantado a un agente de policía, al conseguir el número de teléfono de Carolyn Cheatham que no aparecía en la guía de teléfonos. Dije:

– A lo mejor es que te echaba de menos y quería verte, Eddie. ¿Qué te parece?

– A lo mejor. O a lo mejor es que se te está oxidando el cerebro.

– Es posible.

– A lo mejor deberías dejar el alcohol y volver a ser una persona normal. ¿Es posible?

Me levanté.

– Siempre es un placer verte, Eddie. -Él tenía más cosas que decir, pero yo no tenía por qué quedarme allí a oírlas.

Había una iglesia cerca, Santa Verónica; era una pila de ladrillos rojos en la calle Christopher, cerca del río. Un vagabundo se había colocado en las escaleras, tenía una botella vacía de Night Train en la mano. Por un momento pensé que Eddie había llamado a alguien para que pusiera a ese hombre allí, para que yo viera una nefasta muestra de lo que podría esperarme en el futuro. No supe si reírme o temblar.

Subí las escaleras y entré. La iglesia era grande y tenebrosa y estaba vacía. Me senté y cerré los ojos un minuto.

Pensé en mis dos clientes, Tommy y Skip, y en el pésimo trabajo que estaba haciendo para ellos. Tommy no necesitaba mi ayuda y, de todos modos, tampoco se la estaba dando. En cuanto a Skip, tal vez le había ayudado con el intercambio, pero había cometido errores. ¡Por Dios! Tendría que haberles dicho a Billie y a Bobby que anotaran las matrículas, no debería haber dejado que a Billie se le ocurriera esa idea por su cuenta.

Casi me alegraba de que al final el coche fuera robado. Así, la pista de Keegan no nos llevaría a ninguna parte y mi falta de previsión no tendría importancia.

Estúpido. Bueno, de todos modos, había sido yo el que los había colocado allí, ¿no? No habrían visto el coche, y no digamos el número de la matrícula, si hubieran estado con Kasabian al otro lado de la manzana.

Me levanté, metí un dólar en la ranura y encendí una vela. Había una mujer de rodillas a pocos metros de mí. Cuando se levantó, vi que era un transexual. Era como cinco centímetros más alta que yo. Sus rasgos eran mitad latinos, mitad orientales. Sus hombros y sus brazos eran musculosos y sus pechos, del tamaño de un melón cantalupo, tensaban su top atado al cuello y de espalda descubierta.

– Bueno… Hola -dijo ella.

– Hola.

– ¿Has venido a ponerle una vela a Santa Verónica? ¿Sabes algo de ella?

– No.

– Yo tampoco. Pero prefiero pensar en ella como si fuera -dijo mientras se colocó un mechón de pelo para que le cayera sobre la frente- Santa Verónica Lake.

El tren N me dejó a varias manzanas de la iglesia que estaba en Ovington con la Decimoctava Avenida. Una mujer que se encontraba sola, vestida con unos pantalones que parecían tener salpicaduras de pintura y una camisa de militar, me indicó dónde se encontraba el despacho del pastor. Allí no había nadie más que un joven rechoncho con la cara llena de pecas. Tenía un pie apoyado sobre el brazo de la silla y estaba afinando una guitarra.

Le pregunté dónde estaba el pastor.

– Soy yo -dijo, poniéndose derecho-. ¿En qué puedo ayudarle?

Le dije que había oído que se había cometido un acto vandálico en el sótano la noche anterior. Él me sonrió.

– ¿Así que fue eso? Alguien le disparó al fluorescente de la luz. El daño no ascenderá a mucho. ¿Le gustaría ver dónde ocurrió?

No tuvimos que utilizar las escaleras por las que yo había bajado la noche anterior. Bajamos unas escaleras interiores y entramos en la habitación cruzando el arco cubierto por una cortina por el que nuestros amigos ataviados con pelucas y barbas habían salido. Todo estaba colocado; las sillas apiladas y las mesas plegadas. La luz del día se filtraba por la ventana.

– Ahí está -dijo señalando al techo-. Había cristales por el suelo, pero ya los hemos barrido. Supongo que habrá visto el informe policial.

No dije nada, me limité a mirar a mi alrededor.

– ¿Está con la policía, verdad?

Él no me estaba investigando, únicamente quería asegurarse. Pero algo me detuvo. Tal vez el final de mi conversación con Eddie Koehler.

– No -dije-. No lo estoy.

– Ah. Entonces su interés se debe a…

– Anoche estuve aquí.

Él me miró, esperando que continuara. Me pareció un hombre muy paciente. Podías sentir que quería escuchar lo que tuvieras que decirle y que podías tomarte el tiempo que necesitaras. Supongo que esa cualidad sería muy útil para un pastor.

Yo dije:

– Antes era policía. Ahora soy detective privado -lo cual quizá era técnicamente incorrecto, pero se acercaba bastante a la verdad-. Anoche estuve aquí para intercambiar dinero por unas cosas que le pertenecían a mi cliente y que se habían llevado para pedir un rescate.

– Entiendo.

– La otra parte, los criminales que habían robado las pertenencias de mi cliente, eligieron este sitio para el intercambio. Ellos fueron los que dispararon.

– Entiendo -volvió a decir-. ¿Alguien… resultó herido? La policía ha buscado manchas de sangre. Yo no sé si todas las heridas sangran.

– No dispararon a nadie. Se produjeron dos disparos solamente y ambos fueron directos al techo.

Él suspiró.

– Es todo un alivio. Bueno, señor eh…

– Scudder. Matthew Scudder.

– Yo soy Nelson Fuhrmann. Creo que antes nos hemos saltado las presentaciones. -Se pasó la mano por su pecosa frente-. Supongo que la policía no sabe nada de esto.

– No. No sabe nada.

– Y usted preferiría que no lo hiciera.

– Sería más sencillo si no supieran nada.

Tras pensarlo, asintió.

– De todos modos dudo que vaya a tener la ocasión de contárselo -dijo-. No creo que vuelvan por aquí, ¿y usted? No es un crimen de importancia.

– A lo mejor alguien se pasa. Pero no se sorprenda si no vuelve a saber de ellos.

– Rellenarán un informe -dijo él- y todo se quedará ahí. -Volvió a suspirar-. Bueno, señor Scudder, debe de tener una razón para haberse arriesgado a que yo le mencionara su visita a la policía. ¿Qué espera descubrir?

– Me gustaría saber quiénes fueron.

– ¿Los villanos? -Se rió-. No sé de qué otro modo llamarlos. Si fuera policía, supongo que los llamaría autores del crimen.

– Podría llamarlos pecadores.

– Ah, pero bueno, todos lo somos, ¿no? -Me sonrió-. ¿No conoce su identidad?

– No. Y llevaban disfraces, pelucas y barbas postizas, así que ni siquiera sé qué aspecto tienen.

– No sé cómo podría ayudarle. No cree que estén relacionados con la iglesia, ¿verdad?

– Estoy casi seguro de que no. Pero eligieron este lugar, reverendo Fuhrmann y…

– Llámeme Nelson.

– … y eso puede indicar que conocen la iglesia y esta habitación en particular. ¿Encontró la policía algún signo de que hubieran forzado la cerradura?

– Creo que no, no.

– ¿Le importa si echo un vistazo a la puerta? -Examiné la cerradura de la puerta que daba a las escaleras. Si la forzaron, yo no pude ver ninguna señal. Le pregunté qué otras puertas daban al exterior, me llevó a ellas, lo comprobamos y ninguna tenía signos de que alguien hubiera entrado ilegalmente.

– La policía dijo que una puerta debió de quedarse abierta -explicó él.

– Eso sería lógico si esto fuera un simple caso de vandalismo o alguna travesura. Unos niños se encuentran una puerta abierta, entran y lo revuelven todo un poco. Pero esto fue planeado, estaba preparado. No creo que nuestros pecadores contaran con que la puerta estuviera abierta. ¿O acaso aquí lo de cerrar las puertas con llave es algo que se deja al azar?

Él negó con la cabeza.

– No, siempre cerramos con llave. Tenemos que hacerlo, incluso en un barrio decente como este. Cuando la policía llegó anoche, había dos puertas abiertas; esta puerta y la de detrás. Está claro que no nos habríamos dejado las dos sin cerrar.

– Si una estaba abierta, ¿la otra podría abrirse desde dentro?

– Oh, claro. Sin embargo…

– Debe de haber muchas llaves en circulación, reverendo. Estoy seguro de que muchos grupos de la comunidad utilizan las dependencias de la iglesia.

– Oh, por supuesto -dijo-. Sentimos que es parte de nuestra función el cederle nuestro espacio a los demás cuando nosotros no lo necesitamos. Y el alquiler que recibimos por ello supone una parte importante de nuestros ingresos.

– Entonces el sótano suele ser utilizado por las noches.

– Oh, claro. Veamos… el grupo de Alcohólicos Anónimos se reúne aquí todos los jueves por la noche y hay otro grupo de Al-Anon que utiliza la habitación los martes; por cierto, esta noche vendrán. Y los viernes, ¿quién está aquí los viernes? En los pocos años que llevo aquí, este lugar se ha utilizado para un sinfín de actividades. Tuvimos un pequeño grupo de teatro que venía a ensayar, tenemos una reunión de exploradores una vez al mes, tenemos… bueno, puede ver que hay muchos grupos distintos con acceso a nuestras áreas.

– Pero aquí no se reúne nadie los lunes por la noche.

– No. Había un grupo de feministas que se reunían los lunes hasta hace tres meses, pero creo que luego decidieron ir quedando en sus propias casas. -Ladeó la cabeza-. Está sugiriendo que… em… los pecadores estarían en condición de saber que este sitio estaría vacío anoche.

– Eso es lo que estaba pensando.

– Pero podrían haber llamado y haberse informado. Cualquiera podría haber llamado y haber fingido que era alguien interesado en utilizar la sala y que quería comprobar si estaba disponible.

– ¿Han recibido alguna llamada de ese tipo?

– Bueno, las recibimos constantemente -dijo-. Así que no es algo que alguien de aquí recordaría especialmente.

– ¿Por qué siempre vienes por aquí y le preguntas a todo el mundo por el Ratón Mickey? -quería saber la mujer.

– ¿Quién?

Ella soltó una carcajada.

– Miguelito Cruz. Ya sabes, Miguelito en inglés se dice little Michael. Y eso es igual que Mickey. La gente lo llama Ratón Mickey. O al menos, yo lo hago.

Estábamos en un bar puertorriqueño en la Cuarta Avenida, situado entre un herbolario y una tienda que alquilaba ropa de etiqueta. Había tomado el tren N después de mi visita a la iglesia luterana en Bensonhurst con la intención de volver a la ciudad, pero en lugar de eso había acabado levantándome repentinamente en la calle Cincuenta y Tres en Sunset Park y me había bajado del tren allí. No tenía nada más que hacer, no sabía por dónde continuar la investigación para Skip, así que pensé que podría hacer algo para justificar el dinero que recibía de Tommy Tillary.

Además, era la hora del almuerzo y me apetecía un plato de judías negras con arroz.

Estaban tan buenas como me había imaginado. Las bajé con una botella de cerveza fría y luego pedí un flan de postre y me tomé un par de espressos. Los italianos te sirven lo que entra en un dedal. Los puertorriqueños te sirven una taza llena.

Luego fui de bar en bar, me pedí cervezas y me las tomé despacio y fue entonces cuando me encontré con esa mujer que quería saber a qué se debía mi interés por el Ratón Mickey. Tendría unos 35 años, el pelo y los ojos oscuros y una dureza en su rostro que hacía juego con la dureza de su voz. Su voz, marcada por el tabaco, el alcohol y la comida picante, era esa clase de voz que podría cortar el cristal.

Sus ojos eran grandes y dulces y lo que se podía ver de su cuerpo indicaba que tendría la misma suavidad y dulzura que esos ojos. Iba vestida con muchos colores vivos. Tenía el pelo recogido con un pañuelo rosa chillón, su camisa era de color azul eléctrico, sus pantalones a la altura de la cadera eran amarillo canario y sus tacones de aguja de color naranja fosforito. La blusa dejaba ver parte de sus voluminosos pechos. Su piel parecía cobre, pero tenía cierto rubor, como si estuviera encendida por dentro.

Yo pregunté:

– ¿Conoces al Ratón Mickey?

– Claro que lo conozco. Lo veo siempre en los dibujos animados. Es un ratón muy divertido.

– Me refiero a Miguelito Cruz. ¿Conoces a ése Ratón Mickey?

– ¿Eres poli?

– No.

– Pues lo pareces, te mueves como un poli y haces preguntas como un poli.

– Antes lo era.

– ¿Te echaron por robar? -Se rió mostrando un par de dientes de oro-. ¿Por aceptar sobornos?

Negué con la cabeza.

– Por disparar a niños -dije.

Ella se rió con más fuerza.

– Anda ya -dijo ella-. No te despiden por eso. Por eso te ascienden, te hacen jefe de policía.

No tenía acento de ser de la isla. Era una chica de Brooklyn. Volví a preguntarle si conocía a Cruz.

– ¿Por qué?

– Olvídalo.

– ¿Eh?

– Que lo olvides -le dije, le di la espalda y seguí con mi cerveza. No pensé que fuera a dejarme en paz. Miré por el rabillo del ojo. Estaba bebiendo algo con color con una pajita y, mientras la observaba, se terminó la bebida.

– ¡Eh! -dijo-. Invítame a una copa.

La miré. Sus ojos no vacilaron. Le hice una seña al camarero, un hosco hombre gordo que parecía estar peleado con el mundo. Le preparó lo que fuera que ella estaba bebiendo. Para hacerlo necesitó usar la mayoría de las botellas que había en el bar. Lo puso delante de ella, me miró y yo levanté mi vaso para que viera que no quería más.

– Lo conozco muy bien -dijo ella.

– ¿Sí? ¿Y sonríe alguna vez?

– No me refiero a él, te hablo del Ratón Mickey.

– Ajá.

– ¿Qué quieres decir con «ajá»? Es un crío. Cuando crezca, entonces podrá venir a verme. Si es que crece, claro.

– Háblame de él.

– ¿Qué quieres que te cuente? -Le dio un sorbo a su bebida-. Se mete en problemas por enseñarle a todo el mundo lo duro y lo listo que es. Pero no es tan duro, ¿sabes?, y tampoco es tan listo. -El gesto de su boca se suavizó-. Pero es guapo. Siempre lleva ropa chula, siempre va muy peinado y recién afeitado. -Extendió la mano para acariciarme la mejilla-. Es suave, ¿sabes? Y es pequeño, es muy mono y te dan ganas de achucharlo, de acurrucarlo y llevártelo a casa.

– ¿Pero eso nunca lo has hecho?

Ella volvió a reírse.

– Hey, tío, ya tengo bastantes problemas.

– ¿Crees que te causaría problemas?

– Si me lo llevara a casa -dijo ella-, se pasaría todo el rato pensando: «¿Y ahora cómo voy a hacer que esta zorra me deje ponerla en la calle?».

– ¿Es un chulo? Eso no lo había oído.

– Si estás pensando en un chulo con sombrero morado y un Cadillac Eldorado, olvídalo. -Y se rió-. Eso es lo que le gustaría a la «Rata» Mickey. Un buen día va y conoce a esa chica nueva, recién llegada de Santurce, de un pueblecito al lado de Santurce, ¿sabes? Y él la convence para que trabaje fuera de su apartamento, para que se vea con uno o dos tipos al día, ya sabes, tíos que él encuentra.

– «Hey, Joe, ¿quieres tirarte a mi hermanita?» -dije yo intentando reproducir un acento puertorriqueño.

– Tío, te sale fatal el acento puertorriqueño. Pero tienes una ligera idea. Ella trabaja unas dos semanas, sabes, se harta y coge un avión de vuelta a la isla. Y esta es la historia de Mickey el chulo.

En ese momento necesitó otra copa y yo estaba listo para tomarme otra cerveza. Le dijo al camarero que nos trajera una bolsa de plátanos fritos y al abrirla la rajó, de modo que el contenido se salió y cayó sobre la barra. Sabían como a una mezcla entre patatas fritas y virutas de madera.

Me dijo que el problema del Ratón Mickey era que se esforzaba demasiado en demostrar algo. En el instituto había demostrado que era un machito yéndose a Manhattan con unos colegas a patearse las calles del West Village en busca de homosexuales a los que dar una paliza.

Ella dijo:

– Él era el cebo, ¿sabes? Pequeño y guapo. Y luego cuando conseguían al tipo, se volvía como loco, casi quería matarlo. Los tíos que iban con él al principio decían que tenía valor, pero luego empezaron a decir que no tenía sesos. -Sacudió la cabeza-. Así que jamás me lo he llevado a casa -dijo ella-. Es mono, pero eso desaparece en cuanto apagas la luz, ¿sabes? No creo que me hubiera hecho mucho bien. -Me tocó la barbilla con una uña pintada-. No quiero a un hombre que sea demasiado mono, ¿me entiendes?

Fue una insinuación, pero supe que no quería caer en ella. El darme cuenta de eso produjo una oleada de tristeza en mi interior que surgió de la nada. No tenía nada que ofrecerle a esa mujer y ella no tenía nada para mí. Ni siquiera sabía su nombre; si nos habíamos llegado a presentar, no lo recordaba. Y, de todos modos, no creo que lo hiciéramos. Los únicos nombres mencionados habían sido Miguelito Cruz y el Ratón Mickey.

Yo mencioné otro, el de Ángel Herrera. Ella no quería hablar de Herrera. Dijo que era simpático. Que no era tan mono y, tal vez, no tan listo, pero que quizá eso fuera mejor. Sin embargo, no quiso hablar de Herrera.

Le dije que me tenía que ir. Dejé un billete sobre la barra y le pedí al camarero que le mantuviera el vaso lleno. Ella se rió, bien burlándose de mí o porque le hacía gracia la situación. No lo sé. Su risa sonaba como si alguien estuviera tirando un saco de cristales rotos por una escalera. Esa risa me siguió hasta la puerta y hasta la calle.