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Martes, 10 de abril. 18:00 h

POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Había algunas cosas del trabajo policial que eran previsibles. Que Olsen se negara a declarar hasta que pudiera llamar a su abogado era una de ellas. Primero lo trasladaron al hospital para curarle la herida que tenía en la cara. Fabel le preguntó si deseaba formular alguna queja por las heridas que se había hecho en el transcurso de su arresto.

Olsen se rio amargamente.

– Como la dama ha dicho, me caí.

Lo que no era tan previsible era que, después de una reunión de veinte minutos con su cliente, el abogado de Olsen declarara que éste quería cooperar totalmente con la policía y que podía proporcionarles una información de extrema importancia.

Antes de realizar la entrevista, Fabel reunió a su equipo principal. Anna Wolff, con el pelo peinado en punta y los labios pintados, estaba vestida con su habitual chaqueta de cuero y sus téjanos, pero era evidente que la herida de su pierna seguía molestándola. Werner estaba sentado a su escritorio, con los moretones todavía visibles alrededor del vendaje blanco de su cabeza. Maria estaba apoyada en su escritorio, con su habitual pose de elegante compostura, pero su traje pantalón gris tenía raspones y desgarros y la muñeca y la mano izquierda estaban cubiertas con las vendas que le habían puesto en el hospital.

– ¿Qué ocurre, chef? -preguntó Anna.

Fabel sonrió.

– Necesito que uno de vosotros me acompañe a la entrevista de Olsen… Trataba de decidir quién tiene menos probabilidades de caerse de la silla y romper algo.

– Lo haré yo -dijo Maria.

– Dadas las circunstancias, Maria, creo que Olsen se mostrará más comunicativo con alguien con quien no haya tenido una relación tan… física.

– Eso me excluye a mí también -dijo Werner amargamente.

– ¿Anna? -Fabel hizo un gesto en dirección de la Kommissarin Wolff.

– Con mucho gusto…

Olsen estaba sentado con expresión hosca al otro lado de la mesa, frente a Anna y Fabel. Su abogado era un Anwalt designado por el Estado, un hombre pequeño con aspecto de roedor que, por alguna extraña razón, había elegido ponerse un insípido traje gris que enfatizaba la falta de color de su rostro. Era de baja estatura y, al lado de la mole de Olsen, parecía pertenecer a otra especie. Olsen tenía la cara hinchada y llena de moretones. Le habían puesto puntos y una venda en el corte que tenía en la mejilla, y la piel alrededor estaba inflada como un globo. El hombre que parecía un ratón habló primero.

– Herr Kriminalhauptkommissar, he tenido la oportunidad de hablar con Herr Olsen extensamente y en profundidad sobre la cuestión por la que ustedes quieren interrogarlo. Permítame ir al grano. Mi cliente es inocente del homicidio de Laura von Klostertadt, o, para el caso, de cualquier otro asesinato. Admite haberse dado a la fuga cuando tenía que suministrar a la policía una información fundamental para esta investigación pero, como ya dejaremos en claro, tenía buenas razones para temer que no creyeran en su testimonio. Más aún, admite haber atacado al Kriminaloberkommissar Meyer y a la Kriminaloberkommissarin Klee durante el ejercicio de su deber, pero desearíamos pedir un poco de clemencia, consi derando que Herr Olsen no desea formular ninguna queja respecto del llamémosle entusiasmo de Frau Klee en el momento del arresto.

– ¿Eso es todo? -resopló Anna-. Tres policías han sido heridos tratando de atrapar al Increíble Hulk, tenemos clarísimas pruebas forenses que lo ubican en el escenario del doble homicidio, así como experiencia personal de su temperamento psicópata… ¿Y usted seriamente espera que negociemos porque él se hizo un raspón cuando estaba resistiéndose violentamente al arresto?

El abogado de Olsen no respondió, pero miró a Fabel con expresión de súplica.

– De acuerdo -dijo Fabel-. Veamos qué tiene que decirnos, Herr Olsen.

El Anwalt asintió. Olsen se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa de interrogatorios. Hizo un gesto abierto con las manos, que seguían esposadas. Fabel notó lo inmensas y poderosas que eran. Como las de Weiss. Pero también le recordaron a alguien a quien, en ese momento, no podía ubicar.

– Correcto. Primero, yo no maté a nadie. -Olsen se volvió hacia Anna Wolff-. Y no puedo hacer nada respecto a mi temperamento. Es una afección clínica. Tengo una especie de trastorno genético que a veces me hace perder la chaveta. Mucho.

– ¿El síndrome XYY? -preguntó Fabel.

– Siempre me he metido en problemas por culpa de eso. Si alguien me hace enfadar, me vuelvo loco, como una puñetera cabra. No hay nada que pueda hacer al respecto.

– ¿Eso fue lo que ocurrió con Hanna Grünn? -preguntó Anna-. ¿Ella y Markus Schiller le hicieron perder la chaveta? -Antes de que Olsen pudiera responder, Anna sacó unas fotografías de un sobre de evidencias forenses de la SpuSi. Puso una serie de cuatro en la mesa delante de Olsen, como si estuviera repartiendo cartas. En ellas se veían los cuerpos de Hanna Grünn y de Markus Schiller. Juntos y separados. Fabel observó el rostro de Olsen mientras Anna desplegaba las imágenes. Lanzó un grito ahogado y Fabel notó que las enormes manos esposadas comenzaban a temblar.

– Oh, mierda -exclamó Olsen con una voz a punto de quebrarse-. Oh, mierda. Lo siento. Oh, Dios, lo siento. -Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¿Hay algo que quiera decirnos, Peter? -El tono de Fabel era calmado, casi reconfortante-. ¿Por qué lo hizo?

Olsen sacudió la cabeza con violencia. Una lágrima escapó de uno de sus ojos y surcó la mejilla vendada. Ver llorar a Olsen era perturbador, una escena demasiado incongruente con su inmenso tamaño y sus rasgos duros.

– Yo no lo hice. Yo no hice eso.

Anna desplegó dos imágenes más. Eran comparaciones forenses de la huella de una bota y la marca de un neumático.

– Tus botas. Tu moto. Estuviste allí. Sí que lo hiciste. No podías perdonar a Hanna, ¿verdad? Ella quería ascender en el mundo, así que reemplazó al enorme mecánico grasiento por una cartera abultada. Y tú no pudiste soportarlo, ¿verdad?

– Me puse muy celoso. La amaba, pero ella sólo estaba usándome.

Anna se inclinó hacia delante, entusiasmada.

– Debiste de seguirla durante semanas. Viste cómo follaban en el elegante coche de aquel tipo. Tú te escondías en las sombras, en los árboles. Observando y planeando y fantaseando sobre cómo les darías su merecido. ¿Tengo razón?

Olsen encorvó sus inmensos hombros. Asintió con un movimiento de la cabeza, sin decir palabra. Anna no perdió el ritmo.

– Entonces lo hiciste tú. Les diste su merecido, eso puedo entenderlo. Hablo en serio, Peter. Pero ¿por qué los otros? ¿Por qué la chica en la playa? ¿La modelo? ¿Por qué el vendedor?

Olsen se secó los ojos con la base de la mano. Por su rostro cruzó una expresión más dura, más resuelta.

– No sé de qué habla. Yo no maté a nadie. Todo lo que dice sobre Hanna y ese capullo de Schiller es cierto. Quería asustarlos. Darles una paliza. Pero eso era todo.

– Pero te dejaste llevar, ¿verdad? -dijo Anna-. Has admitido que no puedes controlar tu temperamento. Tu intención era asustarlos, pero terminaste matándolos. ¿No es así como ocurrió?

«No -pensó Fabel-. No fue así.» Los asesinatos no mostraban ira o falta de control, sino premeditación. Dirigió una mirada a Anna, y ella, captando la señal, se echó hacia atrás en su asiento, a regañadientes.

– Si no los ha matado usted, o ni siquiera ha tenido la oportunidad de darles una paliza -preguntó Fabel-, ¿entonces, exactamente, por qué lo siente?

Olsen parecía absorto en la imagen de Hanna Grünn, con la garganta abierta de un tajo. Cuando consiguió apartar la mirada y la dirigió a Fabel, había dolor y súplica en sus ojos.

– Yo lo vi. Le vi. Le vi y no hice nada por impedírselo.

Fabel sintió un cosquilleo en la piel de la nuca.

– ¿Qué vio, Peter? ¿De quién está hablando?

– Yo no los maté. No fui yo. No espero que me crean. Por eso me di a la fuga. Ni siquiera sé nada de los otros asesinatos. Pero sí, yo estaba allí cuando mataron a Hanna y a Schiller. Yo lo vi todo. Lo vi y no hice nada.

– ¿Por qué, Peter? ¿Quería que murieran?

– No, por Dios, no. -Clavó sus ojos en los de Fabel-. Estaba asustado. Estaba aterrorizado. No me podía mover. Sabía que si él se daba cuenta luego vendría por mí.

Fabel miró a Olsen. Esas manos enormes. El bulto de sus hombros. Era difícil imaginar que algo o alguien pudiera asustarlo. Pero Fabel se dio cuenta de que había sentido miedo. Que había temido por su vida. Y estaba reviviendo ese temor allí mismo, delante de ellos.

– ¿Quién fue, Peter? ¿Quién los mató?

– No lo sé. Un tipo grande. Grande como yo, o más. -Volvió a mirar a Anna Wolff-. Usted tenía razón. Todo lo que ha dicho es cierto. Los observé. Estaba esperando para darles un susto de muerte y una buena paliza a Schiller. Pero no pensaba matar a nadie. No sé, tal vez si perdía la chaveta podría haber matado a Schiller. Pero jamás a Hanna. No importa lo que me hizo. De todas maneras, tenía un plan mejor. Pensaba contárselo a la mujer de Schiller. Ella se habría encargado de él como se debía y Hanna se habría dado cuenta de lo serio que era él respecto de abandonar a su esposa. Quería que Hanna se sintiera usada. Quería que se sintiera como ella me hacía sentir a mí.

– De acuerdo, Peter. Cuéntenos cómo ocurrió.

– Me escondí en el bosque y los esperé. Ella se presentó primero, y luego llegó él. Pero antes de que pudiera hacer nada vi a otra persona que salía del bosque. Al principio no creí que fuera un hombre. Aquel cabrón era enorme. Todo vestido de negro, con una especie de careta. Como la careta de una fiesta de críos. Alguna clase de animal… un oso, o un zorro. Tal vez un lobo. Le quedaba pequeña. Muy pequeña para su cara. Y estaba toda estirada, y deformada, lo que lo hacía más terrorífico todavía. Incluso la forma en que se movía era terrorífica. Parecía una sombra. Caminó hasta el coche, ya estaban los dos en el coche de Schiller, y golpeó a la ventanilla. Schiller la abrió. Yo no oía muy bien, pero me parece que Schiller se enfadó y comenzó a gritar. Evidentemente no le gustó que lo interrumpieran. Entonces vio al grandullón, con la máscara y todo. No pude entender lo que Schiller decía, pero sonaba asustado. El hombre de negro se quedó de pie y escuchó. No dijo nada. Entonces ocurrió. Yo no podía creer lo que veía. El brazo de aquel hombretón se elevó por encima de su cabeza y vi que el brillo de la luna se reflejaba en algo. Como un cuchillo enorme. Luego bajó por la ventanilla abierta del coche. Oí que Hanna gritaba pero no pude hacer nada. Tenía miedo. Me cagaba de miedo. Yo puedo enfrentarme prácticamente a cualquiera, pero sabía que si aquel tipo se daba cuenta de que yo estaba allí, también me mataría. -Se interrumpió, mientras las lágrimas volvían a llenarle los ojos-. Actuaba con mucha calma. Incluso con lentitud. Era… ¿cuál es la palabra? Metódico. Era metódico. Como si tuviera todo el tiempo del mundo. Dio la vuelta al coche, con total tranquilidad, abrió la puerta y sacó a Hanna a rastras. Ella gritaba. Pobre Hanna. Yo no hice nada. Estaba clavado al suelo. Tiene que entender, Herr Fabel, sabía que moriría. No quería morir.

Fabel asintió, como si entendiera. Olsen no le temía a ningún hombre, pero había algo más que humano, o menos que humano, en la figura que estaba describiendo.

– La tenía agarrada por la garganta. -El labio inferior de Olsen temblaba mientras él hablaba-. Con una mano. Ella lloraba y le rogaba y le suplicaba que no la lastimara. Que no la matara. Él sólo se rio. Una risa horrible. Fría y seca. Luego dijo: «Ahora voy a matarte»; así, sencillamente. «Ahora voy a matarte»; tranquilo, no como si estuviera enfadado con ella o la odiara o algo así. La presionó contra el capó, casi con suavidad. Luego le pasó el cuchillo por la garganta. Muy lentamente. Con deliberación. Con cuidado. Después de aquello se quedó allí un rato, mirando los cuerpos, como si no tuviera ninguna prisa, como si no tuviera miedo de que pasara alguien por allí. Se quedó de pie, mirándolos. Luego se movió un poco hacia un lado y volvió a mirarlos. Después, arrastró el cuerpo de Schiller hacia el bosque.

– ¿No fuiste a comprobar si Hanna seguía viva? -preguntó Anna.

Olsen negó con la cabeza.

– Tenía demasiado miedo. De todas maneras, sabía que estaba muerta. Esperé hasta que el hombre de negro desapareció en el bosque con el cuerpo de Schiller. Luego me arrastré hasta donde había escondido mi moto. La empujé por el sendero durante unos cien metros, más o menos. No quería que él me oyera cuando encendiera el motor. Luego salí de allí lo más rápido que pude. No sabía qué hacer. Estaba seguro de que ninguno de ustedes me creería, de modo que decidí seguir adelante como si nada hubiera ocurrido. Dios sabrá por qué, pero me pareció que ésa era la mejor manera de mantenerme al margen. Pero en el camino de regreso paré en una estación de servicio de la Autobahn y llamé a la policía. Pensé que existía la posibilidad de que pudieran atraparlo mientras él seguía allí, puesto que se movía como si no tuviera ninguna prisa. Pensé que si lo atrapaban, yo quedaría libre de sospecha.

Anna metió una cinta en la grabadora y presionó el botón. Era la grabación de la llamada recibida por la Polizeieinsatzzentrale. La voz al otro lado de la línea estaba deformada por la impresión, pero pertenecía claramente a Olsen. Allí informaba a la policía de dónde se encontraban los cuerpos.

– ¿Confirmas que es tu voz? -preguntó.

Olsen asintió. Miró a Fabel con expresión de súplica.

– Yo no lo hice. Juro que no lo hice. Lo que les he dicho es la verdad. Pero estoy seguro de que no me creen.

– Quizá sí le creo -dijo Fabel-. Pero tiene más preguntas que responder, y nosotros aún tenemos otros cargos contra usted. -Miró al ratonil abogado de Olsen, quien hizo un gesto con la cabeza-. La Kriminalkommissarin Wolff te preguntará sobre los otros asesinatos; dónde te encontrabas en el momento en que se hicieron, qué sabes de las víctimas. -Fabel se puso de pie y se inclinó hacia la mesa de interrogatorios-. Sigue metido en serios problemas, Herr Olsen. Por ahora usted es la única persona que podemos identificar del escenario del crimen, y tiene un motivo. Le aconsejo que responda completa y sinceramente a todas las preguntas de Frau Wolff.

Cuando Fabel salía, Anna dijo «permítame un momento…» al abogado de Olsen y siguió a Fabel al pasillo.

– ¿ Le crees? -preguntó cuando estuvieron a solas.

– Sí. Le creo. Siempre he tenido la sensación de que hay algo en Olsen que no encaja. Estos asesinatos no son crímenes pasionales. Alguien los está planeando cuidadosamente, haciendo realidad sus horrendas fantasías psicópatas.

– ¿ De verdad crees que Olsen le tendría miedo a otro hombre? Venció a Werner, que no es ningún pelele.

– Es cierto. Pero me parece que Olsen tiene más que temer de Maria que de Werner. -Había un dejo de desaprobación en la sonrisa de Fabel-. Espero que ella no esté tomando lecciones de ti, Anna.

Anna miró a Fabel con expresión confusa, como si no hubiera entendido. Eso le daba, debajo del pelo corto y puntiagudo y de todo el maquillaje, una inocencia de colegiala. Fabel ya la había amonestado dos veces por su agresivo comportamiento.

– En cualquier caso -continuó ella- no estoy segura de que la historia de Olsen sobre ese tipo inmenso y espeluznante baste para creer en su inocencia. Sólo tenemos su palabra.

– Me inclino por creerle. Él sintió miedo en el Naturpark; temió por su vida. Nuestro asesino está obsesionado con Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm… Bueno, eso es lo que hizo sentir miedo a Olsen: no un hombre, no un grandullón peleón con quien podía emprenderla a golpes. Olsen estaba solo, en la oscuridad, en el bosque, y vio algo que salía de la oscuridad del bosque que no parecía del todo humano. Eso fue lo que lo asustó: el coco, el ogro, el hombre lobo. Me ha costado entender por qué Olsen estaba paralizado de miedo, pero la verdad es que ahí fuera él no era ese matón inmenso que está ahora sentado en la sala de interrogatorios: era un niñito con una pesadilla después de oír una historia de miedo. Eso es lo que busca nuestro asesino. Por eso tiene éxito: convierte a sus víctimas en niños asustados. -Fabel hizo una pausa. Señaló con la cabeza la puerta cerrada de la sala de interrogatorios-. De todas maneras, no tardaremos en descubrir si está diciendo la verdad, Anna. Mientras tanto, mira a ver qué más puedes sonsacarle.

Anna regresó a la sala y Fabel se dirigió hacia el despacho de la Mordkommission. Algo le inquietaba. Una idea que estaba en el fondo de su cabeza, en un rincón mal iluminado, fuera de su alcance.

Se sentó en su despacho. Se quedó quieto y en silencio, mirando por la ventana hacia el parque Winterhuder. Hamburgo se extendía a lo ancho a través del horizonte. Fabel trató de despejar la mente de detalles, de las miles de palabras oídas y leídas sobre este caso, de los tableros de investigación y de las fotografías de los Tatort, los escenarios del crimen. Observó el sedoso cielo celeste y blanquecino que se cernía sobre la ciudad. En algún lugar, lo sabía, había una verdad fundamental, esperando ser revelada. Algo simple. Algo puro y cristalino y definido, con bordes claros y precisos.

Cuentos de hadas. Todo tenía que ver con cuentos de hadas y con dos hermanos que los habían recopilado. Dos hermanos que reunían materiales de investigación filológica y que buscaban «la voz verdadera y original de los pueblos germanófonos». Los impulsaba su amor por el idioma alemán y el ferviente deseo de mantener vivas las tradiciones orales. Pero, más que eso, eran patriotas, nacionalistas. Emprendieron sus investigaciones en una época en que Alemania era una idea, no una nación; cuando los caciques napoleónicos intentaban extirpar las culturas locales o regionales.

Pero los Grimm habían cambiado de rumbo. Cuando se publicó la primera serie de cuentos, no fueron los académicos alemanes quienes respondieron con un entusiasmo abrumador comprando grandes cantidades de ejemplares, sino la gente común. Justamente la gente cuya voz habían intentado registrar los hermanos. Y, más que nada, los niños. Jakob, el que buscaba la verdad filosófica, había accedido a los deseos de Wilhelm y había adaptado los cuentos para la segunda edición, haciéndolos más asépticos y en ocasiones adornándolos hasta que duplicaron su extensión. Hans Dumm, que podía embarazar a las mujeres sólo con mirarlas, desapareció. La preñada pero ingenua Rapunzel ya no preguntaba por qué su ropa ya no le iba bien. Dornröschen, o la Bella Durmiente, ya no era violada mientras yacía en su sueño encantado sin que nadie pudiera despertarla. Y la dulce Blancanieves, convertida en reina al final de la historia original, ya no ordenaría que a su malvada madrastra le pusieran zapatos de hierro al rojo vivo y la hicieran bailar hasta la muerte.

La verdad. Los hermanos Grimm habían buscado la verdadera voz del pueblo alemán y habían creado sus propias ficciones. ¿Y era, finalmente, una voz alemana auténtica? Como Weiss había señalado, había ecos de relatos franceses, italianos, escandinavos, eslavos y otros en las historias y fábulas compiladas por los Grimm. ¿Qué era lo que el asesino buscaba? ¿La verdad? ¿Hacer verdad la ficción, como el ficticio Jakob Grimm de Weiss?

Fabel se puso de pie, se acercó a la ventana y observó las nubes. No lograba comprenderlo. El asesino no estaba sólo tratando de hablarle, estaba gritándole a la cara. Y Fabel no podía oírlo.

Dieron un golpe en la puerta y Werner entró con una carpeta en la mano. Fabel se dio cuenta de que llevaba un par de guantes forenses de látex. Miró la carpeta con gesto de interrogación.

– Además del material que Weiss te ha dado, he estado revisando sacos llenos de correspondencia que llegaron a la editorial. Estas cartas se remontan a casi un año atrás y yo he llegado a más o menos seis meses atrás. Me he cruzado con unos cuantos chiflados con los que me gustaría charlar -dijo Werner. Abrió la carpeta y, con cuidado, cogió el borde de una hoja con la mano enguantada entre el índice y el pulgar-. Entonces he encontrado esto… -Sacó la carta de una sola hoja de la carpeta, sosteniéndola por una esquina.

Fabel la miró. Fijamente. La carta que Werner tenía en la mano estaba escrita con una letra minúscula y con tinta roja, en una hoja de papel amarillo.

Holger Brauner había confirmado que el papel era exactamente el mismo de las tiritas, todas cortadas de una sola hoja, que se habían hallado en las manos de cada víctima. El doctor también había afirmado que su primera corazonada era correcta y que el papel era de una marca genérica y masiva que se vendía en supermercados, tiendas de productos consumibles para oficinas y tiendas de informática de todo el país. Era imposible rastrear dónde y cuándo se había comprado. La letra también coincidía, y se esperaba que el análisis químico de la tinta no arrojara ninguna sorpresa. Lo que más excitó a Fabel del hallazgo de Werner era que se trataba de una carta. La carta de un fan. No era un elemento dejado en el escenario de un homicidio. Y eso podría significar que el asesino no habría tenido tanto cuidado en eliminar huellas forenses. Pero se equivocaba. Brauner había confirmado que no había rastros de ADN ni huellas digitales en la carta ni cualquier otro elemento que pudieran rastrear hasta su autor.

Cuando le escribió a Weiss, sabía que iba a matar. Y también sabía que la policía terminaría por encontrar esa carta.

Brauner había hecho cuatro copias de una fotografía de la carta, ampliada dos veces y medio respecto al tamaño original. Una de esas ampliaciones estaba clavada en el tablero de incidentes.

Lieber Herr Weiss:

Deseaba ponerme en contacto con usted sólo para decirle lo encantado que estoy con su libro más reciente, Die Märchenstrasse. Tenía muchísimas ganas de leerlo, y no he quedado defraudado. Creo que ésta es una de las mayores y más profundas obras de la literatura alemana moderna.

Al leer su libro, se me hizo muy claro que usted habla con la auténtica voz de Jakob Grimm, así como Jakob quería hablar con la auténtica voz de Alemania: nuestras historias, nuestras vidas y nuestros temores; nuestro bien y nuestro mal. ¿ Sabía usted que W. H. Auden, el poeta británico, escribió, en una época en que su país estaba librando un combate mortal con el nuestro, que los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm representaban, junto con la Biblia, los cimientos de la cultura occidental? Así de grande es su poder, Herr Weiss. Así de grande es el poder de la verdadera y cristalina voz de nuestro pueblo. Yo he oído esa voz muchísimas veces. Sé que usted lo entiende; sé que usted también la oye.

Usted ha hablado en muchas ocasiones sobre cómo la gente puede pasar a ser parte de un relato. ¿Cree también que los relatos pueden convertirse en personas? ¿O que todos somos un relato?

A mi manera, también yo soy un creador de cuentos. No, me estoy arrogando un papel que no me corresponde: en realidad yo registro cuentos. Los despliego para que otros los lean y comprendan su verdad. Somos hermanos, usted y yo. Somos Jakob y Wilhelm. Pero mientras usted, como Wilhelm, edita, adorna y hace más compleja la sencillez de estos cuentos para atraer a su público; yo, como Jakob, busco presentarlos en su verdad cruda y brillante. Imagínese a Jakob, escondido en el exterior de la casa en el bosque de Dorothea Viehmann, escuchando los cuentos que ella sólo les contaba a los niños. Imagine esa maravilla: cuentos centenarios, mágicos, transmitidos de generación en generación. Yo he experimentado algo similar. Eso es lo que exhibiré ante mi público, eso es lo que ese público contemplará con admiración y temor.

Con amor de un hermano a otro,

Dein Märchenbruder

Fabel releyó la carta. No decía nada. Ni siquiera habría despertado la sospecha de Weiss ni la de sus editores. Sonaba como un aficionado chiflado hablando de sus propios escritos, no como un asesino explicando sus planes de recrear los cuentos de hadas de los Grimm con cadáveres reales.

– ¿Quién es Dorothea Viehmann? -Werner estaba de pie junto a Fabel, mirando la imagen ampliada de la carta.

– Era una anciana que encontraron los hermanos Grimm… O, más precisamente, Jakob -respondió Fabel-. Vivía en las afueras de Kassel. Era una narradora famosa pero se negó a contarle ninguno de sus cuentos a Jakob Grimm; entonces éste se ocultó fuera de la ventana para espiarla mientras ella contaba los cuentos a los niños de la aldea.

Werner puso cara de que estaba impresionado. Fabel se volvió hacia él y sonrió.

– He estado instruyéndome.

A esas alturas el resto del equipo ya se había reunido y había un murmullo de voces cuando se acercaron a la nueva evidencia. Fabel les pidió que le prestaran atención.

– Esto no nos dice nada que no sepamos. La única información adicional que podremos obtener serán los indicios psicológicos que Frau Doktor Eckhardt pueda deducir de su contenido. -Susanne no regresaría de Norddeich hasta el día siguiente, pero Fabel ya había hecho que le enviaran una copia al Institut für Rechtsmedizin, y planeaba llamarla más tarde a casa de su madre para leerle el texto y ver cuál era su reacción inicial.

Henk Hermann levantó la mano, como si estuviera en el colegio. Fabel sonrió y Hermann, tímidamente, la retiró.

– Ha firmado como «Märchenbruder» -señaló-. ¿Qué significa eso, Hermano de los cuentos de hadas?

– Es evidente que siente una conexión muy fuerte con Weiss. Pero tal vez haya algún otro significado. Y conozco a la persona ideal para llamar y preguntárselo.

– La persona ideal -dijo Werner- sería el propio asesino.

– Y ésa -dijo Fabel en tono sombrío-, tal vez sea justamente la persona a la que voy a preguntárselo.

Weiss cogió el teléfono al segundo tono. Fabel supuso que estaría en su estudio, trabajando. Le explicó que habían descubierto una carta dirigida a él y enviada a la editorial, que claramente era obra del asesino. Weiss no recordaba haberla visto y escuchó en silencio mientras Fabel le leía el contenido.

– ¿Y usted está convencido de que habla sobre esos asesinatos? -preguntó Weiss cuando Fabel terminó.

– Sí. Es la misma persona, sin duda. ¿Hay algo en lo que dice que le resulte significativo? ¿La mención de Dorothea Viehmann, por ejemplo?

– ¡Dorothea Viehmann! -dijo Weiss en tono cínico-. La fuente de la sabiduría folklórica alemana a cuyos pies se inclinó Jakob Grimm. Y, obviamente, también su insensato psicópata.

– ¿Y no debería?

– ¿Qué nos pasa a nosotros los alemanes? Estamos constantemente buscando una identidad, tratando de averiguar quiénes somos, y en todos los casos siempre terminamos con la respuesta equivocada. Los Grimm veneraban a Viehmann y tomaban sus versiones de los cuentos de hadas alemanes como si fueran las sagradas escrituras… casi literalmente. Pero Viehmann era su apellido de casada. Su apellido de soltera era Pierson. Francesa. Los padres de Dorothea Viehmann fueron expulsados de Francia porque eran protestantes, hugonotes. Ella sostenía que había oído los relatos que narraba a viajeros que pasaban por Kassel. La verdad es que muchas de las historias que les transmitió a los Grimm eran de origen francés, de los años de su infancia. Eran las mismas que Charles Perrault recopiló en Francia un siglo antes, o más. Y ella no era la única. Había una misteriosa Marie a quien se adjudica haber transmitido «Blancanieves», «Caperucita Roja» y «La Bella Durmiente». El hijo de Wilhelm aseguraba que era una antigua sirvienta de la familia. Resultó ser una adinerada dama de la alta sociedad llamada Marie Hassenpflug, también de familia francesa, que había aprendido los cuentos de sus niñeras francesas. -Weiss se echó a reír-. De modo que la pregunta es, Herr Fabel: ¿ La Bella Durmiente es Dornröschen o la belle au bois dormant? ¿Y Caperucita Roja es Rotkäppchen o le petit chaperon rouge? Como ya le he dicho, estamos buscando continuamente la verdad de nuestra identidad y siempre nos equivocamos. Y por lo general terminamos recurriendo a observadores extranjeros para que definan quiénes somos.

– No creo que este psicópata se ponga a hilar fino sobre la cuestión patriótica. -Fabel no tenía tiempo para otro sermón de Weiss-. Sólo quiero saber si le parece que hay algo significativo en el hecho de que mencionara el nombre de Viehmann.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Fabel imaginó al corpulento autor en su estudio, con toda esa madera oscura absorbiendo la luz.

– No, creo que no. Sus víctimas han sido de ambos sexos, ¿verdad?

– Sí. Al parecer como asesino está a favor de la igualdad de oportunidades.

– El único significado que le encuentro a la mención de Dorothea Viehmann es que los Grimm realmente la veían casi como una fuente única de antigua sabiduría. Y parecían pensar que las mujeres eran las verdaderas guardianas de la tradición oral alemana. Si el asesino se centrara en las mujeres, en especial en ancianas, entonces tal vez podría haber alguna conexión. -Una vez más, se produjo un breve silencio al otro lado de la línea-. Hay una cosa de la carta que me inquieta. Que me inquieta verdaderamente. Es la forma en que está firmada.

– ¿Qué?… «Dein Märchenbruder»?

– Sí… -Fabel percibió la incomodidad en la voz de Weiss-. «Tu hermano de los cuentos de hadas.» Como usted probablemente sepa, Jakob murió cuatro años antes que Wilhelm. Éste recitó una apasionada elegía en el funeral, donde decía que Jakob era su Märchenbruder… Su hermano de los cuentos de hadas. Mierda, Fabel, este maníaco piensa que él y yo estamos juntos en esto.

Fabel respiró profundo. Había existido una sociedad en todos estos asesinatos. Y Weiss había sido el otro socio. Salvo que éste no lo sabía.

– Sí, Herr Weiss, me parece que él cree eso. -Fabel hizo una pausa-. Piense en su teoría de volver realidad la ficción. En eso de permitirle a la gente que «viva» en sus relatos.

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– Bueno, al parecer él lo ha metido a usted en el suyo.