172268.fb2 Dame Tus Ojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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El tenedor

Yo

¡Furcia! ¡Zorra! ¡Puta mentirosa! Que vas por ahí con esos aires. Con tu pelo insulso, ni largo ni corto, de un castaño oscuro asqueroso como… bosta aplastada. Y ese gorro color verde moho: tienes frío, mierdecilla, ¡solo es octubre, maldita sea!

Alguien como tú no merece vivir.

Pero eres muy bonita. Vamos a estar juntos.

Cuando salgo del cine, ya ha oscurecido sobre los tejados. He dejado un mundo de árboles amarillos y cielo azul radiante, y regreso a uno completamente distinto. Los tubos de neón hacen guiños. La gente aparece a la luz de las farolas y luego desaparece otra vez.

Mientras espero el autobús, camino por la orilla del río y miro el agua negra. Parece muerta, pero de vez en cuando una ola brillante sube a tomar aire y arrastra a otras hacia arriba. Se las ve durante un segundo antes de volver a hundirse. Un manillar de bicicleta, completamente inmóvil, asoma de las olas bajo la luz del puente. Un animal que se ha ahogado, como esos cráneos de largos cuernos que yacen en la arena del desierto en las películas del Oeste.

Arriba, en el suelo, los adoquines se agitan inquietos y apesta a orina de los urinarios abandonados.

Voy hasta la plaza. Un autobús articulado se detiene y ella sube a la serpiente verde clara y se sienta atrás del todo. La sigue un hombre medio calvo de pelo gris, una mujer con un fardo pesado y tres jóvenes con bolsas llenas de botellas de alcohol que tintinean. Le preguntan al conductor sobre la dirección de una fiesta que está a punto de empezar, aunque ya son las once.

Cuando el autobús se pone en marcha, ella se arrepiente de haberse sentado justo encima del motor. Veo que se mueve incómoda, pero no se molesta en cambiar de sitio para el corto trayecto hasta Stensta. Justo antes de que se cierren las puertas, me siento delante del todo, a la izquierda.

El autobús avanza rápido, los semáforos están en ámbar, solo se detiene para que bajen los jóvenes todos a una. Por lo demás, continúa de un tirón, como si fuera un taxi. Por el retrovisor del conductor veo que ella pulsa el botón una parada antes de la suya. Yo también bajo, pero sigo en dirección contraria. Entonces ella se atreve a tomar el sendero que atraviesa el parque, detrás de Torkelsgatan. Doy media vuelta y la sigo en la distancia.

La ciudad a la derecha, la llanura y, más allá, a la izquierda, el bosque. Al fondo, tras los abetos, algunas lenguas luminosas se alzan contra el cielo de la noche.

El viento de la llanura hace que los árboles oscilen y susurren. El sonido es cortante ahora en otoño porque las hojas están secas.

Estoy completamente tranquilo, pero acelero el paso, avanzo de puntillas con largas y silenciosas zancadas que me tensan las pantorrillas. Me voy acercando a ella, hasta que por fin me oye, pero ya no le da tiempo a volverse. Algo le rodea con fuerza la garganta, es fino y cortante, y se cierra tan rápido que le impide respirar. ¡Lo araña!, pero con los guantes de piel no consigue agarrarlo; tampoco puede quitárselos, ni alcanza a las manos que tiran de la cuerda tras su nuca. La cara se hincha de sangre; se tambalea, se va hacia atrás e hinca los talones contra el firme de arena, con lo que huelo su pelo, me hace cosquillas en la nariz, pero las manos y la cuerda cortante la mantienen abajo. Grita pero no sale ningún sonido; un grito desgarrador atascado en su garganta pero cuyo eco se extiende por el cerebro, la cabeza quiere explotar, ¡ahora hace todo lo posible! El ahogo va subiendo desde los pulmones, una ola oscura y creciente. Y entonces ella cambia de opinión, quiere zambullirse, anhela alcanzar el centro de la luz negra, llegar hasta aquel que espera allí con manos firmes.

Así pues, se zambulle y queda completamente en calma. Suave como un niño dormido, cae de espaldas hacia mí. Su espalda resbala a lo largo de mis brazos y la tumbo con cuidado en el suelo.

No respira, pero yo lo hago por ella, rápido y hambriento. Estamos juntos y yo soy sus pulmones y su boca.

Escucho. El viento recorre la llanura. Nadie viene por el sendero y hay tiempo para lo que he de hacer. Saco el cuchillo.

Harald

Soy Harald Lindmark, comisario criminalista en Forshälla. Durante el otoño de 2006, escribo el siguiente informe a propósito del caso llamado «El Cazador». Las transcripciones oficiales de las reuniones, junto con mis propias notas y las cintas de dictáfono, me ayudan a plasmar los distintos momentos de la investigación. Además, quiero describir mis sentimientos y mi situación vital, pues han evolucionado al tiempo que la investigación propiamente dicha.

A lo largo del último año he cambiado como persona y como policía. He pensado y he hecho muchas cosas que antes me habrían resultado impropias. Por eso quiero hablar de ello con detalle, para entenderlo yo mismo y para que otros lo entiendan también.

Acontecimientos del 17 de octubre de 2005

El día que todo comenzó. Por la mañana me miré en el espejo. Primero mis ojos se contemplaron a sí mismos, muy cerca de la superficie del cristal. Azul grisáceos todavía, pero un tanto acuosos y más entrecerrados que cuando era joven. Camino de cerrarse lentamente, una cortina de piel que va bajando a lo largo de toda la vida, hasta que un día se detiene, inamovible. Irradian arrugas a su alrededor, y eso es natural, pero también hay bolsas bajo los ojos, cayendo hacia las mejillas: el tiempo hecho carne, la propia carne grasienta. Los poros cada vez más grandes y más negros, la piel más rojiza, aunque no he tomado el sol. Los pelos de la barba encaneciendo. Pelos hirsutos que en los últimos años han empezado a salir también de la nariz.

Toda esa vida que sucede en el interior de una persona, pero, fuera de ella, el cuerpo cada vez se aleja más de quien uno es en realidad: la cara es un recuerdo, la imagen que cierra los ojos. La sensación de ser una persona de veinte o de treinta años que, por un error extraño, ha ido a parar a este cuerpo cada vez más envejecido.

Esa era mi rutina cada lunes por la mañana. Levantarme temprano, ver la verdad en el escarlata sangriento del blanco de los ojos, ¡y luego pasar de ello e ir al trabajo! Ser como antes y no dejar que nadie se diera cuenta de que tenía cincuenta y cuatro años y no treinta y cuatro. Igual de perspicaz como comisario, igual de desasosegado ante los delitos, aunque semana tras semana hayan minado mi psique durante décadas, como una burla: eso ya no puede chocarte, tú has visto todo lo que los seres humanos pueden hacer a la piel, a la sangre y a los atormentados nervios del prójimo. Sí, pero yo quería que me chocara, ¡quería seguir estando vivo!

Luego fui en coche hasta Lysbäcken. De lejos vi el edificio negro, blanco y rojo en forma de «L», el orgullo de la policía de Forshälla. Coloridos bloques ensamblados por un niño gigante y colocados como una torre solitaria en la planicie. Parecía que en cualquier momento podrían derrumbarla los vientos remolineantes de la llanura. Giré hacia el patio trasero, hacia los aparcamientos. Tenía, y aún tengo, una de las pocas plazas reservadas; veinticinco años en la casa y un centenar de casos resueltos tienen cierto peso.

Sin embargo, en ocasiones todo este tiempo me parecía una serie de sueños o de películas medio olvidadas sobre un inspector que resuelve un caso tras otro. Me han habitado y han dejado en mí un conjunto de imágenes pequeñas y grandes que revoloteaban en mi conciencia como las páginas arrancadas de un periódico. «mutilado.» «doble asesinato.» Medio rostro. Fotografías borrosas en blanco y negro del escenario de un crimen al aire libre. Sangre coagulada.

Mi despacho ocupaba una esquina en el último piso del edificio, así que tenía vistas en dos direcciones: sobre la ciudad y sobre la llanura. Eso me importaba poco ese día, pero en otras circunstancias sí me gustaba quedarme allí de pie mirándolas. Apenas había entrado y me había quitado el abrigo, cuando vi algo sobre el escritorio. Dos cráteres de color marrón rojizo, como un primer plano oscuro de la superficie lunar. Sonja me había dejado un nuevo caso. Me senté y leí el corto informe con fotografías.

El domingo por la mañana, temprano, un corredor había encontrado un cadáver en Stensta: una mujer joven completamente desnuda en mitad de un sendero. Yacía sobre su espalda y miraba el cielo con manchas de color marrón rojizo por ojos. Las manos, enlazadas, estaban orientadas hacia arriba, hacia una fina herida roja que le recorría el cuello. Por lo demás, a primera vista no se detectaban abusos evidentes, aunque la sangre coagulada llenaba cual una palangana la cavidad del estómago entre las costillas y el pubis. ¿La habían apuñalado en el estómago?

Entonces vi que la primera foto de los cráteres era un primer plano de las cuencas de los ojos llenas de sangre. A esa mujer le habían sacado los ojos. Según el informe, no estaban en el escenario del crimen ni en sus cercanías. Las fotos panorámicas mostraban que no había objetos dispersos, ni ropa, ni un bolso de mano ni cosas que hubieran caído de él. El vómito a pocos metros de la cabeza era del corredor que había encontrado el cadáver.

El cuerpo estaba atravesado sobre el sendero, en el que se veían rastros sinuosos de color marrón oscuro. Habían arrastrado a la mujer hacia atrás. Ella había luchado, pero al final el cordel alrededor del cuello la había vencido.

Ahogarse. Recordaba esa sensación de una vez en que un interrogatorio se torció y un psicópata estuvo a punto de ahogarme con sus dedos tremendamente fuertes. Era como hundirse bajo el agua, sumergirte en un agua oscura que mana de ti mismo. Había ocurrido hacía diez años, pero a veces la sensación y el pánico se apoderaban de mí y tenía que respirar hondo buscando el aire mientras nadaba o tomaba una sauna realmente caliente.

Llamé a Sonja. Era una de mis «ayudantes de campo», como los llamaba para mis adentros en mis momentos de grandeza, es decir, era investigadora adjunta. Iban y venían, camino de ascender al puesto que por ahora yo estoy ocupando; aunque, por otro lado, después de pasar con nosotros tres, cuatro años, adquirían tal experiencia que podían llegar a comisarios criminalistas en una ciudad pequeña. A veces me llamaban cuando se topaban con un caso realmente complicado; entonces me repantigaba en la silla, les daba consejos y les planteaba preguntas ingeniosas. Después me sentía al mismo tiempo orgulloso y horriblemente viejo. El mentor. La voz de la experiencia. Der Alte.

Sonja Alder era relativamente joven, de veintiocho años, una estrella de las calificaciones en la academia de policía, que había conseguido la recién creada plaza de «comisario auxiliar». Había trabajado en Björneborg y además había estudiado los asesinatos en serie en Atlanta, en Estados Unidos. También tenía lazos con este país por su padre, un americano que había venido aquí para evitar la llamada a filas cuando la guerra de Vietnam. Era soltera, tenía el pelo castaño oscuro, lo llevaba corto y era de tez ligeramente morena, con rasgos finos y regulares (su madre era del Líbano). A veces su cara se transformaba por una sonrisa de dientes muy blancos, pero esas ocasiones eran pocas porque ponía empeño en ser inteligente y objetiva. Mostrarnos a todos los hombres que ella también podía, que no esperaba ningún trato especial, y menos aún coquetear.

No hacía falta que lo señalase. Todo el mundo podía ver que era lista y seria, que no solo quería hacer carrera. Además, yo sentía que tenía madera, y eso es importante para resistir año tras año en esta profesión. Uno tiene que creer que lo que hace tiene sentido.

No sabía mucho más de ella. Llevaba en Forshälla dos meses, pero ningún caso había requerido en ese período una colaboración estrecha. Ahora las cosas iban a cambiar, lo presentía. Ese era uno de los casos difíciles, nos llevaría tiempo, ocuparía nuestra mente cada hora en vela, se comentaría y pasaría como una pelota entre los colegas, resurgiría cada vez desde las capas más profundas de nuestra personalidad. Especialmente una agresión de esta naturaleza contra una mujer. Crecería la desconfianza hacia cierto tipo de personas, reavivaría recuerdos de amigas a las que molestaron, de maltratos contra la mujer en el ámbito familiar. En algún momento se inmiscuirían los medios de comunicación y con ello aumentaría la presión. «Mujer desnuda.» «Cuencas de los ojos vaciadas.» Esa información llegaría a los titulares a cambio de unos pocos asquerosos billetes de mil. «Violador suelto.» Tendríamos aquí al Iltasanomat y al Iltalehti y nos airearían cual ropa tendida de vivos colores.

Al poco tiempo entró Sonja; vestía un traje pantalón azul oscuro. Había tenido guardia el domingo y había visitado el escenario del crimen. Seguro que había estado esperando a que la llamara para ponerse en marcha. ¿Eran imaginaciones mías o estaba contenta y esperanzada? Su primer gran caso.

Nos pusimos manos a la obra enseguida, tras un rápido y casi vergonzoso «hola». La cosa ahora iba en serio, la cortesía estorbaba, el contacto directo se estableció de inmediato, como si nos conociéramos mejor de lo que en realidad nos conocíamos.

– ¿Qué opinas? -le pregunté cuando se hubo sentado sin necesidad de que se lo pidiera.

– Probablemente, un intento fallido de violación -empezó, y parecía bien preparada-. El autor lo había planeado, estaba preparado con el cuchillo y el cordel para asustar a la mujer y dominarla. Pero apretó excesivamente y la mató demasiado pronto cuando ella se resistía. Desapareció enseguida del lugar, pero tuvo la suficiente sangre fría para llevarse el monedero y la documentación y usar el cuchillo para sacarle los ojos, así dificultaba aún más la identificación. Por otra parte, dejó clara la agresión sexual al desnudarla, ultrajar el cuerpo, y llevarse la ropa como una especie de trofeo.

– ¿Quedaba algo en el lugar?

– No, solo el cuerpo.

– ¿Qué tipo de persona crees que es?

– La mezcla de planificación y de pánico apunta a que es su primera vez; es bastante inteligente, pero física y quizá psíquicamente es menos fuerte de lo que él pensaba llegado el momento. Lo que a su vez quizá indique que no tiene experiencia anterior en abuso sexual o en maltrato a mujeres, en caso contrario habría manejado mejor la resistencia. Creo que ha estado fantaseando sobre esto mucho tiempo y luego se lanza directo a fullscale onslaught sin etapas intermedias. Un tipo peligroso.

– ¿Qué gana con dificultar la identificación si se trata de una víctima de violación elegida al azar?

– También eso es una mezcla de pánico y astucia. Cuando el intento sale mal, tiene que hacer algo, en parte por su amor propio. Ha fallado miserablemente en cuanto a la violación, pero puede demostrar que es listo y confundir a la policía. Y, con todo, al desnudar y ultrajar a la mujer puede sentir que la domina. Así lo veo yo.

Estaba claro que Sonja había estado pensando en esto todo el domingo. Y no era una mala hipótesis.

– Puede ser. ¿Cómo era el lugar?

– El clásico escenario de una violación. Un sendero del parque en la oscuridad entre dos farolas, con arbustos alrededor. Hay edificios a uno de los lados, pero justo ahí la vista queda tapada por algunos árboles que aún no han perdido las hojas. Una elección inteligente, pues los edificios, con sus ventanas iluminadas, dan tal sensación de seguridad que una mujer puede plantearse caminar o ir a correr por allí aunque esté oscuro y desierto. Pero ese lugar en concreto queda al abrigo de las miradas.

– ¿Había rastros entre los arbustos?

– Nada tan evidente como una colilla con saliva y el ADN; no tenemos tanta suerte, y tan tonto no es este criminal. Por la noche, después, estuvo lloviendo, así que tampoco había huellas claras de pisadas. Quizá los arbustos estuvieran algo aplastados en algunos lugares.

– ¿La hora del asesinato?

– Alrededor de una hora antes de la medianoche. Acabo de llamar al departamento de medicina forense. En conjunto, los resultados concuerdan con lo que se ve en las fotos: muerte por estrangulamiento con un tipo de cordón delgado pero que no deja rastros de fibras. Probablemente de plástico o de metal. Le sacó los ojos inmediatamente después de la muerte, con cierta torpeza. La sangre del estómago es de una herida en forma de «A» grabada en la piel, bastante superficial pero completamente visible cuando se limpió la sangre.

– ¿Una «A»? ¿Estás segura?

– Sí, eso es lo que parece.

Sonja sacó otras dos fotos de una carpeta. En ellas se veía a la mujer sobre la brillante mesa gris del patólogo. Tanto la foto del cuerpo completo como la de un primer plano mostraban efectivamente una «A» con la punta hacia abajo.

– ¿Qué puede significar? -murmuré casi para mis adentros-. Una letra. ¿La inicial del nombre de la víctima o del asesino? «A» como en «Anna», «A» como en «Anders».

– O quizá no sea una letra, sino una flecha dirigida hacia el sexo, como una demostración agresiva -intervino Sonja-. Una forma de señalar con enfado la raíz del mal, lo que llevó al autor a querer tener sexo con ella.

Nos quedamos callados un rato, pensando, intentando comprender la lógica enferma del asesino. Nombres, símbolos, jeroglíficos inundaron mi cerebro. Una «A» para arriba y para abajo: un recipiente medio lleno de agua. O de lado: un altavoz con el que gritar.

– ¿Había otras heridas? -continué.

– No, y tampoco evidencias de que hubiera mantenido relaciones sexuales recientemente, pero estaba embarazada de tres meses.

– ¿En serio? Mala cosa. Como un doble asesinato. ¿Un novio que no quiere tener el niño y planea una agresión?

– En ese caso, ¿por qué se llevó toda la ropa y le sacó los ojos? -preguntó Sonja-. Tal vez porque la víctima no ha sido elegida al azar, la identidad debe mantenerse en secreto porque nos llevaría hasta él.

– Doble seguridad. En el mejor de los casos, nunca se la identifica y no puede relacionársela con el novio. En el peor de los casos, sigue pareciendo el acto aleatorio de un loco.

Me detuve al oír retumbar mis propias palabras en las paredes de la habitación, casi podía verlas rebotar contra las superficies blancas agrisadas. Ni yo mismo creía en lo que estaba diciendo, comprendí que lo único que había querido era contestar con una hipótesis tan astuta como la de Sonja. Mostrarme capaz. La fuerza de este caso se empezaba a sentir: se apoderaba de nosotros.

Sonja miraba en silencio el cielo gris. Entendí que no quería contradecirme, pero acertaba en guardar silencio. La doble seguridad era una mala idea. O bien uno comete un crimen aleatorio, que es el tipo de agresión más corriente y a menudo comporta una carga sexual; en tal caso, la identidad de la víctima es indiferente y todos los actos son reflejo de una agresión sin motivo. O bien se hace desaparecer el cuerpo o se le mutila hasta dejarlo irreconocible si se quiere ocultar que el asesinato lo ha cometido alguien cercano a la víctima. Y además, ¿quién asesina hoy día a su novia porque no desee el bebé que espera? Ni los habitantes primigenios de Forshälla son tan conservadores.

– No, quizá tengas razón. -En este punto intenté volver al comienzo y no dejarme arrastrar por el prestigio personal-. Pero primero tenemos que averiguar quién es la víctima.

– La hora en que se cometió el crimen puede indicar que vive por allí cerca y que volvía a casa.

– O que iba camino de casa después de hacer una visita en Stensta. ¿Estaba el cuerpo encarado hacia el centro de la ciudad o en dirección contraria?

Sonja reflexionó y examinó las fotografías.

– Es difícil estar seguro, pero diría que está orientado en dirección opuesta al centro. El cuerpo estaba así, con la cabeza hacia la ciudad, e incluso aunque las marcas del arrastre se han difuminado con la lluvia, no parece que la giraran ciento ochenta grados. Eso hubiera dejado una curva, no una línea recta ligeramente sinuosa.

– ¿Adónde se llega si se sigue en dirección contraria a la ciudad? -Lo sabía de sobra, pero quería probar a Sonja.

– A los jardines de los bloques de Torkelsgatan. También puedes ir a otras zonas de Stensta o hacia Lysbäcken, pero en ese caso es que prefieres dar un rodeo para ir por el sendero del parque en vez de ir por Torkelsgatan.

– Bien. Entonces empezaremos preguntando a los vecinos de los bloques.

– ¿Cómo? No podemos mostrarles estas fotos, ¿no?

– Claro que sí. El forense tendrá que ponerle ojos de porcelana. Y podemos describirla para ver si la reconocen. ¿Qué sabemos de ella?

– Un metro setenta y dos centímetros de altura, algo más de treinta años, no ha tenido hijos antes. Pelo liso, melena corta castaño oscuro, sin teñir, cutis claro de tipo nórdico, cinco empastes en la boca, sin marcas de nacimiento visibles ni cicatrices de operaciones.

– Vale. Llévate a Holm y recorred las casas de Torkelsgatan. Intentad encontrar un cartero o alguien del servicio de la finca que conozca a los residentes. Antiguamente habríamos preguntado a los porteros y nos habrían dado una respuesta a la primera.

– Bien. -Sonja asintió con la cabeza y se marchó.

Estaba enfadado conmigo mismo por haber dicho lo de «antiguamente». Algún mecanismo en mi cabeza quería culpar de ello a Sonja porque era joven y algo atrevida, y me empujaba a mostrar que nosotros, los antiguos, sabemos cómo son las cosas, pero conseguí detenerlo. No era el momento de dar rienda suelta a todas las tonterías que uno tiene en la cabeza. El caso es lo único que cuenta. Un doble asesinato, en cierto modo.

Cerré los ojos y pensé en el bebé; coloridas imágenes de un feto flotando que había visto en los libros de Lennart Nilsson. Parecía mirarme, asombrado de que pudiera ocurrir eso. Me acusaba por pertenecer a ese mundo que había dejado que sucediera: que el latido regular del cuerpo de la madre cesara y que ese pequeño cuerpo empezase a sufrir y se paralizase cuando la energía vital de su interior se extinguió. La oscuridad cálida desapareció y, al mismo tiempo, también la personita que en ella vivía.

Ya tarde esa noche salgo hacia Torkelsgatan, que ahora brilla tras la lluvia a la luz de las farolas. De vez en cuando pasa un coche y levanta alas de agua sucia de los grandes charcos formados por el vertido de las alcantarillas. Mantengo la cabeza baja y cruzo por un jardín hacia el sendero del parque. Fuera de los halos amarillentos en torno a las farolas no se ve nada, pero siento la gruesa arena bajo la suela de los zapatos. Las ventanas de los bloques de pisos están iluminadas, pero parecen tan inalcanzables como un barco que pasa de largo cuando alguien está solo en un islote en el mar.

No es difícil encontrar el lugar correcto. Un bosquecillo, lejos de las farolas y bien protegido de la vista de las casas por un grupo de árboles que aún no han perdido su follaje. Cruzo la pequeña zanja y saco del bolsillo dos bolsas de plástico que coloco en el suelo mojado para arrodillarme tras los arbustos. En la superficie el terreno está mullido pero es firme. Es una base perfecta para el que necesita esconderse allí un tiempo. Apoyo el trasero en los tobillos y cierro los ojos.

¿Qué siento? Excitación. Nerviosismo porque es la primera vez, pero también esperanza. Esto es algo que llevo pensando mucho tiempo y ahora por fin me he atrevido. El corazón bombea; en la oscuridad mi cuerpo me parece más real, percibo la circulación de la sangre en los brazos y las piernas como un cosquilleo bajo la piel, como la leve corriente eléctrica que notas en la lengua cuando chupas una pila.

¿Tengo una erección? Cierro los ojos y lo compruebo. Tal vez no, pero esa corriente eléctrica se nota aún más entre las piernas. ¡Viene alguien! Los pasos en la arena se oyen claramente, así como la diferencia entre la marcha y la carrera. Es alguien que corre con pasos cortos. Primero solo la oigo, pero cuando abro los ojos la veo en el círculo iluminado de mi derecha. Una mujer vestida con un chándal gris y con la capucha puesta. No puede verme, pero, si yo quiero, puedo salir del bosquecillo antes de que llegue a donde estoy. Puedo afinar de manera que con solo unos pasos me coloque tras ella y le agarre del cuello antes de que le dé tiempo a volverse. Con el largo cordel enrollado alrededor de los guantes que llevo en ambas manos puedo formar un lazo que la capture con un tirón fuerte. El estrangulamiento comienza por la fuerza de su propio movimiento hacia delante, la cuerda corta la carne inmediatamente y le es imposible arrancársela.

La mujer pasa de largo, pero, a la espera de la siguiente, levanto la pierna izquierda para ponerme en la misma posición que un corredor en el bloque de salida.

Tengo fuerza en los músculos, se ha acumulado durante las largas tardes de planificación y fantasías, y puede explotar en cualquier momento si se presenta la persona adecuada. Pero ¿qué es lo que quiero? ¿Arrastrarla hasta el bosquecillo, que ambos nos bajemos los pantalones y entrar en ella mientras el lazo aprieta de tal forma que no pueda gritar?

¿Tengo intención de matarla? Quizá no. Al fin y al cabo, no puede verme en la oscuridad. Pero llevo un cuchillo por si acaso. Para amenazarla si la cuerda no la debilita lo suficiente, o para lisiarla. Tal vez sea eso lo que quiero desde un principio: llevarme un trofeo. O si, a pesar de todo, consigue verme de cerca, frente a frente, tendré que arrancar mi reflejo de su rostro.

Quizá no me empalme. Cuando suceda aquello que tanto he imaginado, quizá la excitación de algún modo sea diferente de lo que pensaba, y también es posible que el esfuerzo físico me prive de la potencia que necesitaré entre las piernas. Entonces, ¡tendré que matarla y arrancar esos ojos que han visto mi vergüenza! Y demostrar mi poder y mi hombría quitándole la ropa y contemplando su desnudez. Quizá Sonja tenga razón. La «A» es la primera letra de mi nombre, una firma de propiedad. ¡A pesar de su resistencia, es mía!

Pero el ansia continúa. No he conseguido lo que buscaba: la eyaculación, el poder total, su cuerpo que hace cuanto yo deseo y se convierte en una bamboleante prolongación de mi miembro completamente duro y enhiesto.

Me levanto y miro mis manos. ¿Qué hago con los ojos? Están húmedos y pegajosos. ¿Y la ropa? Tengo una bolsa grande en el bolsillo, ¡porque he pensado en ello antes! Primero violación, luego trofeos que recoger.

Pero eso complica el asunto de salir de allí; una bolsa grande llama la atención a estas horas de la noche. También podrían ver que mis rodilleras están húmedas. Llevo guantes y quizá máscara para protegerme de sus uñas, pero en eso no había pensado: que puedan quedar marcas en mi ropa. Lo cual, junto con las bolsas, hace que no pueda volver a la ciudad por Torkelsgatan. Las manchas y el pesado paquete podrían llevar a que alguien se fijara en mí. Tengo que ir por el oscuro descampado y subir por el bosque. Allí estaré seguro un rato, puedo recobrarme y luego dar un rodeo por Brahelunden y llegar al centro desde esa dirección. Yo no vivo aquí, he escogido justo este lugar porque no está especialmente cerca de mi casa pero me permite volver a ella por los senderos del bosque y los campos sin ser visto.

Salí al sendero. Había conseguido acercarme algo más al asesino y había llegado a una conclusión: hacer registrar el bosque hasta Brahelunden. El asesino quizá tuvo que cepillarse la ropa en algún sitio cercano y tal vez dejó rastros tras de sí. Un pañuelo de papel. Los de la policía científica no habían encontrado nada en las inmediaciones del escenario del crimen, pero más lejos quizá el asesino se sintiera más seguro y tomara menos precauciones.

Me costó dejar el lugar. Paseaba arriba y abajo entre las dos farolas más cercanas mientras el viento me lanzaba a la cara gotas de lluvia que arrancaba a los árboles. Como si el asesino, a pesar de todo, hubiera dejado algo allí, un aura perfumada que podía inhalar por mi nariz e interpretar con mi sensible olfato. Una pista que me permitiera avanzar.

Si había sido un intento fallido de violación, ¿por qué no llevaba el rastro del camino hacia los matorrales? El asesino no podía haber sabido de inmediato que la mujer estaba muerta y que tenía que dejarla allí echada. Debería haberla arrastrado hacia un lado y, en ese momento, darse cuenta de que estaba inerte y que, por tanto, ya no era interesante, pues no podía hacer nada con ella. ¿Acaso quería desde el principio matarla para hacerse con algo que ella llevaba encima? ¿Era un atraco camuflado de intento de violación y mutilación digno de un psicópata?

Cuando mis pasos llegaron otra vez hasta la farola más próxima a la ciudad me obligué a seguir. Volví a mirar hacia los charcos de luz saturada de humedad proyectados por las farolas. Era como dejar atrás un sueño. El sueño de otra persona en el que yo podía entrar. Tenía que seguir introduciéndome, profundizar más.

La noche siguiente me la pasé en vela. No porque me hubiera introducido en el mal -ya estoy acostumbrado-, sino porque solo lo había hecho a medias. Sentí la excitación del asesino, pero no conseguí que saliera, solo rebotaba en mi pecho y el cerebro producía imágenes como flashes. Casas altas con las ventanas iluminadas que se alzan como proas en la oscuridad, el reflejo amarillento de las farolas a través de las telarañas de los matorrales, una mujer con ropa de ciudad, su cabello pegado contra mi boca, su agitación recorriéndome los brazos, los pantalones bajados, su carne suave contra mi carne dura, el cuchillo que presiona mi muslo a través del bolsillo, el cuerpo repentinamente relajado, la sangre que fluye y que enseguida cesa, como si me la sacaran.

No basta con imaginar el asesinato. Para calmarme necesito saber qué piensa el asesino mientras está esperando. ¿Quiere tenerla a ella, o a cualquier otra? ¿Quiere la piel cálida, la suave y dúctil vagina, o solo los ojos, la ropa, algo que le perteneciera?

Parte de mi inquietud se debía a que tras este asesinato intuía que no había satisfecho su ansia. ¡Necesitaba seguir, hacerlo de nuevo, mejor, más intensamente! Yo había sentido eso mismo cuando durante una investigación me metí en la piel del culpable: el ansia del poder total. El cuerpo maleable de otra persona, su vida que pasa a ser mía.

Por la mañana llamé a Sonja para decirle que estaba enfermo, algo que había comido. Al día siguiente estaría mejor. Mientras tanto debían registrar el bosque de Stensta y ponerse en contacto con el forense para que les diera un informe detallado de la autopsia.

Volví a acostarme y conseguí dormir porque era de día. La luz diurna se colaba entre las cortinas, por fin había salido del sendero del parque en Stensta.

Pero no dormí tranquilo. A veces escribo mis sueños, y la transcripción de ese día dice que corro a través de un campo oscuro. La última luz anaranjada del sol arde en el horizonte, y al frente, a lo lejos, hay una casa a la que tengo que llegar antes de que se haga completamente de noche. En la mano llevo algo que debo dejar en ella. Jadeo y tropiezo con piedras y con matas.

Cuando llego a la casa, es más grande de lo que pensaba. Corro por habitaciones oscuras y pasillos serpenteantes y, al final, subo por una estrecha y chirriante escalera. Termina en la sala de un torreón donde hay una mujer joven echada en una cama, con las manos sobre la colcha. Extiendo mi mano y veo que llevo una carta para ella. Con una mirada enternecedora, me pide que se la lea.

Es un aviso de incendio en la casa… ¡y es que realmente ha empezado a arder! Veo por la ventana que el campo se ilumina con las llamas amarillas de la hoguera que es la casa. Las paredes crujen y un humo gris negruzco inunda la habitación desde la puerta. La mujer empieza a toser y también a mí me cuesta respirar. El humo se adensa y dificulta la visión.

Me inclino para hacer algo con la mujer… pero ahí se interrumpe el sueño. No sé qué hice.

Acontecimientos del 19 de octubre de 2005

Cuando a la mañana siguiente salí del ascensor de la comisaría, vi enseguida que la puerta de Sonja estaba abierta: quería oírme entrar en mi despacho, que estaba en el pasillo, enfrente en diagonal del suyo. Me quité el abrigo y me coloqué junto a la ventana. Los coches avanzaban a buena velocidad por Lysbäcksgatan con sus grandes ojos blancos, pero completamente silenciosos, como un banco de peces apelotonados en un canal estrecho. Volvía a estar en forma, abierto y esperanzado ante nuevos hallazgos.

Tras una pausa decorosa de unos seis o siete minutos, Sonja llamó a la puerta.

– Hola. ¿Estás mejor?

– Buenos días. Sí, solo fue una infección intestinal sin importancia.

Señalé con la mano abierta la silla de las visitas y se sentó, llevaba un montón de documentos en el regazo.

– ¿Hay algo nuevo? -pregunté, al tiempo que me dejaba caer en la silla con cierta rigidez-. ¿Una confesión?

Sus labios formaron una leve sonrisa de entendimiento.

– En cuanto la prensa se entere, tendremos todas las que quieras. De momento no tenemos nada concluyente, pero sí algunas cosas interesantes. Lo primero: sabemos quién es… quién era, la víctima. Gabriella Evelina Dahlström, de treinta y cuatro años y domiciliada en el último de los bloques de pisos de Torkelsgatan. La identificó ayer a mediodía su vecina, una profesora jubilada que estaba en casa cuando Holm llamó a su puerta. Estaba bastante segura. El forense había limpiado las cuencas y colocado en ellas ojos de porcelana, por lo que teníamos fotos más o menos presentables. Hemos confirmado la identificación en el registro de tráfico y en Hacienda. Dahlström vivía en Forshälla desde 1994, cuando se mudó aquí desde Tammerfors. La profesora de Torkelsgatan, una tal Hanna Tranberg, nos dijo que Dahlström vivía sola y que probablemente estaba en paro, algo que ya nos ha confirmado el servicio de empleo. Hasta el 22 de marzo de este año trabajaba en la central nuclear de Olkiluoto, y a partir de esa fecha empezó a cobrar el paro.

Asentí con la cabeza pero no dije nada. Sonja siguió examinando sus papeles.

– La autopsia completa estuvo lista ayer por la tarde. Nada nuevo que señalar. Muerte por estrangulamiento empleando mucha fuerza, laringe parcialmente destrozada, lo que es un poco extraño pues los dedos del asesino no estuvieron en contacto directo con la garganta. Le sacó los ojos, causando muchos daños en el tejido, con un cuchillo normal, quizá un puukko finlandés. El corte en el estómago es superficial, en sí mismo no le habría causado la muerte. Ni alcohol ni drogas en la sangre, tampoco medicamentos ni rastros de nicotina. No hay vestigios de ninguna enfermedad. Una mujer joven, sana y, como ya dijimos, embarazada de tres meses, asesinada brutalmente.

Nos quedamos en silencio sin mirarnos, casi como si hiciéramos un minuto de silencio para honrar a la muerta.

Me aclaré la garganta.

– He estado… reflexionando. La laringe pudo haberse dañado justo cuando el asesino tiró de la cuerda, debido a la combinación de su tirón y del movimiento de ella hacia delante. ¿Ha dicho el forense algo sobre la cuerda?

– Solo que era muy delgada y lisa y que no dejó restos de material o marcas. Y, por supuesto, era resistente. Cabe pensar en un hilo metálico muy fino, un cable de la luz, una cuerda de violín, o también un hilo de material sintético.

– Algo que puede enrollarse en una pequeña madeja que quepa en el bolsillo y no se vea por fuera.

– Exacto.

– ¿Y qué hay del bosque?

– De momento no hemos encontrado nada que podamos aprovechar. Hemos registrado de nuevo el escenario del crimen y estaba limpio. Más arriba, en el bosque, había varios pañuelos de papel y colillas que hemos recogido, tal vez contengan ADN que podamos relacionar con algún sospechoso. Los del laboratorio van a ver si encuentran algo, pero, aunque así fuera, en este momento es imposible saber si es relevante. No hemos encontrado ni bolso, ni monedero ni nada que llevara dentro, pero en el pequeño prado que hay en dirección a la ciudad hemos hallado un arco de juguete sin la cuerda tensora. Uno de los extremos estaba roto, pero en el otro habían sacado la cuerda. Está hecha del material plástico adecuado y tendría la longitud necesaria; tal vez la cogieron y la utilizaron para la estrangulación.

Resoplé.

– ¡En realidad no sabemos nada! ¿El delito fue espontáneo o planificado, la víctima fue tomada al azar o escogida, el motivo fue la violación, el ultraje o el atraco?

– Llevaba un cuchillo y algún tipo de bolsa para la ropa. Eso apunta a planificación.

– Cualquiera puede llevar bolsas de plástico para hacer las compras de vuelta a casa. Y hoy día son muchos los que llevan habitualmente un cuchillo. Hace unos años tuvimos que enfrentarnos a una agresión muy grave con cuchillo por Stålhbergsskvären, en Nydal. Le dimos mil vueltas intentando encontrar una relación con los bajos fondos, pero al final resultó que el autor era un fotógrafo en paro que volvía a casa desde el bar y que, en su borrachera, «sintió que tenía que hacer algo». Llevaba encima el cuchillo como si se tratara del peine que tú o yo cogemos cuando salimos de casa. Tras el almuerzo nos reuniremos para ver si ponemos orden en todo esto. Díselo a los demás.

Sonja se fue y yo volví a la ventana. La luz era grisácea y los coches ya no parecían peces. Mi buen humor había zozobrado. Tenía que eliminar casi todo lo que había pensado o había imaginado vivir. Ya no estaba en el sueño donde pensamiento y mundo eran uno, al menos por un instante. En la oscuridad de Stensta había conseguido llegar a la mitad, pero no al final. Ahora volvía a estar completamente fuera y debía trabajar con las pruebas, como los demás.

Y podía. La vivencia no lo es todo, el intelecto es un sabueso fiel. Si hay rastros.

Mis «reuniones» eran famosas, si se me permite decirlo. Cuando se me daba la oportunidad, la sala de reuniones se llenaba hasta tal punto que había gente de pie junto a las paredes. Esta vez solo estarían los cuatro del grupo de reconocimiento; el riesgo de filtraciones era demasiado alto en un caso tan delicado y mediático.

Llegué allí con tiempo. La habitación era fría y funcional: una mesa mediana de color gris claro, una decena de sillas, un fregadero con vasos de usar y tirar en el rincón. No encendí la luz del techo, solo la de pie, y aumenté la penumbra cerrando las lamas de las persianas. Luego me senté en una de las cabeceras de la mesa, en mangas de camisa y sin corbata, con el cuello desabrochado. Iba a ser una tarde larga.

Los otros fueron llegando uno a uno y se sentaron en silencio. Tuve tiempo de observarlos. La investigación dependía de ellos. Eran ellos los que la llevarían hasta el final, con su fuerza y sus debilidades como policías y como personas.

Primero entró Gunnar Holm, con sus nuevas gafas de media luna sobre la nariz. Con el pelo corto y canoso peinado hacia arriba y al lado y, como siempre, moreno de los trabajos al aire libre en su casa de campo y de los largos paseos esquiando bajo el sol primaveral. Siempre leal y puntual, pero igual de decidido a volver a casa cuando el reloj daba las cinco. Habíamos sido medio compañeros en la academia de policía; Gunnar iba dos cursos después que yo y solía acercárseme en las pausas y en las fiestas. Porque yo era mayor que él, más sabio y algo así como el líder de mi grupo. Diez años después, los dos vinimos a parar a Forshälla, y ahora nos unían la edad y veinticinco años en la casa.

¿Qué opinaba yo de Gunnar? Un funcionario de la vieja escuela, un policía capaz y experimentado que podría haber sido comisario y jefe de investigación, pero al que le faltaba la última chispa de energía y riqueza de ideas. Bueno en el trato con la gente, en llamar a las puertas, realizar interrogatorios sencillos, detectar cuando alguien mentía. Pero, por otra parte, algo perdido en los momentos cruciales, frente a los criminales más retorcidos. Quizá era incapaz de imaginar la verdadera maldad. Cuando uno se enfrenta a ella no puede basarse únicamente en su experiencia con los otros delincuentes. Tiene que situarse realmente en ella, en el brillante y oscuro núcleo del mal. Canalizar su brillante negrura y comprender cómo piensa el criminal. Quizá Gunnar llevara una vida demasiado buena para poder hacerlo. Britta y él, por lo que yo sabía, estaban felizmente casados, tenían dos hijos ya adultos y varios nietos.

También yo tenía hijos y nietos, pero Inger y yo nunca fuimos tan felices.

Además, Gunnar tenía su tren de juguete. Lo había visto una vez: ocupaba como seis mesas de pimpón y llenaba una habitación bastante grande de su sótano. Todo un mundo de casas y gente, paisajes verdes y, por supuesto, decenas de vagones. Marklin, la única marca que vale la pena, decía Gunnar, que algo sabría de eso. Había ganado varias veces una especie de premio o competición nacional finlandesa con su vía férrea, que siempre mantenía en las mejores condiciones con aceites y pulimentos.

Gunnar era un hombre que había escogido la vida antes que el trabajo, bien por una temprana decisión consciente, bien como resignación ante los varapalos en su carrera. No es mala elección, pensaba yo a veces, aunque, para ser sincero, no me habría cambiado por él. Yo no podría imaginarme seguir en el mismo escalafón de inspector que colegas que tenían veinte años menos que yo. En ese punto yo era algo vanidoso, lo admito. Orgulloso de haber sido el comisario y jefe de investigación más joven del que nadie había oído hablar.

Sin embargo, me daba cuenta de que había tenido que pagar un precio. Desde luego no era el mejor hombre con el que casarse, aunque Inger nunca protestó, nunca directamente. Yo solía tener la cabeza en otras cosas. Yo me concentraba en el trabajo y ella en los hijos. Cuando primero Mattias y luego Marta se fueron de casa, ella enfermó ya al año siguiente. Como si su cuerpo quisiera decir que su vida ya no tenía sentido, que yo solo, su marido, no bastaba. Al año y medio nos dejó, y por mucho que me sentase junto a su cama, nuestros mejores años ya habían pasado.

Con todo, éramos el uno para el otro. Aunque hace ya tres años que murió, a veces en la calle levanto la mirada hacia nuestro piso para ver si la luz del comedor está encendida, si ella está en casa. Durante unos segundos doy por hecho que está viva. Cuando la realidad se impone, la pena es casi tan fuerte como al principio, un puño enorme que me atenaza el pecho.

Luego entraron juntos los dos jóvenes, Markus Fredriksson y Hector Borges. Asistentes de los que vienen y van, asignados por el jefe de personal cuando alguna investigación los necesitaba. Cada año eran más altos, los jóvenes: como torres ambulantes, pensaba yo con mi metro setenta y seis. Una semana actuaban en avisos de violencia familiar o de peleas en bares, y a la siguiente participaban en una investigación. Eran ellos los que habían peinado el bosque de Stensta, serían ellos los que harían las tareas más duras físicamente y peligrosas, y al final, en el momento de capturar al culpable, allí estarían ellos empuñando el arma. Tendrían que haber sido más, pero esto era todo lo que «permitían los recursos».

Markus tenía algo menos de treinta años y era ex jugador de fútbol en un club de alto nivel. Más de uno noventa de altura, espalda ancha, pelo rubio ondulado. Era tan guapo como un modelo y se preocupaba tanto por su aspecto como si lo fuera. Limpiaba a menudo sus perfectos dientes blancos con largas tiras de hilo dental. Extrañamente amigable y atento, ¿era gay o solo muy amable: «No olvides nunca ser educado con los mayores, Markus»? Para nada tonto, pero algo infantil, curiosamente alegre y con una sonrisa positiva tras las muchas esposas amoratadas que debía de haber visto y todos los drogadictos a los que tenía que haber ayudado a levantarse en la calle. ¿Podría ser religioso? Una página aún sin escribir, una brillante y enorme superficie que la vida tendría que trabajar. Este caso podría grabar en ella las primeras líneas.

Hector también estaba en los treinta. Solo algo más bajo que Markus y, claro está, más moreno y con el pelo negro y brillante. Había llegado de Argentina a la edad de doce años y hablaba un sueco excelente, con un acento apenas perceptible. Ambicioso, leal, pedante, quería seguir el reglamento al pie de la letra. Estaba casado y tenía dos hijos. Por otro lado, montaba en moto y cuando llegaba al trabajo con cazadora de cuero y casco parecía que fuera uno de los del otro lado. Difícil de entender, pero posiblemente un hombre con recursos inesperados. Probablemente guardaba duras experiencias de la dictadura vividas por su familia, o quizá en su propia piel.

Al final entró Sonja con un montón de carpetas en los brazos. Buscó con la mirada un sitio libre que fuera el adecuado para quien ocupaba el segundo lugar en la jerarquía. Resultó ser el otro extremo de la mesa. Algo bastante inútil. Gunnar no representaba ningún peligro y los dos chicos pertenecían a una categoría menor. Pero, en cualquier caso, en la brigada criminal hay una competencia feroz y es a la vez un trampolín para el que quiera llegar lejos. Que es, por supuesto, lo que haría Sonja. Además de ser inteligente, sabía lo que quería conseguir en su carrera. O quizá incluso algo más, hacer algo que diera sentido a su vida. Eso me había parecido entender durante los días pasados. Make a difference. Una manera de conseguirlo es atrapar a los delincuentes, hacer que la vida sea mejor para sus víctimas reales y sus víctimas potenciales. Quizá por eso viajó a Estados Unidos para especializarse en asesinos en serie. Son una pesadilla, pero te aportan más que ningún otro caso. ¿Qué puede ser más satisfactorio que capturar a un psicópata antes de que vuelva a matar? Entonces uno siente verdaderamente que su vida tiene sentido.

Yo mismo lo había experimentado varias veces. La mayoría de los asesinos a los que había capturado habían matado una sola vez, gente que había asesinado por hallarse bajo presión en circunstancias excepcionales. Pero también había cogido a cinco o seis que habían matado a más de una persona en diversas ocasiones, e incluso a otros que, desde un punto de vista racional, tenían tan pocos motivos para lo que hicieron que, seguramente, de no haber sido capturados enseguida, lo habrían hecho de nuevo movidos por una compulsión interna.

Esa sensación me reconfortaba independientemente de lo que estuviera pasando en mi vida: ahí fuera, cierto número de personas siguen viviendo sus tranquilas vidas porque yo he conseguido capturar a un loco que las hubiera matado. Era un sentimiento que le deseaba también a Sonja. Cuando un día llegue a ser jefa de investigación, seguramente podrá experimentarlo, conocer esa sensación de triunfo. Sí, tal vez incluso ahora, si traía una idea que hiciera caer al asesino de Gabriella Dahlström.

¿Podría tratarse de un loco, de un asesino en serie en ciernes? Los rituales así parecían indicarlo. Y su ansia, que sentí en la oscuridad en Stensta, seguía dentro de mí. Era un hilo invisible y vibrante entre el otro que andaba suelto y yo que pensaba en lo que había hecho y lo que aún no se había producido. Quizá cogerle no era solo una cuestión de justicia, también era salvar vidas.

La reunión que ahora iba a comenzar exigía que cualquier consideración de prestigio individual quedara al margen. Ninguna idea era demasiado tonta para no ser formulada, no se trataba de defender la propia postura ni de tener en cuenta quién había dicho qué, quién era listo o tonto. Todo se grababa, pero las voces se cambiaban con un modulador de la voz para atenuar la vanidad personal por el rendimiento intelectual, y se guardaba en el registro. Lo mejor sería que pudiéramos olvidarnos completamente de nosotros mismos como personas y funcionar como un solo cerebro enorme que produjera ideas sin complejos y argumentos en pro y en contra de las propuestas de investigación.

Nos quitamos el reloj de pulsera y lo guardamos en el bolsillo. El tiempo ya no existía, continuaríamos hasta que se nos agotaran las ideas.

Reunión

[Traqueteo y murmullos]

Es miércoles, 19 de octubre de 2005, y comenzamos con nuestras preguntas básicas: ¿qué sabemos? ¿Qué pensamos? Y recordad que siempre nos referimos a la persona que ha sido asesinada llamándola por su nombre: Gabriella Evelina Dahlström. Es un ser humano al que han asesinado, no una ficha de un juego o una «víctima». Al autor lo llamaremos el Cazador. Es más breve y nos recuerda que intentamos comprender los pensamientos y los actos de una persona peligrosa que ve a otras personas como sus presas. Él, o quizá ella, ha perseguido y ha matado al menos una vez y puede volver a hacerlo si no lo cogemos. Todos podemos preguntar. Todos podemos contestar. Solo hay una regla: ¡concentraos! ¡Pensad, pensad! No deis nada por supuesto. Empecemos por los hechos. ¿Qué sabemos? ¿Qué creemos?

– Sabemos que Gabriella Dahlström iba caminando, o quizá haciendo footing, por el sendero del parque que va paralelo a Torkelsgatan entre los bloques de casas por un lado y la llanura y el bosque por el otro. Creemos que iba camino de su casa, en el último de los bloques, pero no sabemos si estaba dando un paseo vespertino o si regresaba de algún otro lugar, de ver a un conocido o de un restaurante en el centro de la ciudad. Eran, según lo indicado por el rígor mortis, entre las diez y las once y media de la noche del sábado 15 al domingo 16 de octubre. Fue descubierta sobre las seis y media del domingo por la mañana.

– También sabemos que la atacaron desde atrás y que la estrangularon con una cuerda alrededor del cuello. La arrastraron hacia atrás en dirección a la ciudad, lo que, unido a la hora tardía, apunta a que iba camino de su casa. Sabemos que el lugar estaba oscuro, entre dos farolas, y al resguardo de las miradas de los inquilinos de dos bloques de casas. Por otro lado, cientos de familias viven a un tiro de piedra de allí. Era arriesgado para el asesi… Cazador. No podía estar seguro de que no hubiera alguien por allí, alguien que, por ejemplo, hubiera sacado a pasear a su perro.

– Sobre todo porque se tomó su tiempo desnudándola y mutilando el cuerpo con el cuchillo.

– ¿Qué nos dice del Cazador el hecho de que eligiera inteligentemente un buen lugar pero que, al mismo tiempo, estuviera dispuesto a correr ese riesgo?

[Pausa. Ruidos de papeles.]

– Quizá buscaba cierto nivel de riesgo por la excitación que eso le aportaba. Más arriba, en el bosque de Stensta, habría tenido más posibilidades de actuar sin ser molestado, pero no habría sido tan excitante.

– También es posible que no lo pensara demasiado, que atacara cuando se le ocurriera.

– Pero ¿la cuerda y el cuchillo en el bolsillo no apuntan a una planificación previa?

– Quizá solo quería estar preparado por si se daba una oportunidad y si él mismo se atrevía. Tal vez no había más plan que eso. Y la cuerda podría haber salido de ese arco de juguete que había en las cercanías.

– Eso nos lleva a la cuestión de cómo se encontraron.

– En el lugar uno piensa que espontáneamente… es decir, es probable que el Cazador se escondiese en los matorrales que hay al lado del camino, pero las huellas que hemos encontrado allí no son concluyentes. Es posible que siguiera a Gabriella o que viniese de la dirección opuesta para luego darse la vuelta con la cuerda preparada. En realidad, no sabemos nada de su… encuentro.

– Pero esta pregunta está relacionada con el motivo. ¿Qué sabemos de él?

– Desde el punto de vista de la estadística, se producen menos asesinatos de mujeres que de hombres, eso es algo que sabemos, y cuando sucede, el culpable por lo general es un hombre con el que la mujer tiene o ha tenido una relación, o también puede tratarse de un agresor que la viole o le robe. Celos, violación, robo, suelen cubrir la mayoría de los casos. También se dan asesinatos premeditados, pero eso presupone casi siempre que la mujer ha tenido contactos con los bajos fondos, como tráfico de drogas o deudas de juego…

– ¡Pero esos son casos normales! ¡Aquí tenemos los ojos, la letra y el desnudo!

[Ruidos que indican que los participantes mueven las sillas y se pasean por la habitación.]

– ¿Se ha dado algo así antes en Forshälla?

– Hubo un caso sin resolver en Nikolajbacken…

– Sí, una mujer a la que violaron y mataron; el asesino le cortó el pelo pero no la desnudó. No hemos vuelto a tener ningún otro caso similar.

– Hasta ahora.

– Sí, pero es difícil que sea el mismo autor. Violación-no violación; vestida-desnuda; tipos de mutilación completamente distintos. Esos cambios en el modus operandi no se dan nunca, o casi nunca. Tanto el método elegido para el asesinato como la manera de tratar el cuerpo son cuestiones profundamente personales para el asesino. No las cambia sin más.

– Entonces esa sería nuestra baza. Aquello en el modus operandi del Cazador que nos descubre algo de su personalidad… pero ¿qué?

– No quiere que Gabriella lo vea y la castiga por hacerlo.

– O, por el contrario, eso es justo lo que quiere, y guarda lo que le recuerda que alguien lo ha visto en su momento de gloria, cuando por fin se atrevió a hacer realidad sus fantasías.

– A no ser que sea una mera cuestión de copycat. Hay una historia de detectives, una de las películas de Beck, en que el asesino saca los ojos a las víctimas y los guarda en un bote de cristal. Quizá nos enfrentamos a un adolescente perturbado que pretende imitarlo.

– Los ojos arrancados son también una marca clásica de la mafia, como lo de la lengua cortada del chivato. Alguien ha cantado, alguien ha visto demasiado.

– Pero no tiene por qué ser nada tan simbólico. ¿Quizá el Cazador quería tener los ojos para un trasplante?

– ¿Se pueden trasplantar los ojos?

– Un ojo entero no, pero creo que la córnea sí puede trasplantarse, ¿no?

– ¿Y qué investigamos entonces? Los familiares de personas que se han quedado ciegas y esperan una operación de ojos secreta con córneas robadas.

[Suspiros. Corre el agua en el fregadero.]

– ¿Podría existir una secta que utilice ojos como ofrenda en sus rituales?

– No. ¿Volvemos a la situación de partida, al típico escenario de violación?

– ¿Sin violación y sin siquiera intento de violación?

– Quizá el Cazador no se atrevió cuando llegó el momento; o estranguló a Gabriella demasiado pronto y se vengó de su mirada fija una vez muerta. Y además quiso humillarla ultrajándola y desnudándola en un lugar público.

– Pero si en un principio su intención era la violación, al menos habría empezado a llevarla hacia los matorrales. Pero eso no es lo que muestran las huellas del arrastre.

– Sí, pero el lugar de la agresión es tan típico… ¿Realmente vamos a dejar de lado lo más evidente para ir tras delirantes fantasías sobre asesinatos rituales o tráfico de órganos?

– Quizá el componente sexual actúe aquí de otra manera. El Cazador es impotente y comete un asesinato como acto sustitutivo del coito. Interpreta para sí mismo el papel de macho que sale y toma a la mujer que prefiere. Ella está desnuda frente a él, y él coge todo cuanto quiere: ropa y monedero, tal vez un bolso. Los ojos son un además. Sacar un ojo es otra manera de introducirse en una cavidad corporal.

– ¡Solo para una mente enferma!

– ¿A la mente de quién te refieres?

[Pasos rápidos.]

– A ver, ¡un poco de calma!

– Pero se trata de algo enfermo, algo que no es racional o al menos solo lo es en parte. Un lugar apartado pero que no lo es; una agresión que parece una violación pero que, sin embargo, no lo es; los ojos sacados como un símbolo, pero solo según un sistema simbólico privado incomprensible en el que la vocal grabada también significa algo.

– La letra «A». ¿Qué puede significar? ¡Pensad sistemáticamente!

[Pausa corta.]

– En primer lugar, quizá no sea una letra, sino una flecha que apunta al órgano sexual. En tal caso sería una ampliación del acto de desnudarla: la muerta se exhibe en su total sexualidad.

– Pero si se lee como una «A», en el peor de los casos podría significar el comienzo del alfabeto, una serie que va a continuar y con ello un mensaje para nosotros: ¡Malditos polis, esto es solo el principio, porque no podréis atraparme!

– También podría ser el nombre del Cazador, una firma con la intención de burlarse de nosotros: ¡Os digo, os insinúo, quién soy, pero ni así podéis cogerme!

– O una marca para apropiarse de Gabriella: ¡Eres mía! Como cuando se marca el ganado.

– Enfermo.

– ¿Es esto lo que creemos del Cazador, que es un tipo enfermo cuyos motivos y actos no siguen ningún patrón?

– Sí, pero solo si se puede descartar el asesinato premeditado. ¿Tiene Gabriella un novio? Y, en ese caso, ¿sabe que ella está embarazada? ¿Acaso la «A» alude al «aborto» que él, tras la negativa de ella, realiza de esta manera brutal?

– ¿Por qué el novio se opondría tanto a que ella diera a luz?

– Quizá sea un tipo posesivo que quiere tener a la mujer solo para él y no soporta compartirla con un hijo.

– ¡O se ha enterado de que no es su hijo! Que ella le ha sido infiel.

– Sí, es una posibilidad. Pero debemos examinar también la vida de Gabriella. ¿Por qué estaba en paro cuando antes tenía un trabajo y no estaba enferma? ¿Por qué estaba en la calle tan tarde con un tiempo tan desapacible?, y también, ¿realmente iba sola, como hemos dado por supuesto, o la atacó alguien que la acompañaba? Cuando hayamos descartado esos factores podremos centrarnos en la hipótesis de un psicópata.

– Pero, aun así, debemos seguirlos paralelamente. El riesgo de que ese loco o medio loco vuelva a actuar es grande. ¿No es nuestra responsabilidad poner en guardia a la población? La «A» quizá sea el comienzo de una serie de asesinatos, B, C, D y demás. Como en la novela de Agatha Christie: The ABC Murders.

– ¿Por qué hablamos todo el rato de novelas de detectives?

– Los asesinatos en serie son tan poco habituales en la realidad, al menos en Finlandia, que es posible que el Cazador se inspire en libros y en películas.

– Si es que se trata de un asesino en serie.

– La profanación ritual de la víct… del cuerpo de Gabriella Dahlström apunta a ello.

[En este momento se produce una pausa larga y la puerta se abre un total de cuatro veces. Abren una ventana, por lo que se oye el ruido del tráfico. Luego vuelven a cerrarla. Carraspeos y pasos.]

– Bueno, hemos cubierto la mayoría de los puntos de vista. Todo esto se tendrá en cuenta en el trabajo posterior. Ahora podemos plantear una cuestión concreta: ¿qué es lo que nos ayudaría más en este momento, qué información nos sería más provechosa si estuviéramos en un mundo ideal y pudiéramos conseguir cualquier cosa?

– Datos de testigos, por supuesto. Testimonios que hubieran visto al Cazador; en el mejor de los casos, su identificación.

– Bien, entonces, Gunnar, Markus y Hector llamarán a las puertas y al departamento de tráfico. Gabriella tal vez estaba dando un paseo, pero también podía estar de camino a casa desde una parada de autobús.

– Yo me ocupo de las compañías de taxis. Podría haber cogido un taxi y bajarse un poco antes para tomar el aire.

– Otra información útil sería saber si en la vida de Dahlström había algo que pudiera ser la causa de un asesinato premeditado.

– Exacto. De eso nos ocupamos tú y yo.

– Luego estaría bien saber qué ha hecho el Cazador con los ojos.

– Efectivamente. Gunnar se encargará de hablar con los del departamento de oftalmología del hospital del distrito y se pondrá en contacto con la Åbo Akademi, con etnólogos y expertos en religión, para saber si existen rituales con ojos que alguien podría estar ejecutando en la zona.

– ¿Y el aviso a la población?

[Pausa.]

– Esperaremos. La situación no mejorará si sembramos el pánico y los medios de comunicación se nos echan encima. En vez de eso, pondremos patrullas extra en Stensta y en otros senderos similares. Si el Cazador ataca de nuevo, tal vez lo cojamos in fraganti.

– Con los escasos recursos de que disponemos, no tenemos muchas posibilidades.

– No, quizá no, pero podemos intentarlo.

Harald

Acontecimientos del 19 al 26 de octubre de 2005

Recuerdo el ambiente al final de la reunión. El silencio. Los que paseaban se detuvieron. La pregunta sobre nuestra responsabilidad directa en cuanto al futuro hizo que el ambiente medio onírico debido a la semipenumbra se disolviera. Me levanté y abrí la ventana. Los otros miraron un tanto alelados, arreglaron sus ropas, leyeron sus notas. Cuando entró el aire vivo del exterior nos dimos cuenta de lo cargada que estaba la habitación y lo que habíamos sudado. La corriente de aire enfrió el sudor de nuestra cara.

Fui al baño y, cuando volví, encendí las luces del techo. Era la señal de que la reunión había terminado. Todos se apresuraron a salir sin hablar unos con otros. Había presenciado esa actitud en reuniones anteriores. Con la mente fría, da vergüenza mirar a los ojos a los demás después del ritmo acelerado y el tono acalorado de la habitación cerrada. Oí enseguida las puertas de sus despachos cerrarse una tras otra. Una vez solo, empecé a caminar entre el pasillo y el cuarto del café.

«Responsabilidad futura.» Quizá no fui totalmente sincero cuando me negué y hablé de histeria mediática. Quizá lo que en realidad estaba pensando era que un aviso a la población asustaría al Cazador y privaría a la investigación de lo que más necesitaba: una variable nueva que indicase qué era fruto de la casualidad y qué el núcleo de su actuación. Negro sobre blanco: un nuevo asesinato. La reunión apenas había aportado algo más que la constatación de que con las pruebas actuales no llegaríamos muy lejos.

Con todo, evidentemente durante la semana siguiente no descuidamos el trabajo policial habitual en todas direcciones. Sin embargo, los taxistas y conductores de autobuses no recordaban a nadie que se pareciera a Gabriella Dahlström, y nadie en el hospital del distrito ni en la Åbo Akademi sabía de trasplantes de órganos secretos ni de rituales que tuvieran que ver con ojos.

En cambio, sí avanzamos algo en lo referente al trabajo de Gabriella. La razón de que estuviera en paro era que la habían despedido fulminantemente de la central nuclear de Olkiluoto. Hablé con el jefe, un tal Heikki Kaukainen, quien recordaba ese asunto.

– Un triste caso de desequilibrio mental, algo que puede darse en cualquier trabajo. Se había empeñado en que había problemas en nuestra actividad porque utilizábamos un tipo nuevo de reglaje. Por supuesto, lo examinamos y no encontramos nada fuera de lo normal. Pero ella no se dio por satisfecha con la respuesta, cada vez estaba más paranoica, difundía desinformación entre los compañeros y creaba un mal ambiente laboral. No ocurrió nada, solo frenamos el proceso de una manera diferente a como lo hacíamos antes. ¡No hemos tenido ningún incidente desde hace mucho tiempo, pregunten en el centro de seguridad nuclear si no me creen!

Por supuesto, lo hicimos, y tenía razón. Olkiluoto estaba «limpia» y estaba en su derecho a regular la producción con nuevos tipos de reglajes.

Luego se me ocurrió llamar al Forshälla Allehanda y, efectivamente, Dahlström se había puesto en contacto con ellos para hablarles de problemas en Olkiluoto. El periódico se tomó la información en serio -«podría haber sido una whistleblowen», dijo el redactor jefe-, pero no encontraron nada. El Control de Seguridad Nuclear dijo saber que la central empleaba un nuevo sistema y que todo estaba en orden. El periódico se lo había comunicado a Dahlström, pero ella no estuvo conforme y pensaba continuar de algún modo. Esa era la impresión del redactor jefe.

– Pero por nuestra parte la cuestión quedaba zanjada -añadió.

Hasta ahí nos había llevado la pista «racional» a partir de la delicada profesión de Gabriella Dahlström. Yo no creía que hubiera ninguna conspiración ni ningún secreto apasionante en su vida privada. Este no era un asesinato premeditado. Nos las teníamos que ver con un psicópata que no iba a dejar de actuar hasta que lo cogiéramos o muriera. Lo que necesitábamos para la investigación era un patrón, y este no aparecería hasta que hubiera otra muerte o más.

Y a buen seguro que habría otro asesinato. Un aviso a la población no consigue que todas las mujeres se queden en casa por la noche. Así que más valía no divulgar el asunto e incitar indirectamente al Cazador a mostrarse tan precavido que no tuviéramos la más mínima oportunidad de encontrar rastros.

¿Estaba preparado para eso? Me lo había estado preguntando toda la semana: ¿arriesgar una vida para poner fuera de juego al Cazador y salvar con ello más vidas?

Finalmente llegué a la conclusión de que tenía que estar preparado. Porque el Cazador no iba a parar por un aviso a la población. Simplemente se escondería una temporada, quizá se mudaría a otro lugar y allí volvería a matar. Era una persona hambrienta.

Acontecimientos del 27 de octubre de 2005

Al cabo de una semana recibí una llamada telefónica.

Descolgué el auricular.

– Lindmark… ¿Diga?

– Hola. Soy Hanna Tranberg -escuché que decía una voz cascada de mujer.

– Perdón, creo que no la conozco. ¿Cómo ha conseguido mi número?

– Soy la vecina.

– ¿Mi vecina? ¿Cuál de ellas?

– La vecina de Gabriella. Gabriella Dahlström.

– ¡Ah, ya, claro! La señora Tranberg -dije intentando que mi voz sonara risueña.

– Señorita. O doncella, como se decía antes en Forshälla. No sé cómo se dice hoy día. Quizá «soltera».

Se rió. Miré hacia el techo y respiré hondo. Una chismosa, pensé, y con el viejo acento cortante de los de la zona.

– Bien, señorita Tranberg, ¿puedo hacer algo por usted? ¿Tiene alguna información nueva sobre… la señorita Dahlström?

– Sí, fue horrible lo que le sucedió, que la asesinaran y probablemente se aprovecharan de ella sexualmente, como solíamos decir.

– Si la violaron es algo que en este momento no…

– Es lo que le dije al joven que vino de visita. Cómo se llamaba… de origen extranjero.

– Sí, seguramente habló usted con el asistente criminalista Borges.

– Sí. Y lo de los ojos. Que en la foto eran de cristal.

– Sí, claro, sí. Ojos de porcelana que los médicos forenses colocaron para la identificación. Pero esto es confidencial, espero que a pesar de lo atroz del asunto no haya hablado de ello con nadie. Es importante que las circunstancias de su muerte queden en la confidencialidad el mayor tiempo posible.

– Sí, precisamente. ¡Quiero decir que por supuesto que no! Pero es que ha venido alguien preguntando por ella, por la señorita Dahlström.

– Vaya, parece interesante.

– Exacto, interesante. Pero como no sabía qué podía decirle, no le dije nada.

– Hizo usted bien. Estupendo. Pero ¿puede decirme quién era?

– Un hombre de unos treinta años. O quizá cuarenta, es difícil ver la diferencia en hombres tan jóvenes. Creo que se llamaba Henrik. Dijo que conocía a la señorita Dahlström y que estaba preocupado por ella. Que hacía mucho que no sabía de ella. Yo sabía el porqué, claro, pero… fue desagradable, me sentí pillada.

– Bueno, como le he dicho, hizo usted bien, lo que necesitaríamos ahora es…

– ¿Hola? ¡Hola!

– ¡Sí, dígame!

Casi grité por el auricular y la voz me salió ronca.

– Hola, ¡se oye fatal! -gritó ella, irritada.

– Sí, ha habido una interferencia, pero ya ha pasado -la tranquilicé-. Como le decía, necesitaríamos saber quién era ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?

– Por eso le he llamado. De hecho, le pedí que me dejara su número de teléfono. Y ahora me ando preguntando si, con todo, no debería llamarle y decirle lo que sucede. Porque está preocupado. Pero es un tema tan desagradable que pensé que quizá ustedes podrían hacerlo por mí.

– Sí, sí, claro que sí. ¿Me puede dar el número?

– Sí, un momento, voy a ponerme las gafas.

Se escuchó el golpe del auricular contra algo. Luego pareció que se caía al suelo. Arrugué nervioso la primera hoja del bloc de notas mientras intentaba calmarme.

– ¿Oiga? Ya tengo el número.

Lo anoté, le di las gracias y colgué. Cogí la nota y fui a hablar con Sonja. Su puerta estaba entornada.

– Tenemos una nueva pista, el número de alguien que ha preguntado por Gabriella Dahlström. Cógelo y mira a ver de quién es, sus datos y demás. ¡Pero todavía no lo llames! Tenemos que pensar en cómo vamos a manejar esto. Necesito dar un paseo. Tomar un poco el aire.

Recuerdo que cuando volví a mi despacho fui hasta la ventana y miré la cola de coches de Lysbäcksgatan. Aún había luz diurna, pero empezaba a oscurecer, como si el cielo presionara lentamente hacia abajo y entrara cada vez menos luz de los lados. A veces, cuando la luz otoñal menguaba hacia el invierno, tenía la impresión de que la asfixiante tapadera bajaría hasta el fondo y nos aplastaría a todos.

¿Quién era ese visitante?, pensé. No tenemos datos de ningún conocido masculino. ¿Un compañero de trabajo quizá? ¿Un vendedor? ¿No sería el Cazador, verdad? ¿Puede ser tan tonto?

O tan listo. Porque si la conocía y cree que tarde o temprano, al investigar su pasado, lo encontraremos, seguramente piensa que sería sospechoso que no se dejara ver cuando ella desaparece. El ataque es la mejor defensa. Y quizá tenga curiosidad y quiera enterarse de lo que sabemos. O nervios frágiles, si es primerizo en esto.

Me puse el abrigo y rebusqué en los bolsillos el gorro y los guantes. Cuando me dirigía hacia la puerta sonó el teléfono y tuve que volver.

– Oiga, hola, soy Hanna Tranberg de nuevo.

– Dígame, señorita Tranberg.

– Bueno, es que me expresé mal cuando le dije que le pedí el número de teléfono al hombre que vino.

Me entraron ganas de volver a arrugar un papel con fuerza entre mis dedos.

– ¿No era su número el que me dio?

– Sí, claro. Por supuesto. Pero yo no se lo pedí, fue él mismo quien me lo dio, por si me enteraba de algo sobre la señorita Dahlström. Para que lo llamara.

– Ah, bien, gracias. Nosotros nos ocuparemos de eso.

– Bueno, solo quería aclararlo. Gracias, pues. Adiós.

– Adiós.

Crucé el pequeño puente, resbaladizo por la humedad, que atravesaba el arroyo y continué por el patio de la escuela Eura, primero sin rumbo, para desentumecerme, pero luego como impulsado por una intuición. Con largas zancadas enfilé Gripenbergsgatan hacia donde vivía Gabriella Dahlström.

Soy un conocido o un amigo que hace tiempo que no sabe de ella, pensé. La he llamado muchas veces pero no contesta ni al teléfono móvil ni al fijo. Quizá no esté realmente preocupado, pero tengo curiosidad y sobre todo quiero quedar bien con ella, mostrar lo buen amigo que soy o puedo llegar a ser. Quizá llevarla a la cama. A lo mejor ya está en la cama, resfriada, demasiado cansada o afónica para hablar por teléfono. Llamo a la puerta y abre, vestida con la bata. Contenta de que esté allí, de que no la olviden aunque esté enferma y sin trabajo. Contenta de que alguien se preocupe por ella, estando acatarrada como está y con el pelo sucio, pero al mismo tiempo atractiva, envuelta por el calor de las sábanas y el aroma corporal evaporándose a su alrededor. Me ofrezco a salir y hacer la compra; ella me lo agradece, pues sus provisiones se han terminado en estos días que ha pasado en cama. Vuelvo y comemos juntos, algo sencillo: macarrones con albóndigas con salsa cremosa en conserva. Empieza a sentirse mejor, quizá tome una ducha y quién sabe… Estamos juntos y solos. Si no es ahora mismo será más tarde. Insisto en volver a ver cómo se encuentra al día siguiente…

Quizá alguien pensaba así mientras iba hacia Stensta, controlando las bocacalles para no pasar de largo Torkelsgatan, mirando luego el número de las casas. Sí, era posible.

Pasé por el parque Gripenberg, donde los niños pequeños corrían. Siempre igual de activos y felices. En el suelo alguien había olvidado un trineo rojo para deslizarse por la nieve. En octubre no había nieve, por supuesto, pero seguramente algún niño había insistido en llevarlo… «por si hay».

O soy el Cazador que he decidido venir por aquí. No he visto nada en el periódico y estoy nervioso, no consigo contener mi inquietud. Y sé quién es Gabriella porque, en realidad, el asesinato fue premeditado o porque en el monedero que me llevé estaba la documentación y la dirección de la mujer a la que ataqué al azar. Leo con atención el Forshälla Allehanda todos los días, pero no encuentro nada sobre ella. No puedo preguntar a la policía, ni siquiera de forma anónima, pero tengo que hacer algo, los nervios me obligan; al menos, comprobar si han conseguido identificarla, tal vez la policía ha sellado la puerta de su piso. Paseo de un lado a otro por la zona, dudo y al final entro.

Después de llamar a la puerta, ¿por qué no me voy sin que se note? Darme a conocer a la vecina parece de idiotas. La policía sabrá de mí, en cambio ahora seguramente no tienen ni idea de que existo. Pero puede que de todos modos me busquen, pienso. Y ahora intento comportarme como si fuese inocente, un amigo que tras diez días sin saber nada está preocupado. Abierta e inocentemente, me presento y dejo claro a la vecina Tranberg que no sé nada. Dejo mi número de teléfono. Nada que ocultar. Pero no pregunto sobre la policía porque tengo que hacer ver que no sé qué le ha pasado a Gabriella. Solo me pregunto si se ha marchado de viaje o algo así. Quizá pregunte a la vecina si le ha pedido que riegue sus plantas. Esa es una buena idea: ¡preguntar por sus plantas!

Aunque está claro que ese hombre no lo hizo. Tranberg no dijo nada de plantas, y diría que es de ese tipo de mujeres a las que les encanta hablar de geranios y demás durante horas. Parece que sé mejor que el Cazador lo que debería haber dicho…

Cuando llegué hasta el bloque de pisos color beis de Torkelsgatan, entré enseguida en el edificio. El portal exterior no estaba cerrado durante el día. Busqué el nombre en los letreros, aunque sabía que su casa estaba en el cuarto piso. dahlström. Habrá que quitar ese nombre. Otro ocupará su lugar. johansson. larsson. meriläinen. mihn. Todos esos nombres se quitarán. Solo es cuestión de tiempo.

¿Subo en ascensor o por las escaleras?, me pregunté. Si soy el Cazador, quizá dude, pero probablemente coja el ascensor. El subir por las escaleras da una impresión más sospechosa, como de estar ocultándose, si uno se encuentra a alguien que baja. Como el amigo inocente que soy, definitivamente tomo el ascensor.

Cuando llego al rellano del cuarto piso, ¿sé inmediatamente cuál es la puerta o tengo que buscarla? Cuatro puertas. Y ninguna con precinto policial o cartel de aviso. ¡Hicimos bien en no ponerlo! La intención era mantener el asunto en la más absoluta discreción, pero ahora comprendo que ha sido una buena jugada en cuanto al Cazador.

Estaba pues frente a la puerta de Gabriella Dahlström y me quedé a la expectativa. Una ligera sensación de vergüenza por estar en una casa a la que no perteneces. Alguien podía abrir una puerta en cualquier momento y verme…, pero la escalera estaba completamente en silencio.

¿Quién soy? ¿El Cazador o un amigo inocente? Puedo ser ambos. ¿Qué siento? Intranquilidad porque me expongo, indecisión sobre si llamar a la puerta vecina. tranberg. ¿O expectación, una ligera excitación? No, inquietud. Y no oigo nada. Un ligero siseo de las cañerías propio de un edificio antiguo. Un silbido agudo producido por el aire en una válvula. Por lo demás, es tal el silencio que oigo el golpear de mi pulso en los tímpanos.

¡Es porque no llamo! Por eso está todo tan silencioso. Estoy frente a la puerta, aguzando el oído delante del apartamento para saber si la policía está dentro. Pero sé que Dahlström no puede estar en casa, así que llamo directamente a la puerta vecina de los Tranberg. ¡Esta no dijo nada de que primero hubiera oído que llamaran a la casa de Dahlström! Tendremos que comprobarlo, pero esta mujer es de las que lo cuentan todo y más. Lo hubiera dicho.

Así pues, tal vez fue el Cazador quien hizo esa visita. ¡Podría perfectamente haber sido él!

Bajé con cuidado por las escaleras. Se agradecía el silencio, mejor preservarlo de ascensores ruidosos. Cuando salí a la calle ya había oscurecido del todo. La tapadera del cielo había bajado, pero no me sentí incómodo. Al contrario, fue más bien un inicio de claridad. De buen humor, regresé hacia la comisaría de policía bajo los ralos árboles casi sin hojas de Gripenbergsgatan. Quizá no haya más víctimas. Quizá el Cazador se ha traicionado a sí mismo y nos ha proporcionado su nombre.

Cuando llegué, Sonja había terminado su jornada y se había marchado, pero había dejado una nota sobre mi mesa. El número de teléfono que nos dio Tranberg había llevado a un hombre, pero a Sonja no le había dado tiempo a ver su historial. Erik Lindell. Erik, no Henrik, y una dirección en Dagmarsberg.

Me quedé allí sentado mirando la nota, solo con la lámpara pequeña y redonda del escritorio encendida. Dejé que entrase la noche, intentaba abrirme. Extendí en la mesa las páginas del informe de la autopsia y la documentación del crimen de manera que los papeles flotaron como hojas blancas en el río de la oscuridad. Tenían que alejarse flotando, pero se habían quedado atrapadas en un remolino de luz.

Yo

Miro los ojos. Están en su solución salina como gemelos en el líquido amniótico del feto. Se mueven: el menor balanceo del frasco los hace saltar y flotar hacia arriba. Así pueden contemplar el mundo a su alrededor: paredes vacías, anchas estanterías de madera pintada de color castaño, una bombilla desnuda en el techo.

Para ellos es un sueño encontrarse aquí, en un sótano o en una oficina o en un desván, y con un movimiento lento dejan que la mirada recorra las paredes de hormigón y las profundas sombras que parecen prolongarse más allá de las paredes.

En el tenue fulgor de la lámpara algo parece acercarse, una cara se acerca hasta el frasco. Alguien los mira… ¿qué querrá? Ahora saca un gran… parece un tenedor. Los mueve con sus puntas afiladas. ¡Por qué no los deja en paz! Solo quieren soñar y pensar que esto no es real. Pero las puntas del tenedor los pinchan y el agua se tiñe de rojo. Hace daño y la sensación es real. Corta dolorosamente y no se acaba.

Harald

Acontecimientos del 28 de octubre de 2005

La larga noche con los papeles en el despacho no me proporcionó ninguna idea nueva, pero sí una sensación de renovación del caso que me dificultó el sueño… Al día siguiente no aparecí por allí hasta la hora del almuerzo. Al parecer, Sonja estaba almorzando en el comedor. Dejé mi puerta entreabierta y un cuarto de hora después llamó con los nudillos, entró rápido y se sentó, sin esperar respuesta. Empezábamos a entendernos. No necesité murmurar ninguna disculpa por la mañana perdida.

– Este tal Erik Lindell ha resultado ser realmente interesante -dijo Sonja, más emocionada que de costumbre-. En realidad era oficial del ejército del aire, pero se presentó voluntario para una misión terrestre en la guerra de Bosnia. Puede vivir aquí porque está de baja laboral de larga duración de la flotilla aérea de Satakunda en Tammerfors. Oficialmente lo está por daños en la espalda, pero conseguí hablar con el comandante que había sido el jefe de su compañía en Bosnia. Al principio dudó entre hablar solo de la espalda y de un «compañero apreciado» o decir lo que realmente opinaba. Al final salió que al parecer Lindell no soportó todo a lo que estuvo expuesto allí abajo. Era «demasiado débil». Pasó bastante tiempo estresado y ausente, y al final se vio envuelto en la muerte de una joven que había sido violada y asesinada en oscuras circunstancias. Lindell había desaparecido y tras una larga búsqueda lo encontraron sentado junto al cuerpo de la chica «en estado de descomposición», así lo expresó el comandante. Tras la investigación, fue absuelto por carecerse de pruebas técnicas, pero quedaron muchos interrogantes en el aire. Al parecer, en ocasiones ni siquiera podían interrogarlo por lo ausente que estaba. A través de un hospital militar en Alemania, se le envió de vuelta a casa y se le declaró incapacitado para continuar su servicio en el extranjero, y cito literalmente, «por un problema tanto de cabeza como de espalda». Debido a esto no está claro siquiera a qué regimiento debería trasladársele si se pusiera bien. Ahora vive aquí, por lo que sabía el comandante, aunque hacía mucho que no había hablado con él. Como militar, se le considera «licenciado del servicio».

– Sí, efectivamente, es muy interesante en relación con el caso. ¿Hablaste con el psiquiatra que lo atendió?

– Sí, hablé por teléfono con un tal Harkimo. Lindell padecía SEP, síndrome de estrés postraumático. Había visto «crueldades» estremecedoras en Bosnia, pero siempre se negó a contarlas con detalle. Sobre los sucesos relativos a la muerte de la chica, Harkimo no sabía más de lo que figuraba en los interrogatorios oficiales. Ahora hace ya más de medio año que no ha visto a Lindell porque ninguno de los dos cree que sea necesario ya.

– Vale.

– ¿Le pedimos que venga? ¿A Lindell?

– No, iremos nosotros y lo traeremos -contesté.

– Bien, mandaré a Markus y a Hector.

– No, iremos nosotros, lo he decidido. Quiero ver cómo reacciona Lindell. Pero debemos ser precavidos. Siendo militar profesional, podría tener armas en casa.

– ¿Crees que es él? ¿El Cazador?

– Podría serlo.

– Pero entonces, ¿por qué darse a conocer?

– Tus asesinos en serie estadounidenses quizá sean fríos y calculadores, pero mi experiencia con centenares de asesinatos aquí en Finlandia es que la mayoría de los asesinos están asustados. Por lo que han hecho y porque pueden ir a la cárcel. Hacen tonterías, dan vueltas por la zona, se presentan como testigos y cosas parecidas. Los sentimientos ganan la partida, no pueden pensar con claridad.

– Eso lo sabes tú mejor que yo, nunca he…

– ¿Has visto alguna vez a un asesino?

– No en la misma habitación. Pero he visto interrogatorios en Atlanta.

– Tiempo habrá. Son personas como tú y como yo. Excepto los verdaderos psicópatas, a los que es imposible entender, casi tanto como a los psiquiatras que los analizan. Los demás están nerviosos y les cuesta ocultarlo, ya lo verás. Es lo habitual aquí en el norte: ¡mata primero y vete patas abajo después!

Reímos los dos, Sonja tan sinceramente como yo. No era remilgada ni sensiblera. Eso es bueno en este oficio.

Tras una planificación precisa de nuestra actuación, Sonja y yo nos metimos en mi coche, Markus y Hector nos seguirían en el coche oficial, todos con chalecos antibalas. Con alguien que podría ser el Cazador no se deben correr riesgos. Desde el principio hay que hacer todo correctamente al cien por cien.

La noche anterior había caído la primera nevada, copos grandes que estuve contemplando un buen rato antes de acostarme. Ya había parado y la nieve se derretiría pronto, pero todavía se amontonaba suelta y se levantaba como vaporosas alas alrededor de los coches. Conducía con cuidado, y le conté a Sonja sobre unos delitos que se habían cometido en algunas casas de la explanada de Lindhag, pero callé al torcer hacia Knutssonsgatan. El cielo brillaba amarillo ardiente frente a nosotros. El sol debía de estar sobre el horizonte, pero no se veía. En cambio su reflejo flotaba sobre las esponjosas nubes como lenguas de fuego, ennegrecidas por una gran bandada de córvidos indefinidos que graznaban.

A lo lejos, bajo el resplandor amarillo, había dos altos bloques de hormigón gris negruzco con un patrón simétrico de pequeñas y estrechas ventanas como troneras cerca del tejado. Aparcamos en un lugar al resguardo de las miradas y subimos a la casa de Lindell. Estaba cubierta de acero recauchutado de color gris oscuro, algo sin duda curioso. Nos juntamos frente al portón cerrado y les di las últimas instrucciones.

Sonja había conseguido el código del portero automático a través de los bomberos (tienen todos los códigos).

Lo marcó y subimos en silencio por las escaleras para no armar ruido con el ascensor. Sonja llamó a la puerta y se situó enfrente, a cierta distancia, con una carpeta en la mano. Iba a decir que estaba allí para controlar los pagos de la licencia de la televisión. Todo estaba en silencio, pero la mirilla se oscureció. Alguien se había acercado a ella. Luego, cuando volvió a haber luz, Sonja se echó a un lado y dejó el sitio a Markus y Hector, que empuñaban sus armas. Cuando la puerta se abrió lo suficiente para ver que la cadena de seguridad no estaba echada, la abrieron de golpe y se metieron en el piso. La puerta chocó contra la pared y el hombre que la había abierto cayó a la izquierda. Markus y Hector comprobaron que no llevaba nada en las manos y lo levantaron. Era de espalda ancha y tan alto como ellos, con el pelo alborotado color castaño y ojos muy abiertos y oscuros. Me adelanté y me coloqué justo enfrente de él.

– ¿Erik Lindell?

– Sí, ¿se puede saber qué ocurre? -dijo casi gritando con una voz de bajo contenida-. Esto tiene que ser un error.

– ¿Has estado preguntando por Gabriella Dahlström en Torkelsgatan?

– Sí… sí, lo he hecho. ¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo?

La inquietud y la extrañeza eran sinceras o muy bien interpretadas.

– ¿Por qué lo piensas? ¿Sabes algo de eso? -le presioné.

– No, solo que no contesta al teléfono desde hace días. ¿No pueden decirme si le ha ocurrido algo?

En ese momento dudé. ¿Le daba la noticia de la muerte y, como un mazazo, le desvelaba que la policía sabía quién era la víctima y que había conseguido inmediatamente relacionarla con él? Claro que el momento sorpresa ya había pasado y Lindell había mantenido el tipo. Si era el Cazador, ya había comprendido que íbamos tras él. Más valía adoptar una táctica de rodeo. Podíamos ablandarlo dándole un paseo en el coche oficial y sometiéndolo a un interrogatorio en un ambiente ajeno.

– Hablaremos de eso en la comisaría.

Les hice una seña a Markus y a Hector para que condujesen a Lindell hacia el ascensor.

– Vamos a echar un vistazo por aquí -dije-. No necesitamos ninguna orden de registro, eso solo pasa en las películas americanas -tuve que decirle a Lindell, que se volvía para protestar.

El apartamento hacía esquina, con cocina y dos estancias contiguas. Muy limpio, pero no demasiado acogedor. Linóleo desnudo pero tan pulido que brillaba. Desde el recibidor se veían los armarios, de color blanco, de la cocina. Miré en la sala de estar, que tenía ventanas a los dos lados, parquet y una alfombra gris y blanca. Un grupo de sofás en los mismos tonos y una mesa sin mácula con el periódico del día bien doblado sobre ella. Casi como una habitación de exposición de un catálogo sobre decoración de los años ochenta. Nada militar, ni un libro, ni una foto ni un estandarte. En cambio, los vacíos alféizares de las ventanas mostraban que el propietario estaba preparado para que lo llamaran al campo de batalla durante largos períodos y no quería tener que preocuparse de plantas agostadas.

Luego entré en el dormitorio. Una cama individual bien hecha y con una colcha color verde oscuro. Un armario ropero y una cómoda, ambos probablemente de Anttila, un escritorio curiosamente pequeño junto a la ventana. Ni cuadros ni pósters.

– ¿Ves algo? -le pregunté a Sonja, que estaba mirando en el cajón de la mesilla de noche.

– Pastillas para la tos, medicinas con receta, probablemente para «la cabeza». Condones, un paquete de veinte del que faltan ocho.

– Vale, algo es algo -me dije yo en voz baja mientras comprobaba un armario-. ¿Qué opinas de esto? -Era una percha de la que colgaba un jersey verde oscuro con hombreras-. ¿Es un jersey militar auténtico o uno de los que puede comprar cualquiera que quiera parecer valiente? -pregunté.

– No sé. Pero es justo el mismo tipo de jersey que lleva ahora puesto.

– Sí, y aquí hay cuatro, cinco, seis más. Tiene al menos media docena del mismo modelo.

Se acercó y miró las etiquetas del interior de los jerséis.

– No es auténtico. ¿Qué tipo de militar llevaría ropa del ejército de imitación?

Ninguno de nosotros tenía una respuesta. Supe que Sonja se había quedado atónita. ¿Quizá porque ahora por primera vez sentía que Lindell podía ser el Cazador? Yo mismo lo sentía, fue como si el aire se enfriara. Puede que nos encontráramos delante de un asesino: la extraña colección de jerséis revelaba una psique extraña. Quizá estábamos respirando el aire de un asesino.

– Tenemos que decirle a la policía científica que registre el piso y los posibles sótanos. Podría haber pistas -dije mientras colgaba el jersey de nuevo.

Sonja asintió, pero lo hizo con tan poca convicción como yo lo había dicho. Había como una sonrisa de suficiencia en aquellas pulidas superficies y aquel orden perfecto. Allí no íbamos a encontrar nada, ni ropa de mujer ni ojos descomponiéndose. Erik Lindell no era una persona que dejara pistas.

Interrogatorio

Lindmark: interrogatorio de Erik Lindell, el 28 de octubre de 2005, en la comisaría de Forshälla. Están presentes, además de Erik Lindell, el comisario criminalista Harald Lindmark y la comisaria criminalista adjunta Sonja Alder. Por favor, ¿puedes decir tu nombre y fecha de nacimiento?

Lindell: Erik Mikael Lindell, nacido en Forshälla en 1967.

Lindmark: ¿Sabes que puedes solicitar que esté presente un abogado en el interrogatorio?

Lindell: Lo sé, pero no necesito ningún abogado. No he hecho nada.

Lindmark: ¿Cuál es tu profesión?

Lindell: Soy teniente del ejército del aire.

Lindmark: ¿Estás en el servicio activo o retirado?

Lindell: En principio en activo, pero ahora mismo de baja por enfermedad. Debido a daños en la espalda.

Lindmark: ¿Cómo te los hiciste?

Lindell: ¿Qué tiene que ver eso con este asunto? ¡Queréis hablar conmigo de Gabriella Dahlström!

Lindmark: Vamos a calmarnos. Llegaremos a ella, pero antes queremos conocer algo el entorno.

Lindell: ¿Creéis que quería entrar a robar? ¡Pero si llamé al timbre!

Lindmark: La vecina Tranberg no recuerda que lo hicieras.

Lindell: Pues lo hice. Primero llamé a la puerta de Gabriella y luego a la de la vecina y le dejé mi nombre. Eso no es lo que hacen los ladrones.

Lindmark: Como te he dicho, llegaremos a ello, pero ahora estamos también interesados en ti. ¿Qué te pasa en la espalda?

[Pausa.]

Lindell: Una vez, durante la instrucción, levanté una ametralladora hasta un camión y me fastidié la espalda. Me recuperé, pero nunca quedó bien del todo y a veces me duele cuando hago esfuerzos.

Lindmark: ¿Y de qué esfuerzo se trató en esa ocasión?

Lindell: Pertenecía a las tropas de paz en Bosnia. Era… difícil en muchos aspectos, entre otros porque hacíamos largos viajes en coche por caminos malos.

Alder: ¿Era difícil en algún otro sentido?

Lindell: Sí… veías muchas desgracias allí abajo.

Alder: ¿Qué desgracias?

Lindell: Muerte y crueldades. Cosas inhumanas.

Lindmark: Pero a eso estás acostumbrado como militar, recibes instrucción. Se supone que te preparan para enfrentarte a las armas, la violencia y la muerte.

Lindell: Claro. Pero existe cierto… código, como no herir a los civiles. Allí valía todo.

Alder: ¿Te viste expuesto a algo? ¿Personalmente?

[Pausa, toses.]

Lindell: Sí, violaron a una mujer en un pueblo a las afueras de Mostar.

Alder: ¿Qué tuviste que ver tú con eso?

Lindell: Intenté evitarlo pero no pude.

Lindmark: ¿Hubo jaleo con el tema?

Lindell: Sí, hubo una investigación, pero nunca encontraron a los culpables.

Lindmark: ¿Cómo te fue a ti? En la investigación.

Lindell: Bueno, yo no… no hubo que… quiero decir, yo no tenía nada que ver.

Lindmark: Pero has dicho que intentaste evitarlo. Lo que ocurrió.

Lindell: Sí, y eso dio motivo a una suposición equivocada, pero fui completamente eximido. La cuestión se aclaró.

Lindmark: ¿Quieres decir que te absolvieron de las acusaciones?

Lindell: Sí.

Lindmark: ¿Fue justo?

Lindell: ¿El qué?

Lindmark: ¿Crees que fue justo y correcto que te absolvieran?

Lindell: Sí, por supuesto. No tenía nada que ver con el asunto…, es decir, yo solo intenté impedirlo.

Alder: ¿Cuál es tu postura ante la violación?

Lindell: ¿Cómo que… postura? Es un delito, por supuesto, un delito execrable.

Lindmark: ¿No crees que en alguna ocasión puede haber un atenuante? La provocación. Que te provoquen hasta tal punto que no puedas hacer otra cosa.

Lindell: ¡No, no lo creo en absoluto! Una violación siempre es un delito.

Lindmark: ¿Y qué hay del asesinato? ¿O el homicidio?

Lindell: Son delitos, por supuesto. Pero ¿qué tiene esto…?

Lindmark: ¿Sabes qué le ha pasado a Gabriella Dahlström?

Lindell: No, por eso llamé a la puerta de la vecina. ¿Ha desaparecido?

Lindmark: ¿Cuál es tu relación con Gabriella Dahlström?

Lindell: Somos… amigos.

Lindmark: ¿Con qué frecuencia os veis?

Lindell: No hace tanto que nos vemos, pero quizá una vez o más de una a la semana. Y también nos llamamos.

Lindmark: ¿Dónde soléis veros?

Lindell: En la ciudad. En el cine. En algún café. A veces en mi casa.

Lindmark: Pero ¿no en casa de ella?

Lindell: No.

Alder: ¿Por qué no? ¿Es porque no quieres que te vean en Stensta?

Lindell: No, naturalmente que no. Es solo porque es más cómodo así, en mi casa en Dagmarsberg.

Alder: Pero sabías dónde vivía. Fuiste a su casa y llamaste a su puerta.

Lindell: Sí, porque no contestaba al teléfono. Tampoco al móvil. Podía ser que estuviera de viaje, que se hubiera ido a su casa, a Bromarv, donde vivía antes. Quizá allí había pasado algo, pero en cualquier caso era extraño que no me hubiera avisado ni respondiera al móvil.

Alder: ¿Cómo sabías adónde tenías que ir si no habías estado allí antes?

Lindell: Sabía cuál era su dirección, naturalmente. Y me preocupé. Sigo preocupado. ¿Le ha sucedido algo?

[Pausa.]

Lindmark: Gabriella Dahlström está muerta.

[Pausa larga. Quejidos.]

Lindell: ¡No, no es posible! ¡No puede estar muerta!

Lindmark: ¿Por qué no puede? ¿Sabes algo de su vida después de vuestro último encuentro? ¿Alguna llamada?

Lindell: No, no, no puede, ¡no debe! ¡Ohhhhhh…!

[Ruido de muebles que se mueven. Golpe contra el micrófono.]

Lindmark: ¡Siéntate! ¡Tienes que sentarte!

[Más ruido. Se mueve el micrófono. Jadeos. Pausa.]

Lindmark: ¿Dónde estabas el sábado 15 de octubre por la noche?

[Pausa, sollozos.]

Alder: ¿Dónde estabas? ¿No puedes responder?

Lindell: ¿Cómo puede estar muerta Gabriella? ¿Cómo murió?

Lindmark: ¡Aquí somos nosotros quienes hacemos las preguntas! Y ahora te preguntamos dónde estabas la noche del sábado 15 de octubre.

Lindell: Seguro que en casa. Estoy casi siempre en casa por la noche. Quizá estuviera Gabriella conmigo. O puede que yo estuviera fuera con ella. En el cine, por ejemplo.

Alder: ¿Quieres decir que puede que estuvieras con Gabriella Dahlström esa noche pero que no estás seguro? Quizá tampoco estás seguro de dónde estabas o dónde estabais. ¿Quizá estuvierais juntos en Stensta?

Lindell: No, no es así. Ya he dicho que no he estado en su casa. No antes de que fuera a buscarla. Y ni siquiera entonces entré en su casa.

Alder: Pero ¿quizá estuvisteis fuera? ¿Quizá disteis un paseo?

Lindell: No, en Stensta, no. No he estado allí nunca con ella.

Lindmark: ¿Por qué no, si os conocíais hacía ya un tiempo?

Lindell: Simplemente era así. Nos veíamos en mi casa o en la ciudad.

Lindmark: ¿Alguna razón especial para ello? Por ejemplo, que no quisieras que te vieran cerca de su casa. Que te reconocieran.

Lindell: No, en absoluto. Nos es más cómodo así.

Lindmark: «Era» más cómodo. Gabriella Dahlström está muerta. Fue asesinada con una cuerda fina.

[Pausa. Bufidos. Pausa.]

Lindell: ¿Cómo la han podido asesinar? ¿Quién ha podido… asesinarla?

Lindmark: Eso es lo que tú tienes que contarnos.

Lindell: Pero ¿yo qué puedo saber?

Lindmark: La conocías. Os veíais. Nadie más lo hacía. Vivía sola, estaba en paro y su familia vive en el oeste de Nyland. ¡Tú eras el único que tenía contacto con ella! Debes de saber algo del asunto.

Lindell: ¿Cómo? No puedo saber si algún… loco la ha asesinado.

Lindmark: ¿Por qué crees que es un loco? ¿Cómo puedes saberlo?

Lindell: No lo sé, claro está. Pero tiene que ser un loco. ¿Quién si no iba a matar a Gabriella? ¡Gabriella!

Lindmark: ¿Y si digo que puedes haber tenido cierto interés en ello?

Lindell: Pero ¿qué interés? Yo [inaudible] a ella. Era… éramos amigos.

Alder: Un loco. ¿Qué crees que haría un loco a alguien como Gabriella?

Lindell: Podría matarla, si es que está loco. Un presidiario fugado o alguien así. De una institución.

Alder: ¿Podría hacer alguna otra cosa?

[Pausa.]

Lindell: Ahora lo entiendo. La han… violado. Por eso preguntabais sobre la violación de Bosnia.

Lindmark: ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que han podido violarla?

Lindell: No lo sé. Sois vosotros los que… lo insinuáis. Un loco. Como en Bosnia.

Alder: ¿Dónde estabas, pues, esa tarde, cuando la asesinaron?

Lindell: Probablemente en casa, como he dicho. Y si la tarde que habéis dicho fue cuando la asesinaron, entonces seguro que no estaba con ella.

Lindmark: ¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

Lindell: Porque entonces, naturalmente, habría…

Lindmark:… ¿intentado evitarlo?

[Pausa.]

Lindmark: Tienes que contestar de manera que en la cinta se te oiga.

Lindell: Sí.

Lindmark: Pero ocurrió lo mismo en Bosnia. Intentaste evitarlo pero no pudiste.

[Pausa.]

Lindmark: Quizá no querías.

Lindell: Por supuesto que quería.

Lindmark: ¿Qué querías? ¿Acostarte con ella?

Lindell: No. Intenté evitar que los otros, los holandeses…

Lindmark: Pero no pudiste. Y ahora tampoco pudiste evitar esto. Lo de Gabriella. Te superó y no pudiste evitarlo. No pudiste controlarte, aunque lo intentaste.

Lindell: No, ya he dicho que no estaba allí.

Lindmark: Pero en Bosnia… Entonces sí estabas allí.

Lindell: Sí.

Lindmark: Y de todas formas no pudiste evitar…

Lindell: ¡No lo aguanto más! Quiero irme a casa. He dicho todo cuanto sé.

[Pausa.]

Lindmark: A casa no puedes irte. Aún tenemos mucho de que hablar. Quedas detenido.

Lindell: [gritando]: Pero ¿cómo han podido asesinarla? ¿Entraron a robar? ¿Por eso me interrogáis como a un ladrón aunque llamé a la puerta de la vecina?

[Ruido de sillas que caen.]

Lindell: ¡No puede estar muerta!

Lindmark: [con severidad]: Aquí acaba el primer interrogatorio.

[Zumbido. Se abre la puerta.]

Lindell: [desde el pasillo]: Pero tengo que…

[Se cierra la puerta.]

[Pausa.]

Alder: ¿Te ha mordido en el dedo?

Lindmark: No, pero me he roto la uña. He tenido que emplearme. ¿Qué opinas?

Alder: Es difícil decirlo. Pero no ha contado toda la verdad de lo que pasó en Bosnia. Solo ha hablado de una violación, pero a esa chica además la asesinaron.

Lindmark: Bien, eso podemos utilizarlo mañana. Además, podemos ir racionando todos los detalles en torno al asesinato en los momentos adecuados. No mostraremos las fotos, esperaremos a ver si se va de la lengua y desvela algún detalle del escenario del crimen que solo el Cazador pueda saber. Es sensible, se altera con facilidad y puede que se le escape algo. Creo que estuvo muy cerca de hacerlo cuando hablamos de violación en Bosnia y en Stensta.

Alder: También cuando se habló de locos. Esconde mucho en su interior.

Lindmark: El interrogatorio de Erik Lindell continúa el sábado 29 de octubre de 2005 en la comisaría de Forshälla. Están presentes, además de Lindell, el comisario Harald Lindmark y la comisaria auxiliar Sonja Alder.

Lindell: ¿No puedo irme a casa? He contestado a todas las preguntas, he contado todo lo que sé…

Alder: Necesitamos más datos.

Lindell: Estoy cansado, no he podido dormir en el calabozo. Quizá no pueda contestar como es debido.

Alder: Seguro que va bien. Empezaremos con algo sencillo… como qué haces ahora que estás de baja. ¿Vas a algún tipo de terapia?

Lindell: Recibo masaje en la espalda una vez a la semana y voy a gimnasia de rehabilitación los lunes, miércoles y jueves.

Alder: ¿Ayuda?

Lindell: Poco, ayuda más descansar.

Alder: Pero no hay nada que necesite operarse.

[Pausa.]

Alder: Tienes que contestar alto, que se oiga.

Lindell: No. Los médicos no han encontrado nada que operar.

Alder: ¿Te duele mucho?

Lindell: Va y viene. Si no tengo que hacer esfuerzos, es llevadero.

Alder: ¿Te han recetado calmantes? ¿Algo fuerte que realmente ayude?

Lindell: Sí, los tengo, pero no los tomo todo el tiempo. Me producen vértigos y mareos.

Alder: ¿Qué haces entonces, cuando te mareas? ¿Puedes llegar a tener un blackout?

Lindell: ¿Qué es un blackout?

Alder: Sí, cuando después no recuerdas lo que has hecho, como cuando uno está como una cuba.

Lindell: Yo no bebo.

Alder: ¿Recibes algún otro tratamiento?

Lindell: Sí, como he dicho, necesito distintos tipos de masaje y gimnasia, a veces también tratamiento con calor.

Alder: Sí, pero me refiero a tratamiento por otros problemas que los meramente físicos.

Lindell: No sé si se le puede llamar tratamiento, pero he hablado con un sanador.

Alder: ¿Con un qué?

Lindell: Un sacerdote. Se llama Jarl Arvidsson. Le conozco de la flotilla aérea, pero hemos mantenido el contacto por carta y teléfono. Es simpático, de comunicación fácil.

Alder: Pero ¿también has recibido psicoterapia propiamente dicha?

Lindell: Fui a un psiquiatra, pero de eso hace tiempo. Ya no lo necesito.

Alder: ¿Para… qué tipo de síntoma?

Lindell: Lo llaman estrés postraumático.

Alder: ¿Cómo se manifiesta?

Lindell: No sé «cómo se manifiesta», pero dicen que uno enferma si no habla de ello.

Alder: ¿Habla de qué? ¿De que puedes tener un blackout?

Lindell: No, ya dije antes que yo no… Sobre lo que sucedió allí abajo. En Bosnia.

Alder: La violación. ¿Piensas mucho en ello?

Lindell: Sí. No. Intento no pensar en ello.

Alder: ¿Fue solo una violación?

Lindell: ¡«Solo» una violación! ¿Cómo puedes tú, que eres mujer, decir eso? ¡Es deleznable! Un abuso.

Alder: Pero no fue solo eso. La chica bosnia además fue asesinada.

Lindell: ¿Cómo sabes…? Sí, la asesinaron, pero no fui yo, si es eso a lo que te refieres. ¡Por supuesto que no!

Alder: Ahora no lo entiendo del todo. Estabas allí cuando la violaron, pero no cuando la asesinaron. ¿Es eso lo que quieres decir? Y en tal caso, ¿por qué te ausentaste ese tiempo?

Lindell: Me apartaron con violencia. Y luego me desmayé.

Alder: Vaya. Te desmayaste y, mientras estabas desmayado y no recordabas nada, sucedió que la chica fue asesinada.

Lindell: No sé exactamente qué ocurrió. Solo la vi después.

Alder: Fue allí donde te encontraron. Junto al cadáver de la chica. ¿Recuerdas cómo sucedió?

Lindell: Recuerdo que fui a donde estaba y me senté a su lado, pero no de cómo fue asesinada. No lo sé porque no estaba allí entonces.

Alder: Quizá recuerdas ciertas cosas y olvidas otras aunque las hayas vivido. Cuando te desmayas, ¿te da un blackout?

Lindell: No, no lo creo.

Alder: Pero si no lo recuerdas con exactitud, no puedes estar seguro.

Lindell: No lo sé. ¿No podemos acabar ya? Todo esto ya lo examinaron las autoridades militares.

Lindmark: En el armario de tu cocina encontramos un rollo de hilo de nailon. ¿Para qué lo utilizas?

Lindell: Para pescar, para mi caña. La acorto y alargo dependiendo del pez que quiera pescar.

Lindmark: No encontramos ninguna caña de pescar en tu piso.

Lindell: La última vez que fui, en septiembre, el anzuelo quedó atrapado en algo. Pensé que era un pez grande y tiré tanto que el hilo se tensó y la caña se rompió. Me enfadé y arrojé el trasto al mar.

Lindmark: Pero una caña no puede partirse, es elástica, especialmente fabricada para ello.

Lindell: Eso pensaba yo, pero esa vez se rompió.

Lindmark: ¿Sabes que Gabriella fue asesinada justo con un hilo de esos? Estrangulada hasta morir.

Lindell: ¡Oh, no! ¿Quién ha podido hacerlo? Casi lo había olvidado… que dijisteis… Es como una pesadilla. Pensé que se trataba de Bosnia.

Lindmark: No, se trata de Forshälla. Y de que Gabriella Dahlström, con quien tenías una relación, ha sido estrangulada con un sedal del mismo tipo del que tienes en casa. ¿Fuiste tú quien lo hizo?

Lindell: No. Estáis locos. Amo a Gabriella, nunca le haría daño.

Alder: Pero ¿y si te dio un blackout? Podrías haberlo hecho y no recordarlo luego.

Lindell: No, algo así nunca lo olvidaría. ¿Por qué iba a hacerlo? La amo. Es lo mejor que hay en mi vida.

Lindmark: «Había». Había en tu vida. Está muerta. Desaparecida.

[Pausa. Aullidos. Tintineo de vidrio.]

Lindmark: Toma un vaso de agua.

Lindell: ¿Puedo verla?

Alder: ¿Crees que puede haber algo especial que ver? ¿Te gustaría observar a Gabriella desnuda?

Lindell: ¿Y eso qué tiene que ver con el asunto?

Lindmark: Todo tiene que ver. Gabriella Dahlström estaba tendida desnuda en el camino de un parque.

Lindell: ¡Oh, Dios mío! Qué tipo de monstruo… Fuera, en un camino… Pero yo solo quiero verla, es completamente normal. No creo que esté muerta, podéis haberos equivocado. O en cualquier caso, quiero despedirme.

[Pausa larga. Sonido de inhalación.]

Alder: ¿Qué quieres ver?

Lindell: A Gabriella. Su cara.

Lindmark: No puedes.

Lindell: ¿Por qué no? ¿Hay algo malo en su cara, le han hecho daño?

Lindmark: ¿Por qué lo crees? ¿Cómo puedes saberlo? Le han hecho daño ¿de qué forma?

Lindell: No lo sé. Pues que esté fea. Que esté tan fea que no queráis que la vea.

[Pausa.]

Alder: Si estabais tan unidos, ¿por qué no vivíais juntos?

Lindell: Nos lo tomábamos con calma. No queríamos… precipitar las cosas.

Alder: ¿Eras tú quien quería ir despacio porque no estás completamente sano, por lo del tratamiento psiquiátrico y demás? Dices que ni siquiera habías visitado su piso. Quizá no querías tanta proximidad, no querías asumir toda la responsabilidad que conlleva una relación de pareja. Querías tener el control sobre todo y por eso os veíais solo en tu piso, en tu territorio.

Lindell: Puede.

Alder: Y, entonces, aún menos querrías formar una familia.

Lindell: De eso no hablamos nunca. Todavía. Faltaba mucho tiempo.

Lindmark: Y sería molesto que, de repente, te obligaran. Sería algo que evitarías. Por ejemplo, con un aborto.

Lindell: Quizá. Pero ¿qué tiene que ver eso…?

Alder: «A» como en «aborto». ¿Te dice eso algo? Una letra importante.

Lindell: ¿Qué quieres decir?

[Pausa breve.]

Alder: La letra «A» estaba grabada en el estómago de Gabriella.

Lindell: ¿Grabada?

Alder: Sí, ya sabes… el asesino había dibujado con un cuchillo esa letra en su estómago.

Lindell: ¡Oh, no, eso es terrible! ¿Qué puede indicar? ¿Quién…?

Lindmark: «A» como en «aborto». Para terminar con el hijo que Gabriella estaba esperando.

Lindell: ¿Qué? ¡No puede ser!

[Gritos. Sollozos. Tintineo de vasos.]

Alder: ¿Por qué no puede ser? Teníais relaciones sexuales, ¿no?

Lindell: Claro, pero siempre con protección.

Alder: Con condones. No son seguros al cien por cien.

Lindell: Si estaba embarazada… ¿Habéis logrado llevarla al hospital?

Alder: No. El feto murió también, por supuesto. Solo estaba de tres meses.

Lindell: Pero eso lo hace aún peor… Que fuéramos a tener un hijo. Y ahora están los dos muertos.

Lindmark: ¿Opinas que es peor… tener un hijo?

Lindell: No, digo que es peor que ella… que no solo ella… quiero decir…

[Pausa.]

Lindmark: Quizá podamos hacer ahora un resumen de lo sucedido. Escuchaste que Gabriella esperaba un hijo y en tu estado no podías imaginar asumir esa responsabilidad. Por tanto, tenías motivo, tenías acceso a armas y no tienes coartada. Cogiste un carrete de sedal, la seguiste y la estrangulaste. Quizá no lo recuerdes y quizá existan circunstancias atenuantes. Tu enfermedad, las fuertes medicinas contra el dolor. Quizá te dio un blackout y no sabías qué hacías. En ese caso, los ojos arrancados hablan a tu favor, una señal de locura. ¿Estás seguro de que no fue así como sucedió?

Lindell: ¡Los ojos! ¡Los ojos de Gabriella! ¿Le han…? [Voces, pero inteligibles.]

[Pausa.]

Lindmark: ¡Eh, oye!

Lindell: No sé de qué estoy seguro.

Lindmark: ¿Sucedió así?

Lindell: No lo sé. No puedo más.

Lindmark: ¿Fue así?

Lindell: Sí, sí, solo dejadme en paz. No lo recuerdo.

Lindmark: Erik Lindell. Quedas detenido por el asesinato de Gabriella Dahlström, ocurrido en el parque junto a Torkelsgatan en Stensta, en Forshälla, el 15 de octubre de 2005.

[Zumbido. Se abre la puerta.]

Lindmark: Llevadle al calabozo.

[Se cierra la puerta.]

Alder: Estuvo… bien, ¿no?

Lindmark: Sí, conseguimos un resultado. Una confesión.

Alder: Sin pruebas técnicas. Ni los ojos. No soltó prenda acerca de ellos. Tuvimos que nombrarlos nosotros primero.

Lindmark: Bueno, era de esperar que no los tendría en casa en un bote. [Breve carcajada.]

Alder: Quizá tenga una personalidad disociativa, una capacidad para apartar ciertas cosas de su conciencia de tal forma que no las reconozca luego. Si es así, no podría contar qué ha hecho con los ojos por mucho que quisiera.

Lindmark: Tampoco lo necesitamos. Puede esperar a otros posibles interrogatorios posteriores. Tenemos muchos indicios. Una posible arma del crimen encontrada en su casa, un motivo, un historial de sucesos anteriores parecidos, ninguna coartada. Respuestas sospechosas.

Alder: Y los blackouts. ¿Crees que será suficiente?

Lindmark: Debería bastar. He visto casos que han ido a juicio con indicios mucho más leves. Pero tenemos que aportar toda la información del sujeto que podamos conseguir.

Alder: ¿Debería contactar con el sana… sacerdote que Lindell nombró?

Lindmark: No vale la pena. El secreto de confesión es absoluto, solo puede romperse en situación de futuro, si supieran que alguien planea un delito grave. Pero habla de nuevo tanto con el psiquiatra como con el médico de la espalda. Sanidad tiene que levantar el secreto profesional cuando se trata de un delito así de grave. Puede ser interesante ver la proporción que hay entre terapia física y psíquica de Lindell. Con qué frecuencia recibe asistencia y demás. El fiscal querrá saber todo eso para poder dirimir la cuestión sobre premeditación y elaborar una defensa psíquica si fuese pertinente.

Alder: Bueno, Lindell parece bastante afectado. No estar completamente sano.

Lindmark: No, no debe de estarlo. Quizá se libre por locura, aunque yo personalmente opino que es necesario estar más loco para eso. Y como dije antes: los asesinos suelen estar nerviosos. Viven bajo presión y actúan de manera rara. He visto a gente que se derrumba mucho más. Cuando confiesan, se calman.

[Pausa.]

Alder: Has olvidado apagarlo.

Lindmark: Es verdad. Aquí termina el interrogatorio a Erik Lindell.

Harald

Acontecimientos a comienzos de noviembre de 2005

Era pues Lindell. Le interrogamos y se descubría más y más, hasta que al final confesó, aunque a su manera embrollada. Por otra parte, yo estaba confundido, no era el ansioso psicópata que me había imaginado. La mirada, la postura, la sonrisa burlona, la pillería, no había nada de eso. Solo una carcasa externa de corrección militar que pronto empezó a agrietarse. Lindell era justo ese tipo de persona que no puede vivir con lo que ha hecho y recibe la posibilidad de confesar como un regalo. Una parte de él luchaba en contra: naturalmente, ¿quién quiere cumplir cadena perpetua en la cárcel? Al final, la necesidad de purgar la culpa fue, con todo, mayor; algo se rompió en su interior y la verdad salió a la luz. Un día, uno de los guardianes de la cárcel encontró una nota pulcramente escrita sobre su mesa: «Soy culpable de la muerte de Gabriella. Otra vez no pude evitarlo. Erik Lindell». Y dormía como un tronco tras haber estado intranquilo durante varias noches. Al final el mal había dejado de dolerle y se había quedado en la mesa. Entonces encontró la paz.

En cuanto a eso, yo tenía razón: era un asesino en serie que atacaba «otra vez». La primera víctima había sido la chica de Bosnia, pero no sabía si los militares o la ONU reabrirían el caso. Quizá no fuera necesario, dado que Lindell sería condenado a cadena perpetua por la muerte de Gabriella Dahlström. En opinión del médico de la cárcel, tenía problemas psíquicos, pero no tantos como para que no pudiera ser juzgado y condenado. «No pude evitarlo» apuntaba a una presión interna irresistible, pero no creo que se le considerara demente. No estaba tan enajenado, los datos que nos envió el psiquiatra militar lo confirmaban: depresión tras vivencias difíciles en Bosnia, pero no psicosis.

Estuve en la celda de Lindell e intenté preguntarle con cuidado sobre los ojos y la ropa. Hubiera sido una buena cosa encontrarlos en su casa. Estaba tranquilo, decaído pero normal, y evitó las preguntas aunque no tenía nada que ganar haciéndolo. Conocía esa actitud. Incluso los que han confesado todo lo importante suelen guardarse algún detalle, como su secreto particular. Todo lo bochornoso se muestra a los ojos de todo el mundo, anímicamente están completamente desnudos, pero quieren conservar un retal pequeñito con el que resguardarse. Todo el mundo necesita su rincón privado.

Lindell era solo mi sexto o séptimo asesino en serie en veinticinco años, y los otros habían sido completos psicópatas. Lo sabía con seguridad porque me quedé en el trabajo una noche y hojeé todas mis carpetas. Quería tener una visión general.

¿Qué tenía, pues, que mirar? Los noventa y ocho casos, primero solo en Forshälla, luego en todo el oeste de Finlandia, cuando era conocido como experto en resolver asesinatos.

Noventa y uno resueltos. Seis, siete de ellos los resolví a gusto y con orgullo. Detuve a asesinos egoístas y sin escrúpulos y los contemplé -dos de ellos eran mujeres- alegrándose del mal ajeno cuando tuvieron que entregarse. Entonces sentí verdaderamente que había realizado algo de provecho, que mi vida tenía sentido. En el mundo había un equilibrio moral y yo había ayudado a mantenerlo; sí, yo era casi un instrumento de fuerzas superiores que no podía consentir que una persona así estuviera libre.

Luego hubo algunos sujetos difíciles de comprender (uno de ellos era una mujer) a los que quizá habría que considerar realmente malvados. Pero los demás…

Pueden dividirse en dos grupos. El primero comprende las casualidades desafortunadas y los malentendidos idiotas. Dos hombres, borrachos y agresivos, coinciden por casualidad, de madrugada, en la cola de un puesto de salchichas. Uno de ellos cree reconocer en el otro a un antiguo enemigo, el otro lo niega, le acusa de nuevo, lo vuelve a negar, le llama mentiroso, se sulfura y cogiendo al desconocido por las orejas le golpea la cabeza contra el canto metálico del mostrador hasta que muere. O un marido ingeniero que sospecha que su mujer le es infiel, la sigue y ve que pasa algunas horas en un edificio de pisos donde sabe que vive uno de los compañeros de trabajo de su mujer. Esa misma noche, tras una larga discusión que mantiene despiertos a los vecinos, la estrangula en la cocina familiar. La investigación demostró que la mujer hacía compañía a una anciana paralítica como parte de un programa de ayuda. No se lo había contado al marido, quizá porque quería tener una parte de su estresada vida solo para sí misma, quizá para que él no la acusara de dejar a la familia en un segundo plano por una extraña. Durante la pelea, ella seguramente intentó explicarlo, pero no la creyó. El que la mujer paralítica viviera en el mismo edificio que el compañero de trabajo era pura casualidad.

Y decenas de casos similares. Lo peor ha sido encontrarse después con estas personas. Ciudadanos honrados normales completamente destruidos por lo que han hecho. Ayer todo era como de costumbre, hoy están encerrados en un infierno incomprensible que han forjado con sus propias manos. Sus miradas, sus movimientos en el cuarto: a menudo no pueden quedarse sentados quietos, no paran de moverse, arañan las paredes, se golpean la cabeza contra ellas, todo el tiempo hay que vigilarlos para que no se suiciden, pero a veces lo consiguen.

Hijos. La mayoría de ellos han tenido hijos.

El otro grupo, más o menos igual de grande, está formado por los que están gravemente trastornados. Muchos son del todo imprevisibles y acaban en el psiquiátrico; a otros pueden condenarlos a la cárcel, pero están enfermos, sufren manía persecutoria u otras formas de trastornos de la personalidad.

El coleccionista de sellos que pensaba que todos querían su colección, que lo matarían, cogerían sus llaves y robarían la colección de su casa. En Euraforsen se sintió acosado y tiró a un hombre al río, un joven vietnamita que se golpeó contra el filo de una roca, perdió el conocimiento y se ahogó. El asesino sostuvo hasta el final que fue una medida imprescindible para proteger los sellos.

O la chica a la que acosaban duramente en la escuela y que al final no pudo más y durante una fiesta, en los baños, rajó el estómago a su mayor torturadora. Luego salió de allí riendo y fue hacia donde estaban los demás con la sangre cubriéndole los brazos y la cara. Solo así pudo sentirse persona de nuevo, salvar cierta autoestima e identidad.

En el trabajo con estos dos grupos, que conforman el mayor número de los casos, no he sentido orgullo alguno. Una parte de mí quería dejar libre al asesino, me sentía como una especie de basurero social, alguien que tiene que realizar el trabajo sucio pero necesario. Los interrogatorios se convierten en sesiones de terapia en las que soy una persona de apoyo que tiene que observar al otro en su desesperación pero sin preparación académica ni la posibilidad de distanciarme. Siento su dolor con ellos cuando se suben por las paredes o cuando se aíslan en sí mismos. Se ve en lo meramente físico, cómo hunden la cabeza, el pecho, los hombros, como cuando se desinfla una muñeca hinchable. La voz se hace cada vez más débil, llega desde muy lejos.

Lindell era de los que están enfermos pero no son realmente irresponsables. Me quedé con él mucho tiempo, le hablé de los ojos y me preguntaba si podría explicar por qué se los sacó. Pero él se limitaba a quedarse allí sentado, meciéndose al borde de la cama, diciendo: «¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo ha podido suceder algo así?». Es como si hubiera estado sonámbulo y ahora hubiera despertado. Asombrado y horrorizado por lo que ha hecho. Puede que Sonja tuviera razón sobre sus episodios de blackout. Quizá ni siquiera recordara los sucesos, ni el de aquí ni el de Bosnia.

Pero en su interior había algo que sí lo hacía. El otro, el imprevisible, el asesino al que guiaba alguna especie de reto sexual, el de manos duras y cara sonriente que luego se echaba atrás. Era él a quien había que encerrar y mantener alejado de la población. El Lindell que nosotros veíamos era la carcasa del asesino, un espectador asombrado que debía de sufrir por lo que surgía de su interior o por aquello en lo que se transformaba en algunos momentos breves, de vez en cuando.

¿Cómo llegan algunas personas a eso, a ser tan víctimas como sus propias víctimas? No lo entiendo. Soy solo el que recoge la basura y no sabe qué contienen los sacos. O el que en un tren lleno se ve obligado a quedarse en el vagón mientras otro viajero le cuenta la desoladora historia de su vida. No tienen a nadie más. Me miran, me imploran como si yo fuera Dios. Pero yo no puedo cambiar nada.

A veces me los encuentro por casualidad. Están de permiso de las cárceles de Kakola o Riihimäki, o tras diez o quince años han salido. Algunos me evitan, otros me miran fijamente, dolidos, como si yo tuviera la culpa, pero los hay que se me acercan y me hablan como a un viejo amigo. Y me cuentan que ya son libres, que se encuentran mejor, que han comenzado una nueva vida. Me preguntan cómo estoy yo. Y después de lo que han hecho, no sé cómo tomármelo. Ahora, cuando ya son normales y no están conmocionados, no siento ninguna compasión, me niego a ser un viejo «conocido», como uno dijo en su jerga de prisión. Quizá hayan «cumplido su condena», pero por su culpa otra persona sigue bajo tierra, un cadáver comido por los gusanos, mientras ellos siguen vivos. Y no es justo.

Realmente es en ellos en los que yo debería pensar. En los muertos. La mujer estrangulada en la cocina, el hombre ahogado en Euraforsen. Pero de ellos es de los que menos sé. Lo que descubro de ellos son siempre miradas al pasado, reconstrucciones fragmentarias. No tengo tiempo de pensar qué tipo de personas fueron realmente. El tiempo se escapa, los valiosos primeros días que siguen al crimen deben emplearse al máximo. Para mí, la víctima del asesinato se convierte en un conjunto de posibles pistas, no es una persona cuya vida única ha sido cercenada brutalmente.

Gabriella Dahlström. Gabriella Evelina Dahlström. Con ella se fue todo un mundo y nadie pudo realmente sentir el golpe. Nadie más pudo vivir ese mundo. O el mundo rápidamente apagado del feto asesinado. Eso era lo horrible, no los asesinos, por muy patéticos que fueran. Ellos pueden seguir viviendo, aunque sea en la cárcel, pueden escuchar sus pensamientos, ver a sus allegados.

Cuando echaba la vista atrás, hacia esos delitos… nada había de lo que me arrepintiera, ni siquiera de mis siete casos sin resolver, porque hicimos cuanto estuvo en nuestras manos. Pero… me arrepentía de que todo esto hubiera sucedido. Si yo realmente fuera Dios, me arrepentiría de que hubiera podido suceder.

De esa época, quizá unas noches después, tengo escrito un sueño en el que atravieso un campo nevado. A cada paso se levanta la nieve movida por un viento helado. Voy poco abrigado y corro hacia una ciudad que se oculta tras el horizonte. Empieza a oscurecer, pero siento que me dará tiempo a protegerme del frío.

Al frente, hacia la derecha, un arroyo medio cubierto de hielo atraviesa el campo, y en la otra orilla veo a una niña sentada jugando con las ramas y los palos. Es una chiquilla con un vestido rojo claro que le deja los brazos al aire, ¡con este frío! No se ve a ningún adulto, pero dudo: ¿su seguridad o la mía?

Finalmente corro hacia el arroyo y le grito que se vaya a casa. Ella mira hacia arriba pero sigue jugando. Tengo que hacer algo, pero el arroyo es demasiado ancho para saltarlo y el hielo es demasiado fino para caminar sobre él. Corro en la dirección de la corriente y al final veo un paso más estrecho por donde cruzar. Cuando llego a donde está la niña, sigue sentada y cantando mientras juega. Se niega a irse, a pesar de mis intentos, y me pide que juegue con ella. Acepto para ver si consigo convencerla más tarde; no puedo llevarme por la fuerza a una niña desconocida.

Me indica que me tumbe de espaldas y empieza a rodearme de palos clavados en la nieve. Hábilmente, coloca otros palos y ramas sobre ellos, y capa a capa va creciendo un edificio que se estrecha en un techado. Es una cabaña, tan cálida que ya no siento frío. La niña entra en ella por una pequeña abertura y se tumba a mi lado.

Oscurece, pero no importa, aquí estamos seguros.

Acontecimientos de diciembre de 2005 a febrero de 2006

Tras la confesión de Lindell, no me quedaba gran cosa que hacer. El asesinato estaba resuelto. Lo sentí como un alivio inusualmente grande, habíamos imaginado al Cazador como un asesino en serie salvaje y depredador. Pero también me sentía cansado y vacío. Dormía mucho pero superficialmente, me despertaba sin fuerzas tras diez horas de estar inconsciente. Quizá fuera un período natural de recuperación, pero no lo sentía así. Solo aburrido. Se había apagado una fuerza en mi interior y no sabía si volvería a encenderse.

Desanimado, me ocupaba de los asuntos rutinarios. Una pelea tumultuosa en un bar. Vagas sospechas sobre un burdel en Grönhagen. Una extraña carta anónima, sellada por nuestros distintos departamentos, sobre malformaciones que alguien había observado en gatos y crías de zorro nacidos en las cercanías de la central de Olkiluoto.

En casa, paseaba, cuidaba la decoración, limpiaba el polvo y repasaba montones de papeles viejos. Casi todo lo que tocaba me hablaba de Inger. La mayoría lo había comprado o cosido y bordado ella misma cuando no tenía exámenes de la escuela que corregir. Las fundas de los cojines, los cuadritos de la pared, la bandeja con las conchas que coleccionábamos en verano en Yyteri y que luego pegaba haciendo un dibujo. Su taza de café roja que ya no usaba nadie, en el armario.

El lado vacío de la cama. Al principio retiraba la colcha de toda la cama, como de costumbre, pero me resultaba muy doloroso ver la sábana lisa, sin usar, y el vacío almohadón blanco. Era como ver una cabeza que yacía inmóvil en un ataúd abierto para que los allegados dieran su último adiós, en los países donde así se hace. Ahora, sin embargo, solo retiraba la colcha de mi lado, de forma que en el suyo había dos capas de colcha, con el revés marrón oscuro hacia arriba. Tampoco es que fuera agradable. Era como lanzar el último puñado de tierra sobre un ataúd.

No era un pensamiento sano. Estaba de mal humor después de la muerte de Inger, aunque hasta ahora no había comprendido en qué medida. Confundido. Debería haber hablado de ello con alguien.

Acontecimientos del 28 de febrero de 2006

¡Y entonces llegó el día en que todo se puso patas arriba! La fiscalía, que ya había decidido que habría acusación -con completa responsabilidad, como yo había imaginado-, olía a azufre y los colegas murmuraban en el comedor, o al menos eso me parecía. Era caótico.

Tras la confesión tanto verbal como por escrito de Erik Lindell, Sonja y yo pensamos que era inútil dedicar más tiempo al caso, por lo que algunos controles rutinarios no se realizaron. Pero como los fiscales pidieron su historial médico, se demostró que había recibido tratamiento para la espalda. Tuvieron que controlar todas las citas de Lindell y se demostró que, de hecho, fue a rehabilitación para la espalda varias veces al mes.

Hasta ahí todo conforme. Pero el fisioterapeuta tenía un dato extra: justo el sábado 15 de octubre, Lindell había recibido una sesión extra. No aparecía en el calendario habitual del terapeuta porque se había realizado en fin de semana, el único tiempo que tenía libre esa semana. Había colocado a Lindell en una máquina que estiraba la espalda para reducir la presión en las vértebras. Lindell había llegado tras el almuerzo, lo habían colocado en la máquina y había permanecido allí toda la noche. Era una clínica privada con poco personal tras las horas de oficina, pero durante la tarde y la noche lo controlaron a intervalos regulares, y por la mañana seguía allí. Según el terapeuta, «pondría la mano en el fuego» a que Lindell no habría podido salir del aparato y volver a meterse en él sin ayuda. Al parecer es un procedimiento complicado, con cuerdas y una correa de cuero difícil de manejar.

Cuando me informaron, volví a ver a Lindell. Hacía cuatro meses que estaba en la cárcel, y no le había sentado nada bien. Piel mate, mirada perdida, respuestas inconexas, pequeñas manchas de saliva en las comisuras de los labios. Pero al final conseguí sacarle que recordaba haber estado echado en la «cuna para la espalda» toda la noche. «Era bastante agradable.» No recordaba qué día había sido eso, y pareció, o lo escenificó bien, asombrado y confundido cuando escuchó que Gabriella Dahlström había sido asesinada justo esa noche. En lo referente a la confesión, ahora afirmaba que él no había querido decir que hubiera sido el autor material del asesinato, pero que era culpable porque no había logrado protegerla. Opinaba que, siendo su novio, debería haberlo impedido. El caso de Bosnia siguió sin aclararse (nunca se lo comunicamos a las autoridades militares; aún no sé si hicimos bien o mal).

Con esta nueva información, nada se tenía en pie, concluyó la fiscal, tal vez los interrogatorios no fueron lo suficientemente claros. A diferencia de Sonja y de mí, ella no había visto a Lindell durante los interrogatorios y creía completamente en la coartada del aparato para la espalda.

Yo tenía mis dudas. Pensé que Lindell podía haber descubierto una oportunidad perfecta para matar a su novia y tener al mismo tiempo una coartada si era capaz de escabullirse y de volver a meterse en la máquina. No era una sección cerrada, averigüé. Y a pesar de las cuerdas y correas, tampoco podía ser tan difícil salir y volver a meterse en ella.

Pero lo que yo creyese no tenía interés. Lindell fue puesto inmediatamente en libertad. Vi que pasó a buscarlo un hombre de unos cuarenta años, de cabello ralo y claro; luego oí que era Arvidsson, el sacerdote con el que estaba en contacto.

«Una debacle», soltó la fiscal, pero se conformó con que al menos el caso no había llegado todavía a juicio público. Y como por nuestra parte habíamos logrado mantener a los medios de comunicación al margen, no tuvo consecuencias directas. Podíamos librarnos de las posibles indemnizaciones porque existía una confesión que parecía real. «¿Es que no tienes lengua, hombre? -le dije a Lindell-. Si eres inocente, ¡podrías haberlo dicho en lugar de estar aquí encerrado durante meses!» Y lo que contestó ese pirado fue algo así como que se lo merecía porque de todas formas era culpable «de otra manera».

Sonja era prudente. Quizá había una «reasonable doubt», así lo dijo. No sabía qué pensar del aparato para la espalda. Estuvimos sentados un buen rato en mi despacho, ella y yo. El cielo de la primavera temprana se abría azul claro y la llanura blanca tenía ahora algunas manchas de un pardo amarillento. Parecía imposible que se hubiera producido un asesinato. Ese caso era para mí un misterio con una solución paradójica que hace que todo se vea bajo una nueva luz. Si la única relación cercana de Dahlström no había cometido el asesinato y no podía ser un asesino en serie porque habían pasado cuatro meses y no había serie alguna, la conclusión era que el asesinato no había tenido lugar.

¿Qué había sucedido entonces en Stensta?, nos preguntábamos. Dahlström se suicidó, se colgó de un árbol con una cuerda que se llevó el viento, pero antes se había desnudado, se había grabado una letra en el estómago, se había sacado los ojos y se los había comido. O las urracas picotearon los ojos y algún transeúnte se llevó la ropa. O quizá no había ningún cadáver, solo una muñeca que el departamento de medicina forense había construido para marearnos. O no había asesino porque, acuciado por la angustia, se había ahogado en un pantano.

Es la manera que tiene uno de bromear cuando está cansado y enfadado. Pero al final volvimos a las dos alternativas realistas. Nadie más tenía motivo para matar a Gabriella Dahlström. Lo que significaba que, o bien Lindell era culpable a pesar de todo, o bien el Cazador era otro individuo enfermo que mataba al azar. Quizá había quedado tan conmocionado la primera vez, que no había vuelto a hacerlo, pero seguramente era un depredador que aguardaba su hora para volver a atacar.

Solo podíamos esperar. Casi lo veía en casa por las noches: sus ojos en la oscuridad. A veces desaparecían, porque los cerraba y pensaba en algo. Luego estaban otra vez allí, brillantes.

Acontecimientos del 2 de marzo de 2006

A pesar de todo, no pude seguir esperando. Una tarde busqué en el archivo los papeles de Gabriella Dahlström. Todo lo que teníamos se había guardado en tres grandes cajas de cartón como posibles pistas. Por supuesto, las habíamos revisado antes, pero no habíamos hallado nada digno de interés, solo algunos datos sobre Olkiluoto en el ordenador y correos electrónicos dirigidos a algunos periódicos. Habíamos hecho un seguimiento, y los demás papeles nos habían parecido antiguos y sin interés, especialmente cuando Lindell se convirtió tan pronto en el sospechoso principal y fue detenido.

Ahora volví a revisar las cajas. Fotos familiares, Gabriella cuando era una adolescente con melena corta castaña, con sus padres, maltrechos pero sonrientes delante de una granja en el campo. Retratos de compañeros de escuela. Antiguas calificaciones y cuadernos de redacción con un estilo joven y pulcro. Diploma de natación, graduación del instituto de Ekenäs: cum laude en lengua materna y matemáticas, magna cum laude approbatur en inglés.

En el fondo de la caja, con los cuadernos escolares, había un fajo de papeles que parecían igual de antiguos y que por eso mismo nos los habíamos saltado. Cuando los hojeé, vi que en realidad eran relativamente recientes, referidos a Olkiluoto y los problemas que afirmaba que tenía la central.

Quizá contuvieran una pista, un secreto que explicara que Gabriella Dahlström había sido víctima de un asesinato premeditado realizado por alguien que no era Lindell. Alguien que había querido quitarla de en medio y que, cuando lo imprescindible estuvo hecho, había parado de matar.

Empecé a leer.

Relato de Gabriella

Permítame que primero diga esto sobre mi realidad en este momento: sé algo acerca de mi trabajo. Si lo hago público se armará jaleo, será un acontecimiento mediático que tendrá graves consecuencias.

Pero decirlo es una cosa y atreverse a hacerlo, otra muy distinta. El camino es muy largo y me preparo con cuidado, en particular sentándome a escribir sobre mi vida. Intento mostrar desde el principio la personalidad que debe ponerse en juego contra personas que tienen mucho más poder que yo.

Me llamo Gabriella Evelina Dahlström y tengo treinta y cuatro años. Vivo desde mediados de los noventa en Forshälla, pero nací en Bromarv (en realidad, en la maternidad de Ekenäs). Fue un hecho dramático, no solo para mí, que salí al mundo gritando, sino también para mamá. Tuvo que luchar mucho para sacar a este poco cooperativo bulto de músculos y huesos. Estuvo veintidós horas echada, gritando y arañando a las enfermeras en los brazos, y se rompió el índice izquierdo cuando, desesperada, chocó contra las barras metálicas de la cama. Tan fuerte era mi resistencia.

En el pasillo estaba papá retorciéndose las manos y preguntando a cuantos pasaban por allí cómo iba y si acabaría pronto. Una vez mamá gritó tanto que él entró corriendo, pero enseguida lo echaron de allí. «Elin era como un animal furioso con ojos que parecían ciegos de oscuridad. No creo que me reconociera siquiera.» Me lo contó una de esas veces en que íbamos a pescar los dos solos. Aún recuerdo su voz tensa y baja, y sus ojos fijos en los peces que yacían muertos en la red.

Era una pieza importante del rompecabezas que tuve que recomponer en mi pequeño cerebro de niña para averiguar cómo había nacido. Mis padres solo se atrevían a contarme, por separado, retazos de lo que sucedió entonces, el 14 de junio de 1971.

Cuando por fin lo supe todo -o pensé que lo sabía-, me sentía culpable a menudo. Miraba de reojo a mamá para ver si en lo más profundo me odiaba, aunque pareciera tierna y cariñosa. Cuando decía algo como «Ahora vas a ser una niña buena», yo entre líneas escuchaba «Es lo menos que puedo pedirte, después de lo que me hiciste». Y a pesar de que yo siempre era buena, aunque estaba algo cansada y triste en ocasiones, sentía algo distinto cuando mamá me daba las buenas noches y yo me quedaba un rato despierta. Veía que esa cara que se apartaba de mí cuando había apagado la luz se convertía en algo con refulgentes ojos negros y una mandíbula enorme. El morro de la bestia y la cara normal de mamá se me aparecían en fogonazos en la oscuridad que me rodeaba.

Allí viví toda mi infancia y mi juventud, en Bromarv. Al final de un largo y penetrante golfo teníamos una granja con veinte vacas, cuatro o cinco cerdos, dos caballos, un tractor y un montón de gallinas. Con eso se podía vivir en aquella época, incluso bastante bien. Teníamos una casa grande con camino de entrada de grava, y yo tenía mi propia habitación con una cama grande y muchos juguetes.

Me sentía segura porque mamá y papá siempre estaban en casa. Pero al mismo tiempo siempre estaban en el trabajo. Mamá cocinando y ordeñando, papá con los campos, las máquinas y los papeles en su despacho. No puedo decir que en aquella época realmente echara de menos nada, pero como hija única me sentía a menudo sola y aburrida.

Entonces salía y cantaba. Es lo que recuerdo con más claridad cuando miro hacia atrás: una niñita que está en el patio o en el establo, entre filas de vacas, y que va por ahí cantando, con un bastón o una rama en la mano. Había aprendido las canciones escuchando a mamá en la cocina, pero también me inventaba otras. Eran como monólogos largos, medio melódicos, algo litúrgicos. Pero solo recuerdo el comienzo de una: «Lina, la pequeña Linusja, caminaba por el bosque sola, cuando se encontró con una liebre y empezó a hablar con ella».

Por supuesto, también recuerdo la escuela, el olor a lana húmeda, las largas tablas del suelo pintadas de marrón, los pupitres con la tapa inclinada para escribir, pero que para comer podías ponerla horizontal y sujetarla con un palo. No había comedor, una mujer delgada y malhumorada nos repartía la comida en el vestíbulo y volvíamos a los pupitres a comer.

A mí me daba miedo ir al baño en la escuela. Las niñas mayores estaban allí chismorreando sobre sus cosas y se metían con las pequeñas. La necesidad de hacer pipí es otra de las cosas que recuerdo con claridad de mis primeros años en la escuela.

En el pueblo solo había una escuela de primaria. Luego, a los once años, tuve que empezar a ir a la ciudad, a Ekenäs. Mis amables padres me hubieran llevado hasta allí, veintiocho kilómetros ida y vuelta cada día, pero no me importaba ir en autobús, por la compañía. El autobús y los recreos eran el tiempo que tenía para jugar y hablar con los demás.

Mi mejor amiga se llamaba Tiina. Su madre hablaba finlandés, por eso escribía Tiina con dos íes, pero ella hablaba sueco, igual que yo. Subía al autobús dos paradas después que yo, por lo que podíamos hablar casi todo el trayecto. Ella tenía hermanas, por lo que seguramente me necesitaba menos que yo a ella, pero nunca lo demostró. Hablábamos de nuestra familia y jugábamos a entrechocar las manos siguiendo unas pautas rápidas. Intercambiábamos frutas y golosinas y éramos «Lina y Tiina, Tiina y Lina», como solía decir la gente cuando nos veía juntas. Por eso, cuando nos encontrábamos, decíamos «Lina y Tiina», a modo de saludo, y nos despedíamos diciendo «Tiina y Lina». Habíamos prometido que siempre seríamos amigas. Por la ventanilla del autobús veía cómo saltaban sus trenzas rubias cuando corría por el camino hacia su casa.

Pasados varios años, soltó sus trenzas y su hermoso pelo brillante como el oro caía libre como una cascada hasta medio camino de la cintura. Era el bellezón de la clase, por la que todos se sentían atraídos, y yo estaba orgullosa de ser su amiga. Pero en octavo, cuando teníamos catorce años, el profesorado masculino empezó a hablarle de manera distinta y se hizo amiga de los chicos. Uno de ellos se llamaba Tony. Olía a loción de afeitar y se sentaba a menudo al lado de Tiina en el autobús de vuelta a casa, aunque yo siempre intentaba hacerlo. Al final empezó ella también a sentarse a su lado camino de la escuela. Él subía antes que yo, así que no podía hacer gran cosa si ella elegía sentarse con él aunque yo también estuviera esperándola. A veces seguía viajando conmigo, pero al poco tiempo nos distanciamos del todo. Ella se echó novios de verdad, más serios que Tony, y solo hablaba conmigo de vez en cuando. «Tiina y Lina» ya no existía, yo era solo Lina.

Una noche, desde la habitación contigua a la cocina, oí que mamá y papá hablaban sobre que seguramente sería más difícil para mí perder a mi mejor amiga. ¿Por qué más difícil?, me pregunté, y entré en la cocina a indagarlo. Entonces intercambiaron unas miradas y luego me contaron que yo había tenido una melliza, una hermanita que había muerto a mi lado en el útero. Por eso fue tan difícil el parto. Y quizá por eso era tan importante para mí tener una amiga del alma, me explicó mamá, porque de algún modo había tenido una antes de nacer. «No idéntica, pero casi», dijo.

Allí estaba yo mirando fijamente el hule de cuadros verdes de la cocina, en silencio. Fue un choque mayor que la imagen de mamá como una bestia salvaje. Resulta que había tenido una melliza que estaba unida a mí y que vivió en el vientre de mamá durante casi toda mi estancia allí. Me llevó un momento entenderlo e imaginarlo. Entonces sentí tristeza de que mi hermana hubiera muerto, pero luego algo distinto fue creciendo en mi interior. Una ira roja se esparció sobre el duelo blanco. «¿Por qué no me lo habíais contado? -grité-. Tendría que haber sabido que había una niña muerta en el camino, ¡que yo no tuve la culpa de que el parto fuera tan difícil!» Papá se quedó inmóvil con la taza de café en la mano. «Pero, hija mía, ¿quién ha dicho nunca que tú tuvieras la culpa?» «¡Siempre lo he pensado!», grité yo con la voz rota por el llanto, y luego salí corriendo. Nunca me ha gustado que me vean llorar.

Más tarde empecé a darle vueltas a otra cosa. ¿Por qué murió mi melliza? ¿Porque yo la arrinconé y ocupé el lugar que ella necesitaba para vivir? Quizá habíamos luchado entre nosotras en la oscuridad del líquido amniótico. Una lucha por quién de las dos viviría, dado que no había suficiente alimento y espacio para ambas. Pero cuando por fin me atreví a preguntarle a mamá, me contó que le habían hecho la autopsia y que esta demostró que mi melliza tenía un defecto que la había conducido a la muerte. Nada que ver conmigo.

Sin embargo, he sentido mucho tiempo una especie de culpabilidad por haber tenido una hermana que murió. Aunque ahora prefiero pensar en ello como en una fuerza. Soy fuerte: ya al comienzo de mi vida salí indemne de situaciones difíciles. Y en cierto modo llevo dos vidas dentro de mí. Vivo por mí y por mi melliza. Eso me da fuerzas también para hacer lo que ahora tengo que hacer.

Comparada con Tiina, yo no era -o no soy- nada especial. Suena bien decir que soy morena, pero en realidad tengo un pelo de un color castaño oscuro insulso que cae como una cortina sin brillo. Por desgracia, mis ojos no son marrones sino algo indefinidos entre gris y azul, más bien pequeños. La nariz es un poco demasiado larga, pero por lo demás tengo un rostro de proporciones normales y una buena dentadura. Río con facilidad, aunque solo lo hacen los labios. No sé iluminar la cara desde dentro, como hacen otros cuando ríen. En lo que se refiere al cuerpo, no estoy gorda, pero sí algo rellena como para decir que soy esbelta, y bien podría haber tenido los pechos un poco más grandes. En conjunto, no tengo defectos concretos, pero he tenido que acostumbrarme a no ser de esas mujeres a las que los chicos y los hombres se acercan espontáneamente.

Por otra parte… no estoy segura de si debo escribir esto, pero es parte de mi realidad, así que ¿por qué no? Resulta que me parece que ejerzo una extraña atracción en las mujeres. Cuando era más joven lo tomé como amabilidad; apenas sabía que las lesbianas existían. Después he comprendido el impulso de la profesora que me invitó a su casa para tomar una sauna o de la señora de la librería de Ekenäs que siempre, ya desde la segunda vez que entré, me abrazaba como a una amiga íntima a la que había recuperado.

Allí, en mi tierra, la cosa nunca llegó a más, pero el primer otoño de mis estudios fuera de casa, conocí en el bar de un hotel a una mujer de unos treinta años, bien vestida y elegantemente maquillada. Su conversación era agradable y yo intentaba practicar mi finlandés. Durante el transcurso de la velada se me fue acercando cada vez con más descaro desde su taburete en la barra y al final, poniendo su mano sobre mi muslo, me preguntó si quería ir con ella a su casa. Por supuesto le dije que no, pero en todo caso comprendí lo que pretendía.

De camino a casa recordé, como una revelación súbita, a la profesora de la sauna. Cómo había insistido en restregarme el cuerpo con una toalla grande roja y cómo olfateaba mi pelo «porque el champú huele tan bien». De vuelta en mi cuarto de estudiante, me coloqué desnuda frente al espejo para ver si había algo mal en mí, si parecía un hombre o algo así. Creo que incluso lloré un poco.

Pero se me pasó. Hoy este asunto me parece divertido, aunque resulta molesto a veces. De vez en cuando alguna me tira los tejos. Hay más mujeres a las que les gustan las mujeres de lo que se cree, por lo menos el ligoteo y el toqueteo. Es algo que resulta evidente cuando eres un chick magnet como yo. Hace unos años oí esa expresión en una película americana y me reí. Se refería a un coche bonito, pero me daban ganas de gritarle al chico que lo tenía: ¡Elígeme a mí, yo soy un chick magnet!

La mayoría de las veces no hay problema, pero ahora hace varias semanas que me corteja descaradamente una mujer hombruna y de constitución fuerte. Parece que vive cerca de mi casa, aquí, en Stensta, y se me ha acercado varias veces en la calle y me ha invitado a su casa con la táctica del «¡Vamos, no seas tímida, en realidad tú también quieres!». Cuando le digo que no, sigue caminando un rato conmigo. Una tarde, hace cosa de una semana, fue realmente desagradable, me pareció que me seguía por la calle Torkel y luego por el sendero que suelo tomar camino a casa. Después de ese día no he vuelto a verla.

Volvamos a la adolescencia. Tras la traición de Tiina -así lo viví yo entonces-, tuve una temporada bastante solitaria, pero al final también yo encontré un novio. O Robert me encontró a mí en el invierno de mis quince años y medio. Es extraño pero no recuerdo cómo nos conocimos. De pronto, simplemente estaba ahí, con sus dientes desiguales en una gran sonrisa, sus granos y su pelo rubio, peinado y mojado. Soy su novia sin que nunca se haya dicho, como en un sueño, en que solo uno siente cómo son las cosas. De repente está sentado a mi lado y tiene derecho a tocarme los pechos y a intentar besarme de manera que nuestros dientes chocan como una tapadera contra el borde de una cacerola que no le corresponde. Sin embargo, de alguna forma era lo correcto, yo «amaba» a Robert sin entender qué significaba eso. Hablaba mucho, no recuerdo de qué, pero eso no era lo importante, lo único que importaba era su rápida sonrisa y su mirada que se volvía hacia mí cuando se reía. Siempre las recuerdo.

Cuando Robert se trasladó a Italia porque su padre consiguió un trabajo en la Fiat, me negué a comer durante varias semanas. Iba al instituto como una muñeca de hielo grande y ambulante, y apenas oía lo que se decía en las clases. Estaba dentro de una campana de hielo, los demás podían verme y señalarme, pero yo me escondía en su blanco silencio.

Nunca he vuelto a amar así a nadie. Aún puedo sentir el aroma de Robert: el desodorante, el gel y su piel. Luego me arrepentí de que no nos hubiéramos acostado porque éramos demasiado tímidos; mi primera vez debería haber sido con él.

Cuando ahora pienso en ello, de nuevo me siento dentro de la campana y tengo que dejar de escribir.

Robert iba un curso por encima de mí; en el bachillerato había elegido la rama de matemáticas; el bachillerato, ese mundo exclusivo y secreto que muchos de los que estábamos en secundaria nunca conoceríamos. Tiina desde luego no lo haría, andaba por ahí con chicos y seguramente no tardaría en quedarse embarazada; mientras que las chicas más finas, como Ivonne y Sara, lo tenían sin duda asegurado, pues sus padres contaban con empleos de oficina bien remunerados en Åbo o Helsinki. Una campesina como yo podía escoger: mis padres no tenían estudios, pero, por otro lado, estaban bien situados, tenían granja propia y dos coches. Escogí entrar en el mundo del bachillerato, y concretamente en la línea de matemáticas, por Robert. Se había ido, tras unos cuantos besos llorosos de despedida se mudó el 6 de mayo de 1987. Pero ese otoño a mí me parecía que aun así seguía un poquito con él porque estaba haciendo el bachillerato.

Me convertí en una alumna modelo. Por Robert no tuve ningún novio y me mantuve virgen hasta el segundo año en la universidad. En vez de tener novios, leía libros y estudiaba mucho, y me di cuenta de que eso a mis padres les impresionaba. A veces, cuando mirábamos la tele, podía explicarles cosas que ellos no sabían: la Gran Guerra, «comme il faut», la diferencia en Estados Unidos entre el Senado y la Cámara de Representantes. Entonces yo era la adulta y ellos mis hijos, y a mí me gustaba; era una curiosa mezcla de ternura y arrogancia. A papá al principio no le hacía gracia, pero acabó acostumbrándose y se sentía tan orgulloso como mamá. Si teníamos visitas, ponía la tele para ver si decían algo difícil que yo pudiera explicarles.

Saqué el bachillerato con buenas notas, así que podía estudiar prácticamente lo que quisiera. «Médico», insinuaron tímidamente mamá y papá, pues apenas se atrevían a decir esa rutilante palabra, ellos hablaban de «ayudar a la gente». Pero yo había visto demasiadas veces los ojos de las vacas cuando, luchando y empujando, parían terneros atravesados en medio de riadas de sangre. El dolor inevitable de todo lo viviente. Prefería trabajar con lo que ya estaba muerto, con lo que se ha mantenido fuera de la vida pero ha creado en la materia inorgánica patrones de millares de moléculas llenos de sentido. Solicité y conseguí plaza tanto en la Facultad de Química de Åbo como en la Escuela de Ingeniería de Tammerfors. Química, pensé primero. Entonces tenía más salidas para una mujer, algo parecido a ser farmacéutica. Pero la víspera del último día de la inscripción, echada en la cama, medio dormida, veía dos habitaciones en la oscuridad. Una estaba llena de probetas con líquidos verdes y amarillos que echaban vapor; en la otra había una máquina grande de color gris negruzco que golpeteaba. Era desagradable y no entendía qué fabricaba. Sin embargo, era lo único que quería mirar, sus movimientos precisos y fuertes. Su seguridad, sin enfermedad ni dolor. Cuando lo comprendí, me dormí profundamente.

«Sí, pero ¡qué vas a hacer! -exclamó mamá por la mañana-. ¿De verdad quieres ser eso? ¿Ingeniera?» Debía de pensar que iba a estar en una cadena de montaje haciendo agujeros en una plancha de metal. Papá no dijo apenas nada, pero parecía satisfecho cuando me llevó a la estación de tren de Ekenäs. Cuando iba a subirme al tren, hizo algo muy poco común en él. Me abrazó con ambos brazos y me susurró al oído: «Mi querida niña». Escuché lágrimas en su voz y por ello lo he querido siempre. Mi papá.

Nunca antes había estado en Tammerfors, pero me gustó ya cuando desde la estación miré hacia Hämeenkatu, la calle principal, y luego salí hacia el puente. Había grandes estatuas de antiguos héroes finlandeses y se veía una fábrica de papel, enorme y de ladrillo rojo, que curiosamente estaba en medio de la ciudad. Desde la plaza central, Keskustori, tomé el autobús hasta Hervanta, donde se halla la Escuela Técnica Superior. Parecía un conjunto de bloques pétreos que algún gigante de la mitología del Kalevala hubiera arrojado en mitad del bosque y que luego se hubieran afilado y horadado creando techos, ventanas y pasillos.

En la secretaría, una señora pardo grisácea me inscribió y me miró con una sonrisa cómplice y enigmática. Un pequeño rayo de luz de sus ojos a los míos a través de la habitación llena de chicos ruidosos y con granos en la cara. La heroína. Abrir brecha. ¡Demuestra que las mujeres pueden!

Para mí era solo metal. Duros y brillantes pedazos de metal que se acoplaban a otros y golpeaban y bombeaban y funcionaban. Posteriormente he reflexionado sobre la admiración de la campesina por la cosechadora. No tengo ningún recuerdo especial de aquella enorme tortuga verde que se abría paso sobre el campo y se tragaba un río de semillas mientras escupía la paja. Para mí solo era una máquina ineludible que se presentaba en agosto. Sin embargo, pienso que en algún lugar en mi interior una niña estuvo en la orilla de ese campo con los ojos muy abiertos contemplándola por primera vez, asombrada para siempre. Eso es lo que para mí son las máquinas: como animales. Se las puede cuidar y querer, pero no tienen ojos dolientes a los que mirar.

En clase éramos dos mujeres entre veintidós hombres. Gabriella y Greta. En cuanto Greta abrió la boca y habló en finlandés, quedó claro que también ella era sueco-finesa. Parecía directa y abierta, reía mucho, hablaba de Österbotten, donde se había criado, y no paraba de arreglarse su pelo rubio.

Al principio nos buscábamos y nos sentábamos juntas durante las lecciones y las pausas. Todo iba asombrosamente bien. Los profesores eran caballeros al viejo estilo; los compañeros, atentos, con la intención tímida o evidente de echarse una novia: «Podríamos tomar una taza de café alguna vez, ¿no?». Debido a Robert, yo no estaba demasiado interesada, ellos lo notaban enseguida y, cuando en los restaurantes de Hämeenkatu, encontraban una amiga entre las estudiantes de Lengua, me dejaban tranquila. Greta, en cambio, se servía a gusto. Enseguida se convirtió en una abeja reina entre los chicos, elegía y desechaba, y ya no nos veíamos tanto. Lo mismo que había pasado con Tiina, pero yo ahora era más adulta y no me afectaba tanto. Me metí de lleno en los estudios y durante tiempo estuve algo colada por el mejor de mis profesores, pero no pasó nada.

El segundo año, tras una fiesta bien regada, me acosté con Antero, un estudiante de medicina al que había conocido hacía cuatro horas. No me hizo tanto daño como creía; pensé que había ido bien. Pero por la mañana, en su apartamento de estudiante, de una habitación y una pequeña cocina, en el barrio obrero de Tammela, parecía realmente avergonzado. Solo mucho después comprendí -como cuando uno por fin entiende un chiste- que debía de haber llegado a meta un tanto demasiado pronto. ¡Muy, muy pronto! Me di cuenta de repente cuando estaba pensando en ello, mirando por la ventanilla del tren camino a Ekenäs, y comencé a sonreír a mi imagen en la ventana. A posteriori, la escena de esa mañana parecía una comedia. Él colocando torpemente las tazas de té y unas rebanadas secas de pan mientras habla acelerado de lo guay que fue la fiesta de la tarde anterior. Yo estoy desconcertada, y el público, que sabe más del tema, se ríe. Pero cuando bajaba la cuesta hacia el túnel de la estación, con el tibio sol de septiembre en mi espalda, me sentía satisfecha. Yo era normal. También podía hacerlo. Screw Greta! Screw Tiina!

Dejo de escribir, pero solo porque se ha hecho de noche. He escrito todo el día, pero avanzo despacio porque tengo que hacerlo a mano.

Ya es el día siguiente y sigo escribiendo.

Los años pasaban y yo estudiaba. Viví también en las afueras de Hervanta, donde tenía todos los servicios básicos, corría en el bosque y esquiaba durante los inviernos, que eran fríos y brillaban azules y blancos como la bandera de Finlandia. A menudo viajaba a casa, a Bromarv, y acariciaba a las vacas. Mamá y papá se sentían ahora orgullosos de mi elección en los estudios, pero les preocupaba quién llevaría más adelante la granja. A veces leían anuncios de trabajo para ingenieros en Västra Nyland, con el secreto deseo de que me casara con el hijo de un campesino que se hiciera cargo de la granja mientras yo iba todos los días a trabajar a la ciudad. En ocasiones hablaban también de una «lenta mecanización de la agricultura» que llevarían a cabo los ingenieros. Yo me desentendía, pero nunca les quité sus esperanzas. No pensaba realmente en ello, pero imaginaba que quizá terminaran sus días con esa esperanza aún viva. Papá había sufrido un leve infarto y tosía mucho. Mamá tenía el cabello cano y se había encogido, un poquito más cada vez que volvía a verla.

En realidad ya los había traicionado al especializarme en energía nuclear, pues los posibles trabajos estaban muy lejos, en las centrales de Lovisa o Olkiluoto. Grandes animales ronroneantes. Gatos gigantes que dormitan en la orilla e irradian calor y seguridad mucho más allá de los oscuros bosques y las llanuras barridas por el viento. Al cabo de seis años me licencié en ingeniería industrial, con la cabeza llena de fórmulas y esquemas técnicos y con algunas ideas propias sobre mejoras o líneas más rectas en los sistemas. Quería sentarme sola en una gran sala de control, y apenas podía contenerme.

A principios del último curso había escrito a las dos centrales nucleares y había recibido de ambas una respuesta alentadora. Elegí Olkiluoto porque me ofrecieron tareas laborales más interesantes que en Lovisa. Además, queda cerca de Forshälla, «la capital sueco-finesa». Como me había criado en la zona de Ekenäs, donde con el sueco te las arreglas perfectamente bien, me venía de perlas. Por supuesto, tras los muchos años pasados en Tammerfors, me defendía bien en finlandés, pero, con todo, nunca era lo mismo.

A mamá y papá también les pareció bien Forshälla (ellos apenas entendían el finlandés), y mamá tenía una prima, Edla, en la ciudad con la que podría vivir. Pedí un préstamo para comprarme un coche y con él recorría los cerca de cuarenta kilómetros hasta Olkiluoto. Cuando, tras las muchas protestas de Edla, dejé su gran piso en Dragongatan, preferí seguir viviendo en la ciudad. Conseguí un apartamento de dos habitaciones en Stensta, con vistas a los campos y un familiar olor a estiércol en primavera y otoño.

Aquí, en Forshälla, la gente es amable pero también bastante curiosa; me gustan sus coloridas casas de madera y su castillo marrón grisáceo, bello en su fealdad. Ciertas cuestiones relativas a la «conciencia de tradición» me resultan difíciles: los letreros de las calles que noventa años después de la independencia aún están escritos en ruso y la extraña costumbre que tienen algunos de señalar que pertenecen a «la población originaria» porque quizá sus antepasados construyeron el castillo en el siglo XVII. ¡Incluso intentan hablar a la manera antigua, y es algo que se considera de buen tono! Por otro lado, se muestran abiertos a los nuevos habitantes. En el siglo XIX se construyó una mezquita para los inmigrantes tártaros y en los últimos tiempos los refugiados vietnamitas llegados en barco se han convertido en una parte natural de la ciudadanía. En general, pues, me siento a gusto aquí. Forshälla es mi hogar desde hace ya once años.

Papá murió de un infarto hace cuatro años y mamá, medio año después. Aunque no me pilló totalmente por sorpresa, tuve que pedir la baja por enfermedad durante un mes en las dos ocasiones. No lloré demasiado, pero era incapaz de concentrarme en el trabajo. Me preguntaba si mi elección profesional y mi lejanía habían contribuido a su muerte, aunque solía viajar a Bromarv un fin de semana al mes. Solo tenían sesenta y ocho y sesenta y cinco años.

Fue entonces cuando empezó. Después de la muerte de mamá, pasé un mes sola en casa, pero no estaba sola. Sentía una presencia. Primero vagamente, como un susurro apenas audible procedente de la calle cuando una ventana de la habitación contigua está abierta, luego escuchaba una voz: «Gabriella». Sonaba como mi propia voz.

Durante varios días oí eso, mi nombre. Pero una noche en que me acosté temprano: «No estés triste». Lo oí con toda claridad, lo había dicho bajito alguien con mi propia voz. Me incorporé y comprendí que era mi melliza quien me hablaba. «¿Eres tú? ¿No puedes mostrarte?», dije yo igual de bajo. «No tienes por qué estar triste», fue la respuesta. Pero no se dejó ver.

Después he sentido a menudo su presencia. No habla, pero está ahí. Sé que se pueden dar explicaciones psicológicas naturales para esto, pero creo que realmente es ella, que existe en algún sitio y que, al menos en ocasiones, cuando la necesito, puede ponerse en contacto conmigo. Lo cual demuestra que realmente quiere ayudarme y no está enfadada porque yo vivo y ella murió. En los últimos seis meses ha estado conmigo con frecuencia.

Tras morir mamá, tuve que tomar una decisión acerca de la granja. Podía haberla vendido, pero era incapaz de hacerlo. Mejor pasársela a mi primo Greger y que cada tanto me fuera pagando lo que pudiera, ya que tiene mujer y tres niños pequeños. Es lo que a mamá y papá les hubiera parecido la segunda mejor opción: que la granja siguiera en la familia. Nunca hablamos de ello, preferíamos creer que ellos vivirían mucho más y que quizá yo volvería de Forshälla. El sueño de mi marido y yo en la granja en Bromarv seguía vivo.

A veces imagino a Greger caminando por el corral trasero con una herramienta en la mano y mirando los campos. Sus ojos y sus manos deberían ser los míos; su familia debería ser la mía.

Esta es, pues, mi realidad. Aquí en Forshälla, en Torkelsgatan, en Stensta. A veces me siento algo sola (Edla ya murió), pero también bastante satisfecha con mi cotidianidad y mi trabajo en Olkiluoto. No he hecho grandes reformas, en la práctica todo era más complicado o estaba mejor resuelto de lo que esperaba y nunca he sido una ingeniera investigadora. Pero estoy en la sala de control y escucho cómo late el corazón y cómo bombea la sangre en las venas del gran animal. Miro los instrumentos y todo va bien.

Estaba en la sala de control. Se acabó hace medio año. Contaré por qué. Pero primero debo hablar de Erik.

Conocí a Erik la primavera pasada en una subasta a la que me decidí a ir siguiendo un momento de inspiración. Había visto un anuncio con una cara «conocida de la televisión» y esa misma tarde, en lugar de ir al cine, fui a la casa de subastas. Luego resultó que ese experto no estaba, pero el ambiente estaba animado. Me dejé llevar varias veces y pujé, y por primera vez en mi vida sentí lo que podía ser la ludopatía. Con las mejillas encendidas, pujaba más y más alto por cosas que no necesitaba en absoluto y ni siquiera quería tener. Una estantería en madera de teca, la obra de Jarl Hemmers encuadernada en tela gris clara, parte de una vajilla de porcelana de Meissen. Por fortuna, había otros aún más locos que yo, por lo que el único objeto por el que pujé hasta el final (¡por 120 euros!) fue una cucharita rusa de plata del siglo XIX con un ramo de flores de porcelana insertado en el mango.

Luego se me acercó un hombre para mirarla y tocarla. Primero pensé que era un funcionario que controlaba algo, pero luego lo reconocí por su profunda voz de bajo. Era el hombre que había pujado contra mí por la cuchara pero que al final había arriesgado menos que yo. Era Erik.

Empezamos a hablar y, cuando acabó la subasta, salimos con los demás. Para que no supiera dónde vivía, fui con él al centro, aunque era dar un rodeo hasta casa. Parecía agradable, pero una nunca sabe si el que tiene al lado es un acosador. Caminamos a lo largo de la orilla del río y hablamos de esto y de aquello. Como he dicho antes, era primavera, el río era un espejo verde y tranquilo, y hablamos de lo agradable que era vivir en Forshälla. Erik era elegante, alto y de espalda ancha, con pelo castaño alborotado y tímido de una manera natural, no fingida, como algunos hombres que piensan que eso les da encanto. En la plaza de Porthan, cuando llegó mi autobús, me estrechó la mano. Dijimos nuestros nombres de pila y acordamos que volveríamos a vernos días más tarde. Erik y Gabriella. Gabriella y Erik.

Ese día, un viernes por la tarde, fuimos al cine. Lo propuse yo, y a él le pareció buena idea y aceptó enseguida. «Me gusta el cine.» Sin embargo, me di cuenta, por su actitud, de que nunca había estado en esa sala, mientras que yo iba a menudo: era mi gran afición. Nos sentamos juntos y muy tiesos, como dos colegiales que tienen la oportunidad de estar juntos sin necesidad de hablar. Me rozó varias veces, solo en el antebrazo. No hice nada, aún no me había decidido, pero lo miré de reojo muchas veces bajo el resplandor coloreado de la película, y él me miró a mí a escondidas, la cara y los pechos. No disimulaba demasiado bien, pero no se atrevió a ir más allá.

Después, cuando hablamos de la película, me di cuenta de que se había perdido mucho del argumento; sin embargo, no era una persona torpe. Quizá fue entonces cuando lo elegí, cuando en el autobús de vuelta entendí el porqué: había estado todo el tiempo pensando en mí. Estaba tan absorto en mí… Yo había tenido tres novios -si es que se les puede llamar así- desde que estaba en Forshälla, pero ninguno de ellos estaba colado por mí. Era más bien «Hola» y «Adiós», sexo con los calcetines puestos, tele antes y tele después.

La tercera vez me encontré con Erik en el café Obermann. Era militar, y me habló sin demasiado entusiasmo sobre su trabajo. Yo le hablé de Olkiluoto, pero con cuidado, sin revelar nada. Hay muchas cosas de las que no podemos hablar. Él estaba sentado en un sofá de crepé desde el que se veía la calle, y cuando volví de los servicios me senté a su lado. Pensé que era lo correcto, aunque él se quedó tan callado que me pregunté si no habría ido demasiado lejos, si no sería uno de esos que tiene que tomar siempre la iniciativa. Pero luego vi que bajo su tez morena se ponía rojo. ¡Estaba realmente colado por mí! Yo también fijé la vista en el frente, en la gente y en un autobús que pasaba, pero al mismo tiempo visioné la imagen enmarcada de nosotros sentados en el sofá: como en una antigua fotografía en la que se entiende que esas dos personas que miran a la cámara son pareja. Son pareja porque son el uno para el otro. Lo que es mucho más que ser feliz. Cuando salimos a la estrecha acera, nos besamos por primera vez. Tuve que ponerme de puntillas. Mis pezones se endurecieron y también se irguieron hacia su piel a través de capas de tela.

Luego pensé mucho en Erik, y una noche caí en la cuenta de que no había pensado para nada en Robert. Antes, cuando quedaba con algún hombre, con algún posible novio, siempre lo hacía.

La siguiente vez que nos vimos, mis pezones se pegaban a su piel en la cama de Erik, con su olor y su cara frente a la mía, sus mejillas en mis manos. Era diferente que con otros hombres. Era como bucear y ahogarse en un agua cálida en la que se respiraba mejor que en el aire.

Después se quedó tan inmóvil que podría haber estado muerto, pero yo tenía la oreja sobre su pecho y oía cómo su corazón latía fuerte y luego más tranquilo, como alguien que ha corrido angustiado por el bosque durante mucho rato y luego llega a casa y todo está en calma. Mi propio corazón corría con él, y el fuego que había surgido entre mis muslos se extendió a los brazos y las piernas como un calor que me hizo sentir todo mi cuerpo y ser feliz de tener un cuerpo en el que podía ocurrir todo esto.

Erik permaneció quieto mucho tiempo a mi lado. Tampoco yo quería moverme. Pero empecé a mirar su habitación, pues habíamos ido directos a la cama. Era muy sencilla. Sin cortinas, solo un estor azul oscuro que habíamos olvidado bajar. Un papel pintado con motivos gris claro, un espejo de pared, un armario blanco y marrón de madera de teca que hacía juego con una cómoda, ambos de Anttila, y un pequeño escritorio junto a la ventana. Era una habitación que no quería contar nada o que quería conservar una pureza no alterada por el entorno. Ningún cuadro que indicase una elección personal, ningún póster que llamase la atención por sus colores. Anodino o tranquilo, temeroso o hábilmente artificial.

Más tarde vi que todo el piso de Erik era similar. Había en él lo esencial y todo estaba bien ordenado: un conjunto de sofás, una alfombra de tamaño mediano en el mismo color, una librería de teca auténtica, un televisor mediano negro. Una cocina con un hule azul oscuro en la mesa y un suelo de linóleo limpio y frío. Cuando yo comento la decoración, Erik la justifica siempre por su funcionalidad: «Práctica, fácil de limpiar, suficiente».

Al principio me dio miedo que fuera un maniático del control que necesitara tenerlo todo en su forma más simple para poder controlarlo y que al final también quisiera hacer eso mismo conmigo. Por suerte, no es así. Erik es flexible y se muestra abierto a mis opiniones, es como un recipiente vacío que acoge agradecido un contenido que ha estado esperando durante mucho tiempo. Un reflejo de esto, a mi modo de ver, es que unos meses antes había empezado a coleccionar objetos decorativos que conseguía en las subastas. En la estantería de teca tenía un perro de porcelana marrón claro, un reloj estropeado pero hermoso del siglo XIX y un adorno hecho de conchas.

El caso es que, como ya dije, Erik es militar: teniente del ejército del aire, aunque ahora está de baja debido a daños en la espalda. También en su tiempo libre es un poco militar, estricto en la forma de vestir o de amueblar su casa. Pero en su interior es justo lo contrario. Es una persona dulce y atenta. Aunque solo conmigo. Cuando estamos fuera, entre la gente, por ejemplo en un restaurante, es adulto y masculino por todos sus poros. Su voz de bajo y su precisa articulación infunden respeto; puedo imaginármelo delante de una compañía, acostumbrado a que lo obedezcan. Y entonces se vuelve hacia mí y es completamente diferente, tal como en verdad es.

Quizá me haya desviado de la cuestión, pero quería escribir sobre Erik porque desde hace medio año es una parte importante de mi realidad. No vivimos juntos, todavía no, pero nos vemos con frecuencia en su casa. Además, pronto tendremos razones para planificar una vida juntos.

Ahora hablaré sobre mi trabajo y me acercaré pues a eso importante que voy a hacer.

Hacía un tiempo que sentía un vago malestar frente a la mesa de control en Olkiluoto. Todos los valores de los cuadros se mantenían dentro de los parámetros debidos, pero subían gradualmente y fluctuaban más de lo habitual. Era como si una cara que conoces bien empezara a hacer gestos normales pero que nunca habías visto en ella. Con el tiempo entendí cuál era el problema. Voy a intentar explicarlo.

Una central nuclear produce electricidad cuando el vapor del agua caliente mueve una turbina que genera energía eléctrica. La fisión de un isótopo de uranio emite la energía que se necesita para hervir el agua. La fisión se consigue bombardeando el uranio con neutrones que debilitan las fuerzas que mantienen unidas las moléculas. Cuando las moléculas por fin se dividen, al tiempo que emiten energía liberan neutrones, los cuales intentan emplearse para romper el pedazo siguiente de uranio y luego el siguiente. Así pues, se crea de forma voluntaria una reacción en cadena que de manera efectiva y elegante irradia la energía que se quiere conseguir.

Pero en ello hay también un peligro. Si se consigue utilizar demasiados neutrones liberados para nuevos bombardeos, el efecto puede aumentar de repente y el calor ser más intenso de lo que se pretendía. Se añade entonces agua helada y, como elemento de control, boro. Este absorbe neutrones, por lo que el ritmo del bombardeo disminuye y con ello también la ruptura del uranio. El peor escenario imaginable es que eso no sea suficiente para frenar esa galopante reacción en cadena… y que el valor sea tan grande que la carcasa alrededor del horno de uranio se funda. Se produce un incendio en la central nuclear y el material radiactivo perjudicial se dispersa en el medio ambiente a través del agujero en la carcasa de hormigón y acero fundido.

Naturalmente, aún no nos encontrábamos en ese punto, pero observé que nuestro consumo de boro aumentaba continuamente al tiempo que lo hacía también la producción de energía. Eso apuntaba a que las reacciones en cadena eran tan efectivas que producían energía constantemente… a pesar de que se amortiguaban cada vez con más boro. Señalé esto a mis superiores en varias ocasiones, pero siempre recibí la misma respuesta: el grado de amortiguación no ha aumentado, solo cargamos las barras de control con un nuevo tipo de boro más débil que se gasta en grandes cantidades pero a cambio permite un ajuste más preciso en el control de las reacciones en cadena. Eso se debía también a que habíamos aumentado nuestra unidad de producción de energía: podíamos «frenar» y «acelerar» con más suavidad y más eficiencia que antes, así lo dijo nuestro jefe, un fanático de los coches (se llamaba Kaukainen, pero solíamos llamarle «el maldito Kaukainen» porque decía muchos tacos).

Era una explicación lógica, pero a la larga no me satisfacía. Yo me pasaba todo el día sentada frente a los instrumentos y podía ver que las fluctuaciones en el desarrollo de la reacción no solo no se amortiguaban, sino que eran más fuertes que antes. Como si una cuadriga acelerara aún más al tirar con fuerza de las bridas. Pero eso no se apreciaba en la estadística oficial que se hacía hora a hora, minuto a minuto. Hablé de ello muchas veces con mis compañeros, pero no interpretaban los instrumentos de la misma forma que yo y no parecían preocupados.

Un día el jefe de personal me llamó a su despacho y me dijo que yo difundía «desinformación» y «malestar» entre el personal. Si no cesaba en mi actitud, me despedirían. Sin embargo, no podía desentenderme. Era mi responsabilidad. Me despertaba una y otra vez en mitad de la noche y veía medio dormida cómo ardían grandes edificios, poderosas llamas amarillas que ondeaban como banderas enormes y el humo negro que se esparcía por el paisaje.

Hablé con el sindicato e intenté de nuevo que mis colegas lo entendieran. En vano. Primero me cambiaron a la unidad de desarrollo y un mes más tarde me despidieron. Los del sindicato no actuaron, creyeron lo que decía la dirección sobre «falta de lealtad» y «desinformación», pero consiguieron una indemnización por despido de dieciocho meses. Yo tampoco estaba dispuesta a luchar y dar en el intento hasta la última gota de sangre. En parte porque me hallaba en desventaja, no se me da demasiado bien pelear y discutir en finés. Y en parte porque pensé que podría actuar con mayor libertad sin estar atada por ningún contrato. Insistí en recibir el total de la indemnización de una vez, aunque desde el punto de vista fiscal era menos favorecedor que mensualmente. Ya no me tenían cogida por ningún lado, ¡podía actuar como quisiera!

Así es pues mi vida ahora, cómoda mientras me dure el dinero y emocionante debido a lo que voy a hacer. Pienso contarlo todo sobre los problemas de seguridad, solo necesito que los medios me escuchen. Luego despedirán a los jefes poco cuidadosos y la presión de los ciudadanos hará que la seguridad se refuerce. Llegados a ese punto, tendré la oportunidad de recuperar mi puesto de trabajo, o tal vez pueda conseguir uno mejor.

Durante los últimos meses he sentido muy cerca a mi hermana. Ella y Erik me dan fuerzas, y escribir esto me ha servido como una especie de preparación. Ahora estoy lista para lo que tengo que hacer.

Atentamente,

Gabriella Dahlström

Harald

Acontecimientos del 2 de marzo de 2006

Fue curioso. Sentado en mi despacho, mientras leía en la oscuridad de la noche, veía a Gabriella Dahlström inclinada en la mesa frente a mí, escribiendo su relato. De esa manera volvía a estar viva. Su mundo interior se había abierto para mí, y sentí una presión en el pecho cuando junto al manuscrito vi la foto de su cadáver desnudo: esos pensamientos brillantes, esas emociones, esos sueños futuros… todo apagado. Y el niño que llevaba dentro, la pequeña vida que no pudo ser.

Nunca antes había experimentado ese sentimiento hacia la víctima de un asesinato, pero ya no lo olvidaría. En última instancia, era para apaciguar ese dolor por lo que perseguía a los asesinos.

Estuve deambulando durante mucho tiempo por los oscuros pasillos de la comisaría.

De nuevo en el despacho, con la vista fija en los focos de los coches que avanzan en la oscuridad hacia la ciudad.

¿Qué aporta esto al caso? En cuanto a contenido, no demasiado que no supiéramos ya: la relación con Lindell; el intento de avisar sobre Olkiluoto. Una imagen difusa de una lesbiana que la acosa. Pero ¿a quién escribe Gabriella? Termina con un «Atentamente», por lo que se trata de una carta larga, no de un simple diario. Explica cuestiones básicas sobre su origen, crecimiento, domicilio y profesión, cosas que cuantos la conocen ya deben de saber. Escribe, pues, para un extraño, pero ¿por qué lo hace con tanto detalle, en un tono tan confidencial, y a mano, como una carta íntima y personal?

Podría ser la primera carta a un futuro amigo epistolar, pero entonces, ¿por qué no hay ninguna referencia al destinatario, ninguna pregunta sincera o al menos educada dirigida al otro? Y ninguna dirección, pues no había dejado ni borrador ni copia.

¿Qué te sucedió, Gabriella? Hay algo esencial en tu relato, pero no lo capto.

Solo me quedaba aguardar. Una semana, un mes, dos meses deambulando por la calle peatonal, a la sombra de la torre del castillo. Mirando a las mujeres jóvenes a los ojos y preguntándome: Tú que masticas chicle aburrida, ¿serás tú B o C? Tú que sonríes con el rostro vuelto hacia tu novio, ¿serás tú? Tú que una tarde irás sola por un sendero del parque y no tendrás tiempo de volverte.