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Marzo de 2006
Me llamo Nadeschda Stepanova, me llaman Nadja y soy una chica rusa que vive en Finlandia, en Forshälla. Escribo en este cuaderno para mejorar mi sueco y pensar en cosas que no sean aburridas. Empezaré por mi vida en Rusia y lo que sentía cuando era niña.
Yo era una niña de campo, de las afueras de una ciudad rusa que en el mapa finlandés se llama Viborg. Vivía con mi madre y mi hermano pequeño, Kolja, en una casa sin electricidad ni agua. Teníamos una lámpara de aceite y una letrina detrás de la casa. El fuego de la cocina casi siempre estaba encendido, para calentarnos, menos cuando no teníamos leña y pasábamos frío. Teníamos tres vacas y un pequeño campo, así que nos procurábamos leche, patatas y raíces para comer, y mamá también podía vender algo de eso en la plaza de Viborg y sacar un dinero.
Pagábamos a un leñador que venía con un caballo o un tractor y un carro lleno de leña. A veces, cuando mamá no tenía dinero, mi hermano y yo pasábamos mucho rato fuera con una zanahoria en la mano acariciando al caballo o sentados en el tractor porque el leñador estaba en la casa y cobraba de otra manera. Esto lo recuerdo muy bien de mi infancia.
Recuerdo también el estrecho sendero delante de nuestra escalera y el prado tras la letrina. Nuestra casa solo era de color marrón, hecha con troncos viejos y ramas en el tejado, pero el prado tenía muchas filas de colores: verde y amarillo y rojo y blanco y azul. Estaban sobre el prado como una niebla de colores, de las flores. Al lado del prado, un árbol, el único. No muy alto pero ancho. Podías sentarte a la sombra, en una pequeña oscuridad, cuando hacía calor. Yo lo hacía y miraba las vacas o las mariposas que volaban en la luz de fuera o los pájaros que cantaban en los árboles. Una vez fui con mi hermano al árbol, pero mi madre estaba sentada allí apoyada contra el tronco. Llevaba una blusa blanca y se la veía claramente en la oscuridad, y también tenía la cara muy blanca. Me quedé allí con Kolja y le indiqué que estuviera callado. Mamá dormía y su cara era distinta de lo normal. Ni cansada ni triste porque mi hermano se hubiera hecho daño. Solo tranquila y algo sonriente, como cuando uno no está preocupado y piensa que todo va a ir bien.
No recuerdo qué hicimos después. Solo que nos quedamos allí mucho tiempo mirando a mamá y que Kolja estaba callado. Las cigarras del prado resonaban en nuestros oídos, pero no despertaron a mamá. Con su blusa blanca, dormía envuelta en la sombra, mientras verdes cortinas se columpiaban alrededor del árbol.
Las vacas solían andar lentas por el prado en verano, comiendo la hierba, y yo jugaba con Kolja. Yo tenía que vigilar que no pisara la caca de las vacas, pero él lo hacía de todos modos, y a veces a propósito, porque quería. Mamá entonces se enfadaba y tenía que traer agua del pozo y limpiar los pies de Kolja en un barreño en el jardín. A mí me tiraba del pelo o de la oreja. Junto a la puerta había otro barreño donde en verano nos limpiábamos los pies al entrar. Yo iba descalza, tenía los pies duros y no me dolían, pero estaban negros y sucios y había que lavarlos.
Un caminito bajaba por el prado hasta un río. En verano, Kolja y yo corríamos allí cada día, a veces con las manos tapándonos los oídos porque el ruido de las cigarras era muy fuerte. El río era tan pequeño que solo lo veías cuando estabas cerca. Creo que en sueco se llama arroyo. Corría bastante lento y siempre tenía algo en la superficie, hierba o pedacitos de flores. Quizá papel o algún trozo de plástico que saltaba arriba y abajo y no podías ver qué era.
Tras el arroyo, un bosque comenzaba justo en su orilla y era muy grande. No podíamos ir allí porque tenía dueño, pero Kolja y yo a veces veíamos alguna liebre que salía del bosque, que se paraba en el arroyo y nos miraba. Tal vez su mamá le había dicho que no podía saltar el arroyo, solo mirar.
En el arroyo había peces, pero muy pocos. Aun así, mamá quería que pescáramos como los chicos grandes para conseguir comida. Pero no sacábamos casi nada, unos pocos pececitos que eran como plata sucia. Sobre todo, Kolja y yo jugábamos en la orilla y construíamos casas y castillos de barro, agua y hierba. Casi siempre hacía sol y calor en el arroyo, aunque a veces llovía y las casas se derrumbaban. Entonces podíamos volver a construirlas, no estábamos tristes; Kolja reía cuando veía cómo las casas cambiaban de forma con la lluvia. Yo podía nadar, pero solo cuando mamá estaba allí y cuidaba de Kolja, porque él también quería nadar pero no sabía.
Kolja se reía mucho aunque tenía un montón de picaduras de mosquitos y heridas en las rodillas y, como ya dije, a veces bosta en los pies. A veces piojos en el pelo, y yo también. Era un niño feliz, y lo era aún más con pequeñas cosas como correr a pillarme o a que yo lo pillara. O yo me escondía detrás de la casa y él tenía que buscarme. Él también se escondía, pero yo lo encontraba enseguida porque no podía aguantarse la risa. Así era Kolja de niño. Hace casi un año que no lo veo.
También fui a la escuela, y eso significaba zapatos cuando empezaba el otoño. Todo el verano sin zapatos, pero a la escuela tenía que llevarlos y hacían daño y no me parecían necesarios, pues aún hacía calor y mis pies duros podían ir sin calzar por el camino y por la calle. Pero eso era imposible en la escuela que estaba en el borde de Viborg. Allí había que llevar zapatos y también ropa limpia y sin agujeros; para mamá era importante: «Si no, acabarás en el orfanato», decía, y yo entendía que eso era lo peor que había. ¡El orfanato era peor que el hambre y el frío y la falta de dinero!
Los días de escuela me vestía mamá, en otro caso lo hacía yo sola. Cuando volvía a casa, me cambiaba inmediatamente y guardaba la ropa buena en un armario. Las mejores prendas eran compradas, no las había cosido mamá, pero casi toda la otra ropa era de mamá.
Al principio tuve problemas en la escuela, pues no estaba acostumbrada a estar con otros niños aparte de con Kolja. Hablaba poco, la maestra me decía a menudo que hablara, pero yo me ponía colorada y me costaba hablar en la clase y que todos me oyeran. Pero escribía bien, y la maestra decía: «Al menos sabes escribir». También era capaz de aprender los ríos y las ciudades, y recordaba todos los países por los colores del mapa: Rusia rojo, Finlandia azul, Alemania verde. En los recreos hablaba poco, saltaba a la comba con otras dos niñas y nunca me molestó ninguna de esas malvadas abusonas, pero siempre estaba contenta de volver a casa después de la escuela.
A veces era invierno, claro, y hacía mucho frío. Iba a la escuela con esquís: era muy buena en la escuela esquiando. Rápida, más rápida que los demás menos un chico que se llamaba Petja. Yo quería ser rápida cuando me di cuenta de que a la maestra y a los otros niños les parecía algo bueno. Con el esquí gané muchas veces una medalla azul de cartón con una banda roja, y una vez una medalla amarilla cuando Petja estaba enfermo y yo fui la más rápida de todos.
El esquí era lo bueno del invierno, pero lo que no era bueno es que en casa hacía frío y la comida era mala porque las patatas y las raíces se ponían negras y sabían mal. Mamá decía que teníamos que comer mucho en la escuela, repetir y comer mucha carne. No todos podían hacerlo, repetir, pero la maestra dijo que yo y algunos otros podíamos. A veces también me daba ropa, y manzanas o naranjas para llevar a casa.
De vez en cuando, mamá trabajaba en una fábrica. Kolja y yo teníamos que quedarnos en casa de una babusjka que vivía en el camino que llevaba de nuestra casa a la escuela. Tenía la cara morena y arrugada, y llevaba un pañuelo en la cabeza, también dentro de la casa. Kolja se pasaba allí todo el día y yo iba después de la escuela. Mamá nos recogía cuando terminaba en la fábrica.
A veces oíamos ruidos como de truenos y mamá decía que eran los troncos que llegaban a la fábrica y que se echaban en un embudo gigante. Le pregunté a mamá si trabajaba en la fábrica «como una mujer»: quería decir si hacía la comida, limpiaba o quizá escribía en una oficina. Se rió y dijo que trabajaba «como un hombre». Estaba dentro de la fábrica y hacía celulosa de los troncos, aunque allí olía mal y se sudaba. «No hay peligro -decía-. Sacamos dinero.» No pensé mucho en ello, solo que mamá a veces también olía mal, pero ¡ahora deseo mucho más que hubiera trabajado como mujer!
Un día vino una mujer desconocida a la escuela. Venía de la fábrica, con la ropa de la fábrica, y dijo que se llamaba Irina y que conocía a mi mamá. Yo oía que mamá hablaba de Irina, pero nunca la había visto. Tuve que salir al pasillo e Irina empezó a llorar y me abrazó. «¡Pobre, pobre criatura! Te has quedado sin padres. Mamá estaba bajo los troncos cuando una correa de cuero grande se rompió y un tronco cayó y le dio en la cabeza. Murió inmediatamente. No sufrió, cariño mío.» Yo no entendía casi nada, pero Irina me sacó de la escuela antes de acabar la jornada y fuimos a casa de la babusjka, donde estaba Kolja.
La babusjka estaba junto al hornillo, y cuando Irina se lo contó, alzó las manos al aire y empezó a llorar a gritos. «¡Dios mío, Dios mío!», gritaba. Yo también empecé a llorar cuando la vi a ella gritar y levantar las manos. Había vacío entre ellas y de alguna manera vi que echaba de menos a mamá y que ya nunca más estaría frente a mí. Kolja estaba sentado en silencio y miraba, pero luego también empezó a llorar. Lloramos tanto tiempo que empezamos a temblar e hipar, por lo que Irina y la babusjka nos dieron a beber agua fría.
Luego Kolja y yo dormimos en la misma cama. Recuerdo que nos pusieron muchos cobertores y se estaba realmente caliente. Estuve un rato despierta mirando la carita mojada y roja de Kolja a la luz del fuego del hornillo. No entendí del todo que mamá estaba muerta y aún sigo sin entenderlo.
Pero sí recuerdo el entierro y que yo llevaba un lazo en el pelo y a Kolja de la mano. Avanzamos despacio y dejamos un ramo de flores sobre el féretro de mamá en la iglesia. Cuando salimos de allí, la babusjka nos llevó hasta un gran hoyo en el suelo, una tumba, y dijo que allí dormiría mamá. Tiré a babusjka de la mano, me quería ir, pero Kolja miró la tumba y dijo que seguro que allí hacía frío.
Entonces yo tenía nueve años y Kolja cinco. Vivimos en casa de la babusjka un tiempo y empecé a ir de nuevo a la escuela, y todos estaban callados y eran buenos conmigo, y la maestra no dijo nunca más que yo era demasiado callada. A veces íbamos a nuestra antigua casa y cogíamos ropa y juguetes. Estaba fría y oscura, y las vacas ya no estaban. Alguien debía de cuidarlas, nunca supe quién.
Lloramos por mamá y estábamos muy tristes y a veces algo contentos en casa de la babusjka, que era buena y tenía té, aunque no muy buena comida. Pero ella decía: «Queridos niños, os quiero mucho, pero soy demasiado vieja. Aquí no podéis quedaros». Kolja no lo entendía, casi ni lo oía. Yo supe que lo peor estaba a las puertas: ¡el orfanato! Y entonces lloré también porque papá no estaba.
Nunca tuvimos un papá, pero recuerdo a un hombre que me levantaba cuando era pequeña. No pensaba mucho en ello, para mí era normal que solo estuviéramos mamá, Kolja y yo. Pero Kolja a veces preguntaba, y mamá entonces decía que papá estaba en Siberia, en el ejército. «¿Es aviador?», preguntaba Kolja, y mamá decía: «No, pero está en el ejército y lleva uniforme». Recuerdo todavía cómo Kolja, siempre que hablaba de papá, repetía muchas veces: «Mi papá, uniforme; mi papá, uniforme». Después yo pensé que los papás vuelven del ejército a casa y no siempre están lejos. Pensé que mi papá quizá estaba en la cárcel y que mamá no quería decirlo.
Entonces, cuando era pequeña y mamá se había ido y quizá teníamos que dejar a la babusjka por el orfanato, echaba mucho de menos a papá. Quería que viniera y nos llevara de nuevo a nuestra casa, nuestro campo y nuestras vacas. Pensaba que era injusto que no tuviéramos mamá ni tampoco papá. «¿Por qué hace Dios esto?», le preguntaba a la babusjka. Ella debía de saberlo, porque hablaba mucho con Dios todos los días, no solo en la oración de la noche o por la comida, como todos hacen. «Gracias por este don» o «¡Ay, tus caminos!», musitaba a menudo, y se refería a Dios. Cuando le pregunté, dijo: «Dios tiene sus caminos y su tiempo es distinto al nuestro. Un año para nosotros es para Él un segundo. No debemos ser impacientes». Sacó un pequeño cofre y lo abrió. En la tapa había un icono con una cabeza marrón oscura de Jesús con oro alrededor. «Mira a tu Salvador -dijo-. Míralo mucho y entenderás por qué hace lo que hace. No podrás decirlo con palabras, pero lo entenderás en tu corazón.» Yo miré y miré, y sí sentía algo, pero no sé si lo entendí en mi corazón. Seguía siendo impaciente, y esperaba que Dios arreglara todo lo que para mí y para Kolja no estaba bien.
Un día vino una señora con sombrero y ropa ceñida. Tiré de la mano de Kolja y corrimos y nos escondimos porque nos quería llevar al orfanato. Nos escondimos mucho rato en un agujero que había bajo la casa donde había una rata grande. Pero al final salimos cuando la babusjka nos buscaba gritando que la señora se había ido. Era del ayuntamiento y sabía dónde estaba nuestra abuela paterna. La abuela materna había muerto, eso yo lo sabía, pero tenía una abuela en San Petersburgo en la que nunca pensaba. El ayuntamiento quería enviarnos con ella.
Después fuimos a buscar cosas a nuestra casa y la vimos por última vez, y luego nos llevaron en coche a la estación de tren de Viborg. Llevábamos cada uno una mochila y yo, además, una maleta pequeña. Kolja quería ver el palacio de la ciudad y el coche pasó por allí para que lo viera, pero no paró. Una mujer del ayuntamiento, otra distinta, viajó con nosotros hasta Petersburgo, pero estuvo leyendo sus papeles y casi no dijo nada. Cuando Kolja tenía que ir al baño, yo debía ir con él y ayudarle. Ella no quería hacer algo tan sucio.
Cuando llegamos, estuvimos mucho rato con ella en la estación de tren, que era grande como un bosque y había tanto eco que casi no se oía la conversación normal. Al final llegó una mujer vieja que era nuestra abuela y que se llamaba Stepanova, como yo. Tuvo que firmar muchos papeles y yo tuve que darme la vuelta para que mi espalda fuera su escritorio y luego la mujer del ayuntamiento se volvió en otro tren.
Nuestra nueva abuela era vieja pero completamente distinta a la babusjka. Llevaba sombrero, los labios rojos y un abrigo verde con una piel negra alrededor del cuello. Parecía una señora del ayuntamiento de Petersburgo, pero era maestra y estaba jubilada. Kolja y yo tuvimos que cogerla de la mano y ella nos sujetó fuerte ya que las riadas de gente podían separarnos como a un trocito de flor de la orilla del río. Fuimos hacia el metro y Kolja se paró y tiró de la mano de la abuela porque tenía miedo de bajar a la oscuridad. Entonces la abuela encontró otra puerta más grande iluminada y Kolja se atrevió a entrar. El metro era un tren, pero subterráneo; estaba oscuro y había luces que pasaban rápidas y muchos ruidos. Luego Kolja hablaría de él a menudo.
La casa de la abuela era también completamente diferente a la de la babusjka. Estaba en un bloque de pisos alto como una torre y la abuela le dijo a Kolja que allí vivían un millar de personas. ¡Un millar, y al lado había muchos más bloques iguales! El edificio de nuestra escuela cabía diez veces en el de la abuela, y nuestra antigua casa, miles de veces, como conté cuando desde la ventana de la abuela miraba las otras casas. Vivía en el noveno de catorce pisos, y durante mucho tiempo Kolja no se atrevió a acercarse a la ventana para no caerse.
Había dos habitaciones, y Kolja y yo tuvimos que dormir tras un biombo en el dormitorio de la abuela. No había chimenea, pero sí radiadores que calentaban. Kolja ponía a menudo las manos sobre ellos para notar lo calientes que estaban. Se echaba en el suelo para evitar las ventanas por las que podía caer y se estaba allí mucho tiempo cantando mientras notaba el radiador. Luego, por supuesto, había también servicio y agua corriente, pero la cocina estaba en el pasillo, y era de todos, no propia. Eso no estaba bien. La abuela no podía hacernos la comida cuando teníamos hambre, solo cuando estaba libre y era su hora.
La abuela tenía la cara alargada y no parecía amable como mamá y la babusjka. Pero de todos modos lo era y nunca nos tiró del pelo, aunque sí tenía muchas reglas en su casa. Lo que se podía y no se podía mover, cómo había que sentarse y colgar la ropa y cómo no se podía comer con el cuchillo. Si hacías algo mal, hablaba con una voz afilada como una tijera que cortase el aire.
Por lo demás, se estaba mucho mejor allí que en casa de la babusjka, había televisión y la comida era mejor, pero a mí me habría gustado más vivir en el campo. Poder salir sin más, cuando quisiera, y no tener que hacerlo por una larga escalera. Estar en el lugar apropiado por si papá volvía. Le pregunté a la abuela si mi papá era su niño, aunque ahora era mayor, pero ella siempre decía: «No quiero hablar de eso». O le preguntaba si mamá volvería. Pensaba a menudo que lo hacía, aunque sabía que no podía suceder. A Kolja le gustaba bastante vivir en la torre cuando dejó de tener miedo a las ventanas y vio que había muchos niños con los que jugar en los amplios jardines que había entre los bloques.
Kolja se convirtió en todo un chico y ya no quería jugar conmigo. Empezó también la escuela y allí jugaba con otros chicos. Yo jugaba con las chicas e iba a la misma escuela que Kolja. Era grande, y yo podía hacer como los demás y nadie me veía, muchos profesores no sabían cómo me llamaba. No era feliz ni infeliz, algo infeliz cuando pensaba en mamá.
Así pasaron muchos años, casi cuatro. Íbamos a la escuela y vivíamos con la abuela y casi no sucedía nada, pero crecíamos, claro.
Un día vi que la abuela escupía sangre en el baño. Me vio por la rendija de la puerta y dijo: «No es nada, no te preocupes». Pero lo hacía a menudo y al final cayó enferma, pasaba mucho tiempo en cama, y una vecina nos compraba la comida. La abuela la preparaba, pero no tenía fuerzas para salir.
Noté también que empezó a oler mal. Siempre olía a perfume, pero luego también a otro olor que salía de su boca. Era el olor de lo enfermo, dulce y ácido a la vez. El que tenía ese olor no estaba sano. Kolja lo notaba también y se pellizcaba la nariz con los dedos como burla cuando la abuela no lo veía.
Venía un médico o una enfermera vestida de blanco con un penetrante olor a limpio y le daban medicinas a la abuela. «No durará mucho», dijo la enfermera una vez, y tanto ella como la abuela nos miraron. Supe lo que pensaban: ¡el orfanato! Por la tarde hablé bajito con Kolja tras el biombo y le dije que teníamos que huir y viajar a casa de la babusjka o a nuestra propia casa. Ahora que yo ya era mayor y podía cocinar y ayudar a la abuela, podríamos vivir en nuestra propia casa a las afueras de Viborg. Pero Kolja no quería. Le gustaba Petersburgo y no le daba miedo el orfanato. «Es como la escuela pero todo el día -decía-. Podré jugar con otros chicos y jugar al fútbol. No quiero vivir en el campo solo con una chica y una babusjka.»
Le pregunté muchas veces después, pero siempre dijo que no quería. Tenía nueve años y yo trece, yo era mucho más alta que él, pero ya no era mi hermanito. Era fuerte, también en los brazos era fuerte, y ya no hacía lo que yo le decía. No era miedoso como yo, porque era fuerte.
La abuela tenía un bono del metro en una caja. Lo cogí y fui en metro hasta la estación de tren a la que habíamos llegado. Seguía habiendo el mismo eco que entonces, pero ahora entendía mejor lo que pasaba allí. En grandes carteles ponía los trenes a Viborg y el número de la vía. No era difícil de encontrar y fui hacia un tren donde ponía Viborg. Y encontrar en Viborg mi escuela y mi casa en el campo detrás de la escuela, eso también sabía hacerlo. Pero no tenía dinero y yo sabía que para viajar hay que tener dinero. Kolja a veces preguntaba a mamá si no podíamos viajar a Siberia, donde estaba papá en el ejército, y mamá siempre decía que no teníamos dinero para hacerlo.
La estación de Petersburgo era grande y había mucha gente, grandes riadas de todo tipo de personas, y pensé que quizá alguien quisiera llevarme a su casa para hacer la comida y limpiar; las cosas que hacía para la abuela cuando ella no podía. Así podría conseguir dinero para viajar a casa, o podría vivir con ellos y no en un orfanato. Pensé que quizá Kolja querría ir allí, a otra casa en Petersburgo, donde podría ir a la escuela y jugar con chicos. Era mejor que viajar solo a casa y mucho mejor que el orfanato. Le pregunté a varias mujeres que eran mayores como la abuela si necesitaban ayuda con la comida o la limpieza, pero no me fue bien. O no me oían o sonreían amablemente y seguían su camino.
Había allí también un hombre que no era mayor pero que sí parecía algo mayor alrededor de los ojos. Se me acercó y me preguntó si necesitaba ayuda. Le dije que quería limpiar y hacer la comida, y que buscaba a alguien que lo necesitara. Me preguntó qué edad tenía. Esto fue en abril de 2005, por lo que le dije que trece. Se me quedó mirando pensativo. Se mordía el labio por un lado, de forma que por el otro lado se le hinchó, y luego sacudió la cabeza. «No», me dijo, y se fue.
Fui allí varios días, por las tardes, a veces para preguntar si alguien quería ayuda y a veces solo para sentir que podía viajar a casa si la abuela moría y tenía que ir a un orfanato. Un domingo por la tarde el hombre se acercó a mí por primera vez con otro hombre. Parecía feliz y como si brillara, y llevaba ropa buena. «Este es Sergej -dijo el viejecito-. Quizá él pueda ayudarte.» Aquí termino de escribir porque las páginas del cuaderno se han acabado.
Marzo de 2006
CUADERNO NUEVO
¡Allí estaba Sergej! Delante del tren en la estación de Petersburgo y parecía como si perteneciera a aquel lugar. Se lo veía seguro y capaz de viajar a Europa enseguida si quisiera. Uno de esos que siempre saben lo que se debe hacer. Le pregunté si conocía a alguien que necesitara ayuda y con quien yo pudiera vivir. «Por supuesto -dijo Sergej-, no hay problema.» Pero dijo que yo debía entender que en Petersburgo las cosas no son así. Allí la gente es pobre y casi no puede ni llenarse la boca, ¡pero en el oeste sí! Allí la gente es rica y no quiere hacer ese trabajo. Pagan a otros para que lo hagan, los inmigrantes y trabajadores de paso. Si quiero ir al oeste, por ejemplo a Finlandia, allí puedo tener trabajo y vivienda. Pero dije que no sabía finlandés. «No hay problema -dijo Sergej-. Tengo amigos en Finlandia y ellos hablan ruso. Ya aprenderás finlandés o sueco luego. Eres joven, aprenderás pronto. Y con tu pelo castaño claro y los ojos casi azules pegas bien en Finlandia. No pareces demasiado rusa.»
Dije que tenía que pensarlo, y eso tampoco era ningún problema para Sergej. «Pero vuelve aquí el próximo domingo por la tarde y dime qué has decidido -me dijo-. Podrías venir con nosotros el miércoles. Vamos a Finlandia el próximo miércoles.» O podía ir más tarde, Sergej estaba a menudo en la estación.
Hablé con Kolja toda la semana, pero no quería viajar conmigo. «El orfanato es como la cárcel», le dije, pero él decía que era como la escuela. Hablé también con la abuela y le pregunté cómo se encontraba y si se curaría. No me contestó, pero dijo que si tenía que ir al hospital vendría alguien de la ciudad que cuidaría de Kolja y de mí. «¿Qué harán con nosotros?», le pregunté. La abuela dijo que iríamos a un orfanato donde habría nuevos amigos y compañeros de juego. «¿Podremos estar juntos?», le pregunté. Pero la abuela creía que había orfanatos para chicos y orfanatos para chicas.
El sábado estaba sentada junto a la cama de la abuela y le dije que si un día no volvía a casa no tenía que preocuparse porque significaba que tenía trabajo con una familia que necesitaba comida y limpieza. «Escoge una familia amable -me dijo la abuela, y me puso la mano en la mejilla-. Solo una amable.» Le dije que sí.
Por la noche hablé mucho tiempo con Kolja. Lloró un poco, no quería que me fuera, pero le dije que de todas formas iríamos a distintos orfanatos y que le iría a ver. El domingo le enseñé a limpiar y a hacer la comida para cuando esté solo con la abuela. Ella lo vio y dijo que no me preocupase. Los vecinos ayudarían si yo no estaba. Me pidió también que sacara un monedero de un cajón de la mesa y me dio algo de dinero.
Luego todo estaba ya listo y fui a la estación el domingo. Estuve allí paseando mucho rato y un policía me miraba mucho. Sergej no estaba allí, ¡nadie estaba allí! Esperé mucho, empezaba a anochecer, pero por fin vi al viejo hablar con una mujer en un quiosco. Me acerqué y le dije que tenía que decirle a Sergej que iba el miércoles. Volvió a preguntarme qué edad tenía y cuando le dije que trece miró a la mujer, que tenía la piel blanca como la harina y mucho maquillaje. Se apartaron para hablar, pero los oí. La mujer dijo: «Es problema de Sergej y tiene un cuerpo bien desarrollado, parece una de quince». «Bien, se lo diré a Sergej», dijo el hombre.
A mí me dijo de volver el miércoles por la tarde y esperar en una esquina tras las taquillas de las maletas, y no salir al vestíbulo grande. A las ocho. Le dije de acuerdo. Era abril del año pasado.
Decirle que sí a Sergej era casi como viajar ya. La abuela y Kolja no hablaban mucho conmigo y la abuela le pidió a Kolja hacer cosas que yo hacía antes. Estaba muy cansada y pensé que pronto estaría en el hospital. Creo que entendían que tenía que irme, pero yo no les dije bien adónde iba. Dije que a trabajar con una familia en Viborg, pero no era verdad. Una mentira. Lo dije y pensé que algún día pagaría el castigo. Uno siempre recibe castigo y a veces regalo por lo que en su corazón sabe que está mal o bien. ¿Por qué uno hace mal cuando sabe que tiene castigo?
El miércoles, después de la escuela, cogí a la abuela de la mano mucho rato y la besé en la frente y las mejillas. Abracé fuerte a Kolja y le di un muñeco que había comprado con parte del dinero de la abuela. La abuela y Kolja estaban callados y no lloraban, pero yo lloré. Cogí mi mochila y mi pequeña maleta con mis cosas y cerré la puerta despacio.
El ascensor estaba estropeado como de costumbre y bajé a pie las escaleras, con mucha basura en el suelo y pintadas en las paredes. Pensé que sería mejor en Finlandia. Se ve en las imágenes. En Finlandia, todo limpio y bonito.
En la estación, en la esquina detrás de las taquillas de las maletas, había ya otras dos chicas cuando llegué. Eran mayores que yo, quizá de catorce o quince años. O dieciséis. Estábamos todas calladas, sin estar seguras si las otras querían viajar juntas. La chica con el pelo largo y rubio miraba todo el tiempo el reloj, y al final le pregunté si esperaba a Sergej a las ocho. Asintió con la cabeza, y la otra chica también. Luego todas en silencio. Eran las nueve menos veinte cuando Sergej llegó. Estaba contento y dijo que todo estaba preparado. Salimos hacia el coche de Sergej, que estaba bastante lejos, y condujo un buen rato por Petersburgo. Por zonas que nunca había visto y que no eran muy bonitas. Luego llegamos a un jardín donde estaba oscuro y había otro coche. La única luz era la de las puertas traseras abiertas. Era un coche grande de paquetes, con bancos a los lados. Había sentadas cinco chicas, con las maletas en el suelo, y se llenó del todo cuando entramos las tres. Sergej señaló bajo uno de los bancos una caja con Coca-Cola y patatas fritas. «Servíos», dijo y cerró las puertas.
Primero estaba tan oscuro que no se veía nada y yo estaba muy tiesa y quería irme a casa. Pero poco a poco empecé a ver algo desde una estrecha ventana de delante, donde estaban sentados Sergej y el conductor, y un poco de luz por las puertas. Veía los pies de las otras chicas y las manos en sus regazos, pero no las caras. Por eso estuvimos mucho rato calladas, es difícil hablar cuando no se ve. Luego una chica a mi lado le dijo a otra: «¿Vas también a Finlandia?». «Sí.» «¿Qué vas a hacer?» «Bailar.» Luego un buen rato en silencio otra vez, pero después una chica al otro lado dijo que ella también iba a bailar.
Otras hablaron, pero yo no quería decir que iba a limpiar, estaba muy mal cuando las otras chicas iban a Finlandia para ser artistas. Entonces una chica de voz ronca dijo que ella iba a trabajar en un hospital; yo podía decir «trabajar en una casa». No sonaba tan mal. Hablamos también de nuestros padres y madres. Estaban muertos o enfermos, o un padre que siempre estaba borracho de vodka y pegaba a toda la familia. Finlandia era mejor para todas.
Viajamos mucho rato, toda la noche. Nos entró sueño, pero yo solo pude dormir un poco, me despertaba con un ruido o un movimiento brusco del coche. Pero no estuvo mal. Paramos y supe que era una gasolinera porque oí el tubo de metal que entraba en el coche y el borboteo de la gasolina. Sergej abrió las puertas y nos dio bocadillos y vasos con té caliente con mucho azúcar. Una chica quería ir al baño, pero Sergej dijo: «Luego, pronto». Y así fue, paramos pronto en el bosque y todas salimos a mear. Sergej nos dio papel de un rollo.
Entré en el bosque, rompiendo ramas que cayeron al suelo, porque me daba vergüenza y me adentré un buen trecho. Meé y luego miré hacia arriba. Eran pinos altos que se balanceaban un poco allí arriba. Por encima de ellos vi las estrellas, como las veía en casa en el campo, pero no en Petersburgo. Las estrellas eran como Dios: siempre estaban allí, siempre todo el universo, aunque no las podía ver. Estaban encima de mi casa en el campo donde vivía cuando era niña con Kolja y mi madre, y al mismo tiempo estaban aquí en el bosque, encima de mí, donde estaba sola; estaba silencioso y solo se oía un susurro.
Cuando volví, vi luces de una ciudad a lo lejos. Otra chica preguntó qué ciudad era, pero Sergej dijo que no tenía que preocuparse. «Aún queda mucho para Helsinki.»
Paramos otras dos veces igual, primero bocadillos y luego mear. Pero no vi estrellas entonces. Solo el cielo negro.
Por la mañana llegamos con el coche. Las puertas se abrieron de golpe y Sergej gritó: «¡Hola, chicas, buenos días!». Bostezando y con las piernas entumecidas, salimos y nos quedamos asombradas. ¡Estábamos junto al mar! En la orilla, al final de un camino que seguía por el bosque. Era solo una pequeña playa de piedras grises entre el bosque y el mar. El agua también era gris y con niebla blanca y humedad en el aire.
Nosotras, las chicas, primero fuimos a mear al bosque y luego nos miramos las unas a las otras ahora que no estaba oscuro. Reconocí a las dos que esperaban conmigo en la estación. Las otras también eran de su edad, catorce, quince, dieciséis, y todas estaban blancas y cansadas, pero llevaban maquillaje (yo nunca llevaba maquillaje entonces). Intenté ver quién era la que quería bailar, pero todas me parecían iguales, delgadas y bastante altas, y quizá buenas bailando. Imposible también saber quién no bailaba o cantaba, sino que solo trabajaba normal como yo.
Pero cuando oí la voz ronca, supe quién y hablé con ella. Se llamaba Galina y tenía quince años. Tenía el pelo bastante largo y castaño oscuro, y dientes realmente blancos, con un trocito roto en un diente de delante. Sin embargo, sonreía mucho, y era alegre y buena con todos. Ella y otra chica eran de Toksovo, una pequeña ciudad en los alrededores de Petersburgo. Miró el mar y estaba contenta, y dijo que le gustaba ir en barco por el mar. Sergej le contó luego que así era como se llegaba a Helsinki, donde ella quería trabajar en un hospital. Ella me dijo que era bueno que tuviera quince años porque hay que tenerlos para poder trabajar en hospitales en Finlandia. Si yo solo tenía trece, debía trabajar en casa de otra persona, pues para eso no había reglas.
Sergej miró el mar fijamente; esperaba y miraba el reloj. Estaba contento con nosotras, pero se podía ver que estaba preocupado, nervioso. Y nosotras también nos pusimos nerviosas, y hacía frío, aunque no viento. Nos pusimos toda nuestra ropa y algunas se volvieron al coche, en el que el chófer seguía sentado, fumando con la ventanilla bajada. Yo también volví y comí unas pocas patatas fritas que quedaban y miré la niebla. Nunca antes había visto el mar.
La chica del pelo dorado le dijo a Sergej que debería pensar en el desayuno. «Os darán comida en el barco -dijo el chófer-. Siempre hay buena comida en los barcos.» Cuando habló lo vi por primera vez. Era joven y tenía una nariz grande y curva, y sus dientes, cuando reía con la boca abierta, estaban todos torcidos y montados unos con otros.
Luego no se oyó nada más, solo el sonido de las patatas que se rompían entre nuestros dientes y el crujido de las bolsas. El chófer encendió otro cigarro. Nos sentamos dentro del coche, donde se estaba caliente, y procuramos dormir.
«¡Ah del barco!» Saltamos fuera y corrimos hasta la orilla del mar. Sergej gritaba «¡Ah del barco!», pero no a nosotras sino a un… ¡ángel! Venía deslizándose por el mar, alto y grande, y en completo silencio. Quería recogernos y no necesitaba gritar porque sabía dónde estábamos, y nosotras también estábamos calladas para no molestar mientras bailaba con su propia luz y volaba con sus grandes alas.
Así un momento. Luego se vio a un hombre con una larga capa blanca, aún más blanca por la niebla, que parecía un poco un ángel. Era un hombre que estaba solo delante del todo de un barco, y luego vimos también otros dos hombres que remaban a ambos lados y que llevaban blusones negros. Abajo, muy abajo, como personas que rezan oraciones a un ángel. «¡Sergej Ivanovitj, hola!», gritó Sergej. El otro hombre tenía el mismo nombre de pila. «¡Sergej Petrovitj, hola!», dijo él con una voz muy oscura, como si saliera de un gran tonel.
El barco subió a la playa con un sonido fuerte y cortante, como si se rompiera. El blanco hombre ángel saltó a la playa y chocó las manos con el primer Sergej. Tenía un bigote grande castaño claro y ojos azules. Con ellos nos miró y especialmente a mí. Arrugó la frente y habló en voz baja con Sergej. Creo que estaba enfadado por mí, quizá pensaba que era demasiado débil para limpiar. Se quedó completamente parado, pero nuestro Sergej movía los brazos. Si me preguntaban, estaba preparada para decirles que era fuerte y que hacía mucho que limpiaba y cocinaba para la abuela. Al final el otro se calló y sacó una cartera gruesa del bolsillo de la capa. Sergej alargó la mano y contaron billetes sobre ella; contaban como niños en la escuela billetes de color verde claro que yo nunca antes había visto.
Sergej se metió los billetes en el bolsillo de atrás de los pantalones y algunos en el de la camisa antes de volverse y llamarnos. «Ahora, chicas, coged vuestras cosas. Vais a viajar… ¡a Finlandia!» Recogimos nuestras maletas del coche y nos despedimos del chófer, pero él no contestó, solo fumaba. El otro hombre volvió al barco, al fondo del todo, y Sergej nos ayudó a ponernos en la proa. Era un barco grande con sitio para todas nosotras, cuatro delante y cuatro tras los remos. Sergej estaba contento, nos llamaba por nuestro nombre y nos ayudó a subir una a una, pero a veces se equivocaba y a mí me llamó Galina. Cuando todas estuvimos en nuestro sitio, el otro hombre nos dijo «Hola, chicas» y luego que nos marchábamos. Sergej intentó empujar el barco, tres veces, pero pesaba mucho. El nuevo Sergej hizo una señal con la mano a uno de los remeros, que saltó al agua y empujó el barco casi sin ayuda de Sergej. Era mucho más fuerte, pero recuerdo que yo pensé que era injusto que tuviera que mojarse los pies. El chófer de Sergej debería haber ayudado.
Cuando el barco se deslizó, al principio la niebla pareció menos tan blanca, y se veía más y más el mar. Pero tras un momento ya no se veía la playa ni el coche ni al primer Sergej. En su lugar había blanco.
Los remeros remaban con un remo largo, y el nuevo Sergej a veces tocaba una campanita que colgaba de un soporte en la parte de atrás del barco. La primera vez, nada, pero la segunda contestó un sonido más oscuro desde la niebla. Sergej señaló a los remeros y de esa forma, tras muchos campaneos, llegamos al barco verdadero. O como se dice: «al buque».
El buque era alto y de hierro. Nuestro barco era de madera y se colocó pegado al buque, rozando contra él con un sonido chirriante. Éramos como un cerdito que gruñe para que su gran mamá le dé de comer. Tuvimos que subir a la cubierta del buque por una escala. Olía a pescado y algunas de las chicas arrugaban la nariz como hacía Kolja cuando la abuela olía mal. Los hombres que había allí eran marineros y se reían imitando a las chicas y pellizcándose la nariz. Todos llevaban un blusón negro, como los remeros, tenían barba y eran viejos alrededor de los ojos, aunque no todos eran viejos como personas.
El nuevo Sergej subió tras nosotras y contó que éramos ocho. Luego nos llevó por una escalera y bajamos al interior del buque, donde aún olía peor, también a aceite y a algo más. Había dos habitaciones con cuatro camas en cada una. Yo fui a la misma habitación que Galina y me tocó una cama abajo del todo y a ella encima de mí. Cuando me eché en la cama pensé que era bastante blanda y cómoda, pero que nunca podría dormir con ese olor. «Dejad la maleta encima de la cama y venid a comer -dijo Sergej-. Ya dormiréis luego.»
El chófer tenía razón, había buena comida en el buque: verdaderos copos de maíz americanos, grandes bocadillos con queso, y té con mermelada. Pudimos comer cuanto quisimos durante mucho rato, y luego nos quedamos sentadas mientras Sergej decía las normas. No ir a cubierta cuando era de día. «Podéis ver el mar cuando se vean las estrellas.» Y estar siempre listas. Ir al camarote de Sergej cuando él quisiera y quitar todas las cosas de las camas y escondernos abajo del todo en el barco cuando él lo dijese. Todas tuvimos que decir que entendíamos las reglas: «Sí, Sergej Ivanovitj». Luego pudimos dormir.
El buque comenzó a navegar mientras comíamos. Hacía muchísimo ruido, y pensé que no podía dormir por el ruido y por el olor. También lo decían las otras chicas. No intentaron dormir inmediatamente, sino que hablaban del buque, de Finlandia y de Sergej. La chica mayor del pelo largo dorado, que se llamaba Larissa, dijo que era bastante guapo.
Yo estaba echada en la cama, pensando en la abuela y en Kolja, y me preguntaba si en Finlandia podría estar con otras chicas rusas. Mejor trabajar en un hospital, allí puede haber muchas; en una casa, una es la única chica. Y echada en la cama blanda, calentita por el grueso edredón y con el estómago también caliente por el té, de repente el ruido y el color del buque desaparecieron y me dormí.
Cuando me desperté era la una del mediodía, había dormido cuatro horas. El buque se balanceaba, se sentían las olas del mar debajo. Si se pudiera sacar la mano por la pared, el mar estaba allí alrededor de los dedos, frío. Me sentí mal, pero no tanto como para devolver. En el suelo había un cubo donde podías devolver. Aunque tenía tapadera, olía mal; alguna había devuelto mientras yo dormía. Las otras chicas dormían todavía, pero empezaban a moverse y a estirar los brazos. Las camas eran blandas pero estrechas, por lo que no podías estirarte mucho.
Luego la puerta se abrió silenciosa. Sergej entró y miró a todas las chicas. Yo fingía dormir, pero vi en sus ojos que Sergej estaba borracho. Beodo. Mientras dormíamos se había emborrachado con vodka.
Miró mucho tiempo, despacio, como cuando uno está borracho y se balancea un poco. Casi se cae y se sujetó en la parte de arriba de la puerta. Luego extendió el brazo y zarandeó a Larissa. Esta despertó, aunque somnolienta. Sergej le indicó con un dedo en la boca que guardara silencio y con la cabeza que tenía que seguirlo. Larissa se pasa los dedos por el pelo, tiene mucho pelo rubio, y se va con Sergej. Yo también estaba lista si tenía que irme con él. Estuve mucho rato tumbada en silencio, un poco mareada, y pensé que si mi madre viviera, yo no tendría que estar echada sola aquí en el mar, en un buque extraño. Pensé en los troncos que cayeron sobre ella y que la mataron y llenaron de sangre; sabía que tenía que haber habido sangre aunque nadie dijo nunca toda la verdad. Yo a Kolja solo le dije que recibió un golpe en la cabeza, se desmayó y murió.
Prefería pensar en cómo era ella antes de eso, cuando vivía. Que sonreía y acariciaba mi mejilla aunque tenía mucho que hacer conmigo y con Kolja. Que cantaba y columpiaba a Kolja en sus rodillas cuando era muy pequeño, mientras yo, sentada, escribía muchas veces la letra «M» sobre la mesa del comedor cuando iba al primer curso en la escuela. Que estaba sentada durmiendo bajo la sombra del árbol, con su blusa blanca y una leve sonrisa en la cara, y todo iba bien. Ahora quizá me veía desde el cielo aquí echada en el bamboleante barco. Recé una oración porque lo hiciera y estuviera allí conmigo.
Las otras chicas se despertaron y una (no recuerdo su nombre) preguntó sobre el olor. Galina dijo que había tenido que devolver. La otra chica casi se tiró de la cama y salió corriendo, pero Galina y yo seguimos echadas. Yo casi ya no notaba el olor, y para Galina era su propio olor, no la molestaba.
Hablamos del trabajo en Finlandia y de nuestras familias. El padre de Galina había muerto en un accidente de camión, y su madre se volvió alcohólica por eso. Ella vivía en un orfanato y, cuando le pregunté, dijo que era horrible. ¡Lo sabía! Y su hermano y su hermana estaban en distintos orfanatos. Los chicos y las chicas no pueden estar juntos. Pero yo iba camino de Finlandia y estaba contenta de hacerlo.
Un marinero llegó después y dijo que había comida, por lo que volvimos a la sala grande y comimos una tortilla con trozos de patata y salchicha. Estábamos solas, los marineros habían comido antes y ahora trabajaban. Pudimos volver a comer cuanto quisimos y beber mosto. Miré por una ventanita y vi que aún era de día y no había estrellas, por lo que no podíamos salir. Las olas del mar eran altas, y verdes y blancas por la espuma. Si podías mirar sin marearte, era hermoso. Noté que tenía un estómago fuerte y que podía comer y mirar al mismo tiempo el mar. Algunas chicas no podían ni comer.
Luego jugamos a las cartas, pero la chica que se encontraba mal se quedó echada en un sofá. Todas las chicas estaban allí menos Larissa. Ella seguía en el camarote de Sergej, que estaba al otro lado del comedor.
Cuando Larissa por fin volvió, estaba colorada y tenía una cara rara; pasó por delante de nosotras sin decir nada, hacia su litera. Nosotras seguimos jugando a las cartas pero más calladas; no sé por qué. El motor del barco se oía claramente, irregular, como alguien que duerme con fiebre y se queja todo el rato, a veces solo un poco y otras tan alto que casi grita.
Las otras chicas empezaron a jugar a un juego de cartas que yo no conocía, así que me fui a dar vueltas por el barco. En el comedor pasé los dedos por una madera suave y marrón que se llama caoba. Desde el otro pasillo, una escalera metálica bajaba a la sala de motores. Miré desde la mitad de la escalera y vi a dos hombres con grasa negra en la cara y los brazos desnudos. El ruido allí era tan fuerte que no se podía ni pensar. La cabeza solo se llenaba de ruido.
Luego fui a mi litera y me volví a dormir, hasta que Galina me despertó: «Tienes que ir donde Sergej -me dijo-. Es tu turno».
Aquí acaba el segundo cuaderno.
Marzo de 2006
TERCER CUADERNO
Delante de Sergej, una botella de vodka casi vacía y algunos vasos. También un poco de vodka derramado sobre la mesa, que se movía con el barco. Olía fuerte, como a gasolina. Sergej se inclinó hacia delante sobre ambos brazos, su pelo era de un tono mezclado y sus ojos azules flotaban en su propia agua. O en vodka.
Cuando entré, pareció que se despertaba y se alegraba. Levantó los brazos y dijo: «¡Ah, Tanja!». Le dije que me llamaba Nadja. Contestó que estaba bien y escribió en un cuaderno que tenía delante. También dije Stepanova, pero eso no lo escribió. «¿Y qué edad tienes?» Le dije que trece, pero él escribió quince. «No, trece», le dije dos veces, pero no lo cambió. Estaba tan borracho que no veía la diferencia entre el número 13 y el número 15.
«¿Y tú qué quieres?» Le dije que limpiar en una casa o en un hospital, si era posible. Sergej contestó que lo entendía, pero que quizá limpiar no fuera posible y tuviera que hacer otra cosa. Le pregunté el qué y me dijo que ya encontrarían algo. «Seguro que eres una buena chica y que harás lo que te digan, ¿no?», dijo Sergej. No dije nada y me quedé completamente parada. Yo lo que quería era limpiar. «¡Ah, Nadja, Nadja, eres tan pura! -dijo Sergej y se inclinó hacia atrás-. Daría lo que fuera por ser tan puro como tú.»
Descansó y se columpió en la silla.
«Daría todo por amor. ¡Todo! Pero el amor no existe. La pureza no existe. Todo es sucio, yo soy sucio y tú haces que sea cada vez más sucio. Todo el tiempo, ¿lo entiendes? ¿Entiendes cómo es volverse cada vez más sucio en la vida, día a día, año a año?»
Así hablaba Sergej, más o menos; muy extraño. Yo quería marcharme, pero él me indicó con la mano que me sentara y vertió vodka, la mitad en la mesa, y volvió a beber.
«Nada tiene valor, todo está muerto, es inútil -gritaba Sergej-. ¿Lo ves? Lo ves encima de mí: ¡un ángel negro! El ángel con las alas negras y sus plumas caen sobre mí y me vuelven también negro. Toda mi vida cayendo.»
Señalaba el techo y mostraba en el aire cómo las plumas caían en su pecho, pero yo no las veía. Sergej bromeaba o veía fantasmas. Quizá existan, aunque no todos los vean.
«¡Y sin embargo vivo! No sé por qué vivo y no me suicido. -Se metió el dedo índice en la boca abierta, como una pistola-. Es tan fácil… Solo un segundo. Pero no lo hago. ¿Sabes por qué no lo hago? ¡Porque la pureza existe! En el mundo existe esa pureza, y es la que tú tienes, Nadja. Ven y bésame, ven y besa mi frente.»
Moví la cabeza y pensé que era infantil.
«¿No? -preguntó-. Lo entiendo, no merezco tu beso. Pero ¡canta! ¿Puedes cantarme una canción, Nadja?»
Le pregunté si luego podría irme. Dijo que sí y canté una canción, «Millones de rosas», bajito al principio, pero luego más fuerte, porque me gusta cantar aunque no lo hago muy bien. Sergej se movía con la música y a veces cantaba conmigo algunas palabras que sabía. Al mismo tiempo, empezó a llorar y sollozar como Kolja cuando se hacía daño. Yo quería parar, pero tuve que cantarla otra vez; es una canción que se puede cantar muchas veces.
Sergej estaba cada vez más cansado y se balanceaba menos; las palabras que cantaba eran más cortas y desaparecieron del todo. Al final se echó sobre la mesa y casi tiró la botella; yo la aparté. Se durmió con la mejilla sobre la mesa, aplastada hacia arriba y con la cara torcida. Tenía la nariz casi pegada a la mesa y al vodka derramado en ella. Esperaba que se marease. Y luego podía estar borracho y vomitar en el sueño y llorar y cantar canciones tontas. Me reí cuando pensé en eso y cerré la puerta del camarote de Sergej. Ahora ya no me río de Sergej.
Ya era oscuro y podíamos ver el mar y las estrellas. Me puse el abrigo y subí a cubierta. El aire era frío y fresco, y noté de repente lo difícil que era respirar allí abajo, aunque estaba acostumbrada. Ahora mis pulmones se agrandaban y se limpiaban cuando el viento y el mar entraban en ellos. El olor de la sal marina se mezclaba con el olor de los peces que estaban bajo la cubierta. Sobre el mar, un poco de la luz de la luna, que estaba tras las nubes. Vi los negros balanceos de las fuertes olas y volví a pensar en los movimientos del barco; ya me había acostumbrado y no los notaba. A lo lejos había tierra oscura. Quizá Finlandia.
Me quedé mucho rato con las estrellas, pero al final bajé. Las otras chicas ya dormían; más tarde escuché que estuvieron con Sergej una a una antes que yo. Pero a las seis vino y nos despertó. Su boca olía como un cubo de basura y tenía totalmente roja la parte de la cara que le quedaba pegada a la mesa cuando dormía. Estaba muy enfadado y gritaba que teníamos que darnos prisa. Levantarnos y hacer las camas, coger todas nuestras cosas y escondernos en un cuartucho que había detrás de la sala de motores. Yo ya había llegado allí cuando me di cuenta de que me había olvidado el cepillo de dientes y volví corriendo. En el camarote había marineros echados en las camas como si durmieran allí siempre.
Estuvimos mucho tiempo en el cuartucho a oscuras y teníamos que estar en silencio. Pasado un rato, el barco se detuvo y también el motor quedó en silencio. Oímos hablar a algunos hombres, no en ruso, quizá en inglés, finlandés o sueco. Sergej nos había dicho que teníamos que estar calladas porque algunos finlandeses no querían que trabajáramos en Finlandia. La unión no quería (o como se dice: «el sindicato»). Pero a otros finlandeses les gusta mucho cómo trabajan los rusos, decía Sergej. No hay problema.
Al final el motor volvió a rugir y el barco continuó. Pudimos salir y seguir durmiendo. Los marineros salieron de nuestros camarotes, pero el olor a sudor, loción de afeitar y tabaco permaneció en ellos.
Cuando despertamos era el día siguiente y el buque estaba parado sin sonido de motores. Seguramente estábamos en Finlandia, pero aún no podíamos salir. Ni siquiera del camarote. Sergej vino con comida, una fuente de macarrones que comimos sentadas en las camas. Luego solo tumbarnos y hablar hasta que llegara la noche. Mear en un cubo.
Hablamos mucho de Sergej y de lo que en verdad quería. A todas las chicas de mi camarote les había dicho en su cuarto que no podrían bailar, cantar o limpiar, no enseguida, pero lo que tendríamos que hacer antes no estaba claro. «Quizá trabajar en una fábrica», dijo una chica. Pensé en ello y en que podría hacerlo, pero ¡no en una fábrica con troncos! «Al menos tenemos comida y una cama caliente», dijo Galina con su voz ronca.
Al final volvió a hacerse de noche y Sergej volvió. Ahora no estaba enfadado como por la mañana, ni tampoco blando por el vodka como la tarde anterior. Estaba duro y frío, y sabía con precisión lo que teníamos que hacer. Recoger nuestras cosas, abrigarnos y subir a la cubierta. Allí, todo oscuro y sin estrellas. Nublado; un poco de la luz de la luna sobre nubes grises. Bajamos al barco, al pequeño de madera, y dos marineros remaron y nos llevaron hasta la playa. La atravesamos pisando piedras que rechinaban y subimos hasta el comienzo del bosque. Allí, en un pequeño camino, había dos coches normales y tuvimos que dividirnos cuatro y cuatro; Sergej decidió cómo. Por suerte, en mi coche iban Galina y Larissa y una chica del otro camarote que se llamaba Liza (Elizabeta). Tuvimos que sentarnos las cuatro en el asiento de atrás, pero era grande. El coche era un Mercedes. Sergej se sentó delante, con el chófer, que era pequeño y de pelo negro y masticaba chicle todo el tiempo. Conducía deprisa, o así lo parecía en la oscuridad. Yo estaba sentada junto a la ventanilla derecha y podía mirar afuera. Estaba completamente oscuro, pero con la luz del coche se veían arbustos y árboles. Era solo bosque, nada de ciudad, y en el camino se levantaba el polvo de la arena. Luego torcimos a la derecha y entramos en uno de asfalto. Allí, en la luz del coche, había un letrero azul con cifras blancas: Turku 88; Rauma 12. Se lo susurré a las otras chicas y alguna dijo que eran ciudades de Finlandia. Sonreímos y pensamos que íbamos camino de Helsinki, donde podríamos trabajar, ganar dinero y quizá tener una habitación propia. Quizá después las que quisieran podrían bailar.
Entonces aún había en nosotras mucha esperanza.
Cruzamos algunas ciudades pequeñas, quizá pueblos con casas bajas y farolas y una gasolinera. Letreros que entonces no entendía. Luego había farolas naranjas todo el tiempo en el camino y las casas crecieron. Pero nunca ponía Helsinki, solo Turku y Rauma, y Pori. Y luego Forshälla 33. Las chicas se miraron con curiosidad; Liza empujó a Larissa, que era la mayor, y ella preguntó por fin: «¿Adónde vamos?». Sergej dijo: «Un pequeño cambio de planes. En Helsinki no necesitan gente, pero en Forshälla, sí. Allí vamos, no queda mucho. Es una ciudad muy bonita». Pronto vi Forshälla 28 y se lo susurré a las otras chicas.
Pensé que Helsinki sería mejor, era la capital y una vez había visto en la tele la fiesta de la independencia. Pero nadie podía decir nada en contra de Sergej cuando era duro y frío y quería ir a Forshälla. En algún momento el chófer preguntó si podía parar en una gasolinera y Sergej soltó una palabrota en ruso tan fuerte que el chófer dejó de masticar su chicle. Comprendimos que Sergej también podía hablarnos así de duro a nosotras, muy duramente, si no estábamos conformes con Forshälla o lo demás que decidiera. Todas miramos a Larissa, que estaba sentada a la izquierda del todo. Ella alzó los hombros, como queriendo decir: «Bueno, Forshälla también es Finlandia». Todas nos quedamos calladas, pero Galina, que estaba a mi lado, me cogió de la mano y la agarró fuerte todo el camino hasta Forshälla. Ya no estaba contenta.
«No entres, tomaremos el camino exterior», le dijo Sergej al chófer, y no pasamos por el centro de Forshälla. No fue mucho de Finlandia lo que pudimos ver, y así es siempre. Forshälla tiene un castillo y una iglesia hermosa, pero solo los veo en imágenes y a veces en la tele. La zona donde vivimos se llama Grönhag. Lo vi en un letrero esa noche, y ahora sé que es también Forshälla y que está en Finlandia.
Estaba oscuro cuando llegamos, pero vi que parábamos delante de una casa grande y baja. La puerta se abrió y una mujer se acercó, abrió la puerta del coche y dijo enseguida: «Hola, me llamo Denja». Tenía unos treinta y cinco años, el pelo muy negro y llevaba ropa cara. Falda y chaqueta de la misma tela de color beis, y mucho maquillaje y perfume que olí en cuanto salí del coche. Nos dijo «Bienvenidas» y preguntó sobre el viaje, si estábamos mareadas, cómo nos sentíamos y si teníamos hambre. Hablaba ruso muy rápido, pero hablaba raro, como un extranjero; luego oí que es de Bosnia.
Ella y Sergej se besaron dos veces en la mejilla y ella también lo besó a él en la boca. Nos dio la mano a todas, preguntó nuestros nombres y los repitió para sí. Luego tuvimos que recoger las cosas del maletero y Denja nos guió hasta el fondo de la casa, a una habitación con cuatro camas, dos encima de otras dos. Larissa y Liza, que eran las mayores, cogieron las mejores camas, las de abajo, que no hacía falta escalar. Galina y yo nos quedamos con las de arriba, pero eso nos pareció bastante bien porque de alguna forma estábamos juntas.
La habitación era sencilla, con una jarapa entre las camas, armarios a ambos lados de la puerta y una mesa junto a la ventana. Todo en marrón claro y hecho de plástico que parecía madera. Me asusté porque pensé que quizá Finlandia era tan pobre que ni siquiera había madera de verdad, como tenemos siempre en Rusia aunque también somos pobres. Tal vez en Rusia todos estaban equivocados y fuera mentira que Finlandia era rica y bonita, eso pensé entonces.
El resto de la casa no estaba mal, y el baño era grande, con bañera y azulejos verdes, y había un servicio pequeño extra en un cuarto aparte. Denja nos señaló cuatro toallas y cuatro cepillos de dientes para nosotras. El salón era muy bonito, con mesa de cristal y un gran sofá blandito de color gris claro, con un gran televisor de plasma en la pared; yo no sabía que existían. Allí había estanterías oscuras de madera de verdad, y entonces pensé que quizá Finlandia no fuera tan pobre. Denja estaba contenta y orgullosa, y nos lo mostraba todo, pero solo esta habitación y la cocina, donde pudimos comer un guiso de arroz y gallina con pasas y especias extrañas de Bosnia que Denja prepara a menudo. Muchas otras habitaciones que también hay no nos las enseñó entonces.
Durante la comida preguntamos en qué trabajaríamos, pero Sergej, que estaba junto al fregadero y bebía cerveza de una botella, dijo que de eso hablaríamos mañana. «Sí, ahora necesitáis dormir», dijo Denja. Ella salió y Sergej fue tras ella al salón. Oí que decían mi nombre, y Sergej dijo varias veces en voz alta «Quince». Denja dijo: «Doce o como mucho trece», y yo comprendí que había algún problema porque Sergej, con la borrachera, había escrito mal mi edad. ¿Por qué no pueden simplemente preguntarme a mí? Yo sé la edad que tengo, no soy ningún bebé, pensé. No como Kolja, que mostraba sus años con los dedos cuando era pequeño.
Pero no dije nada y fuimos a acostarnos. Primero hablamos un poco, todas estábamos disgustadas porque Grönhag no era Helsinki, pero contentas porque la casa estaba limpia y no era mala. Liza miró bajo las camas y dijo que estaba limpio. Cuando estábamos echadas en las camas en la oscuridad, Galina habló raro como Denja y todas reímos de una palabra rusa que decía mal y que significaba una palabrota. Luego Larissa dijo que estaba cansada y tuvimos que callarnos. Durante un rato las oía moverse y respirar, como cuando uno está despierto, pero luego dormían.
Echada sola, pensé en todo eso y no podía dormir. No sabía cómo le iba a Kolja, no sabía qué haría mañana en otro país. Pero mamá quizá podía verme.
Era muy silencioso, como si no hubiera nadie en Grönhag, ningún coche. Pero cuando pasó un rato y no podía dormir oí, lentas y luego más fuertes, quejas y grititos, como cuando un cerdito quiere comer. Eran Denja y Sergej, que hacían lo mismo que el leñador y mamá. Luego se acabó y me dormí, y soñé con cerditos que estaban junto a mamá y les daba la comida.
Todo esto fue hace casi un año, en abril de 2005. Luego me sucedió mucho más, pero acabo aquí aunque el cuaderno no se haya terminado. Empiezan cosas poco agradables de las que no quiero escribir.
Acontecimientos del 19 de abril de 2006
Y volvió a empezar.
Esta vez fui el primero en llegar a la escena, es decir, después de que el observador de aves encontrara el cadáver en una casa de campo en la desembocadura sur del río Eura, a más de cuarenta kilómetros al sudoeste de Forshälla. Se le había acabado el agua y se disponía a llamar a la puerta para ver si le daban algo de beber. La puerta se abrió y encontró a una persona muerta. Llamó con su móvil y describió la situación tan bien que el agente de guardia se puso en contacto conmigo enseguida. Sonja estaba ocupada con otra tarea, así que salí directamente con Markus. Dos técnicos criminalistas fueron en otro coche con todo el equipo.
Markus se sentó junto a mí; parecía más sensible de lo que yo había pensado viendo su cara alegre y radiante. Durante la reunión tras la muerte de Gabriella Dahlström se había mostrado profesional, objetivo y también algo callado, pero ahora parecía afligido. Tenía sus manazas cruzadas sobre las rodillas.
– ¿De verdad ha vuelto a pasar? ¿Tenemos un asesinato con los ojos sacados? -preguntó.
– Sí. No era algo del todo inesperado que el Cazador atacara de nuevo.
– Ya. Pero sigue siendo… desagradable.
El caso nos afectaba a todos, y Markus estaba muy tocado. Le dije que debía intentar mantener la distancia y afrontar el caso solo desde lo profesional. Siguió murmurando, abriendo y cerrando los puños, pero estaba claro que solo necesitaba hablar un rato de su malestar y su extrañeza con un criminólogo experimentado. Luego se quedó en silencio y, curiosamente, se limpió los dientes con hilo dental. Parecía que eso también le ayudaba.
Cuando se hubo calmado, empezó a indicarme el camino siguiendo el mapa. Nos equivocamos dos veces, pero al final encontramos el estrecho sendero medio cubierto por la vegetación del bosque. Tuvimos que avanzar casi un kilómetro sobre raíces y piedras. Los técnicos ya estaban allí, habían aparcado a cierta distancia de la casa, y nosotros lo hicimos detrás de ellos, en un lugar donde podíamos dar la vuelta.
Cuando llegamos caminando, el observador de aves, un hombre mayor y delgado llamado Holmgren, estaba en el pequeño jardín. Ni siquiera se había atrevido a sentarse en una de las sillas del jardín, no fuera a ser que hubiera huellas, dijo, pero confesó que había sacado un cubo de agua del pozo porque estaba sediento. Ansiaba hablar de ello, pero le dije que se tranquilizara y dejé que Markus lo interrogara.
Miré a mi alrededor. Una casa pintada de rojo en la que el gris oscuro de los tablones empezaba a brillar a través de la pintura. Un edificio pequeño, algo inclinado, no en ruinas pero descuidado. Los cristales de las ventanas seguían en su sitio, pero bien podrían haber estado rotos. El jardín crecía asilvestrado, un viejo pozo con tapa de madera, una letrina sin pintar al fondo, junto al bosque. Allí llevaba un sendero apenas visible, invadido por matorrales de perifollo silvestre. Ligeras huellas de coche en la hierba. Una casa vieja y pequeña en el bosque, quizá abandonada hace mucho. El aire está lleno de pequeñas moscas nacidas este año. Suave susurro en el bosque. Todo en su hábitat natural, cerca de la comunidad pero fuera de ella.
Pedí a los técnicos que examinaran las huellas de los neumáticos y entré con las bolsas de plástico azul claro cubriéndome los zapatos. El olor me golpeó, ese hedor dulzón de los cadáveres yacentes que hacía tiempo que no olía. Me trajo a la memoria el flash de un caso anterior: un piso en Lindhagen en el que un jubilado llevaba muerto un mes.
Me tapé la boca con un pañuelo y miré alrededor. La única habitación de la casa estaba algo mejor que el exterior: algunas jarapas, una mesa de Anttila, sillas de plástico, una cama doble demasiado amplia encajada en una pequeña alcoba. La cama hecha pero sin colcha. No había electricidad pero sí una estufa con un gran horno. Un cepillo naranja para fregar los platos que parecía nuevo. No estaba abandonada. Ropa esparcida por el suelo: vaqueros, chaqueta marrón oscura, calcetines negros y calzoncillos.
El cuerpo estaba semiescondido detrás de la mesa: un hombre corpulento, con el pelo muy corto y negro, tumbado de lado y desnudo. El color de la piel indicaba que al menos llevaba allí desde Semana Santa. Me agaché, rodeado de un hedor cada vez más intenso, y miré su cara. Sangre marrón en lugar de ojos. Tuve que levantarme inmediatamente. No solo por lo sensible que soy a los olores, sino también por las muchas emociones que me inundaron. La foto del cuerpo de Gabriella, su relato vital, mi tarde en el sendero del parque en Stensta.
Ella fue la primera de una serie. El Cazador había vuelto… eso era obvio, pero aquí había algo nuevo: una cruz greco-ortodoxa en el brazo del hombre muerto. Una cruz pequeña de madera clara, sin pintar pero lacada.
Salí a la puerta y respiré aire puro. ¿Qué sentía ante esa repetición? Sorpresa, disgusto, pero también una furtiva satisfacción porque empezaba a divisarse un patrón. Teníamos algo más con lo que trabajar.
Naturalmente, pensar así me creaba mala conciencia, porque en algún rincón de mi mente me alegraba de este segundo asesinato. Por otra parte, también sentía alivio. Ninguna mujer había muerto como Gabriella, por lo que un aviso público de que las mujeres debían tener cuidado por las noches no habría servido de nada.
Markus estaba escribiendo un comentario más de Holmgren, y los técnicos que estaban arrodillados sobre la hierba levantaron la vista y me miraron interrogantes. Les indiqué con la mano que continuaran con lo que estaban haciendo y volví adentro. Ahora ya estaba preparado, ahora yo también iba a empezar. Metí el pañuelo en el bolsillo. Tenía que soportarlo. Inspeccionar con atención.
Me incliné de nuevo hacia las ya familiares cuencas vacías y las comparé con las primeras fotos de Gabriella que encontré sobre mi escritorio. Aquí las cuencas eran marrones, casi negras porque la sangre llevaba coagulada varios días, y en ellas se movían algunas hormigas. La cara tenía un color morado; el resto de la piel era más marrón. La estrecha marca del estrangulamiento a lo largo del cuello, y en el estómago y el pecho, sangre coagulada que se había derramado hacia el suelo. Seguro que bajo la sangre había una letra. ¿Una «A», la firma del asesino, o una «B», el número dos de una serie?
Estrangulamiento, desnudez, los ojos. Todo coincidía, incluso aunque lo de la cruz fuera nuevo y la ropa siguiera allí. No sabíamos dónde se había metido el Cazador durante seis meses, pero ahí estaba ahora de nuevo. Difícilmente podía ser un copycat, pues, por extraño que parezca, la vez anterior habíamos logrado mantener el caso fuera de los medios.
Más de seis meses. Ese hijo de puta enfermo se había aguantado todo ese tiempo. O quizá había estado encarcelado por algún delito menor. Pero, maldita sea, ¿qué pretendía? Esta vez la víctima era un hombre y, a pesar de la desnudez, no había sufrido violencia sexual. Y el lugar era completamente distinto, no público, sino tan privado y apartado como uno pudiera imaginar. ¿Dónde estaban el patrón y el motivo?
Sin embargo, dos casos siempre dicen más que uno. Ofrecen puntos de contacto, repeticiones que denotan un patrón aunque uno no lo vea inmediatamente.
Volví a inspeccionar la habitación. Las alfombras estaban bien extendidas, y cuando las levanté, debajo de ellas el suelo marrón claro de linóleo brilló aún más claro; es decir, estaban en su lugar habitual. Las patas de la mesa, por el contrario, estaban un poco desplazadas de los cuadraditos ligeramente grabados en el suelo. ¿Señal de una pelea que el Cazador no había encubierto? ¿O había dejado allí el cuerpo tras asesinarlo en otro sitio? La ropa esparcida indicaba que se la había quitado aquí, pero eso era algo que tendrían que dilucidar los técnicos. Los llamé para que entraran. Salí al jardín y hablé con Holmgren, que era simpático pero bastante nervioso. Toqueteaba sus grandes prismáticos y se recolocaba la gorra constantemente. No había visto a nadie en las cercanías; había llamado con los nudillos y, al ver que la puerta estaba abierta, había entrado porque estaba realmente sediento. Ver el cadáver desnudo y lívido y las «circunstancias especiales», como él mismo lo expresó, le había conmocionado. Así pues, había visto las cuencas vacías y la sangre sobre el pecho y el estómago.
– Sabía que no debía tocar nada, por lo que enseguida me aparté y los llamé. Además, era tan… desagradable.
– Este es un caso complicado, nada debe salir de aquí. Especialmente nada sobre las circunstancias especiales. Entorpecería gravemente la investigación.
– Entiendo. No voy a divulgarlo.
– Se lo agradecemos. Y la cruz… ¿no fue usted quien la puso ahí?
– ¡No, en absoluto!
A Holmgren lo desconcertó la pregunta.
– Estupendo. Muchas gracias.
Creo que incluso hice una ridícula inclinación de agradecimiento y luego me fui hacia el coche. Como los joviales policías de barrio de las películas antiguas en blanco y negro. Aunque diría que a Holmgren le gustó, porque me respondió con una seria inclinación de cabeza propia del ciudadano responsable.
Markus volvió a casa con los técnicos. Yo volví dando un rodeo, dando vueltas al azar. Pretendía tomar distancia y que nacieran nuevas ideas, pero solo me sentí vacío. Por un lado, nuestras posibilidades habían mejorado gracias a la repetición. Por otro lado, el caso empezaba a parecer la obra de un psicópata completamente arbitrario con patrones de pensamiento imposibles de prever. De pronto sentí algo que hacía mucho que no sentía: este podía ser uno de esos casos sin solución. Yo no tenía la misma energía que antes.
Comí un almuerzo grasiento en una gasolinera y pensé en tomarme libre el resto del día, pero continué con el coche hacia Lysbäcken. Luego di la vuelta y me fui a casa.
Estamos a martes, 25 de abril de 2006. Ya sabéis cómo es esto. ¿Qué sabemos? ¿Qué creemos?
– Sabemos que por ahora tenemos dos asesinatos con un mismo patrón: estrangulamiento con una cuerda fina, cadáver desnudo, los ojos sacados y una letra grabada en la piel. En este caso la «M». Sabemos que han pasado seis meses entre los dos crímenes y que durante ese tiempo no se ha informado al respecto ni en Finlandia ni por parte de la Interpol.
– ¿Podemos estar seguros de que es el mismo autor o autora? También hay diferencias: una cruz greco-ortodoxa, el cambio de sexo, el cambio de lugar, y el hecho de que la ropa siguiera allí.
– Claro. Pero las similitudes son demasiado especiales para ser casuales. Aparte del equipo de investigación y de algunos altos mandos policiales, nadie las conoce, por lo tanto debemos suponer que provienen de una misma persona: el Cazador.
– Pero no tiene por qué haber sido el autor material de ambos asesinatos. Podría haber explicado el primero a alguien y este luego llevar a cabo un asesinato similar con o sin su conocimiento y aquiescencia.
– Los asesinos en serie no suelen actuar de ese modo. Necesitan the rush, la propia acción. Eso es lo que les mueve, no solo el matar a alguien.
– Sin embargo, ¿no es una posibilidad que deberíamos tener en cuenta en este caso? Dos autores en contacto explicaría las marcas comunes pero también las diferencias notables. Sobre todo en lo que concierne a la cruz. Sin duda significa algo para el segundo de los autores, seguramente tenga que ver con la Pascua como fecha señalada dentro de la fe greco-ortodoxa. El asesinato tuvo lugar el Jueves Santo o en sus cercanías.
– Yo me inclino por un autor que está extraordinariamente perturbado y realiza distintos tipos de crímenes y mantiene las mismas marcas únicamente como nexo de unión. Ha encontrado un arma homicida que le va bien, se limita a ella y, por alguna razón, quiere los ojos. La cruz podría ser simplemente una maniobra de despiste.
– Pero tal vez solo mate para conseguir los ojos.
– No, probablemente lo hace por un motivo que aún no hemos averiguado. Es posible que los ojos sean un trofeo, o quizá tengan un significado simbólico.
– La última vez pensamos que el Cazador quería evitar que lo vieran tras un intento fallido de violación. ¿Sigue siendo válido?
– Menos válido. Por una parte, eso implica que el asesino, el Cazador, es bisexual, y eso desde luego es posible. Por otra parte, ¿qué razón podría haber habido esta vez para no llevar a cabo la violación? La casa está tan aislada que cuesta creer en la interrupción por parte de una tercera persona.
– Pero si… ¿la víctima?
– Sí, llamémosle así, no sabemos su nombre.
– ¿Y si la víctima se defendió y el otro no pudo? Esta vez se trata de un hombre grande y fuerte. El aut… el Cazador, frustrado de nuevo, tuvo que esconder su fracaso.
– Las uñas y los puños de la víctima estaban completamente ilesos, por lo que se puede inferir tras alrededor de una semana de descomposición. No parece que se hubiera defendido.
– La impotencia es una explicación posible. La sexualidad del Cazador está vinculada a la violencia, o utiliza la violencia para excitarse pero no lo consigue. Lo intenta con una mujer o con un hombre, pero resulta que no puede y los asesina para que no divulguen su vergüenza, para que no se lo cuenten a nadie, a todo el mundo, para que no tenga que avergonzarse. Y los ojos que vieron su vergüenza han de desaparecer. Además, esto es una seña de identidad que indica que es él y no otro el que asesina.
– Pero no hay señal alguna de violación, ni siquiera de intento de violación. Tampoco huellas de sexo oral.
– Pero la desnudez introduce un componente sexual. Quizá el Cazador apunta a la violación pero enseguida se da cuenta de que no puede. Nunca llega tan lejos. Simplemente no se le levanta.
– El violador con menos éxito del mundo.
– Pero con «éxito» como asesino. Ha matado dos veces y no tenemos ni idea de quién es, cómo es o qué motivo le mueve.
– ¿Qué dicen los técnicos? ¿Dónde se produjo la muerte?
– Seguramente le sacó los ojos allí mismo. Hay salpicaduras de sangre de la víctima en el suelo. Está claro que las incisiones en la piel y el pecho las hizo allí, pues hay una costra de sangre que va del cuerpo al suelo. El asesinato seguramente tuvo lugar en la casa, aunque, según los técnicos, la víctima pudo haber sido transportada allí tras el estrangulamiento y antes de todo lo demás. En tal caso se habría cometido en un sitio cubierto que ha impedido la contaminación y, además, en la misma posición, tumbada y de lado. Lo que implicaría, no obstante, una manipulación cuidadosa de un cuerpo de hombre que con ropa y zapatos pesaría noventa y dos kilos. Con toda probabilidad, una sola persona no podría transportar el cuerpo sin que se produjeran daños menores pero significativos. En cambio, dos personas fuertes sí podrían transportarlo con cuidado dentro de una alfombra o una sábana, como en una cuna. Pero, como he dicho, seguramente el lugar donde se encontró es también la escena del crimen.
– ¿Y no había algo en los brazos?
– Sí, la víctima tiene lo que parecen huellas de cuerda en los antebrazos y por encima de las muñecas. Como si lo hubieran atado por encima de la ropa, de forma que las cuerdas no cortaran la piel. La chaqueta quizá está algo aplastada en esos lugares, pero no muestra fibras extrañas. Las marcas son muy leves y están estropeadas por la ya avanzada descomposición. Podrían ser la pista de otra cosa, por ejemplo de un juego sexual privado que nada tenga que ver con el asesinato.
– Si fuera así, ¿por qué ató a esta víctima?
– Quizá secuestró al hombre en otro lugar y se lo llevó atado a la casa. En ese caso, es probable que el Cazador, no la víctima, sea propietario de la casa o tenga a acceso a ella.
– Pero el ADN de la víctima está por toda la casa. Sin duda ha estado en ella bastante. Además, hay muchos restos de ADN de otra persona, seguramente un hombre. Las sábanas de la cama estaban sin utilizar, pero tienen rastro de ADN de la víctima, posiblemente las tocó al hacer la cama.
– ¿No sabemos de quién se trata?
– No, todavía no. No hay cartera ni papeles que nos aporten datos. Al parecer, la casa se utiliza poco, no hay comida, solo bolsas de té y galletas. No aparece en ningún registro, y el propietario del terreno está de viaje. Hemos ido a su domicilio dos veces y le hemos dejado una nota para que se ponga en contacto con nosotros. Los vecinos viven algo apartados y no saben dónde está. Se llama Keijonen, un hombre de unos sesenta y cinco años según los vecinos, y bastante retraído. Jubilado, con un montón de hectáreas, todo legal. Algún tipo de subvención de la Unión Europea que lo hace ventajoso. Los vecinos dijeron que ni siquiera conocían la casa, y está tan rodeada de bosque que cabe pensar que así es.
– ¿Y entre los desaparecidos?
– Nadie con una descripción que se corresponda. Al menos, en el área de Forshälla.
– ¿Aportaron algo las huellas del coche?
– Por allí no ha pasado ningún coche en aproximadamente los últimos cinco días, está claro que no tras el asesinato. Durante ese tiempo ha llovido, por lo que las huellas nos dicen bien poco, solo que por allí ha pasado un único coche, un utilitario grande, a juzgar por la anchura de las ruedas.
– Pero no hay ningún coche. Debió de llevárselo el asesino. ¿Qué nos dice esto? ¿Es su casa y llevó allí a la víctima o, por el contrario, se llevó de allí el coche de la víctima? ¿Cómo llegó la víctima hasta allí? ¿En compañía del asesino, como un amigo?
– Volvamos al carácter del asesino en serie. ¿Existe alguna conexión entre Dahlström y este hombre?
– Es posible, pero será difícil investigarlo mientras no sepamos quién es el hombre. Por otro lado, cuando Gabriella Dahlström fue asesinada, investigamos absolutamente a todos sus conocidos. El personal que entonces interrogó a sus compañeros de trabajo y a otros, ha visto el cuerpo de la casa de campo, es decir, ha visto fotos de la cara con los ojos de porcelana y está seguro de que ese hombre no pertenece al círculo de amistades de Gabriella.
– Entonces, en lo que se refiere al motivo, volvemos a estar en la casilla de salida.
– Quizá algo religioso, algo ritual. No importa a quién matar, solo encontrar una víctima y coger sus ojos, de él o de ella. Eso podría explicar lo que parece una elección aleatoria de la persona y el modus operandi del estrangulamiento y los ojos.
– ¿Y la cruz?
– Preguntamos a un experto en religión tras el asesinato de Dahlström, pero no parece que existan sectas de esas características.
– ¡Son secretas! ¡Y pueden aparecer sectas nuevas! Religión privada, ritos propios, contacto con fuerzas oscuras. Quizá algún tipo de satanismo. Ahora parece más probable; la hipótesis de una violación fallida se ha ido al cubo de la basura. Mirad el calendario, ¿en qué fase estaba la luna los días de los asesinatos?
[Pausa, ruido de papeles.]
– El forense ha determinado que la muerte en la casa de campo se produjo el 12, 13 o tal vez el 14 de abril. Entonces era… el Jueves Santo, día 13, hubo luna llena. ¿Tiene alguien un calendario del año pasado? Dahlström murió…
– La noche entre el 15 y el 16 de octubre.
– Entonces… ¡También luna llena! El 15.
– Un patrón interesante. Además, desde el 15 de octubre al 13 de abril ha transcurrido casi exactamente medio año.
– ¿Podría existir un patrón ritual asociado a la luna?
– En tal caso debería haber un lugar de culto, no un ambiente cambiante y cotidiano. Pero con las sectas y demás nunca se sabe.
– En favor de lo religioso estaría una posible interpretación de las letras «A» y «M», como en «Amén». Es una fórmula que cierra la oración cristiana y potencia su contenido. Significa algo como «sin duda» o «así sea».
– ¿Cabe entonces esperar dos asesinatos más, uno con la «E» y otro con la «N» grabadas en los cuerpos?
– En ese caso quizá el desnudo sea una especie de limpieza ritual: la víctima llega a la muerte sin su vestimenta mundana y sin esos ojos que han visto tanto de la maldad del mundo.
[Pausa.]
– ¿Otras posibilidades?
– «A» y «M» son las iniciales del asesino: del nombre de pila y el apellido o de dos nombres de pila. Quiere burlarse de nosotros: «Os doy mi nombre y ni siquiera así me cogéis».
– Otra alternativa: «A» y «M» como en «Amos». O «Amanda».
[Pausa.]
– Sigo creyendo que no debemos excluir la posibilidad de dos asesinos que actúan por razones muy diferentes pero que han hablado entre ellos y utilizan las mismas marcas, la cuerda y los ojos arrancados, para despistarnos. Si creemos que es el mismo asesino, ambos tienen una coartada perfecta para cada asesinato. Más o menos como en la película de Hitchcock Extraños en un tren, donde dos hombres intercambian sus víctimas. Cada uno de ellos asesina por sus propios motivos pero con un patrón falso que nos hace buscar psicópatas o locos religiosos en lugar de centrarnos en las razones habituales, como los celos, la avaricia, etcétera, dirigidos específicamente a cada víctima.
– Es posible, pero ¿quién se atrevería a contarle a alguien sus planes de asesinato o hablarle de un asesinato ya realizado?
– Supón que el primer asesino fuera encarcelado por otro delito y en prisión conociera a otro interno de características parecidas. Eso explicaría por qué el asesinato a la manera del primero, con un escenario de violación en un lugar público, ya no está, y en cambio tenemos otro tipo de asesinato, dirigido a un hombre y en una vivienda privada. Un compañero del primer asesino ha salido de la cárcel y utiliza su modus operandi. Entonces, ambos tienen la coartada perfecta. El compañero quizá estaba encerrado cuando se cometió el primer asesinato, y ahora es el asesino de Dahlström quien está encerrado. Les viene de perlas que creamos que, debido a la coincidencia en el modus operandi, se halla tras los asesinatos. Ninguno puede ser detenido, ni siquiera ser realmente sospechoso.
– Podría plantearse así, pero investigamos las razones que alguien habría podido tener para matar a Dahlström y no encontramos ninguna.
– Razones para matar siempre hay, si uno es el tipo de persona adecuado.
– ¡El tipo adecuado!
– Quiero decir: de un determinado tipo. Con… tendencias homicidas.
– El ciclo se cierra: ¡una persona homicida que asesina!
– Si perseguimos a un asesino en serie, quizá al final solo pueda decirse que existe un ansia de matar que no surge por una razón normal.
– ¿Qué es una «razón normal» para matar a una persona?
– No voy a entrar en definiciones. Me refiero, por supuesto, a razones claramente egoístas, como la avaricia, la venganza, los celos, el deseo sexual…; lo que uno puede comprender.
– Pero aquí hemos hablado de dos asesinatos diferentes realizados por motivaciones privadas racionales.
[Pausa.]
– Quizá, a pesar de todo, Dahlström tuviera contacto con el hombre de la casa de campo a través de su trabajo en Olkiluoto. ¿No hubo algún jaleo allí que hizo que la despidieran?
– Lo investigamos, pero no nos llevó a ninguna parte. Era un malentendido.
– Pero ahora tenemos una pieza nueva en el juego.
– ¡Estamos hablando de una persona que ha sido asesinada!
– Quiero decir un nuevo… factor en la investigación. Si la última víctima tiene algo que ver con la energía nuclear o con Olkiluoto o con la zona a su alrededor, la cuestión adquiere una nueva luz. Eso es lo bueno desde el punto de vista de la investigación: lo mejor de tener dos casos.
– Algo de razón hay en ello. Si es que hay que buscar un motivo racional.
– Entonces, lo de sacarle los ojos sería solo una estrategia para desviarnos de las relaciones entre las víctimas, pues eso nos llevaría hasta un asesino o un instigador. El asesino quiere hacernos creer que es un psicópata, pero en realidad es un vengador astuto o un asesino profesional que tiene razones muy concretas para querer deshacerse de esas dos personas o que ha recibido ese encargo.
– Eso explicaría el hecho de que, según los técnicos, no haya dejado ninguna huella. No actúa llevado por el ardor del momento, encendido locamente como un psicópata que comete errores y deja rastros tras de sí.
– Un orden pedante y un caos total en el mismo cerebro. Puede salir por cualquier lado. Quizá el mismo asesino haya cometido otros asesinatos sin dejar marcas. Quizá en alguna ocasión mató a alguien con un hacha y no se preocupó de los ojos, y luego ha hecho estas dos cosas y es lo único que podemos asociar.
– Ningún asesino en serie actúa al azar. Tienen sus rituales porque los necesitan. Son pathological outsiders, que se han colocado tan fuera de la sociedad y de lo que han aprendido que es conducta apropiada que necesitan otra cosa, algo estable a lo que agarrarse. Nadie puede vivir completamente sin reglas y no derrumbarse. Por eso desarrollan sus propios sistemas de regulación y formas de actuación, que para el entorno pueden ser irracionales o invisibles. Quizá haya aquí otros rituales que no vemos. Quizá asesine en los días de su onomástica o en los cumpleaños de los presidentes de Estados Unidos o una semana en la que el domingo anterior hubo un resultado determinado en el fútbol. Así es como funcionan los asesinos en serie. No van con un hacha una vez, y con una cuerda y un cuchillo para los ojos la siguiente. Tienen un sistema.
– Entonces, según las teorías, ¿cómo crees que es este? Ahora tenemos una serie o el comienzo de una serie.
– El clásico es un hombre entre treinta y treinta y cinco años con una educación bastante buena y que vive solo, quizá un separado. Puede ser un completo desconocido para la policía o estar fichado por maltrato o por un delito sexual como exhibicionismo. Seguramente no ha cometido otro tipo de delitos, como robo o estafa. Él conoce sus inclinaciones enfermizas desde hace tiempo, tanto si las ha dejado aflorar como si no, por eso se esfuerza en mostrar una fachada discreta. No quiere sobresalir. A menudo se le tiene por callado pero simpático. En la base suele haber problemas sexuales de naturaleza complicada, pero en este caso precisamente eso no está claro a pesar de la desnudez.
– Pero entonces en el cerebro de un asesino en serie no hay caos ni anarquía, sino un patrón de comportamiento muy definido que ciertamente es singular pero que se rige por leyes psicológicas. ¿Es realmente así? ¿Existe una fórmula para esos locos?
– El noventa por ciento de los casos siguen más o menos esos parámetros. Pero, como dije, con connotaciones sexuales.
– Quizá en Estados Unidos, pero los asesinos en serie finlandeses pueden ser diferentes.
– Los casos nacionales que se conocen, que de hecho son bastante pocos, siguen prácticamente el patrón americano. Es algo general, al menos en Occidente. Sin embargo, el asesino es un hombre que ataca solo a mujeres. Lo extraño en este caso es el cambio de sexo. Hace el análisis más inseguro.
– Entonces, tú no crees que haya dos asesinos.
– No.
– ¿Y qué dicen los ojos y el resto?
– Quizá solo que son sus señas. Quizá sea algo simbólico, como que no quiere ser visto o que los asesinados han visto algo prohibido.
– ¿Por qué espera seis meses entre una agresión y otra?
– No es un período excepcional, al contrario, es bastante normal. Pero es posible que no tarde tanto en efectuar el próximo ataque.
– ¿Crees que habrá otro crimen?
– Sí, si no lo atrapamos antes o si el momento estresante que desencadena las agresiones no desaparece de su vida. Pero es poco probable.
– ¿El qué? ¿Que consigamos atraparlo o…?
– Empecemos a reunir todo lo que tenemos que desenredar. Debemos trabajar en varios frentes. En primer lugar: vosotros dos comprobaréis las condenas inferiores a un año de prisión en los seis meses entre ambos asesinatos, en especial los delitos de violencia y sexo. Y también investigaréis a los compañeros de celda y amigos de los casos encontrados. Comprobad el ADN en todos los posibles registros, tanto si son formalmente legales o no. Buscad también pruebas que no se han destruido porque la persona a quien concierne no ha sido juzgada, a menudo siguen estando en algún cajón. ¡Informad a los técnicos que este asunto tiene alta prioridad! Y vosotros dos haced un seguimiento de todos los desaparecidos en el país y, luego, en Europa. Ese hombre lleva muerto una semana, alguien tiene que haberlo denunciado. La ropa estaba bien, era un hombre que se movía dentro de la sociedad, no un sin techo al que nadie echa de menos. Por mi parte, volveré a intentar contactar con Keijonen para saber algo del dueño de la casa e investigaré algo más la pista ritual. Cuando conozcamos la identidad de la víctima volveremos a reunirnos. La posible relación con Dahlström puede ser interesante, cuanto sabemos del caso podría cobrar nuevo sentido. Tal vez los pequeños detalles adquieran un significado decisivo. Pero aún no hemos llegado a eso. Y recordad: somos muchos, tenemos recursos y todos los asesinos cometen algún error. Hay esperanza.
Acontecimientos a finales de abril de 2006
La noche siguiente dormí mal y tuve que ir al baño varias veces. El regreso del Cazador de ese modo inesperado me había causado cierta conmoción. Necesitaba hablar con alguien. Inger. Pero cuando miré a mi alrededor tuve que admitir que de haber estado ella en casa solo habríamos hablado de los programas de la televisión, las cortinas que necesitaban un lavado, la alfombra del cuarto de estar que quizá convendría cambiar. Todo cuanto estaba a nuestro alrededor y parecía que clamara por nuestra atención. Eso volvería a llenar nuestro tiempo en común, no lo que era esencial en nuestras vidas.
¿Qué sabía yo en realidad de lo que había sido para ella la escuela, la mitad de su vida despierta? ¿Qué le contaba yo en realidad de mí y mis casos, en los que pensaba todo el tiempo? Mi mente estaba a menudo en el trabajo aunque fingiera estar aquí.
¿Acaso es eso inevitable? ¿No puede una persona conocer a otra en profundidad, ni siquiera a aquella que le es más cercana en la vida? Nunca, por mucho que lo intenté, pude sentir realmente los sentimientos de Inger. Sus pensamientos sobre nosotros, si era feliz o infeliz conmigo. Su tormento cuando la enfermedad la atacó. Yo estaba encerrado en mi sistema nervioso y ella en el suyo.
Y con otras personas todavía más. Hablo con un vecino o con un compañero de trabajo. Nos ponemos de acuerdo y hacemos algo juntos. Es como si formáramos parte de una misma imagen…, pero en realidad no es así. ¡Componemos un mosaico en el que cada persona es una pieza aislada, un sistema lleno de pensamientos propios, sentimientos… y recuerdos! Las personas están llenas de recuerdos en los que piensan todos los días, cosas que otros solo conocen a grandes rasgos o ignoran por completo. Estoy sentado con mis colegas en una reunión, todos hablamos de lo mismo, pero de pronto una palabra o un nombre trae a la memoria de alguno de ellos algo completamente distinto de su pasado y empieza a pensar en eso sin que los demás lo sepamos. En su cabeza se proyecta una película que solo él ve.
Y si es así, ¿cómo vamos a conocer al otro en profundidad? Sentir el dolor del otro. Decimos que lo hacemos, pero un asesino demuestra que no es cierto. Él puede matar porque precisamente no siente la angustia del otro cuando grita y se defiende. Para él es solo un cuerpo ajeno.
Pero intentamos que nos vean por algo más que por nuestro cuerpo. Nos alegra hablar de nosotros mismos y comprender lo que otros nos cuentan, su vida interior. No lo conseguimos a la perfección, pero algo es algo, una vida en un mosaico que puede soportarse.
Creo que a Gabriella le pasaba eso mismo. Estaba aislada, pero quería mostrarse a través de sus escritos. No sé a quién, pero entendí cómo era ella cuando los leí.
Antes se me daba bien meterme en lo que suponía que era la vida de los asesinos, imaginar qué pensaban, qué habían hecho. En cambio las víctimas eran sobre todo un conjunto de pistas, alimento para mi ansia profesional de superación al solucionar otro caso. Les daba quizá una especie de reparación, pero para mí no habían sido seres humanos. Ahora era distinto. El relato de Gabriella me hizo vivir desde su interior la fatalidad de que una persona con sus recuerdos, sentimientos vibrantes, planes para una vida… de pronto se apague. Porque otra persona es egoísta y brutal hasta ese punto… Es demasiado.
Ahora entiendo que la muerte de Inger me había preparado para ello. Fue la primera vez que experimenté la fatalidad. Que una persona simplemente desaparece. Luego lo sentí por Gabriella e intenté sentirlo por el muerto en la casa de campo.
En este nuevo caso nos centramos en el trabajo policial normal. No sacamos demasiado de la primera reunión porque aún no sabíamos quién era la víctima. Aunque algunas ideas dieron su fruto: encontramos una media docena de delincuentes sexuales menores que habían estado en la cárcel en el interludio y que desde el punto de vista temporal podrían ser culpables. Seguimos observándolos, así como a sus compinches. Con el ADN no tuvimos suerte, y tampoco con los desaparecidos. Nadie parecía echar de menos a nuestro hombre de la casa de campo.
Por mi parte, leí sobre sectas extrañas, pero no encontré ninguna que sacrificara personas y les arrancara los ojos. Al final me cansé de ello y de llamar sin éxito a Keijonen, el propietario del terreno, quien se suponía que sabía algo de la casa de campo. A través del departamento de tráfico aéreo supe adónde había viajado y, luego, a través de la policía local de Tenerife, me enteré de dónde vivía. Contestó como si acabara de despertarse en mitad de la siesta una tarde en su hotel, y pensó que alguien había muerto. «Es Maikki, le ha ocurrido algo a Maikki», gritaba su mujer al fondo. No le expliqué la cuestión con detalle, pero él me facilitó sin más el nombre del inquilino de la casa de campo: Jon Jonasson, un periodista de Forshälla que había llamado a su puerta hacía un año y le había preguntado si tenía una cabaña para alquilar. Primero Keijonen le había dicho que no, pero luego recordó que tenía una vieja cabaña aislada, que en realidad estaba en unas condiciones bastante malas. Jonasson fue a verla, solo; a Keijonen no le apetecía adentrarse tanto en el bosque, y por lo visto a Jonasson la cabaña le pareció estupenda. Solo paga un alquiler simbólico, «completamente simbólico», resaltó Keijonen, que por supuesto no devenga los impuestos del alquiler. «¿Y qué coche tiene Jonasson?», le pregunté. Bueno, Keijonen solo lo había visto en una ocasión, cuando Jonasson llamó a su puerta por primera vez. Luego hacía su vida, y venía andando a pagar el alquiler. Pero el coche era blanco, beis o marrón claro. «¿Y grande?», pregunté. «Sí, bastante grande, quizá americano, esos son grandes.»
Esos datos dieron pronto fruto: Jon Jonasson es realmente periodista freelance en Forshälla, con domicilio en Stängelvägen, en Nydal. La foto del registro de carnets de conducir corroboró inmediatamente que era nuestra víctima, asesinado en la cabaña que había alquilado. Así pues, no tenía un lugar fijo de trabajo; según los vecinos de Nydal, viajaba mucho y vivía solo. Por eso nadie lo había echado en falta. No forma parte del círculo de conocidos de Dahlström, y las pesquisas realizadas preguntando con su foto puerta por puerta en las cercanías de su casa no dieron resultado, tampoco cuando mostramos su foto en Stensta. Nadie los había visto nunca juntos. Era demasiado simple: amantes secretos asesinados por un tercero celoso. Incluso me vino a la mente Erik Lindell, aunque había que considerarlo apartado de la investigación.
Investigamos también otras relaciones entre las víctimas. Seguía viva la esperanza de que fuera un asesino racional al que pudiéramos capturar a partir de sus motivos y que quizá dejara de matar una vez hubiera resuelto lo necesario.
En ese tiempo hablaba sobre todo con Sonja, a la que apreciaba cada vez más. Llegaba con su cuaderno en la mano y nuevos datos sobre Jonasson.
– Primero, el coche. Jonasson tiene un coche beis Ford Mustang, pero ha desaparecido. No está en las cercanías de la casa de campo ni en Nydal.
– ¿Y eso qué nos dice?
– Que el Cazador se lo ha llevado, tal vez como premio. Quizá un coche grande y bueno reafirma el sentido alterado que tiene de sí mismo, y en el mejor de los casos quizá lo capturen mientras lo conduce. Todos nuestros agentes tienen el coche en el punto de mira, es un modelo fácil de identificar. O a lo mejor lo ha abandonado en algún sitio donde alguien ha podido ver al Cazador.
– Vale. Vivimos con la esperanza de que esté loco por ese coche. ¿Y qué hay del piso de Jonasson?
– Lo hemos registrado y hemos encontrado sobres y papel de cartas de los Muchachos de Engelbrekt. He llamado al presidente del club y me ha explicado que Jonasson entrenaba a un equipo juvenil de balonmano. Por lo visto era un buen entrenador, lo apreciaban. El equipo está por encima de la media en la clasificación.
– ¿Qué comentó sobre la muerte?
– No se lo dije enseguida y entonces él preguntó si había habido alguna queja. Al parecer, una vez alguien había afirmado que Jonasson no debería entrenar a muchachos porque era homosexual -contó Sonja.
– Interesante.
– Sí -continuó ella-. El presidente no sabía qué había de cierto en ello, pero no tenía ningún motivo para despedir a Jonasson. Hace, o hacía, un buen trabajo y, aparte de esa vez, nadie había protestado. «Además, habría sido discriminación. Discriminación abusiva, y eso es ilegal», dijo. Se expresó exactamente así.
– Seguramente habrá otros que opinen distinto y sean más intransigentes -indiqué yo.
– Justo lo que yo pensé, por eso le pedí el nombre de algunos de los chicos a los que entrenaba. Un tal Henrik, un Eero, un Linus y un chico somalí de casi dos metros de altura que se llamaba Mahdi. Me encontré con todos ellos y todos dijeron lo mismo. Jonasson era majo. Henrik y Eero habían oído que quizá fuera gay, pero no les importaba. Nunca les había tocado ni había entrado a las duchas con ellos.
– En cualquier caso, me parece una pista interesante. Quizá algún homófobo se ha tomado la justicia por su mano. En la cabaña había otro ADN masculino. Alguien pensó que Jonasson se había portado mal con los muchachos. Este tema levanta sentimientos fuertes, y no menos en un club deportivo. Todos los centros donde los chicos se duchan juntos son sensibles en este contexto. El ejército, los bomberos… y también los equipos deportivos.
Sonja permanecía en silencio. Supe que quería añadir: «Y la policía».
– Pero ese ADN no está en el registro. Y ¿qué relación habría entre ese motivo y Dahlström? -preguntó en cambio-. Tiene que ser el mismo asesino.
– Quizá alguien quiere «hacer limpieza» en las pantanosas aguas de la sexualidad -me lancé yo a imaginar-. En realidad es un perfil clásico del asesino en serie: matar a prostituidos y «pecadores». Hacer la guerra a la degeneración.
– Pero es raro que esta actitud cruce la frontera de los sexos. Además, ¿qué había hecho Dahlström?
– Estaba embarazada sin estar casada. Podría ser suficiente para un fanático. Una pecadora y un pederasta. Digámoslo así.
– ¿Y los ojos?
«Han visto demasiada porquería», pensé, pero era demasiado insano para decirlo, incluso como una descripción del pensamiento del Cazador.
– Quién sabe lo que piensa un fanático -dije en cambio-. Quizá no quiera que vean a Dios. Ya sabes: «Bienaventurados los que… algo… porque ellos verán a Dios». ¿Qué opinas?
– No sé.
Era raro que Sonja dijera eso. Ella siempre tiene alguna teoría en la que apoyarse, algún patrón que ha aparecido en Estados Unidos. O se estaba callando algo, o estaba como yo: cansada y desorientada. Fue eso lo que me llevó a preguntarle algo personal.
– ¿Crees que… deberíamos haber dado publicidad a la primera muerte para, digamos, asustar al Cazador? ¿Es eso lo que opinas?
– No, apenas habría ayudado -dijo con voz monótona-. El asesinato de Jonasson tenía un estilo diferente.
– Claro. Pero tampoco hemos ganado nada manteniéndonos en silencio -continué yo-. Pensamos que una nueva muerte nos revelaría un patrón, pero no ha sido así. La situación es aún peor y más difícil de comprender que tras el asesinato de Dahlström.
– Hay un patrón, pero no podemos verlo. Siempre hay un patrón.
– ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Esperar un tercer caso?
– Tenemos los argumentos de Dahlström sobre la falta de seguridad en la central nuclear -señaló Sonja-. Tal vez entró en contacto con Jonasson cuando el periódico no le hizo caso. Él era periodista.
– ¿Había algún indicio de eso en su piso?
– No. Había borradores y artículos a medio escribir en el ordenador y en papel, pero nada que apuntase en esa dirección.
– Quizá fuera tan secreto que no se atreviera a escribirlo -aventuré yo-. La energía nuclear mueve fuerzas tan poderosas que alguien podría… resultar dañado por menos que eso. Los proveedores quieren vender a nuevos clientes, especialmente ahora que se están planificando nuevas centrales nucleares. Alguien que anda hablando sobre riesgos en la seguridad podría ser un objetivo del que… merezca la pena deshacerse. Hablamos de centenares de millones de euros.
– Quizá.
– ¿Había algún relato autobiográfico como el que encontré en casa de Gabriella?
– Lo buscamos, pero no encontramos nada, aunque Jonasson guardaba muchas más cosas en el ordenador, incluso listas de la compra.
Sonja desvió la mirada hacia la ventana. Intenté dilucidar si estaba decepcionada o si sospechaba algo, si se callaba alguna pista que quisiera seguir ella sola como una especie de triunfo personal. No lo parecía. Lo que parecía era exhausta, como yo.
– El asesinato de Palme -solté yo sin más.
– ¿Qué pasa con él?
– Empiezo a entender cómo se sienten en esa investigación. Montones de medias pistas pero ninguna completa. Ideas como moscas en el aire.
– No es tan extraño -dijo Sonja, decidida-. Tanto si careces de la información suficiente, como si tienes demasiada información desordenada, la ecuación nunca puede resolverse. Es un hecho. No es culpa nuestra. Es como cuando los médicos se enfrentan a un cáncer incurable. Es simplemente imposible y hay que vivir con ello. Y hacer, en cambio, lo que es posible hacer.
Comprendí que hablaba para sí misma tanto como para mí. Llevaba este punto muerto aún peor que yo. Despertó en mí un sentimiento de protección.
– Escucha, ha sido una buena cosa que averiguaras que Jonasson era homosexual -le dije-. Eso abre la investigación hacia un escenario sobre el castigo al pecador. Quizá sea así como el Cazador piensa. Puede que ahí tengamos algo para seguir adelante.
Intenté no sonar paternalista y protector, ser positivo y motivador como un jefe ha de serlo. Y pareció que ella no se lo tomaba a mal.
– No nos ayuda -dijo sin embargo, y volví a verla cansada-. El Cazador podría atacar a cualquiera la próxima vez. Desde luego, en el mundo actual no faltan conductas sexuales que la Biblia condene. Si es que se trata de eso.
Es decir, que no es que estuviera especialmente positiva ni motivada. Era demasiado inteligente para una cháchara que pretendiera motivarla sin razones. Permanecimos sentados y en silencio.
Cada vez nos parecemos más a los investigadores del caso Palme, pensé. «Estamos en ello. Seguimos diferentes pistas.» Una defensa cada vez más constreñida para encontrar algo con sentido en la propia existencia. «Pero aún no hemos llegado tan lejos, ¡maldita sea!», pensé al tiempo que cerraba el puño sobre la mesa. Intenté encontrar algo que decir.
– Hay un detalle interesante que deberíamos abordar antes de llegar tan lejos como para considerar un nuevo ataque del Cazador: ¿quién podía saber que Jonasson era homosexual? Y, más interesante aún, ¿quién podía saber que Dahlström estaba embarazada? Incluso Lindell lo ignoraba. Pareció realmente sorprendido cuando se lo dijimos.
– Hemos hablado con todos los que sabemos que la conocían -repuso Sonja-. Nadie sabía que esperaba un bebé, ni siquiera que tenía novio. Todos sus amigos eran del trabajo, y cuando dejó el empleo todavía no estaba embarazada. No mantuvo el contacto con ninguno porque consideraba que todos la habían traicionado. Al parecer, por entonces tampoco visitaba a ningún médico.
Vi que no avanzábamos nada, así que lo dejamos ahí.
El caso nos atrapó, era como un gran anzuelo que removía nuestras entrañas. No sabía adónde nos llevaba, pero hacía daño.
Del 20 al 28 de abril de 2006
Relato sobre sucesos difíciles
De Erik Lindell a Jarl Arvidsson, sacerdote y confesor
Querido Jarl:
Sigo tu consejo y escribo algunas de mis experiencias. Permíteme recordarte que todo esto es estrictamente confidencial, propio del secreto de confesión que debes mantener.
Lo primero que recuerdo cuando pienso en Bosnia es humo negro en el horizonte, columnas que se expanden lentamente hacia el cielo. Fuegos a lo lejos en la llanura o cercanos: un autobús ardiendo rodeado de cuerpos y maletas abiertas con ropa desgarrada. Los cuerpos de las mujeres tenían sangre a lo largo de los muslos.
Cuerpos en los árboles, colgados. O a los que han disparado primero y luego colgado boca abajo, con los pies haciendo la señal de la victoria.
Frío asombroso en las montañas. En más de una ocasión vi montones de cadáveres cubiertos de nieve. Como si la naturaleza quisiera mostrar que había que dejarlos en paz, simplemente rociados con una leve capa de polvo para que se viera que un día fueron personas. Nadie los tocaba, la nieve estaba impoluta y estaba claro que llevaba así mucho tiempo.
Al principio había gritos de prisa de los soldados, quejas y huidas en los pueblos, lugareños que se abrían como abanicos sobre la llanura intentando subir a las montañas. Luego se hizo el silencio y todo fue más lento. Muchos de los que podían correr y gritar habían muerto, y los que quedaban no tenían fuerzas. Estaban quietos, solo miraban; recibían la comida y se daban la vuelta sin un comentario hacia nosotros, que llegábamos en los coches. Todos los que llegaban eran igual de culpables.
Durante días enteros viajábamos en camiones por caminos llenos de socavones hechos por las bombas y las minas. Aquello era malo para mi espalda, aunque como oficial podía ocupar el asiento mullido contiguo al del conductor. Los músculos se agarrotaban debajo de los omóplatos y la columna vertebral estaba dolorida. Me parecía que era la propia columna la que me dolía, pero era el nervio espinal que, como un hilo candente, radiaba su fuerza al exterior. Una espina que ardía desde dentro y no podía apagarse con ninguna pastilla. Me preguntaba muchas veces si me las había tomado, pero el mareo y el leve malestar me indicaban que lo había hecho. Dos pastillas blancas y ovaladas, cuatro tragos de agua.
Intenté estudiar el paisaje y pensar en otras cosas. Llanuras y campos con cadenas montañosas a lo lejos. Los cráteres de las minas de tierra, en las que un brazo o una pierna eran lo único que quedaba de una persona. Paredes de casas que parecían haber sido cortadas en diagonal como si fueran crackers. Mujeres morenas que, vestidas con ropas coloridas y pañuelos en la cabeza, nos miraban desde un margen del camino y a veces alzaban los brazos hacia nosotros. En medio, bosquecillos y riachuelos en los que el agua espejeaba, y flores rojas y amarillas que brillaban alegres como si el hombre nunca hubiera vivido sobre la tierra.
Al atardecer llegamos donde se encontraban las fuerzas holandesas de la ONU a las que nos uniríamos antes de continuar camino. Era a las afueras de Mostar, en el límite de una ciudad pequeña donde los soldados vivían en las ruinas de las casas, entre la población civil, que asaba patatas en pequeñas fogatas delante de sus casas. Eran tantos los que habían huido o muerto, que había sitio de sobra para todos.
El comandante señaló una casa vacía para las fuerzas finlandesas y dirigí a mis hombres hacia allí. Una gran sala en la que aún quedaban algunas alfombras donde extender los sacos de dormir, un cuarto de vigilancia, una letrina algo más allá. Era cuanto se necesitaba para una noche. Los holandeses habían prometido invitarnos a sopa de pescado en su casa.
La sopa era espesa y harinosa, pero llenaba. Yo estaba sentado con nuestro jefe de compañía y con los oficiales holandeses; la comida pasó pronto, sin cumplimientos ni charla. Todos estábamos agotados. Durante meses habíamos intentado «mantener la paz» sin fuerzas, nos habían trasladado arriba y abajo siguiendo unos planes incomprensibles, viendo crueldades que nadie pensaba que pudieran existir en Europa.
En cuanto los cuencos estuvieron vacíos, nos fuimos. Recuerdo que mientras volvía a nuestra casa, bajo la débil luz de algunas farolas, moví los hombros en un moderado ejercicio de gimnasia para la espalda. En la casa, vertí agua de una de las grandes cisternas y me tomé dos analgésicos para la noche. Apenas veía lo que había alrededor. Un alojamiento para la noche como otros muchos, un saco de dormir sobre un suelo en el que otros ya se habían tumbado. Me quedé dormido.
Pero me despertó el dolor de espalda. El suelo era demasiado duro a pesar de la alfombra doblada que tenía debajo. Solo iba a poder dormir unas horas cada vez, haciendo los ejercicios gimnásticos entre medias. Salí del saco de dormir y me acerqué a una ventana rota para respirar mientras estiraba con cuidado los músculos. Entonces miré bajo el leve resplandor de la farola hacia una de las calles laterales: montones de escombros, unas latas de cerveza y un calcetín fangoso. Silencio, solo algunos ronquidos detrás de mí.
A continuación vi sombras que escalaban por los escombros. Soldados. Un grupo de holandeses; pero no marchaban, sino que avanzaban con un movimiento lento e irregular. Llevaban a rastras a una chica bosnia que se resistía con fuerza; tenía la cara crispada, pero iba en completo silencio. No gritaba, aunque no tenía la boca tapada. Podía ver cómo lloraba tras una cortina de negro pelo hirsuto, con una larga raya roja que bajaba desde uno de los ojos hacia la boca como una lágrima de ácido corrosivo. Al principio me quedé inmóvil, pero luego reaccioné y salí corriendo; me equivoqué y di vueltas por la casa, notando el hedor de la letrina, pero al final encontré la salida a la calle. Para entonces habían arrastrado a la chica más lejos, hacia la última de las casas. Pero llegué hasta allí.
– Stop!
Los hombres se detuvieron y se volvieron.
– Not your business -dijo uno de ellos con una voz monótona y baja.
Di un paso adelante y empecé a tirar de la mano que la chica me tendía. Me miraba fijamente a los ojos. Entonces, dos de los soldados sacaron sus cuchillos.
– Not your business -dijeron en un tono tenso pero todavía a media voz.
Miré hacia su casa, quería avisar al jefe de su compañía, pero en ese momento lo vi en la puerta hacia la que arrastraban a la chica. La brasa de un cigarrillo iluminaba su rostro acalorado. Estaba esperando a la chica y me contemplaba tranquilo.
Entonces empecé a marearme. Todo se mezclaba: el dolor de espalda, como el de los cuchillos que podían clavárseme, un muro de holandeses endurecidos por la guerra, la extraña imposición de que todo se hiciera en silencio, que no se podía gritar, como en una película muda. Me di la vuelta y vomité, al tiempo que unos hombres me empujaron y me llevaron de vuelta a nuestra casa. Tambaleándome, entré en el dormitorio y caí sobre mi saco. Desaparecí en la nada.
Desperté porque temblaba de frío. La espalda estaba mejor, pero temblaba. Fui hasta la ventana. Un pálido amanecer comenzaba a extenderse alrededor de las aureolas de las farolas. Las latas de cerveza habían cambiado de sitio y los montones de escombros parecían haber crecido.
Entonces recordé los sucesos de la noche y salí. A media carrera llegué a la casa hasta la que habían llevado a la chica. Fuera, un escuálido perro de color canela claro deambulaba arriba y abajo, pero la casa estaba vacía. Solo había una manta sucia en el suelo. Colillas. Miré en toda la casa, trepé por los escombros, pero allí no había nadie.
Al salir vi un carro que se movía lentamente a lo lejos, a la izquierda, por la calle principal. Corrí hacia él. Una familia bosnia se marchaba; aún tenían al padre, que tiraba entre los palos de un carro para el que antes tuvieron seguramente un burro. A la derecha, al otro lado de la calle, oí cerrarse una puerta. Me di la vuelta y vi a un niño de unos diez años que pasó corriendo por delante de mí hacia el carro con un candelabro en la mano. Despacio, de nuevo como en una película, fui hacia la casa de la que había salido el niño. Era una de las menos bombardeadas, la puerta no estaba cerrada con llave. Cuando la empujé, se balanceó. Entré.
Vagué por las habitaciones, con muebles en los que se mezclaban cajones y tableros de estilos diferentes. Un cierto bienestar, una vida posible. Llegué hasta el otro lado, a un pequeño jardín. Allí yacía la chica a la que había visto por la noche. Reconocí sus ojos y el rasguño que bajaba hasta la boca; su pelo largo y lacio, ahora pegajoso de sangre roja ennegrecida, y junto a ella una piedra cubierta de sangre. La cabeza aplastada, los ojos mirando fijos con medias pupilas en las que destacaba el blanco. No había logrado llegar a casa con el suficiente disimulo y silencio; no había conseguido esconder su escarnio, la vergüenza de su familia.
La mejilla. Su piel aún estaba cálida. Me senté en el suelo y le cogí la mano.
Con la otra mano empecé a echar arena y matojos de hierba arrancada sobre el cuerpo de la chica. Canturreé; dentro de mí oía canciones.
Continuaré escribiendo cuando me sienta con fuerzas.
Tras Bosnia llegaron montones de días vacíos y confusos. Años que apenas han dejado recuerdo alguno. Interrogatorios, hospitales en Alemania y Helsinki, servicio en Forshälla entremezclado con bajas por enfermedad. Me recobré poco a poco, especialmente tras conocer a Gabriella.
Su muerte fue para mí un gran choque, claro está, y a ella siguieron las sospechas contra mí, la larga estancia en la cárcel, los interrogatorios igual de absurdos y en cierto modo tan brutales como en Bosnia. Cuando me recogiste a finales de febrero, tras los cuatro meses que había pasado allí, me encontraba muy mal, ya lo sabes, pero creo que esta vez me recuperé bastante rápido. Un mes después ya me sentía mejor. Hablé contigo por teléfono, di largos paseos y fui a rehabilitación para la espalda, que también empeoró en la cárcel. Seguí con la medicación, aunque me causa malestar y a veces me produce vértigos.
Todos los días tenía flashes repentinos en los que veía a Gabriella en la subasta, en el río, en Obermann, donde solíamos sentarnos. Pero también la veía muerta: desnuda en un sendero del parque, con los ojos arrancados y la letra «A» grabada en el estómago. Era horrible, en ocasiones oía un fuerte sonido dentro de mi cabeza cuando la veía así. Pero también aprendí que incluso ese recuerdo era valioso. Aunque Gabriella ya no estaba y la habían asesinado de una manera incomprensiblemente cruel, había existido, había sido una persona real y habíamos estado juntos. El dolor iba unido a eso, a que ella tenía un sentido en mi vida.
Y llegó la primera semana de abril. Salí tras haber dormido hasta las nueve y media. Caminé por calles vacías de gente y llegué hasta el entramado de senderos de Stadsskogen. Las nubes colgaban compactas y silenciosas como lo habían estado toda la semana. El bosque respiraba calmo como un animal dormido.
Mientras caminaba, vi el bosque desde arriba, como en un mapa en el que mi propio camino era una línea roja que avanzaba serpenteando entre los árboles. Siempre elegía diferentes rutas, o el bosque las elegía por mí. Era prácticamente imposible diferenciar un sendero de otro, reconocer con seguridad una parcela de terreno poblado de maleza o un claro poblado de columnas de abedules o pinos. Daba lo mismo ir a la derecha que a la izquierda, deambulaba sin rumbo, pero volvía siempre a la zona sudeste por donde había entrado. Solo me regía por una regla: no debía encontrarme con nadie. No era difícil. Solo debía evitar el sendero de entrenamiento, donde veías pasar a la carrera gente con chándal azul o rojo. Si lo hacía así, el bosque estaba casi vacío.
Pero alguien había estado allí. Cansado de la penumbra pardo grisácea, empecé a atajar cruzando de un sendero a otro para salir del bosque cuanto antes. No era peligroso. El terreno estaba firme y nivelado bajo mis botas de goma de media caña y en algún lugar del cuerpo, en la cerviz y la espalda, sentía que iba en la dirección correcta.
En ese momento vi un hoyo atravesado frente a mí y me enfadé: esa zanja me obligaba a dar un rodeo. Aunque solo tenía dos metros de largo por medio de ancho. Me acerqué a uno de los extremos y me vi a mí mismo como en una película: allí de pie como un sacerdote en un entierro. Estaba en un páramo que bajaba hasta el mar. El viento me removía el pelo y el canto de los deudos, un antiguo salmo cristiano, ondeaba al compás del ataúd, que bajaba lentamente.
Allí, en la realidad, el hoyo estaba vacío. No tenía más de un metro de profundidad. Podía ver abajo el humus marrón oscuro en el que yacían algunos ramojos con hojas. Era evidente que habían cubierto con ellos el hoyo, pero tan mal que solo quedaban algunas ramas de hojas secas del año pasado. Vi también que la tierra excavada estaba esparcida a su alrededor en pequeños montones. Me incliné para tocarla. Estaba fría y grumosa, pero casi seca. Seguro que no había sufrido la fuerte lluvia que había caído hacía dos tardes. Habían excavado el hoyo el día anterior o esa noche, como mucho la noche anterior.
Me levanté y miré alrededor. ¿Había alguna razón práctica para excavar un hoyo? ¿Planeaba el servicio de parques y jardines preparar un lugar donde crear un mantillo o algo similar? En cualquier caso, no había señales que así lo indicaran, ni montones de hojas ni ramas acumuladas. El bosque estaba intacto, como un fondo de mar protegido por el agua. Quizá había un rastro ligeramente pisado, con algunas matas algo aplastadas. Venía del norte, del sendero al que me dirigía. Tras él se oían los automóviles, a unos ciento cincuenta metros del hoyo. Era la distancia apropiada si querías enterrar un perro. Estaría en paz, descansaría tranquilo en la naturaleza de la que había surgido, y solo tendrías que cargar con él durante un corto tramo si aparcabas el coche en Nydalsvägen.
Sin embargo, era un hoyo demasiado grande para un perro, incluso para un perro lobo o un San Bernardo. Podría valer para un ternero o un novillo, pero era impensable que alguien cargara con semejante cadáver hasta el bosque. Los campesinos se deshacían de sus animales muertos de otras maneras.
Solo quedaba una posibilidad. ¡Era una tumba pensada para una persona! Un cadáver.
Empecé a tener frío allí de pie. Caminé unos treinta pasos hacia casa, pero regresé. La tumba tenía una fuerza que me retenía. Dentro de mi cabeza vi llegar una extraña procesión desde la carretera. Gente vestida de negro a quienes el difícil terreno obligaba a avanzar en una larga fila india. Un ataúd bamboleante llevado penosamente por cuatro hombres que casi tropezaron con los matojos y ramajes. Pertenecían a un credo ecológico que se negaba a enterrar a sus muertos en un cementerio. En callada procesión, llevaban a los difuntos a la naturaleza abierta, en la que Dios habitaba y enseguida recibía a los fallecidos en su reino. Las tumbas estaban listas para que todo discurriera rápidamente, sin que las autoridades tuvieran conocimiento de ello.
Pero nunca había oído hablar de una secta como esa, pensé cuando por fin me marché a casa. Y, además, sería sospechoso que alguien muriera y su cadáver desapareciera. Podría pensarse que habían… ¡Oh, no! Ahora lo entendía.
Si mataras a alguien y quisieras deshacerte del cadáver, ¡esto es exactamente lo que harías! Cavar un hoyo con antelación, para luego, lo más rápidamente posible, sin que nadie te viera, traer el cuerpo a la fosa. Lo dejarías caer y lo cubrirías inmediatamente con la tierra suelta y las ramas, por lo que solo te arriesgarías a estar a la vista, junto a la tumba, unos pocos minutos. Empecé a andar más deprisa, casi salí corriendo de allí.
En casa, me pasé el resto del día y toda la noche dando vueltas arriba y abajo, ni siquiera puse la tele. Recogí periódicos, abrillanté la encimera de la cocina, observé la calle sosegada con los puños apoyados en el borde de la ventana. Y todo ese tiempo pensé en ese pensamiento, ese pensamiento que no me abandonaba: esa tumba la habían excavado una o varias personas que planeaban un asesinato. Era la única conclusión posible.
A la mañana siguiente fui a la policía. Fue desagradable caminar hasta Lysbäcken de nuevo y ver los coloridos cubos que formaban el gran edificio. Me habían tenido allí como a un animal enjaulado, dejándome más maltrecho de lo que ya lo estaba. Tras esas penalidades, no tenía yo mucha confianza en las autoridades, pero sentía que era mi deber dar parte de lo descubierto. Quizá se podría evitar el asesinato o al menos capturar a los asesinos. Debían de ser como mínimo dos, pues una sola persona no podría trasladar un cadáver por el bosque.
Fui hasta la ventanilla de información de la comisaría.
– ¿De qué se trata? -me preguntó una mujer mayor de pelo liso y teñido de color castaño cuyas raíces más claras veía desde mi posición más elevada.
Parecía molesta y aburrida, pero los ojos le brillaron cuando respondí que quería informar de un asesinato en ciernes. Posiblemente apretó un botón de urgencia escondido, porque apenas me había dado tiempo a sentarme cuando un hombre con camisa blanca de manga corta y corbata azul oscuro vino a buscarme. Parecía un mozo de barco. Quizá pensaron que era yo quien planeaba algo.
– Gunnar Holm, comisario criminalista -dijo al tiempo que me tendía la mano y me miraba a los ojos por encima de unas gafas semicirculares. Tendría algo más de cincuenta años, era más bajo que la media, pero de constitución fuerte. Era de tez morena y llevaba su canoso pelo muy corto. Me dio la impresión de que olería a sudor, pero no. El apretón de manos fue fuerte y yo respondí con mayor firmeza aún, siempre he tenido manos fuertes.
No había visto antes a Holm, pero seguro que él me reconoció, o al menos de nombre, tras mi larga estancia en la comisaría. En tal caso, disimuló bien mientras me conducía por el edificio. Atravesamos por dos pasillos y puertas con códigos hasta llegar a su despacho. Allí noté un ligero olor dulzón. Quizá al fin y al cabo tuviera problemas con la higiene personal.
Me hizo sentar en una silla dispuesta un poco en diagonal con respecto al borde de la mesa. Luego tuve que mostrarle mi documento de identidad y escribir mis datos personales en un impreso. «Teniente en el ejército del aire. Actualmente de baja por enfermedad.» Noté que Holm se detuvo medio segundo y añadió para sí mismo: «Por razones psíquicas». Luego se echó hacia atrás y yo le conté lo que había visto y lo que pensaba. Solté de un tirón todo lo que había estado pensando desde el día anterior.
– Creo que la policía podría vigilar el lugar y capturar a los asesinos -añadí al final-. Antes o después se dejarán ver por allí.
«Capturar a los asesinos», las palabras sonaban absurdas, como sacadas de una película policíaca. Se quedaron flotando en el aire mucho tiempo antes de que el inspector contestara:
– Por desgracia, no contamos con tantos recursos. Y las indicaciones no tienen el peso suficiente.
– Pero ¿no es obvio que tiene que ser una tumba y que algo va a suceder?
– Obvio en absoluto; en realidad, tan cerca de una vía con tanto tráfico es poco probable. Y, como dije, no podemos destinar efectivos al bosque durante un tiempo indeterminado. Tenemos delitos reales que solucionar.
– ¿No pueden ir ustedes mismos e inspeccionar el lugar? Creo que entonces cambiarían de opinión. -Sin pretenderlo, le había tratado de usted, al estilo de los antiguos habitantes de Forshälla, seguramente para aumentar mis posibilidades de convencerlo.
– ¿Había algo allí, papeles o ropas, por ejemplo?
– No, pero había, hay, ¡una tumba que espera a alguien que va a morir! En medio de Stadsskogen y cerca de Nydalsvägen. -Sentí que la sangre me ardía en la cara y que la voz casi se me quebraba-. ¡Es urgente, puede ocurrir en cualquier momento!
– Bueno, ahora nos calmaremos y haremos lo siguiente. Esperaremos, y mientras tanto pediremos que una patrulla circule por allí de vez en cuando. Si obtenemos algo más concreto que podamos seguir, así lo haremos. Por supuesto, agradecemos todas las pistas que aporta la gente, y tendremos en cuenta esta.
El inspector echó la silla hacia atrás y golpeó el impreso contra la mesa como si fuera un montón de papeles que hubiera que igualar. Entendí la señal, debía irme, pero seguí sentado, empecinado, sujetando firmemente el brazo de la silla, como si alguien pretendiera arrancarme de ella.
– Usted sabe quién soy -dije en voz baja y mirando al frente, a la pared-. Me ve como el loco que asumió un crimen que no había cometido y que ahora viene a contar una fantasía sobre otro crimen.
– No es eso lo que pienso -dijo Holm, también en voz baja-. Simplemente, que las indicaciones no bastan para que podamos asignar efectivos a una pista de este tipo. Pero sí, sé quién es usted y comprendo que ha vivido experiencias difíciles en esta casa. Yo no era el jefe de la investigación, ni siquiera ayudante en el caso, por lo que no había nada que pudiera hacer al respecto, pero sí puedo decirle que no es usted quien carga con la mayor culpa en este enredo. Yo pensé entonces que podría ser inocente y me dolió su calvario. Que pasara tanto tiempo en la cárcel porque… sí, algunos son famosos por sus brutales métodos de interrogatorios. Y así es como se dan confesiones que no son reales y que conllevan largos encierros. Por supuesto, es agotador.
Hizo una pausa, pero yo no sabía qué decir.
– ¿Puedo preguntarle cómo se siente? Sé que solo ha pasado un mes desde que salió de la cárcel, pero ¿está mejor?
Alcé los hombros y, tras un breve silencio, continuó con sus cavilaciones.
– ¿Ha encontrado alguna actividad que le satisfaga? Cuando uno ha sufrido un fuerte impacto, una injusticia, es importante que encuentre algo nuevo que dé sentido a su vida. Quizá su preocupación sobre la tumba en el bosque se deba a eso. Pero necesita algo más permanente, una afición que le atraiga, quizá una nueva profesión… ¿Ha pensado en ello?
– Podría ser -murmuré, y lo miré de reojo sin cambiar de postura.
Me miraba con una ligera sonrisa; parecía realmente simpático a su modo patriarcal al viejo estilo. Pero al mismo tiempo era uno de ellos, un policía, y en lo relativo a la tumba, ¡no se enteraba de nada!
Sin embargo, fue agradable quedarse allí un rato, sentado en calma y hablando en voz baja con el leve susurro del aire acondicionado. Al menos tenía a alguien a quien explicarle lo que me preocupaba, como en una sesión de terapia. Solté el brazo del sillón y, para alargar el momento, pregunté algo sobre un calendario con las regiones que había colgado en la pared. Me respondió, aunque no recuerdo qué dijo.
Al final, tuve que levantarme y me guió de nuevo por los pasillos. Tras otro fuerte apretón de manos y una mirada larga y directa de los acuosos ojos de Holm, estaba de nuevo en la acera; al principio anduve en dirección contraria. La calma que había sentido en el despacho se había evaporado.
En cualquier caso, había cumplido con mi deber, pensé, pero no podía darme por satisfecho. Una persona iba a ser asesinada, y nadie iba a evitarlo. Vivía en una sociedad en la que se podía matar a una persona y enterrar el cadáver sin que nadie se preocupara por ello. Mientras no te pillen, todo está permitido. La misma mierda por todos lados. La policía no mueve un dedo a no ser…
Mis pensamientos brotaban bien formulados, como si estuviera dando un discurso. Las palabras bullían en la garganta y en el esternón, como cuando te encuentras mal. Tuve que controlarme para no gritar por encima del tráfico contra una pareja joven, él con gafas estrechas modernas, ella con estúpidos zapatos rojos. Seguro que me había convertido en el hazmerreír de la comisaría: el pirado que confesó y estuvo encerrado cuatro meses porque se sentía culpable en general. En el almuerzo hacían bromas sobre mí, pero eran ellos quienes habían fracasado y actuado mal.
Nunca creerían en mí. El verdadero asesino había quedado libre mientras ellos se concentraban en mí…, y ahora iba a suceder de nuevo.
Necesitaba a Gabriella. Gabriella debería estar allí.
Yo era el normal: un Erik. Ella, la especial: una Gabriella. Yo era gris; ella brillaba. Me capturaba el resplandor de sus ojos, sus comisuras sonrientes, su pelo castaño y liso. Ella tendría que estar en mi vida, con su risa, sus manos, su voz, cuando volvía a casa maltrecho tras un día más de trabajo. Ella quería tenerme en su vida. Yo no podía entenderlo, pero ella me quería allí.
Nuestras vidas se cruzaron en primavera, en una subasta en la que pujábamos uno sobre el otro por conseguir una cucharilla de plata del zar Alejandro II de Rusia. Me gustaba su mango, pero dejé que se la llevara cuando me di cuenta, por su tímido ímpetu, de que era la primera vez que pujaba. Luego me acerqué para tocar por última vez lo que había perdido y empezamos a hablar. Ninguno de los dos era un experto en antigüedades, pero a los dos nos parecía divertido escoger de vez en cuando algún objeto de adorno. Y estaba en lo cierto: nunca antes había pujado en una subasta. Había ido más que nada para ver al experto en antigüedades de la televisión, dijo sonriendo, pero no estaba allí esa tarde.
Caminamos hacia el centro siguiendo el río, y hablamos mucho del idílico paisaje de postal que se creaba ahora que las hojas comenzaban a brotar. El agua brillaba con el reflejo del sol poniente; se entendía que una de las zonas de la ciudad, al oeste, se llamara Lysbäcken, «arroyo de la luz». También hablamos de otras generalidades sobre la ciudad de Forshälla. No había mucho que decir, una ciudad pequeña a pesar de sus sesenta mil habitantes; pero era fácil conversar con ella. Antes de que subiera al autobús que iba hasta Stensta, me atreví a sugerir otro encuentro. Cuando el autobús se acercaba, me dio la mano y me dijo su nombre: Gabriella.
Gabriella. Un nombre para saborear durante dos días, hasta que nos viéramos el viernes por la tarde. Un cofre secreto para llevar como protección contra todas las crueldades y pequeñas perrerías con que me encontraba en la vida.
La segunda vez fuimos al cine. No sabía qué hacer. No me atrevía a cogerla de la mano, pero dejé, como por error, que el dorso de mi mano rozara la piel de su mano en la sala relampagueante y durante el paseo que dimos después. Gabriella.
La tercera vez fuimos a un café. Cuando volvió del baño, no se sentó en su sitio frente a mí, sino a mi lado en el sofá. Apenas hablamos, pero nuestras manos y nuestros muslos estaban tan cerca que podía sentir su cuerpo, su calor. Me quedé sin respiración y mi miembro se endureció. Nos besamos por primera vez fuera del café. Me incliné torpe hacia delante para que no sintiera mi erección. Después no recordaba cómo nos habíamos despedido y cómo llegué a casa. Y ahora solo recuerdo que estaba tumbado en la cama con el corazón acelerado y que tuve que masturbarme para poder dormir. Sentí vergüenza e intenté pensar en otra cosa que no fuera ella. En sus muslos.
Después todo sucedió muy rápido. Una tarde se presentó en mi casa, tuvo que averiguar mi dirección a partir del número de teléfono. Me alegré al verla allí, frente a mí, en el rellano. Ella primero parecía a la expectativa, pero luego le alegró mi alegría.
Iba a suceder algo grande y teníamos que ser cuidadosos, como cuando uno balancea un objeto frágil y muy valioso en sus manos extendidas. La invité a té para estar ocupado en algo sencillo, pero mientras el agua se calentaba me demostró lo especial que era. Me preguntó si le dejaba escuchar mi corazón. Extendí los brazos y ella colocó su oreja derecha contra mi pecho. Y nos quedamos allí en silencio mientras el agua empezaba a borbotear, yo con las yemas de los dedos apoyadas ligeramente en sus hombros, ella con su oreja pegada a mi palpitante corazón. Su pelo castaño, ligeramente perfumado, el calor de su mejilla irradiaba en mi interior. Hasta que levantó la cara y nos besamos, con más deseo que la primera vez.
El sexo fue un torbellino y un remanso. Sus caderas eran estrechas pero femeninamente curvilíneas, y su trasero, excitantemente maleable en mis manos. Sus pechos eran como su boca, pequeños pero fuertes y húmedos. Me apretaba y abrazaba entre sus muslos, como si yo fuera un tronco por el que ella subiera. Notaba mi miembro grande como una rama en la que se había sentado. Y todo el tiempo tenía ella mi cara entre sus manos y me miraba a los ojos. Todo el tiempo estaba conmigo y no simplemente con mi miembro.
Ella era la especial, era Gabriella. Yo era otra persona dentro de ella. Dentro de ella, yo ya no era un grado en el escalafón o un problema personal. No era un engranaje roto en una maquinaria militar. Para ella yo era una persona.
Cuando tras mi infructuosa denuncia abandoné la comisaría, estaba medio paralítico. El escéptico recibimiento y los recuerdos de mi anterior encuentro con los sádicos Lindmark y Alder cayeron sobre mí como una red llena de piedras grandes y pesadas. Avancé despacio, al tuntún, hacia el sur, crucé el río por un húmedo pasaje y seguí subiendo hacia Lindhagen. Con el tiempo se me pasó la parálisis.
Pensaba en Gabriella e inconscientemente había dirigido mis pasos hacia su domicilio en Torkelsgatan, como si estuviera conmigo. Y ahora sabía que ante la indiferencia de la policía solo podía hacer una cosa. Tenía que vigilar la fosa yo mismo. En el mejor de los casos impediría el asesinato si iba a tener lugar junto a la fosa. Y si los asesinos llegaban cargados con un cadáver, al menos podría hacer que los arrestaran.
Volví rápido a casa y me preparé. Cogí un revólver que había encontrado en Bosnia y el teléfono móvil para poder llamar a la policía, esta vez con algo mucho más «concreto», cuando tuviera a los asesinos y a la víctima en la boca de la fosa, vivos o muertos. Si no me alteraba demasiado, como me sucede a veces. En ese caso no llamaría, actuaría yo mismo.
No sería difícil atraparlos. Los pillaría por sorpresa. Sería yo quien los aguardaría escondido. Lo difícil iba a ser estar en el lugar cuando llegasen. De hecho, deberíamos ser dos o tres y vigilar por turnos, pero no tenía a nadie en quien pudiera confiar. Debía hacerlo todo yo solo.
Hice un litro de café y lo vertí en un termo, preparé unos sándwiches y cogí un abrelatas y algunas latas de sopa de legumbres. Se pueden comer tal cual con una cuchara, lo había aprendido en el campo de batalla. Están un poco secas, pero son nutritivas. Subí del sótano la bien equipada mochila, la tienda de campaña individual, el saco y la esterilla. Todo en orden, todo listo para la acción. A veces es bueno ser militar, aunque también es desagradable. Piensa en positivo, me dije. Estás entrenado militarmente. ¡Puedes con esto! Tienes una estrategia.
Más o menos una hora después de llegar a casa, a las 15.34, salí hacia Stadsskogen con mi equipo. Planté la tienda tras unos arbustos, a unos cincuenta metros de la fosa, en el lado contrario visto desde Nydalsvägen. Fui hacia la fosa desde distintas direcciones para comprobar que no se viera demasiado pronto y ahuyentara a los asesinos. Luego me tumbé allí con unos prismáticos de visión nocturna, como un cazador que espera su presa.
Esta vez la presa había creado su propio señuelo y su propia trampa: la fosa excavada y lista. Solo el hombre se comporta así. El más peligroso de los animales, destructivo para sí mismo y para los demás.
Estar tumbado en el saco bajo la lona de la tienda era bastante relajado. Aún quedaban algunos neveros, pero la esterilla me mantenía seco. El bosque susurraba levemente, y algunos pájaros cantaban. Los mosquitos y las moscas aún no habían aparecido, pero en el suelo, delante de mí, veía andar arriba y abajo a las hormigas, explorando siempre, a veces cargando con una hoja. La tierra olía intensamente al humus y a la descomposición invernal.
Delante de mí, la fosa que debía mirar y vigilar; más allá, el ruido procedente de Nydalsvägen. Vendrían por allí, uno de esos ruidos de motor sería el suyo. Y yo los atraparía.
Atardeció y oscureció, quedó una noche clara llena de estrellas que se veían entre las copas de los árboles. Yo era un viajero que había plantado mi tienda al aire libre y, tumbado, contemplaba las estrellas como miles de personas lo hacían en ese mismo momento por todo el mundo. Quizá ellos esperaban el sueño, yo no. Yo tenía mis prismáticos de visión nocturna y mi potente linterna, y aguardaba a esos que iban a encontrarse con algo que no esperaban. No me resultaba difícil mantenerme despierto. Bebí café y pensé en los asesinos, imaginé sus rostros: primero poniendo cara de asombro, luego asustados, pidiendo clemencia.
El amanecer llegó acompañado de una ligera bruma y nada había sucedido. Continué esperando mientras el cielo se tornaba azul y el ruido procedente de Nydalsvägen crecía a medida que la ciudad cobraba vida. Ninguno de los que pasaban por la carretera sabía que yo estaba allí, nadie excepto los asesinos sabían que había una fosa en el bosque. El crepúsculo llegó al final del segundo día.
Tuve que parpadear para evitar el cansancio de los ojos. ¿Me había quedado dormido? Estaba completamente oscuro… ¡debía de haber estado adormilado varias horas! Me levanté de un salto, el saco se me enredó entre las piernas y tropecé, pero me levanté y con la linterna en la mano corrí hasta la tumba. ¡La habían rellenado! ¡Los asesinos habían estado allí mientras dormía! La tierra estaba pisada y habían colocado unas ramas encima. ¡Había llegado tarde! Lancé un grito y busqué a la luz de la linterna. ¡Allí! Cerca de la linde del bosque unos hombres se dirigían hacia Nydalsvägen. Les grité y corrí hacia ellos. Se volvieron y me miraron, pero continuaron alejándose, casi corriendo; uno era alto, de constitución fuerte y llevaba una chaqueta marrón oscura; el otro era casi igual de alto pero más delgado. Este llevaba un tres cuartos verde oscuro con faldones que colgaban y se levantaban a los lados. Corriendo, consciente de mi objetivo, acorté las distancias, pero no lo suficiente; además, con las prisas había olvidado coger el revólver. De haberlo hecho, los habría detenido con un tiro al aire.
Cuando llegué a la linde del bosque, oí un coche que se ponía en marcha. No me dio tiempo a llegar, pero lo vi a la luz de la farola. Vi la matrícula y la repetí varias veces al tiempo que corría hacia la tienda para apuntarla.
Luego regresé a la tumba. Excavé con una pala pequeña de mi equipo. No necesité cavar mucho para chocar con algo blando: tela, un cuerpo envuelto en una tela rosa. Aparté la tierra con las manos hasta que estuvo completamente desenterrada frente a mí, como una momia. Encima de ella había una cruz greco-ortodoxa de madera lacada. Luego, con cuidado, aparté la tela en la parte del rostro.
¡Gabriella! Era Gabriella, pálida pero con el mismo pelo castaño y liso. ¡Era ella a quien habían asesinado! La levanté, la alcé en mis brazos, llorando, y me quedé allí sentado acunándola mucho rato. Volvía a estar a mi lado, y quería protegerla de todo. Solo estaba dormida, estaba viva. Canté para ella, para que pudiera dormir.
Sienta bien escribir, puedo ser yo mismo al hacerlo. Me da tiempo a pensar, no me pongo nervioso como me sucede tan a menudo con la gente y especialmente en los interrogatorios. Además, saber que cuanto digo está protegido por el secreto de confesión es, por supuesto, un alivio.
Confesión. Reconocimiento de los pecados y perdón. En su día creí en ello porque creía en Dios, pero eso se acabó en Bosnia. Lo siento por tu fe, que respeto, pero eso es lo que hay. No es que esté enfadado con Dios por permitir que sucedan esos hechos terribles, no es que piense que esos hechos refutan la imagen de un buen Dios creador. Sé que muchos razonan de este modo, pero en mi caso lo que hubo fue un repentino vacío. Digamos que cuando miraba a mi alrededor, ese humeante país bombardeado y repleto de cadáveres, creer era irrelevante. No sucedió de golpe, pero con el tiempo me di cuenta de que las oraciones que rezaba por las noches eran cada vez más mecánicas. Seguía susurrando algo, pero ya no pensaba en el receptor de esas palabras. Rezar se había convertido en algo irrelevante.
Al principio, dejar de creer en Dios fue una carga. Dios seguía existiendo y contemplaba la caída enfadado y amenazador; así lo sentía yo. Podía condenarme, eso era lo que yo pensaba, aunque al mismo tiempo pensaba que Él no existía. Pero también esto desapareció, y luego era un alivio sentir que este mundo es el único que existe. A menudo estaba tan cansado y deprimido que me infundía confianza pensar que un día ya no existiría. No es que ande pensando en suicidarme -no tienes que preocuparte por eso-, sino que tengo más que suficiente con vivir en este mundo. Ni quería ni quiero imaginarme una vida tras la muerte, ni siquiera bajo otras condiciones en un esplendoroso paraíso. No me quedan fuerzas para más vida.
Y, sin embargo, siento también una pérdida. Un tiempo después de que hubiera dejado de rogar a Dios, me di cuenta de que algo había empezado a succionarme desde mi interior. Mi… humanidad. Tengo que confesarlo, y con ello te «doy la razón» en tu fe. Era como que, sin la fe en Dios, ya no era humano. Un animal, eso era. Los animales no tienen dioses, pero tampoco es algo tan malo. Las personas tienen dioses, pero a veces eso no les impide comportarse como diablos.
Tal vez la muerte violenta y macabra de Gabriella sea un castigo que me envía… el destino, las fuerzas. Quizá haya sido un castigo por todo lo que hice y no hice en Bosnia o por algo que fuera a hacer más tarde, en el futuro. Pensé en ello a menudo en la cárcel. Si las fuerzas existen, lo ven todo y, de vez en cuando, cuando les apetece, equilibran lo justo y lo injusto.
Me quedé mucho tiempo junto a la tumba de Gabriella, pero luego comprendí que no era ella. Salí como de una niebla roja en la que había estado llorando infeliz pero al mismo tiempo radiantemente feliz porque Gabriella estaba cerca y había estado viva tan solo un momento antes.
Recorrí la fosa con el haz de la linterna. Esa mujer era en realidad mucho más joven que Gabriella, se parecía a ella pero era casi una niña. Pálida, perfumada, bellamente envuelta. Como una muñeca enterrada por un niño, pero viva un día y ahora asesinada por dos hombres. Me despedí de ella como si la hubiese conocido y me llevé la cruz. No sé por qué; sentí que era lo correcto. A modo de recuerdo, para que no cayese en el completo olvido allí bajo la tierra.
Había sucedido justo como había imaginado, pero no tenía ninguna prueba. Naturalmente, podía llamar a la policía. Los hombres serían identificados mediante el registro de automóviles, pero lo negarían y no habría pruebas. Eso es lo que sucedería, por eso no llamo a la policía, lo decidí cuando aún estaba sentado junto a la tumba, recobrándome.
Volví a enterrar a la joven con cuidado. Realmente se parecía mucho a Gabriella, aunque era más joven. Luego limpié el lugar de acampada y me fui a casa.
Al día siguiente llamé al registro de automóviles. Una vez habíamos tenido una discusión en el cuartel sobre este asunto: ¿se puede llamar y conseguir el nombre y la dirección a partir de la matrícula de un coche, o es como en las películas americanas, que hay que conocer a alguien en el registro o en la policía? No llegamos a ninguna conclusión, así que no sabía qué iba a ocurrir.
Pero fue fácil. Una voz de mujer joven, asombrosamente alegre y servicial, me atendió en sueco con un ligero acento finlandés. Luego me quedé allí sentado mirando el papel. Las letras y cifras azules relucían. ¡Ahora tenía algo concreto a por lo que ir! Jon Jonasson. Un diablo.
Era una dirección alejada de Nydal, así que tuve que sacar el coche del garaje, aunque siempre que puedo lo evito. Conducir no le sienta bien a mi espalda, pero llamas menos la atención que si te ven paseando por una zona de chalets exclusivos o viajando en autobús. Y en el coche podía estar preparado y llevar cuanto necesitaba.
Solo uno de los hombres vivía allí en Stängelvägen. Era sin duda el más fuerte, reconocí su chaqueta marrón oscura. Durante varios días pasé una y otra vez por delante de su casa y aprendí sus hábitos. Pasaba mucho tiempo en casa también durante el día, pero los martes por la tarde iba a un centro deportivo. Pasado un tiempo me acerqué con cuidado y vi que entrenaba a un equipo de chicos de balonmano. El mismo olor a sudor que en el cuartel.
Siempre llevaba encima el revólver, pero no quería conformarme con solo uno de los asesinos. Quería tenerlos a los dos, y el otro no se dejaba ver. No lo vi hasta el Jueves Santo.
Ese día, Jonasson salió con el coche y yo lo seguí. En una gasolinera se bajó y entró…, cuando salió, el otro hombre iba con él. Desde el frente vi que era más bien un adolescente, pero su altura y la chaqueta verde oscura eran inconfundibles.
Viajaron juntos y yo los seguí, atravesamos Forshälla y continuamos por el campo, al sur de Euraåminne. Tras aproximadamente cuarenta kilómetros, tomaron un ramal del camino casi imposible de encontrar si no lo conocías. Yo continué por la carretera, pero al poco di la vuelta, entré en él marcha atrás y aparqué allí mismo, a la distancia justa para que el coche no se viera desde el camino general pero que pudiera salir rápido. Luego abrí el maletero y saqué las dos cuerdas de plástico que había cogido. Comprobé que llevaba en los bolsillos cuanto necesitaba, me puse unos guantes de plástico y continué a pie.
Era un camino estrecho y sinuoso, pero no tan malo como para que no se pudiera llegar en coche hasta la cabaña. Su coche ocupaba la mitad del pequeño jardín; en realidad, una parcela del bosque donde habían cortado algunos árboles. Avancé bordeando la linde del bosque para ver el interior de la casa. El hombre y el chico estaban ahí dentro, los dos con chaqueta. Los reconocí; no había razón alguna para demorarlo.
Abrí la puerta de una patada, tiré las cuerdas al suelo y levanté el revólver con las dos manos. Primero me pregunté dónde estaba el otro, pues solo vi una figura, pero entonces se fragmentó: estaban abrazados.
– ¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Cómo se atreve? Los dos somos mayores de edad -dijo el hombre, decidido, en un tono de voz bien modulado, como un actor-. No hay nada ilegal en esto.
– No me importan sus… cosas, no es por eso por lo que estoy aquí -solté igual de rápido-. Coge una de las cuerdas y átalo -dije señalando con el revólver al chico-. Sujétale a la silla y átale las manos atrás.
El chico estaba tan asustado que temblaba y apenas se atrevía a acercarse para coger la cuerda.
– Tranquilo, todo irá bien -lo calmó el hombre al tiempo que se sentaba en la silla-. Haz simplemente lo que te dice.
El chico lo ató al respaldo de la silla y luego alrededor de las muñecas. Tiré varias veces de la cuerda para que fuera lo suficientemente segura. Cuando el hombre estuvo bien sujeto, cogí la otra cuerda. Até atrás las muñecas y los tobillos del chico, junté ambos extremos y tiré de ellos, de manera que quedó de lado y formando un arco hacia atrás. Además, la cuerda estaba atada a la puerta del horno. No podía moverse.
Me volví hacia el hombre.
– ¿Qué es lo que quieres? -empezó él, mirándome fijamente a los ojos.
– ¡Quiero que confeséis!
– ¿Que «confesemos»? Está bien, tenemos una relación, pero Linus ha cumplido los dieciocho. Puede hacer lo que quiera. ¡Qué te importa a ti lo que hagamos! He de decirte que ya pasaron los tiempos en que…
– ¡Me importa un bledo vuestra relación! Es el asesinato lo que tenéis que confesar. Tú. ¡Seguro que fuiste tú quien lo cometió y el chico solo te ayudó a llevar el cadáver!
– ¿Qué cadáver? ¡No sabemos nada de un cadáver!
– No intentes negarlo. Os vi enterrarlo. En Stadsskogen hace una semana. En Forshälla.
– ¡En absoluto! Te equivocas de persona.
– ¿Afirmas que tú y… Linus no estuvisteis en Stadsskogen una noche hace una semana y que luego huisteis rápidamente en vuestro coche? También vi el coche.
– Vaya, eras tú quien venía corriendo como un lo… Sí, estuvimos allí, pero solo para mear. Veníamos hacia aquí, pero tuve que parar para orinar. No hicimos más que eso. ¿Qué pensabas? ¿Y qué hacías tú en el bosque?
– ¡Enterrasteis un cadáver! A Gabriella. La chica a la que habíais matado y para la que excavasteis una tumba.
– Realmente no estás cuerdo. ¡Estás loco de atar! Sí, paramos junto a Stadsskogen y nos adentramos en él unos metros para mear. Solo para eso. Junto al camino por donde pasa la gente, ¿qué íbamos a hacer allí? Luego, cuando volvíamos, alguien, al parecer tú, se lió a gritar y a agitar una linterna. Pensamos que eras uno de esos que persiguen a los gays, como siempre, y corrimos hacia el coche. Eso fue todo. No vimos ningún cadáver. Lo único que ocurrió es que te acercaste a nosotros corriendo.
– Vaya, vaya, así es como piensas explicarlo -resoplé yo-. Negándolo en redondo. Y tú, ¿no tienes nada que decir?
Apunté al chico con el revólver, pero él solo me miraba y temblaba. Si el hombre tenía valor de sobra, el chico tenía tanto miedo que bastaba para ambos. No consiguió soltar ni una palabra.
– ¡No le hagas daño! No le metas en esto -pidió el hombre.
– Vale, pero entonces tendrás que soltar tú algo. ¿Por qué la mataste?
– No he matado a nadie. ¿No puedes entenderlo? Buscas a otra persona. Escúchame, podemos ayudarte. Soy periodista, sé cómo encontrar información. Un asesinato es interesante también desde el punto de vista periodístico. Podemos trabajar juntos.
– ¡No intentes confundirme! Estaba allí, ¿entiendes? Había descubierto la fosa y la vigilaba. Vi… Sé que os acercasteis. ¿Quién era ella?
– Eso lo sabes tú mejor que yo. Gabriella, dijiste.
– No, era otra. Pero también la mataron; alguien como tú. Alguien que es exactamente igual que tú. ¡Maldito demonio!
Entonces se quedó callado. Seguramente no sabía qué decir, ya no le quedaban artimañas psicológicas.
– Está bien, te doy una última oportunidad -dije con el revólver apuntando a su cara-. Si confiesas y dices por qué lo hiciste, quizá os deje marchar.
Me miró a los ojos y dudó, calculador, pero eligió negarlo.
– ¡No era yo, no fuimos nosotros! ¿No puedes creernos y dejarnos marchar? No se lo contaremos a nadie. Ha sido un error sin mala intención por tu parte. Le puede suceder a cualquiera. Corramos… corramos un tupido velo sobre esto.
– ¿Es tu última palabra?
– Es la verdad.
Miré al chico.
– ¿Y tú qué dices?
Tenía lágrimas en los ojos y solamente miraba. Pero me pareció que sacudía la cabeza.
Me volví de nuevo hacia Jonasson.
– Entonces recibirás lo mismo que ella -dije-. Un criminal que no se arrepiente no merece clemencia.
Saqué el sedal del bolsillo y me coloqué tras él. Se removió bajo las cuerdas e hizo que la silla se tambaleara. Se hubiera caído hacia un lado si no lo hubiera capturado con el lazo alrededor del cuello. Tiré, un solo movimiento de la rodilla contra el respaldo de la silla. Hizo ruidos con la garganta e intentó soltarse, pero mantuve firme el agarre sin cambiar de mano ni una sola vez. El chico gritó y tiró de sus cuerdas, la puerta del horno saltó con un estallido pero no se soltó.
Todo terminó en cuestión de minutos, pero fue tan violento que no pude mantener la silla de pie. Cuando solté el lazo, Jonasson cayó hacia la derecha, tras la mesa.
Entonces me volví hacia el chico. Estaba en el suelo, temblando, sollozando. Bajo la chaqueta y la camisa desabrochada se le veía el pecho desnudo de cintura para arriba; un cuerpo de muchacho, blanco y lampiño, con las costillas marcadas como una tabla de lavar antigua. Cerró los ojos, ladeó la cabeza hacia atrás, como cuando un animal desamparado ofrece al lobo su garganta.
Entonces el lobo no puede sino aceptar la sumisión. Tensa la mandíbula, gruñe dando vueltas alrededor, pero deja en paz a la víctima. No era capaz de hacer lo que tenía que hacer: matar al testigo para que no me atrapasen. Yo solo había impartido justicia, pero la policía podría capturarme y enviarme a la cárcel.
El chico calló. Ambos estábamos en silencio y quietos. Se oyó un ligero viento que entraba por la puerta. Sentía compasión. Era tan joven… Pero yo necesitaba estar seguro, no podía dejar que lo contara.
– Jura -le dije con voz seca-. Jura por… -Hoy día no creen en nada, pensé-. ¡Jura por tus genitales!
El chico me miró con los ojos desorbitados. Lo agarré del pelo y lo miré fijamente a las pupilas dilatadas.
– ¡Jura por tus genitales que nunca contarás esto a nadie en… toda tu vida! Si lo haces, te entrará un cáncer en los testículos y tendrán que extirparte los testículos y el pene. ¡Mete dos dedos en los calzoncillos y jura!
Saqué mi puukko del bolsillo de la chaqueta y corté la cuerda para que pudiera hacerlo. Con la mano derecha hundida bajo los pantalones, repitió sorbiéndose los mocos las palabras que yo le iba diciendo. Que lo juraba. Que nunca diría nada.
Lo levanté por las sudorosas axilas. Estaba tan desmadejado que tuve que llevarlo a rastras y empujarlo hasta el césped. Allí se sacudió como si recibiera una corriente eléctrica y, tambaleante, se dirigió hacia el camino sorteando el coche de Jonasson. Luego comenzó a correr patosamente; los faldones de la chaqueta le colgaban a los lados. Entonces se la quitó, y durante unos pasos la sujetó con el puño izquierdo, después se le cayó y él continuó alejándose por el bosque con la camisa ondeando.
¡No, no podía dejarlo escapar! Di unas zancadas hacia la cabaña para recoger el revólver que había dejado sobre la mesa pero tropecé en el umbral. Caí de bruces contra el suelo y vi una estrecha grieta entre los tablones. Allí abajo estaba oscuro, y de pronto me sentí muy cansado, solo quería quedarme quieto y respirar unas cuantas veces. Me dolía la espalda, aunque me había tomado el analgésico.
Pero cuando el suelo me presionó el pecho noté que estaba temblando. Mi cuerpo temblaba de tal forma que se desplazaba por los tablones con movimientos pequeños y rápidos. No miraba ya la grieta, sino un pequeño nudo de la madera. Tomé impulso con los dedos de los pies, coloqué las palmas de las manos contra las ásperas tablas, pero no pude levantarme. Los escalofríos me tenían maniatado. Estuve allí tumbado, temblando, hasta desmayarme. Fue como en Bosnia.
Más tarde limpié todo con mucho cuidado, tal como había aprendido en el ejército. No dejar huellas. Solté las cuerdas que ataban a Jonasson y levanté la silla, pero no encontré el lazo, transparente y fino como era. Tras un momento de pánico, lo encontré en el bolsillo. Lo había metido inmediatamente después. Recogí todo lo que me pertenecía y también la chaqueta que el chico había tirado y el abrigo que colgaba de un clavo en la cabaña.
Me habría gustado trasladar el cuerpo, pero la espalda me lo impedía. Lo que hice fue coger la cartera y las llaves para borrar, aunque fuera parcialmente, la identidad de ese diablo. Como con la joven desconocida del bosque. Ella era como Gabriella y había que hacerlo todo por ella. Tenían que ver que él había sido asesinado por su causa. Los poderes tenían que verlo. Por eso lo desnudé, le saqué los ojos y los coloqué en una bolsa de plástico. Para vengar a Gabriella. Todo tenía que ser igual. A ella la había matado alguien que era como él, y él iba a verse igual. Era un asesino, alguien que mata, y eso se veía en la «M» que le grabé. Encima del cuerpo puse la cruz que había cogido en la tumba del bosque. Era lo adecuado. Marcaba que había muerto por la joven que primero había tenido la cruz y que era como Gabriella.
Quedó bien colocado en el suelo, medio escondido por la mesa. Nadie lo encontraría en mucho tiempo, nadie que solo mirara a través de la ventana de la cabaña. Por la misma razón, saqué de allí su coche. Lo hundí en un lago por la noche, junto con la chaqueta del muchacho y el abrigo en el asiento de atrás. Dentro de la bolsa con los ojos puse piedras y los tiré junto con las llaves en las burbujeantes aguas. Luego fui a pie a recoger mi coche.
El fresco aire de la noche era agradable. Pero me asaltó un pensamiento desagradable. El chico había salido corriendo por ese mismo camino, había tenido que ver mi coche. Si retenía el número de la matrícula, podría encontrarme del mismo modo que yo los había encontrado a él y a Jonasson. Aun así, tendría que… Pero ¿qué podría hacer el chico? Estaba demasiado asustado.
Ya estaba hecho. La chica de la tumba había sido vengada. Gabriella, también; se había restablecido cierto equilibrio moral. Cuando llegué a casa, dormí durante doce horas.
Ahora siento que estoy en camino de curarme. Ha sido un alivio escribir todo esto. Y no se lo cuentes a nadie.
Con mis mejores deseos,
Erik Lindell
Acontecimientos del 1 de mayo de 2006
Habíamos llegado a un punto muerto, aunque teníamos más de un caso en que trabajar. En esa desazón, no me sentía con ánimos de celebrar el Primero de Mayo, ni siquiera de quedarme sentado en casa oyendo las fiestas de los vecinos o los trompeteos de la calle. En lugar de eso decidí acercarme a la cabaña de Jonasson en Euraåminne. Una pequeña excursión y la posibilidad de que surgieran nuevas ideas.
Esta vez paré al principio del estrecho camino del bosque. Había ido en mi coche, y era tan bajo que podría rozar con las piedras y las raíces. Además, sentaba bien caminar por el bosque un día soleado de primavera. Los gorjeos de los pájaros y todos esos olores. Como entrar en una acogedora cueva verde en la que había todo el espacio del mundo.
Había más luz en el jardín que la primera vez que estuve allí, y la cabaña parecía mayor. El cuerpo había desaparecido, por supuesto, pero aún se veía la gran mancha de sangre marrón rojiza, como si hubieran restregado el suelo con confitura.
Me senté a la mesa. Ahí se había sentado Jonasson muchas veces, había bebido té y comido crackers que aún había en la cabaña. Quizá no había dormido en ella tantas veces, no parecía que la cabaña estuviera equipada para eso. Más bien estaba pensada como lugar de encuentro secreto para él y sus amigos gays.
¿Fue así como el Cazador llegó hasta aquí, haciéndose pasar por un ligue? ¿Se puede engañar a un homosexual haciéndole creer que uno también lo es? No hasta el final, claro está… pero sí lo suficiente como para estar a solas con él y entonces actuar.
¿Y si el Cazador realmente es homosexual? Lucha contra ello, utiliza la violencia para tener sexo con Gabriella, y la mata porque no lo consigue. Luego lo intenta con un hombre pero la cosa también se tuerce. No es probable que Jonasson dijera que no…, había invitado aquí al Cazador, pero algo pasó. Quizá algo que dijo y que al Cazador le dolió y entonces se lanzó al ataque, quizá burlas tras un intento fallido de coito. Pero Jonasson era un hombre grande y fuerte. Además, le interesaba el deporte, y seguramente era ágil. Por muy enfadado que el Cazador estuviera, no sería fácil de dominar.
Me levanté e intenté imaginar que lo estrangulaba desde atrás. Tengo pues el lazo corredizo en el cuello de Jonasson, pero él mide casi uno noventa y es de complexión fuerte, se encabrita, se revuelve y se lanza hacia atrás contra mí; me hace caer, pero yo también soy fuerte, por lo que no suelto el agarre y no me importa si me he hecho daño al caer. Pero ¿cómo puedo evitar que Jonasson se dé la vuelta contra mí? Tengo que estar muy pegado a él, pecho contra espalda, pero entonces el lazo es muy corto, de forma que no habrá espacio entre nuestros cuerpos cuando tire de él. Si tengo que echar las manos a los lados de su cabeza para mantener la corta distancia, sería demasiado pesado, como levantar algo con el brazo extendido. El lazo tiene que ser muy corto, pero, entonces, ¿cómo lo he metido por su cabeza? El hombre que se halla delante de mí tiene que estar completamente desprevenido y dejar que me acerque. Pero si estamos tan cerca, también él puede extender las manos hacia mí, hacia atrás. Puede inclinarse hacia delante, levantarme y lanzarme hacia delante o hacia un lado. ¿Y por qué no me clava las uñas en la cara, por qué no araña mis mejillas o intenta sacarme los ojos? Las manos de Jonasson estaban totalmente indemnes. Parece imposible. Yo no podría hacerlo. Tengo un cómplice, alguien que se pega a Jonasson y le sujeta los brazos mientras yo lo estrangulo. ¿O estaba atado? Así tuvo que ser: las marcas de arañazos son del asesinato. Quizá formara parte de un juego sexual, pero no separado, no ocurrió con antelación. Así es como puedo llegar a Jonasson, ofreciéndole un juego sexual, hacer algo por detrás mientras está atado. Quizá un juego de rol: él es el prisionero que está atado; yo, el carcelero que se siente atraído por él y lo sorprendo desde atrás. Pero para que Jonasson llegue tan lejos en el juego sexual como para dejar que lo aten y quedar indefenso, tengo que ser homosexual o aparentarlo…
Fue una fantasía extraña, casi como un sueño del que luego desperté. Allí estaba yo, en la cabaña, con las manos enlazadas como cuando uno estrangula, algo jadeante tras haber peleado con mi víctima imaginaria. Algo avergonzado conmigo mismo por haberme convertido con tanta facilidad en el carcelero pegado al cuerpo de la víctima.
Necesitaba aire, así que corrí al jardín. El corazón me golpeaba en el pecho y… tenía una media erección. Había sido una experiencia desagradable, pero ¡sentía que el resultado era correcto! La mujer lesbiana que acosó a Gabriella no tenía nada que ver con el caso. Había estado martilleando en mi cabeza como una última improbable posibilidad, pero ahora entendía que ella no había sido. El Cazador era un hombre hábil capaz de imbuir confianza en otro hombre. Era, o fingía ser, homosexual.
Me senté en un banco de madera inestable y sentí que necesitaba un momento para volver a la realidad. Una parte de mi cerebro seguía con el Cazador y otra parte estaba con Jonasson, luchando a punto de ahogarse, como aquella vez que me atacaron e intentaron estrangularme durante un interrogatorio. Sensación de querer vomitar. La luz que disminuye y se apaga. Y luego, cuando pude volver a respirar, la ira creciente por la ofensa, el golpe contra el estómago del psicópata, y los brazos con los que se protegía la cara. Una máquina furiosa dentro de mí que machacaba y golpeaba hasta que los compañeros me apartaron. Pude haberlo matado; eso fue lo que sentí en aquel momento.
El Cazador no tenía a nadie que lo apartara.
Los rayos de sol incidían hasta donde estaba sentado aproximadamente con el mismo ángulo que cuando llegué. No había pasado demasiado tiempo dentro de la cabaña, aunque a mí me lo parecía.
Inspiré hondo el cálido aire primaveral, el olor a abeto y pino. Contemplé mecerse los altos árboles y escuché a los pájaros. También Jonasson los había oído justo antes de entrar en la cabaña donde lo habían asesinado. Seguro que había estado sentado en este banco, había disfrutado del sol, bebido agua del pozo, comido algo que había llevado, hablado con un amigo.
Tras haberme calmado, me quedé allí sentado. Pensé que eso era lo correcto, algo así como guardar un minuto de silencio por el muerto.
Abril de 2006
Ahora es lunes y tengo tiempo para empezar un cuaderno. Los lunes libramos. Denja dice que tenemos que descansar alguna vez, y Sergej lo acepta porque el lunes es mal día para los negocios. Pocos clientes. Por supuesto, no podemos salir, pero tomamos largos baños, una tras otra, que nos alivian el dolor entre las piernas. Nos ponemos toallas húmedas sobre la cara para aliviar el maquillaje que pone la cara roja. Larissa duerme casi todo el día, va al baño como dormida y regresa a la cama. Entonces se ve claramente que tiene una pierna que está algo torcida desde aquella vez que casi escapó y Sergej se enfadó muchísimo.
Los lunes, Denja limpia y abre todas las ventanas que están cerradas con llave mientras Sergej nos vigila en nuestra habitación. También le pide a Sergej que traiga comida de McDonald’s. Así ella no tiene que cocinar y para nosotras es un poco fiesta, porque nos gustan las hamburguesas. Además, mejor si Sergej está fuera cuando suena el teléfono, porque entonces Denja dice que está cerrado, pero Sergej dice a veces que algún cliente puede venir de todos modos, aunque es lunes. Lo mejor es que estamos libres por la tarde y podemos ver mejores programas en el gran televisor de plasma de la sala de estar sin tener que hacer pausas para los clientes. Porque tenemos clientes sobre todo por las tardes y vemos la tele por la mañana. Son programas aburridos, antiguos o para niños, pero yo siempre los miro para aprender sueco, o leo libros suecos y le pregunto palabras a Denja. Ella llegó a Forshälla antes y sabe mucho sueco. Sergej solo sabe un poco, pero me presta el diccionario ruso sueco y lo uso cuando escribo.
Galina tiene un cliente fijo que dice que la ama, y ella aprende sueco con él, pero yo no tengo a nadie así. Yo hablo sueco con muchos distintos y también aprendo algunas palabras finlandesas de los clientes finlandeses. Liza también aprende sueco, pero Larissa no. Ella inhala polvo blanco, cocaína, que hace que pueda estar despierta mucho tiempo pero que también la hace estar cansada, por lo que no puede estudiar ni ver la tele. Duerme siempre que puede. También está cansada porque, como es la mayor, tiene que coger los clientes más difíciles. Los difíciles son los que quieren cosas raras, que no se entienden y que no es normal que las haga una persona. Yo no tengo que hacer esas cosas con látigos o perchas o en el baño, como Larissa tiene que hacer a veces con el cliente.
Yo en cambio tengo que vestirme a menudo como una niñita. Llevo en Forshälla casi un año, es primavera de nuevo, eso veo por la ventana. Tengo, pues, catorce años, pero he de ser una niñita para los clientes que así lo desean, con trenzas y ropa que Denja ha de coser para que me valga pero parezca ropa infantil. No está en las tiendas como la ropa de las otras chicas, que a menudo llevan prendas deslumbrantes y más bonitas que las mías. Tengo que recordar siempre cuáles son esos clientes para tener la ropa lista cuando lleguen. Si lo olvido y el cliente ve que no soy una niña pequeña, puede enfadarse y quejarse, y entonces Denja entrará y me tirará del pelo, o si está allí Sergej, será aún peor, pero nunca en la cara, eso me afearía. Cuando un cliente quiere que sea una niña, lo apunto en un libro, así lo recuerdo la próxima vez, pero es difícil porque a menudo dan distintos nombres, que no son el verdadero. Algunos quieren que hable también como un bebé. Quieren que hable sueco como algún niño que quizá conocen, por eso Denja me enseña con gusto el sueco, a Galina y a Liza no se lo enseña del mismo modo.
Denja me enseña también canciones infantiles en sueco para que las cante cuando un cliente así lo quiere. Compró un CD con canciones infantiles, a veces lo pone y me dice que vamos a la escuela un rato a aprender alguna. «Bee, bee, corderito blanco», «Las ranitas», «Ole, el niño de mamá». Son las canciones suecas más habituales, pero algunos clientes me enseñan otras. Eso está bien, porque entonces pasa el tiempo y así no tengo que hacer lo otro tanto rato. Me río y hago como que no aprendo, por lo que el cliente tiene que cantarla una y otra vez. A veces el tiempo se acaba y no tengo que hacer lo otro con él. Entonces vuelve otro día y quiere oír la canción y hacerlo todo. Escribo también en el libro si aprendo una canción nueva con algún cliente que quiere escucharla la próxima vez.
Muchos clientes no quieren oír canciones, solo ver la ropa, las trenzas y en ocasiones escuchar palabrotas. La gente de Forshälla podrá decir lo que quiera, pero yo soy una chica rusa y no quiero decir todas las palabras, aunque tengo que decir las que me piden. A veces Denja me tira del pelo cuando algún cliente se queja de las palabras.
Pienso que Galina y Liza quizá estén mejor que yo porque solo hacen cosas normales, ni cosas raras como Larissa ni cosas infantiles como yo tengo que hacer. Pero, claro, también pueden tener clientes difíciles que de repente les peguen o les hagan daño de otra forma. Todas los tenemos, aunque Denja y Sergej intentan protegernos; pero un cliente puede taparnos la boca y ellos no se enteran aunque están sentados en la sala de estar junto a la habitación de los clientes y pueden oír si gritamos. En esas ocasiones Sergej corre tras el cliente y le golpea si nos golpeó. Sergej es así de raro, puede protegernos contra otros que nos pegan, aunque él mismo nos pega si hacemos algo mal. O nos da patadas, como cuando Larissa quiso escaparse.
Yo no intento escaparme ni hacer nada prohibido y no me llevo golpes fuertes, solo moratones que el maquillaje puede tapar. Sucede sobre todo cuando lloro tanto que no puedo recibir a un cliente, que tiene que esperar mientras Denja habla conmigo. Entonces es cuando Sergej, después, me pega. Me hace daño, y vuelvo a llorar. A veces también hace lo otro conmigo, como hizo al principio para que me acostumbrara y pudiera empezar con los clientes. Lo hace como castigo porque he llorado y me he comportado mal con un cliente. Lo hace con dureza al tiempo que me mira a los ojos y me dice: «No tienes que llorar, no tienes que llorar». Entonces me muerdo el labio y me callo, para que acabe pronto. Pero Sergej no lo hace mucho con nosotras, solo con Larissa a veces y con Denja, claro. Están como casados.
No sé por qué me pasa, pero a veces me pongo a llorar de repente, aunque no me está permitido y aunque sea un día normal, no peor que otros. Quizá cuando pienso en mamá o en Kolja y en que no los veré nunca más, prisionera aquí de Sergej. Dice que si trabajamos mucho ganaremos el dinero que pagó al primer Sergej. Él pagó y ahora nos posee, por eso no podemos escaparnos. Pero si trabajamos mucho tiempo ganaremos el dinero que pagó y podremos volver a Rusia o quedarnos en Finlandia; «A vuestro gusto», dice Sergej. Pero nunca dice cuánto dinero es, ni cuánto tiempo tenemos que trabajar para poder dejarlo y hacer otra cosa, para volver a casa. A veces le pregunto: «¿Terminaré pronto?», pero él siempre responde: «No, aún necesitas muchos clientes». Y dice que si me escapo, encontrará a Kolja y le hará daño. Dice que conoce a todos los parientes de las chicas y que puede pegarles o matarlos si las chicas se escapan.
Galina piensa que el cliente que la ama puede pagar a Sergej y liberarla. De ese modo solo lo tendrá a él y no a todos los otros clientes. Es más fácil, porque un hombre no tiene fuerzas para hacerlo tantas veces como muchos hombres todas las tardes y entonces no duele tanto entre las piernas. Larissa dice que es imposible que alguien encuentre a un cliente que se convierta en su marido y estén casados toda la vida. Para mí es difícil pensarlo y tampoco me ayuda, porque nadie puede estar casado con una niña, como quieren mis clientes.
Las otras chicas también lloran, menos Larissa, pero no siempre. A veces también estamos alegres, jugamos a las cartas o miramos un poco la tele en la habitación, y tenemos un poco de fiesta con hamburguesas y palomitas los lunes. O nos disfrazamos y hacemos teatro con la ropa que tenemos, con Denja y Sergej como público, y a veces Larissa, que se acerca ladeándose con su pierna mala desde nuestra habitación y también se ríe, aunque al principio dijo que no quería participar, ni siquiera como público. Jugamos a que alguien llega a Forshälla y no sabe sueco y lo engañan para que compre cosas extrañas al decir mal las palabras, o que un hombre va como cliente a una casa de chicas pero a quien se encuentra cuando al final le baja los pantalones es a un chico. Ese papel lo interpreta Galina con una salchicha y yo soy el hombre con un sombrero de Sergej y todos nos reímos y Denja y Sergej aplauden y silban como el público de verdad. Es extraño que a veces seamos como una familia.
Por otra parte, es importante que no nos convirtamos en una familia con hijos, por lo que Denja vigila que nos tomemos las píldoras. Tiene bandejas en las que se ve una píldora para cada día y escribimos nuestro nombre en ellas. Cinco bandejas, porque ella también tiene una. Aun así, se pone nerviosa si alguien tiene dolor de estómago o devuelve, pero siempre ha ido bien y aún nadie ha tenido un niño. Si alguna devuelve durante mucho tiempo o tiene un dolor excesivo entre las piernas o dentro del estómago, Denja le da medicinas que son antibióticos de Rusia. Por lo demás, Denja también nos consigue las cosas que queremos tener, o manda a Sergej a comprarlas. Juegos de consola, ropa, golosinas, Coca-Cola, patatas fritas, algunos DVD y otras novedades que vemos en los anuncios de la tele.
Nos pregunta también si queremos hacer algún cambio en las habitaciones de los clientes, que ella decoró muy bonitas: sábanas nuevas de seda, más espejos o colores diferentes. Una vez, cuando preguntó, Liza le respondió: «Sin clientes, las habitaciones está bien».
Entonces Denja se quedó callada. Ella es como una mamá que hace la comida y da medicinas o busca piojos en el pelo, pero también quiere ganar dinero y no soltarnos. Galina intentó una vez que le dieran permiso para salir y lloró y rogó un lunes cuando no había clientes. Faltó poco para que Denja la soltara y la dejara salir a tomar el aire, casi lloraba ella también, pero entonces oímos las llaves, la doble cerradura de la puerta, porque Sergej volvía a casa y las dos corrieron a sus habitaciones y sabían que habían estado cerca de que Sergej las hubiera pegado y mucho. También le puede pegar a Denja.
A veces las chicas hablamos de pedir a los clientes que nos ayuden, además de al que ama a Galina. Pero es difícil. Sergej y Denja dicen que los clientes no quieren ir a la policía porque entonces sus amigos sabrán que han estado aquí. O su familia. No puedo entenderlo, pero algunos tienen incluso mujer e hijos. Por eso no merece la pena contarle al cliente que las ventanas tienen cristales blindados y están cerradas con llave y que nunca podemos salir fuera.
Así es mi vida en Finlandia, en Forshälla, donde llevo un año. Así es nuestro día a día. Pero ahora hay algo nuevo: Galina está enferma. Hace una semana sintió dolor de estómago y las medicinas de Denja no le ayudaban. Sergej y Denja tenían miedo de que Galina tenía un niño, pero luego le vino la regla, por lo que el dolor de estómago era otra cosa. Está tan mal que no puede recibir clientes porque le hace mucho daño y suda mucho, y la cara se le pone de un color raro. Sergej consiguió una medicina fuerte de Rusia que Denja le pone con una jeringa. Con ella Galina no tiene tanto dolor, pero sí fiebre y sudores. Se cambió a la cama de Liza porque así es más fácil mudarla; me quedo mucho tiempo sentada junto a ella. Es mi mejor amiga aquí en Finlandia y le pido a Dios que mejore.
Cuando Galina puede, habla un poco de su época en Rusia, de la que antes nunca quería hablar. No está todo el tiempo despierta completamente, así que lo que dice está mezclado como en un sueño y quizá no todo sea cierto. Habla de un chico que se llama Sasha que le gustaba mucho en Toksovo. Él nadaba, entrenaba natación de veras para competir, y Galina iba a menudo a verlo nadar. Luego Sasha y ella bailaban, se besaban y hacían lo otro, que ahora nosotras tenemos que hacer todo el tiempo. Pero con Sasha lo hacía porque ella quería. Era una habitación que olía a especias y en el techo había una red que ella miraba cuando estaba con él. Eso recordaba y contaba.
Sasha luego estuvo con otra chica y Galina se puso tan triste que terminó con él y con su natación. Pero ahora pienso que le perdona y quiere que él lo sepa. Me dio su dirección en Toksovo y me preguntó si podía hablar con él. Le dije que lo intentaría y le di un vaso de agua porque sus labios estaban completamente secos de tanto hablar, mucho más tiempo de lo que yo puedo escribir.
Galina quería también decir que no estaba enfadada con su madre, que metió a un hombre nuevo en la casa y casi la apartó de ella cuando bebía con él, y que luego se volvió distinta y solo quería estar con él y no pensar en Galina. Por eso y por Sasha fue por lo que Galina se marchó con el primer Sergej, pero ahora los perdona a todos y le dice a su madre que no esté triste. Me dio también su dirección y procuraré encontrarla y quizá escribirle si Denja me deja. De todos modos, también pido a Dios que Galina se ponga bien y pueda hablar ella misma con Sasha y con su madre. A veces está mejor y no tiene tanto dolor, pero parece cansada.
Denja y Sergej se pelean cada día sobre si deben buscar un médico, pero Sergej dice que no puede fiarse de ninguno y que irían a la cárcel si el médico se lo cuenta a la policía. Dice que las medicinas son buenas y muy fuertes, y ayudan a Galina. Denja se retuerce las manos y comprueba la frente de Galina todo el rato, pero no encuentra otra solución, porque también ella puede ir a la cárcel. Hoy Galina está mejor por una medicina nueva, y no tiene mucha fiebre, solo 38,5, pero parece tener diez años más, casi como Denja, aunque solo tiene dieciséis.
Pasan unos días y Galina ya no tiene fuerzas para hablar. Está echada en silencio y sus ojos parecen hundirse más dentro de ella, como si viera en el aire algo más allá de nosotros, que somos sus amigos y procuramos cuidarla. También huele mal, aunque le cambiamos todos los días el camisón, la lavamos y le ponemos desodorante. Sale de la boca y no puede pararse. Nos cuesta mucho estar alegres con los clientes porque solo pensamos en Galina. Denja tiene que ponerle cada vez más inyecciones para el dolor.
Dos días después Galina se vuelve hacia la pared y no quiere que la lavemos. No come ni bebe, solo un poco de agua o un cubito de hielo que se le deshace en la boca. Denja cambia ahora de opinión y quiere traer a un médico, pero Sergej sigue diciendo que no y habla todos los días por teléfono con alguien de Rusia sobre medicinas y enfermedades.
Hoy dice Sergej que mañana llega un médico de Rusia, uno en el que puede confiar. Volará hasta el aeropuerto de Helsingfors-Vanda desde Petersburgo y Sergej irá a buscarlo mañana después de mediodía. Galina ahora solo duerme.
Liza me despertó temprano esta mañana y dijo que Galina no respiraba. Juntas nos atrevimos a despertar a Denja, que siempre quiere dormir hasta tarde junto a Sergej. Estaba fea sin maquillaje y recién despertada, pero no se enfadó. Miró a Galina, le puso un espejo delante de la boca y dijo que aún respiraba pero que menos mal que el doctor venía hoy. Me quedé sentada todo el tiempo junto a Galina y le secaba la frente aunque ya no sudaba. A veces ponía los dedos suavemente sobre su pecho. No sentía que respirara y su cabeza caía hacia un lado como me parece que no cae la cabeza de una persona que solo está dormida. Estaba asustada como si tuviera un gran pedazo de hielo en el pecho y no me atrevía a levantarme de la silla junto a Galina. También Denja estaba tan preocupada que dijo que no a los clientes, aunque no era lunes. Busqué el pulso en la mano de Galina y no sentí nada, pero Denja dijo que era difícil encontrarlo si no estabas acostumbrado a hacerlo.
Sergej viajó al aeropuerto de Helsingfors-Vanda y llegó poco después con el médico ruso. Tenía arrugas y el pelo canoso, pero no llevaba bata de médico, solo traje normal. Pero tenía un estetoscopio y un maletín de médico, y yo me levanté para que pudiera sentarse en la silla junto a Galina. Escuchó su corazón, le tomó el pulso y le levantó los párpados para verlos. Tiró de los dedos para notar su fuerza. Luego se levantó y se fue solo con Sergej a la sala de estar. Denja tenía un pañuelo en la mano y se lo presionaba contra la boca para no llorar. Larissa, Liza y yo nos mirábamos asustadas.
El médico volvió y dijo que era demasiado tarde. Puso la sábana sobre la cara de Galina y dijo que estaba muerta desde hacía tres o cuatro horas. Murió cuando yo estaba sentada a su lado y todas las demás miraban muchas veces desde la puerta. No pudimos hacer nada.
Todas lloramos, también Denja, pero Sergej se marchó con el médico. Volvió más tarde y dijo que teníamos que enterrar a Galina por la noche. Ya había excavado antes la tumba, le dijo a Denja, por si la necesitaba.
Era casi de noche, y todas dijimos que queríamos estar en el entierro. Sergej dijo que ya se vería y que teníamos que vestir a Galina para la tumba. Denja sacó un camisón blanco y entre todos, menos Sergej, se lo pusimos a Galina, pero primero la lavamos. La cara blanca, pero todo el cuerpo de un extraño amarillo claro y lila, y muy delgada; noté todos los huesos de las manos y los brazos cuando la lavaba y lloraba y lloraba. ¡Galina! Galupka.
Por la noche, cuando eran las dos, Sergej dijo que teníamos que salir y que solo Denja y yo podíamos ir. Nadja os representará, les dijo a Larissa y a Liza, que también querían ir. Denja las encerró cuando Sergej sacó a Galina hasta el coche en una sábana rosa, pero antes de eso Liza me dio una cruz para ponerla en la tumba de Galina, una verdadera cruz greco-ortodoxa. Denja me prestó una bonita chaqueta de las suyas y me sujetó fuerte de la mano todo el rato hasta el coche, para que no escapara corriendo.
Primera vez en un año que estoy fuera de la casa, en un coche. Debo estar contenta, pero solo pienso en Galina y lloro. Sergej la colocó en el maletero, aunque Denja quería en el asiento de atrás, pero Sergej dijo que alguien podía verla, así que Denja y yo íbamos en el asiento de atrás. No viajamos mucho y paramos junto a un bosque. Yo estaba sorprendida porque pensaba que sería un cementerio pero solo era un bosque, y Sergej cargó con Galina hasta dentro. Denja iba detrás conmigo, me sujetaba fuerte con una mano y en la otra llevaba una linterna con la que alumbraba delante de Sergej. No veíamos muy bien y una vez casi me caigo, pero Denja me agarró.
Dentro del bosque había una fosa, una tumba preparada. Era la que hizo Sergej. Metió a Galina en ella y tuvo que volver al coche para buscar la pala, que había olvidado. Denja y yo nos quedamos junto a la tumba. Está oscura, pero Denja ilumina con la linterna la sábana rosa que envuelve a Galina y reluce en la oscuridad. Bajo la sábana veo la forma de Galina y qué parte es la cabeza. Coloco la cruz sobre su pecho y la presiono un poco para que se quede en la sábana. Dejo de llorar un momento porque Galina está hermosa y con la cara blanca como un ángel. Le susurro a Denja si no vamos a cantar un salmo, pero me dice que tenemos que estar calladas.
Sergej vuelve con la pala, y Denja hace la señal de la cruz cuando él echa tierra sobre la sábana. También yo hago la señal de la cruz y susurro las palabras que siempre oí en Rusia: «Señor, ayúdanos». Las susurro todo el rato, muchas veces, mientras Sergej cubre el cuerpo de Galina con tierra hasta que la tumba está completamente llana, como el terreno normal, y lo pisa más y luego pone ramas para que no se vea. Después volvemos y nadie dice nada. Sergej y Denja están todo el tiempo en silencio, y yo estoy callada y vacía.
Llegamos a casa, aún es de noche, y Larissa y Liza nos esperan. Yo no puedo hablar, pero Denja les cuenta cómo ha sido y que la tumba era tranquila y la cruz bonita. Sergej dice que tenemos libre el día siguiente, aunque no es lunes.
Ese es el día en que escribo. Larissa y Liza preguntan cómo era la vida en Forshälla fuera de la casa, pero no puedo decir nada. No pensé en ello, solo en Galina.
Aquí termino el cuarto cuaderno.