172213.fb2
El día siguiente dormí hasta tarde. Aquella noche estuve en Sunnyside Gardens en Queens con Danny Boy Bell y dos amigos suyos del norte de la ciudad. Había un peso medio en el cartel, un chico de Bedford-Stuyvesant que los amigos de Danny Boy tenían interés por ver. Ganó su combate fácilmente, pero yo no creo que él demostrara mucho.
Al día siguiente fue viernes y yo estaba almorzando tarde en el Armstrong's cuando Skip entró y se tomó una cerveza conmigo. Venía del gimnasio y estaba sediento.
– Jesús, hoy me he sentido muy fuerte -dijo él-. Toda la ira se va directa a los músculos. Podría haber levantado el techo del local. ¿Matt? ¿Lo traté con condescendencia?
– ¿Qué quieres decir?
– Toda esa mierda de que lo hice mi actor mascota. ¿Eso era verdad?
– Creo que simplemente estaba buscando un modo de justificar lo que hizo.
– No lo sé -dijo-. Tal vez sí que hago lo que él dijo. ¿Recuerdas que te molestaste cuando pagué tu cuenta del bar?
– ¿Y?
– A lo mejor con él hice lo mismo. Pero a mayor escala. -Se encendió un cigarrillo y tosió fuerte. Tras reponerse, añadió: -Que lo jodan, ese tío es un cerdo. Ya está. Me voy a olvidar de esto.
– ¿Qué otra cosa puedes hacer?
– Ojalá lo supiera. Me devolverá el dinero cuando sea rico y famoso; esa parte me gustó. ¿Hay algún modo de que podamos recuperar el dinero de los otros dos cabrones? Sabemos quiénes son.
– ¿Con qué puedes amenazarlos?
– No lo sé. Con nada, supongo. La otra noche nos reuniste a todos para un consejo de guerra, pero lo hiciste solo para tener a todo el mundo a mano cuando pusieras la pista sobre Bobby, ¿verdad?
– Me pareció una buena idea.
– Sí. Pero en lo que respecta a celebrar un consejo de guerra, o como quieras llamarlo, y encontrar un modo de forzar por medio de amenazas a esos actores y recuperar el dinero…
– No lo veo claro.
– No, yo tampoco. ¿Qué voy a hacer? ¿Atracar a los atracadores? No es mi estilo. Y el tema es que se trata únicamente de dinero. Quiero decir, eso es todo lo que es. Tenía ese dinero en el banco, un dinero que no me estaba aportando nada, y ahora no lo tengo, así que, ¿qué cambia eso en mi vida? ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Creo que sí.
– Ojalá pudiera olvidarme de esto -dijo-, porque no hago más que darle vueltas y vueltas a la cabeza. Ojalá pudiera olvidarlo.
Aquel fin de semana tenía a mis hijos conmigo. Iba a ser nuestro último fin de semana juntos antes de que se fueran al campamento. Los recogí en la estación de tren el sábado por la mañana y los volví a dejar en el tren el domingo por la noche. Recuerdo que vimos una película y creo que pasamos la mañana del domingo recorriendo Wall Street y el Fulton Fish Market, pero eso también pudo haber ocurrido cualquier otro fin de semana. Me resulta difícil distinguirlos en mi memoria.
Pasé la noche del domingo en el Village y no regresé a mi hotel hasta casi el amanecer. El teléfono me despertó de un sueño frustrante, un ejercicio en acrofobia; intentaba descender de una peligrosa pasarela y no podía alcanzar el suelo.
Cogí el teléfono. Una voz bronca dijo:
– Bueno, no es cómo pensaba qué iría, pero al menos no tenemos que preocuparnos de perderlo en los tribunales.
– ¿Quién es?
– Jack Diebold. ¿Qué pasa contigo? Suenas como si estuvieras medio dormido.
– Ya estoy despierto -dije-. ¿De qué estabas hablando?
– ¿No has visto el periódico?
– Estaba durmiendo. ¿Qué…?
– ¿Sabes qué hora es? Es casi mediodía. Tienes el mismo horario que los chulos, hijo de puta.
– ¡Jesús! -dije.
– Ve a por el periódico -dijo-. Te llamaré en una hora.
El News lo daba en primera plana. «Sospechoso de asesinato se ahorca en su celda», con la historia en la página tres.
Miguelito Cruz se había rasgado la ropa, había atado las tiras de tela entre sí, había colocado su cama de hierro en posición vertical, se había subido a ella, había atado su cuerda de fabricación casera alrededor de una tubería del techo y había saltado de la cama para ir a caer al otro mundo.
Jack Diebold no volvió a llamarme, pero las noticias de las seis de aquella tarde me dieron el resto de la información. Tras ser informado de la muerte de su amigo, Ángel Herrera se había retractado de su historia original y había admitido que él y Cruz habían planeado y ejecutado el robo de los Tillary por cuenta propia. Había sido Miguelito el que oyó ruidos arriba y cogió un cuchillo de la cocina cuando se dispuso a investigar. Había apuñalado a la mujer hasta matarla mientras Herrera miraba horrorizado. Herrera dijo que Miguelito siempre tuvo un temperamento brusco, pero que eran amigos, incluso primos, y que se habían inventado una versión para proteger a Miguelito. Pero ahora que Miguelito estaba muerto, Herrera podía admitir lo que había pasado realmente.
Lo curioso fue que sentí ganas de ir a Sunset Park. Yo ya había terminado con el caso, todo el mundo había terminado con el caso, pero me sentía como si tuviera el deber de estar investigando por los bares de la Cuarta Avenida, pagando copas de ron para algunas señoritas y comiendo bolsas de plátanos fritos.
Por supuesto, no fui allí. Lo cierto es que jamás consideré la posibilidad. Simplemente tenía la sensación de que era algo que tenía que hacer.
Aquella noche estuve en el Armstrong's. Tomé copas, pero no estuve bebiendo especialmente deprisa ni en demasiada cantidad, y entonces en algún momento sobre las diez y media o las once, la puerta se abrió y supe quién sería antes de girarme. Tommy Tillary, muy elegante y con el pelo recién cortado estaba haciendo su primera aparición en el Armstrong's desde el asesinato su mujer.
– Hey, mirad quién ha vuelto -canturreó y marcó esa gran sonrisa. La gente corrió hacia él para estrecharle la mano. Billie estaba detrás de la barra y apenas acababa de servirle una copa de parte de la casa a nuestro héroe cuando Tommy insistió en invitar al bar a una ronda. Fue un gesto caro; debía de haber treinta o cuarenta personas allí, pero creo que le habría dado igual si hubiera habido trescientas o cuatrocientas.
Me quedé donde estaba, dejé que los otros lo asediaran, pero él se dirigió hacia mí y me puso un brazo alrededor de los hombros.
– Aquí está el hombre -anunció-. El mejor jodido detective que ha habido. El dinero de este hombre -le dijo a Billie- esta noche no sirve. No puede pagar una copa, no puede pagar una taza de café y, si habéis puesto lavabos de pago desde la última vez que estuve aquí, sus monedas de diez centavos tampoco sirven.
– El meadero sigue siendo gratis -dijo Billie-, pero no le des ideas a Jimmy.
– Venga, no me digas que él no lo ha pensado ya -dijo Tommy-. Matt, chico, te quiero. Estaba en un aprieto, el mundo se me quería echar encima y tú no me fallaste.
¿Pero qué coño había hecho yo? Yo no había ahorcado a Miguelito Cruz ni le había sacado una confesión a Ángel Herrera. Ni siquiera los había visto a ninguno de los dos. Sin embargo, sí que había cogido el dinero de él y ahora parecía como si tuviera que dejarle que me pagara mis copas.
No sé cuánto tiempo nos quedamos allí. Curiosamente, mi ritmo de bebida descendió a medida que el de Tommy subió. Me pregunté por qué no habría llevado a Carolyn; no creía que él se preocupara demasiado de las apariencias ahora que el caso estaba cerrado para siempre. Y me pregunté si ella entraría en el bar. Después de todo, era el bar de su barrio y se sabía que ella iba por allí sola.
Después de un rato, Tommy me estaba metiendo prisa para irnos del Armstrong's, así que quizá yo no fui el único que se imaginaba que Carolyn pudiera aparecer.
– Es momento de celebraciones -me dijo-. No queremos quedarnos todo el rato en un mismo sitio hasta que nos crezcan raíces. Queremos salir e irnos de juerga.
Tenía el Riviera y me subí. Nos pasamos por varios sitios. Había un ruidoso bar griego en el East Side donde los camareros parecían mafiosos. Había algunos locales de solteros modernos, incluido el que era propiedad de Jack Balkin, donde, al parecer, Skip había robado bastante dinero como para abrir el Miss Kitty's. Finalmente estuvimos en una oscura cueva con olor a cerveza en el Village; después de un rato me di cuenta de que me recordaba al bar noruego de Sunset Park, el Fiordo. En aquellos días yo conocía bastante bien los bares del Village, pero aquel lugar era nuevo para mí y jamás fui capaz de volver a encontrarlo. Tal vez no estaba en el Village, tal vez estaba en algún punto de Chelsea. Él conducía y yo no le estaba prestando demasiada atención a la geografía.
Estuviera donde estuviera, aquel lugar era tranquilo, para variar, y allí era posible entablar conversación. Me encontré a mí mismo preguntándole qué había hecho yo que mereciera tales generosos elogios. Un hombre se había suicidado y otro había confesado, y ¿cuál había sido mi papel en ambos incidentes?
– Toda esa información que recopilaste -dijo.
– ¿El qué? Debería haberte traído trozos de uñas para que le hubieras encargado a alguien que les hiciera vudú.
– Me refiero a Cruz y a los maricones.
– Estaba acusado de asesinato. No se ahorcó porque tuviera miedo de que lo atacaran por haber dado palizas a maricones cuando él era menor de edad.
Tommy dio un sorbo de güisqui escocés. Dijo:
– Hace unos días, un tipo negro se acerca a Cruz mientras hacen cola para la comida. Un negro enorme, como el Edificio Seagram. «Espera a llegar a Green Haven», le dice. «Allí todos los chicos malos te van a ver como a una novia. El médico va a tener que hacerte un culo nuevo cuando salgas de allí.»
No dije nada.
– Kaplan -dijo- habló con alguien que habló con alguien y de ahí viene todo. Cruz consideró la idea de jugar a «tira la pastilla de jabón» para la mitad de los tipos encerrados y lo siguiente que se sabe es que ese cabrón asesino estaba bailando en el aire. ¡Hasta nunca!
Me quedé sin respiración. Pensé en ello mientras Tommy fue a la barra a por otra ronda. No había tocado el vaso que tenía delante de mí, pero le dejé que pidiera copas para los dos.
Cuando volvió, dije:
– Herrera.
– Cambió su historia. Lo confesó todo.
– Y le colgó el asesinato a Cruz.
– ¿Por qué no? Cruz ya no estaba aquí para quejarse. Probablemente Cruz lo hizo, pero quién sabe quién fue en realidad y ¿a quién le importa? El caso es que nos diste la palanca.
– Para Cruz -dije-. Para hacer que se suicidara.
– Y para Herrera. Esos hijos que tiene en Puerto Rico. Drew habló con el abogado de Herrera y el abogado de Herrera habló con Herrera y el mensaje fue: «Mira, te van a acusar de robo hagas lo que hagas y probablemente de asesinato, pero si cuentas la historia apropiada estarás encerrado menos tiempo que si no la cuentas, y sobre todo, ese agradable señor Tillary va a olvidar el pasado y cada mes habrá un bonito cheque para tu mujer y tus niños en Santurce».
En la barra, algunos hombres mayores estaban reviviendo el combate entre Louis y Schmeling. El segundo, el combate en el que Louis deliberadamente castigó al campeón alemán. Uno de esos hombres estaba lanzando puñetazos circulares al aire, haciendo una demostración.
Yo pregunté:
– ¿Quién mató a tu mujer?
– O el uno o el otro. Si tuviera que apostar, diría que Cruz. Él tenía esos ojos pequeños redondos y brillantes; si lo mirabas de cerca podías ver que era un asesino.
– ¿Cuándo lo miraste de cerca?
– Cuando estuvieron por casa. La primera vez, cuando limpiaron el sótano y el ático. ¿Te había dicho que habían sacado algunos trastos de mi casa?
– Me lo dijiste.
– No la segunda vez -dijo-, sino cuando estuvieron limpiando juntos.
Sonrió ampliamente, pero lo miré fijamente hasta que su sonrisa vaciló.
– Fue Herrera el que os ayudó en la casa -dije-. Tú nunca conociste a Cruz.
– Cruz se pasó por allí, le echó una mano.
– Eso no lo habías mencionado antes.
– Claro que sí, Matt. O a lo mejor olvidé mencionarlo. De todos modos, ¿qué más da?
– Cruz no era un tipo que hiciera trabajos manuales -dije-. No habría ido a ayudar a sacar trastos de una casa. ¿Cuándo lo miraste a los ojos?
– ¡Por Dios santo! A lo mejor fue viendo una foto en el periódico, a lo mejor me lo imagino y me parece que puedo ver sus ojos. Bueno, déjalo, ¿vale? Da igual los ojos que tuviera porque esos ojos ya no pueden ver más.
– ¿Quién la mató, Tommy?
– ¡Hey! ¿No te he dicho que lo dejes estar?
– Responde a la pregunta.
– Ya la he respondido.
– La mataste tú, ¿verdad?
– ¿Es que estás loco? Y baja la voz, por el amor de Dios. La gente puede oírte.
– Mataste a tu mujer.
– Cruz la mató y Herrera lo ha jurado. ¿Es que no te basta? Y tu jodido amigo poli ha investigado mi coartada, no ha parado, ha estado como un mono buscando piojos. No hay forma de que yo hubiera podido matarla.
– Claro que la hay.
– ¿Ah, sí?
Una silla cubierta de bordados, una vista del parque Owl's Head. El olor del polvo y, por encima de él, el olor de un ramillete de pequeñas flores blancas.
– Lirios del valle -dije.
– ¿Qué?
– Así es cómo lo hiciste.
– ¿De qué estás hablando?
– El tercer piso, la habitación en la que vivía su tía. Olí su perfume allí arriba. Creí que el aroma se había quedado fijado en mi nariz por haber estado en su dormitorio antes de subir, pero no fue así. Ella estuvo allí arriba y lo que olí fueron rastros de su perfume. Por eso la habitación me atrajo, sentí su presencia allí, la habitación estaba intentando decirme algo, pero yo no logré captarlo.
– No sé de qué estás hablando. ¿Sabes lo que te pasa, Matt? Que estás un poco borracho, eso es todo. Mañana te despertarás y…
– Te fuiste de la oficina al final de la jornada, corriste a tu casa en Bay Ridge y la escondiste en el tercer piso. ¿Qué hiciste? ¿Drogaría? Seguramente le echaste algo en su bebida, tal vez la dejaste atada en el tercer piso. La ataste, la amordazaste, la dejaste inconsciente. Luego devolviste tu culo a Manhattan y saliste a cenar con Carolyn.
– No pienso escuchar esta mierda.
– Herrera y Cruz aparecieron sobre medianoche, tal y como lo habías preparado. Pensaron que estaban robando una casa vacía. Tu mujer estaba amordazada y escondida en el tercer piso y ellos no tenían motivos para subir allí. Probablemente cerraste esa puerta con llave para asegurarte de todos modos. Ellos llevaron a cabo su robo y se fueron a casa, pensando que era el dinero ilegal que habían conseguido con más seguridad y facilidad.
Cogí mi vaso. Luego recordé que él había pagado la bebida y comencé a dejarlo sobre la barra. Decidí que era ridículo. Al igual que el dinero no conoce dueño, el güisqui nunca recuerda quién lo ha pagado.
Le di un trago.
Dije:
– Entonces unas horas después, te montaste en tu coche y volviste a toda velocidad a Bay Ridge. A lo mejor echaste algo en la bebida de tu novia para mantenerla alejada. Todo lo que tenías que hacer era encontrar una hora, una hora y media, y hay espacio suficiente en tu coartada como para encontrar noventa minutos de más. El trayecto no debió de llevarte mucho, no a esa hora. Nadie te vería entrar con el coche en tu casa. No tenías más que subir al tercer piso, bajar a tu mujer un tramo de escalera, matarla a puñaladas, deshacerte del cuchillo y volver con tu coche a la ciudad. Así fue como lo hiciste, Tommy. ¿Verdad?
– Estás lleno de mierda, ¿lo sabías?
– Dime que tú no la mataste.
– Ya te lo he dicho.
– Dímelo otra vez.
– Yo no la maté, Matt. Yo no he matado a nadie.
– Otra vez.
– ¿Qué pasa contigo? Yo no la maté. ¡Jesús! Tú eres el que me ayudó a demostrarlo y ahora estás intentando darle la vuelta a todo y ponerte en mi contra. Juro por Dios que yo no la maté.
– No te creo.
Un hombre en la barra estaba hablando sobre Rocky Marciano. Decía que era el mejor boxeador que había existido nunca. Él no era guapo, no era elegante, pero lo gracioso era que al final del combate él siempre estaba de pie y el otro tipo no.
– ¡Oh, joder! -dijo Tommy.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en sus manos. Suspiró, miró hacia arriba y dijo:
– ¿Sabes? Conmigo pasa algo curioso. Por teléfono soy tan buen vendedor como Marciano era un buen luchador. Soy lo mejor que pudieras imaginarte. Juro que podría venderles tierra a los árabes, podría vender hielo en invierno, pero cara a cara no soy nada bueno. Si no fuera por los teléfonos, tendría problemas para ganarme la vida vendiendo. ¿Por qué crees que es eso?
– Dímelo tú.
– Juro que no lo sé. Solía pensar que era mi cara, la zona que rodea mis ojos y mi boca. No sé. Por teléfono es pan comido. Estoy hablando con un extraño, no sé quién es ni cómo es, y él no me está mirando a mí. Cara a cara, con alguien a quien conozco, ya es otra historia. -Me miró, pero sus ojos no llegaban a toparse con los míos-. Si estuviéramos haciendo esto por teléfono, te tragarías lo que te estoy diciendo.
– Es posible.
– Es la puta verdad. Palabra a palabra, te lo tragarías todo. Matt, imagina que te digo que la maté. Fue un accidente, un impulso, ambos estábamos nerviosos por lo del robo, yo estaba medio borracho y…
– Tú lo planeaste todo, Tommy. Todo estaba preparado.
– Toda esa historia que has contado, el modo en que yo lo preparé todo… no puedes demostrar nada de eso.
Yo no dije nada.
– Y me ayudaste, no olvides esa parte.
– No lo haré.
– Y no me habrían juzgado por ello, ni con tu ayuda ni sin ella, Matt. No habría llegado a los tribunales y, si lo hubiera hecho, yo habría ganado. Lo único que has hecho ha sido ahorrarme líos. Y, ¿sabes una cosa?
– ¿Qué?
– Lo de esta noche no es más que una charla entre copas, tu bebida y la mía, dos botellas de güisqui mientras charlamos el uno con el otro. Eso es todo. Cuando llegue la mañana, podremos olvidar lo que se ha dicho aquí esta noche. Yo no he matado a nadie, tú no has dicho que yo lo hiciera, todo está bien y seguimos siendo colegas. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?
Me limité a mirarlo.