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14

Peter cogió el metro para ir a casa, a Åsögatan. En la alfombra del recibidor había otra carta del banco y un aviso de Correos según el cual un paquete grande le esperaba en la oficina de Folkungagatan.

Dejó a un lado la carta del banco.

Se sentía a disgusto en el piso y eso le molestaba. Su hogar había sido durante estos últimos tiempos su único refugio contra el mundo y no deseaba perder esa seguridad. Su casa había sido literalmente su fortaleza, y se enfadó al comprender que la diabla había conseguido privarle de ella; decidió que ella no se saldría con la suya.

Cogió una bolsa de plástico y guardó las cartas, los somníferos y algo más de ropa limpia. Deseaba abandonar el piso tan pronto como fuera posible.

Al salir se detuvo en la puerta y regresó para coger el bañador. Hacía días que no se duchaba y una sauna no le vendría mal.

Pasó por la oficina de Correos y recogió la carta de su hermana; a continuación fue a la piscina Forsgrénska. Primero nadó un rato pero se cansó y entró en la sauna.

Pensó en la inspectora Bodil Andersson. Aún tenía miedo de que su presencia influyera en el acuerdo entre Lundberg y él. Ahora, ante el peligro de perderlo, se daba cuenta de que su relación con Lundberg era enormemente importante para él. Ya no solo tenía que ver con el dinero.

Además, estaba nervioso por su reunión en Nybroplan. Lundberg no estaría, lo que significaba que se vería obligado a estar a solas con ella. Obligado a conversar; solo pensar en ello le producía palpitaciones.

El, en general, no era un buen conversador, y menos aún con las mujeres.

Nunca se le habían dado bien las chicas. Era como si hubiese nacido con un problema que hacía que todas las mujeres le hicieran perder el habla.

Después de la visita de Inger a la casa de su infancia en Faktorigatan, estuvo totalmente hechizado pensando en ella. Al final sus fantasías se hicieron más importantes que la propia Inger y dejó de mirarla en la escuela.

Cuando muchos años después se enteró de que se había prometido la noticia le dejó completamente indiferente. Por aquel entonces ella ya vivía en su corazón y sería su fiel compañera para siempre. Nadie les podía quitar su experiencia juntos o sus fantasías.

Mientras sus compañeros estaban totalmente ocupados en buscarse novias y practicar sus habilidades él se quedaba en casa, en su habitación, y soñaba. Cuando le llegó la hora de ir de caza estaba tan poco entrenado que no tuvo ni una oportunidad.

Algún sábado por la noche salía de copas. Sobre todo para huir de la soledad. A veces las mujeres intentaban hablar con él, pero después de un rato siempre tenían que ir a hacer alguna cosa y no volvían nunca más. No las culpaba. Sabía que esto se debía a que él era un aburrido que nunca encontraba nada que decir. Era tan obvio que al final hasta dejó de esforzarse. Entonces la diversión consistía en intentar adivinar cómo conseguirían ellas finalizar la conversación. La mayoría simplemente se iba al baño.

Otras recordaban de repente que tenían que hacer una llamada importante.

La imaginación de las mujeres era asombrosa cuando se trataba de evitar su compañía.

Estaba satisfecho de ser él mismo quien había elegido su soledad. Esto le convertía en invulnerable a otras personas. Ellas no le querían y él no las necesitaba. La soledad te hace fuerte. Se está mejor solo. Él mismo había elegido y no había tenido que esforzarse lo más mínimo para tomar esa decisión.

Eso fue después de Susanne.

Los primeros años en SL se relacionó con un grupo de jóvenes conductores de autobús. Formaron un equipo de bolos; solían jugar los jueves por la noche, era el día que la mayoría de ellos empezaba a trabajar temprano.

Siguiendo su costumbre se mantenía un poco apartado del grupo pero apreciaba sus reuniones de los jueves. Todos eran solteros y procedían de fuera de la ciudad, de modo que después de un tiempo también comenzaron a reunirse los fines de semana; salían de copas o a alguna discoteca. Él no era nada juerguista así que siempre se retiraba a casa antes que los demás. Solo.

Una noche le llevaron engañado a una fiesta en casa de uno de los muchachos. El piso estaba abarrotado de gente y lo que más hubiera deseado era dar media vuelta e irse. No tuvo tiempo. Una muchacha le puso un vaso de vino en la mano y le arrastró a la pista de baile. La música estaba alta y no necesitaba hablar; el grupo de amigos se ocupó de que su vaso de vino estuviera siempre lleno. Cuando el piso, unas horas más tarde, comenzó a vaciarse él estaba en la pista de baile mareado y aturdido con los brazos alrededor de la cintura de la chica.

Se había enamorado.

Fueron a casa de ella y se acostaron; a pesar de su escasa experiencia, por fin él comprendió de qué se trataba.

Por la mañana hicieron de nuevo el amor y él, cálido y feliz, tuvo que cerrar los ojos para no ruborizarse.

Siguieron viéndose. Iban al cine o a algún museo o daban largos paseos por Djurgården. Susana estudiaba historia del arte en la universidad y le llevó a exposiciones y vernissages que él ni siquiera sabía que existieran.

Se reían mucho y por primera vez en su vida habló de su padre, de su pena y de las mentiras a su madre. De ese modo ella poseía toda su alma, pero él se la entregó gustoso, completamente seguro de que nunca se separarían.

Al fin había comprendido. Así que era eso el secreto de la grandeza del amor. Era de eso de lo que trataban todas las incomprensibles películas que había visto. Sin angustia, sin necesidad de pronunciar una sola palabra, poder mostrar quién es uno realmente. Sin el constante miedo de no dar la talla, poder descubrir las propias limitaciones, y a pesar de todos los fallos, no tener que sentirse preocupado de ser dejado de lado.

Siempre había visto ese período de su vida como claro, de color lila claro y entonces, por primera vez en su vida desde el Tiempo anterior, experimentó lo que se sentía cuando se era totalmente feliz.

Al cabo de seis meses y diez días ella llamó un día y dijo que no podrían verse el fin de semana siguiente. El curso de dibujo al que asistía había organizado un taller de fin de semana.

Él no cruzó la puerta en todo el fin de semana, se quedó en casa, en su piso, subiéndose por las paredes.

El domingo por la noche, cuando creyó que ella ya habría vuelto a casa, preparó una cesta con vino y queso y tomó el autobús hasta su piso en Rörstrandsgatan. No estaba en casa, de modo que se dispuso a esperarla fuera en el portal.

Llegó media hora más tarde. La vio venir a lo lejos desde St Eriksplan, mucho antes que ella lo viera a él. Reía y parecía feliz, estaba tan bella que sintió una punzada de dolor en el estómago.

Iba cogida de la mano de un dios griego rubio.

Estaban a solo una veintena de pasos del portal cuando ella lo vio. Se volvió hacia el dios, le susurró algo que Peter no pudo oír y luego le soltó la mano. La intimidad del susurro en el oído del hombre hizo que el suelo se abriera bajo sus pies. Su Susanne, la que poseía su alma, estaba susurrándole a un hombre extraño; la sensación de quedar excluido fue tan fuerte que se sorprendió de no ver levantarse un muro que los separara. Su intimidad era tan evidente que refulgía a su alrededor; no necesitaba escuchar ni una palabra para comprender que todo estaba perdido.

Pasaron horas, ¿o fueron segundos?

Finalmente ella se acercó a él.

Su mirada estaba clavada en el suelo, no le miró a los ojos ni una sola vez.

– No me ha sido nada fácil -dijo ella-. Sé que solo me tienes a mí.

Pasaron unas horas más. El abismo entre ellos crecía.

– Conocí a Krister hace unas semanas. Es modelo en mi clase de dibujo. No pude evitar enamorarme de él.

Su lengua estaba pegada al paladar. Nunca volvió a despegarse del todo. Sin decir una palabra le entregó la cesta con el vino, dio media vuelta y se fue.

De eso hacía dieciocho años y esa fue la última vez que la vio.

Después de eso nunca se atrevió a confiar en nadie.

Cuando salió a Medborgarplatsen el reloj de la fachada de la Forsgrénska marcaba las doce y diez. Decidió caminar hasta Nybroplan. Le dio tiempo a llegar a Österlånggatan antes de sentir hambre y entró en el primer restaurante que encontró. Se sentó a una mesa junto a la ventana.

Aún se sentía nervioso.

Después de pedir sacó el sobre acolchado marrón de su hermana. Para no perder el apetito dejó la cajita de seda dentro del sobre pero sacó la lista y los resultados de los análisis y comenzó a leer.

En la parte superior su hermana había escrito un saludo: que tuviera cuidado y que esperaba que los visitara pronto. Había un tono de ruego en sus palabras como si ella realmente deseara verlo. Tenían, ciertamente, muy poca relación, y si Eva no hubiese intentado mantenerla, seguramente ni se verían.

En realidad, no podía explicar por qué.

Comenzó a leer la lista. Le pidió al camarero un bolígrafo y marcó todas las instituciones cercanas a Estocolmo. Eran siete en total y correspondían a veinticuatro de los análisis. Cuatro análisis eran de Karolinska y siete del hospital Sur. El resto de las instituciones sanitarias representadas eran: cuatro de centros de salud de las afueras, tres de centros de maternidad y seis análisis del hospital psiquiátrico de Beckomberga.

Cuando acabó de comer regresó a Stora Nygatan, entró en Correos e hizo unas copias de la lista en la impresora. Las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Llegó con tiempo de sobra al lugar de la reunión. El reloj de Tornberg marcaba las dos y veinte.

Ella llegó con cinco minutos de retraso. La vio venir por Nybrogatan; no hizo ningún ademán de apresurarse sino que se detuvo a mirar el escaparate de una tienda de antigüedades enfrente de la entrada del Dramaten.

Peter sostenía la bolsa de Konsum lista para entregársela y hacer así el encuentro tan corto como fuera posible.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella y lanzó una mirada a la bolsa.

– Sí -contestó él-. Esto es todo lo que me ha dado Lundberg.

Ella lo estudió en silencio.

El no encontraba nada que decir pero a ella no parecía importarle el embarazoso silencio.

– Bueno, entonces eso es todo -dijo él al final-. Le llamaré si se me ocurre algo.

Ella esbozó una sonrisa oblicua como si no creyera que hubiera muchas probabilidades de que eso ocurriera.

– Y yo, ¿dónde puedo localizarle? -dijo ella al fin.

Peter no tenía el más mínimo deseo de darle su número de teléfono.

– Me puede localizar a través de Lundberg.

Comenzó a dirigirse hacia Karlavägen. Estaba contento de que hubiese acabado. Después de cruzar Strandvägen se dio la vuelta y vio que ella estaba parada y lo seguía con la mirada. Volvió rápidamente la cabeza y apresuró el paso.

Lundberg estaba sentado en la silla detrás de su escritorio.

– ¿Ha visto a nuestra querida inspectora? -preguntó cuando Peter entró por la puerta.

Peter asintió y se sentó en la silla de las visitas. Ahora estaba más tranquilo.

– Es tan manejable como una segadora trilladora -prosiguió Lundberg-. Imagine despertarse cada mañana a su lado.

Se recostó en la silla y colocó las manos detrás de la nuca.

– Pero seguro que todos acaban así en esa profesión. Me imagino que deben de ver un tipo de cosas que no ayudan nada a incrementar su amor por las personas.

– Seguro -asintió Peter educado.

La habitación estaba arreglada y los restos rasgados de las cortinas habían desaparecido. Tras la paredes de cristal tenía lugar una febril actividad. Se imaginó que los que trabajaban ahí fuera echarían de menos las cortinas del jefe.

– ¿Va a dormir en mi casa este fin de semana o tiene otros planes? -preguntó Lundberg.

Peter no había pensado que era viernes.

– No, no tengo planes -dijo él.

No deseaba perder a Lundberg de vista antes de saber con qué efectividad se encargaría del asunto la inspectora Andersson. Además, no se atrevía a dormir en su piso.

– Lotta tiene otra llave en recepción, la puede coger. ¿Se acuerda del código de la alarma?

Peter rebuscó en su chaqueta y sacó un papel arrugado.

– Bien -dijo Lundberg-. Compraré algo de comida de camino a casa. ¿Le apetece algo especial?

Pensó que Lundberg apreciaría que tuviera alguna proposición o de que alguna manera mostrara sus preferencias. Lundberg se mostraba más accesible que él y la pelota estaba en el tejado de Peter.

– ¿Por qué no marisco? -respondió.