172268.fb2 Dame Tus Ojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Dame Tus Ojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

El gato

Yo

Por la tarde atravieso el antiguo cementerio de Forshälla. No está iluminado, pero tampoco a oscuras porque está nublado y la luz de la ciudad se acumula en las nubes como un arrebol pardo rojizo que por la tarde lanza su resplandor sobre las tumbas.

Las losas de las tumbas parecen sombras, pero las conozco bien. En las más antiguas, gente que murió durante la construcción del castillo en el siglo XVII; en las nuevas, que se colocaron sobre las otras, los fallecidos en los últimos años. Los jóvenes muertos del siglo XXI están con todo su cuerpo junto a los viejos que solo son huesos, calaveras y algunos anillos de matrimonio. Los veo a todos con mi vista de rayos X, las filas rectas como en un desfile militar que ha sido captado y fijado por una fotografía.

Están completamente quietos, pero no sé si completamente tranquilos. Quizá puedan preocuparse aunque no puedan moverse; a los ancianos tal vez les inquiete el hecho de que hayan comenzado a poner una nueva capa por encima de ellos: «Ni siquiera aquí se puede estar en paz. ¿Qué importa que hayan pasado cincuenta o cien años de vuestro tiempo? ¿Qué importa que vuestra carne se haya descompuesto? Nuestro tiempo es el eterno ahora y nos atormenta que caven y metan nuevos muertos en la tierra junto a nosotros».

Quizá se preocupan por mí. Me han visto pasear por aquí a menudo, casi soy para ellos como un amigo, casi como un familiar. Para los muertos más antiguos, yo soy el único que los mira, a excepción de los obreros de parques y jardines. Ahora notan que avanzo de manera distinta a la habitual, cruzo las tumbas, no me paro ni leo las lápidas. Se preguntan qué voy a hacer y piensan que he estado ocupado con algún asunto importante. Cuando me miran, están conmigo, aunque ellos estén muertos y yo vivo.

Paso por la pequeña iglesia en la que se celebran oficios greco-ortodoxos. No ahora, pero otros días. Lo he visto y he estado a punto de entrar. En la puerta han colgado un cartel pequeño que dice que uno puede entrar aunque no sea ortodoxo.

Entro por una pequeña puerta de la parte oriental que casi nadie conoce, una abertura en la cerca. Por allí llego a los edificios de la escuela popular superior, pero los rodeo por la izquierda, bajo los altos árboles del parque Engelbrekt. Están aún tan desnudos que no ofrecen ninguna protección, y aquí hay farolas, pero no me asusta que alguien me vea. Puedo estar camino de cualquier sitio, nadie sabe hacia dónde voy.

Llego al Jardín Botánico y la puerta está abierta. Sé cuándo la cierran y escogí venir antes de ese momento. Es otro de esos lugares que me conozco tan bien que veo mucho de lo que ahora la oscuridad esconde. El agua del estanque que durante el día refleja las nubes y los árboles inclinados, el césped por el que en verano puedes caminar descalzo como en tu casa de campo. Al otro lado de Nydalsvägen, en el verdadero jardín, veo luego los colores de las flores, el nombre en los pequeños carteles, la madera gastada de los bancos. Si uno tiene la mirada apropiada, siempre es verano. Puedo sentir cómo es abrir una bolsa de plástico y comer un bocadillo bajo el sol, sentado en un banco. Es duro pero tiene la forma apropiada para el cuerpo de una persona.

A través de un caminito que muchos no pueden ver, llego al otro lado y continúo hacia Kronstad. Ahora si se acerca alguien me escondo, aquí no conviene que me vean. Con todo, mi camino no da muchos rodeos. Si uno lo viera desde arriba, desde las nubes pardo rojizas, comprendería su clara línea, plena de sentido. Ahora el sendero ha llegado hasta la bonita casa de piedra y sabe con toda certeza a qué casa señalar. Sé que tiene un jardín grande, podría entrar por ahí. Pero tengo que elegir la entrada del otro lado, la escalera que comienza a solo unos pasos de la calle.

Por fortuna, hoy no llueve. No quedaría bien que mi carpeta estuviera mojada, sería poco profesional en un controlador de la licencia de televisión o que se hace pasar por tal. Abro la carpeta y la coloco como una bandeja sobre mi brazo izquierdo, saco un bolígrafo y llamo. Al principio no se oye nada, pero estoy totalmente tranquilo porque he visto que las lámparas estaban encendidas en el salón. Vuelvo a llamar y oigo que alguien se acerca.

Sé quién es y está llegando. La puerta se abre y él tiene el pelo castaño canoso y una sonrisa suave en los labios. Sus manos abren la puerta para que podamos entrar juntos.

Después salgo sigiloso al jardín y dejo que mis manos se deslicen por los arbustos de húmedo follaje. Me siento en un banco junto al seto de abeto y respiro el aire fresco de la naturaleza viva. En la mano oprimo un gatito de porcelana como recuerdo. Cada vez veo mejor la forma de las plantas bajo la débil luz del cielo. A mí nadie me ve.

Reunión

Estamos a jueves, 4 de mayo de 2006. ¿Qué sabemos? ¿Qué pensamos?

– El muerto es Lennart Gudmundsson, descendiente en línea directa de la población originaria. Vivía solo en su casa en Kronstad y lo encontró anteayer un vecino que estaba preocupado porque no lo había visto en todo el puente del Primero de Mayo. Según la autopsia, probablemente murió el viernes, es decir, el 28 de abril. Por cierto, había casi luna nueva, nada de luna llena, por lo que al menos podemos descartar una posible muerte ritual. No hay señales de allanamiento de morada; lo asesinaron con un lazo corredizo y después lo desnudaron y manipularon. Le sacaron los ojos y le grabaron la letra «E» en el diafragma. La ropa se hallaba en el lugar del crimen, como en el caso Jonasson, pero los ojos desaparecieron como de costumbre.

– Así pues, el Cazador ha seguido el patrón de la última vez: la víctima es un hombre y lo ha asesinado en su casa, a la que ha accedido sin necesidad de forzar la entrada. Además, ha dejado sobre la víctima una cruz greco-ortodoxa, aunque en esta ocasión es de abedul y parece casera, mientras que la cruz que puso sobre el cuerpo de Jonasson era de haya lacada y sin duda de fabricación industrial. Por lo demás, son iguales. En cambio, el contraste está claro con Gabriella Dahlström, que fue asesinada al aire libre y en la que no se dejó ninguna cruz.

– A no ser que algún transeúnte la robara. El cadáver de Dahlström estuvo allí toda la noche.

– Es cierto, es una complicación.

– ¿Qué podemos pensar de las tres muertes vistas como una serie?

– Una posibilidad es que el Cazador no encontrara su estilo, por así decirlo, hasta la segunda muerte. Quizá su motivo no sea sexual y la elección, en el primero de los casos, de una escena del crimen similar a la de una violación tal vez sea un camuflaje angustiado para desviar las pistas hacia violadores conocidos. Por eso no dejó ningún crucifijo (a no ser que lo robaran). Porque eso habría indicado que se trataba de algo diferente a la violación.

– ¿Por qué lo emplea luego?

– El Cazador se vuelve más osado. En lugar de esconderse en la masa de violadores, se atreve a mostrar algo más de su identidad y planifica cada caso con precisión. Lo que vimos en el caso Dahlström era una «crisálida»: un asesino en serie en su capullo que aún no está preparado para mostrar todas sus cualidades. Solo los ojos son su seña de identidad. Ahora ha hecho acto de presencia la mariposa completamente desarrollada. Llevó su tiempo, pasaron seis meses en los que estuvo luchando para sacar su verdadera identidad y buscando a sus víctimas. Luego todo fue rápido. Primero uno de los asesinatos, luego el otro, probablemente en un lugar que ya había escogido antes. El orden de las dos últimas muertes podría ser aleatorio. Pudo haber estado vigilando a ambas víctimas a la vez.

– Entonces nada indica que no haya señalado ya una cuarta víctima. Y una quinta, o más.

– Es posible. Y el rápido ritmo, con solo dos semanas entre las dos últimas, no augura nada bueno. El Cazador ha acelerado.

[Pausa.]

– ¿Y cómo es entonces… la identidad de la mariposa?

– Empieza a inclinarse hacia lo religioso. Las letras «A», «M», «E» apuntan hacia la palabra «amén». Además, parece que la carencia de una sexualidad abierta, que en el primero de los casos interpretamos como un fracaso, forma parte de la identidad del Cazador. Anda buscando algo más complicado que la satisfacción sexual y parece tener una doble relación hacia las víctimas: agresión, pero también una especie de cuidado señalado por la cruz.

– ¿Pudiera pensarse que también los ojos señalan ese cuidado? Las víctimas reciben una cruz que les permite la entrada a la eternidad de Dios, y los ojos indican lo mismo: que abandonan cuanto han visto en el mundo. Como que el Cazador los libera de la suciedad del mundo y sus ropajes. También se podría entender así…

– Tal vez. Entonces las agresiones se limitarían al estrangulamiento y es posible que el Cazador lo considere un acto de caridad: la liberación de este malvado mundo. Es un patrón que se ha dado varias veces entre los asesinos en serie que actúan en hospitales y residencias: permiten que la víctima encuentre reposo. En el contexto de los casos anteriores sería nuevo en combinación con las circunstancias externas que hemos visto, pero es totalmente posible. Los asesinos en serie también evolucionan, quieren definir su identidad haciendo algo que no se haya hecho antes.

– Pero este no es el caso, me refiero a que las víctimas no estaban enfermas de gravedad, no necesitaban la eutanasia, como en los casos de los hospitales. Los informes de las autopsias refieren que todos estaban sanos.

– Sí, pero como ya se ha dicho, el caso Gudmundsson puede significar un desarrollo de los escenarios anteriores. El Cazador va más allá y contempla a todas las personas como enfermas y sufrientes en un mundo perverso y decadente.

– ¿Qué significa «decadente»?

– Es ese mundo que, tras el pecado de Adán y Eva, ha pasado de ser un paraíso a ser un valle de lágrimas.

– Desde el punto de vista religioso, hay otro motivo típico de los asesinos en serie: la venganza, el castigo, el juicio condenatorio de Dios.

– Ya hablamos antes de ello: un fanático religioso puede ver un motivo en la soltería y el embarazo de Dahlström y en la homosexualidad de Jonasson. Pero ¿cuál podría ser el motivo en el caso de Lennart Gudmundsson?

– ¿Quizá cometió algún abuso sexual en el pasado? Violación o pedofilia.

– No hay nada que lo indique. No estaba fichado como delincuente aunque los pecados secretos no pueden descartarse.

– ¿Qué sabemos de él?

– Horticultor en el ayuntamiento, hábil en su trabajo, apreciado. Vivió durante cuarenta años en su casa, primero con sus padres, luego con su esposa, que, por cierto, desapareció hace casi cuatro años.

– ¿Desapareció?

– Su desaparición se comunicó en el verano de 2002; desapareció en Helsinki durante un viaje de vacaciones. El caso sigue allí como no aclarado, algo que mirar en la medida de que haya recursos para ello.

– ¿Estamos seguros de esto?

– En Forshälla no se ha realizado ningún seguimiento. Nuestros datos son escasos y se basan completamente en el informe de Helsinki.

– Curioso.

– Si se mira con atención, hay algo extraño en todas las víctimas. Dahlström es despedida debido a la disputa sobre la seguridad en la central nuclear; Jonasson es homosexual y entrena a muchachos en balonmano, y la mujer de Gudmundsson desapareció misteriosamente. Quizá el Cazador sabe algo que nosotros no sabemos.

– ¿Te refieres a que los… castiga por algo?

– Sí.

– Pero entonces, ¿por qué la cruz?

– Los castiga por lo que han hecho en este mundo, pero no quiere enviar su alma a la condenación eterna. En la eternidad podrán empezar de nuevo. With a clean slate.

– Entonces tendría que haber una especie de vínculo entre las personas, aunque nunca se hayan visto: tal vez Jonasson abusaba de chicos jóvenes, puede que Gudmundsson matara a su mujer, y Dahlström… ¿qué hizo? Quizá cometió falso testimonio: mintió sobre el problema de la central nuclear, y sembró la intranquilidad entre mucha gente.

– ¡Si se lo hubieran publicado! Los únicos que conocen sus sospechas son los compañeros de trabajo y algunos periodistas.

– ¿Quién más? ¿Quién más puede tener conocimiento de todos esos delitos cometidos?

[Pausa.]

– Nosotros. La policía.

– Pero ni siquiera son delitos, no hay ninguna denuncia, solo la desaparición de la señora Gudmundsson, y no consta como sospecha de delito.

– ¿Quién se entera de estas cosas antes de que lleguen a la policía?

– ¿Los periodistas, quizá?

– Hum…

– Un sacerdote, especialmente si es católico, que recibe en confianza las confesiones.

– ¿Hay alguien así en el pasado de las víctimas?

[Ruido de papeles.]

– Dahlström y Gudmundsson eran creyentes pero no practicantes; los de su entorno no los consideraban religiosos. Jonasson no pertenecía a ninguna iglesia. En cualquier caso, ninguno era católico.

– Y la posibilidad de que el Cazador fuera un sacerdote…

[Pausa.]

– ¡El personal de los teléfonos de la esperanza!

– ¿A qué te refieres…?

– Claro, uno puede llamar y contar cualquier cosa que le oprima. Todo esto puede haber pasado por allí. Dahlström llama y se queja de la seguridad de la central nuclear, esos riesgos que la tienen intranquila y la desazonan. Algún chico víctima de abuso sexual llama y se queja de Jonasson, o quizá llama él mismo y confiesa el abuso. Y Gudmundsson llama alarmado por la desaparición de su esposa.

– Pero ¿por qué asesinarlos? Excepto en el caso de Jonasson, ¿qué daño habrían causado?

– El Cazador escucha, pero saca sus propias conclusiones de lo que dicen. Dahlström va contando mentiras: «¡No cometerás falso testimonio!». Gudmundsson ha matado a su esposa y ha escondido el cadáver: «¡No matarás!». Y, por supuesto, Jonasson es pederasta: ¡es un pecado yacer con otro hombre! Tiene razones para matarlos a todos. Concuerda con todo lo que sabemos.

– Excepto que no son más que especulaciones. ¡No podemos estar seguros de que las víctimas han cometido ni uno solo de los supuestos delitos!

– ¿Tienes… alguna sugerencia?

– Es una idea apasionante. Una hipótesis que debemos comprobar.

Conversación grabada

Acontecimientos del 9 de mayo de 2006

Tras la reunión, seguimos la interesante idea de que alguien de los llamados «teléfonos de la esperanza» pueda haberse enterado de asuntos de las tres víctimas que luego pudieron conducir a los asesinatos. Así pues, hablé con la persona que está al frente del servicio de atención y grabé la siguiente conversación.

Pirjo Karttunen-Andersson tendría unos cuarenta y cinco años, había dirigido el servicio de Forshälla durante ocho años y antes había trabajado de enfermera en psiquiatría. Tenía un ligero acento finlandés, era tranquila y serena, experta en comunicar y controlar sus sentimientos, pero a veces me parecía que se sentía más incómoda de lo que dejaba ver. Sus mejillas pasaban un poco del rojo al blanco bajo las modernas gafas estrechas de pasta negra. Vestía de manera sencilla, unos vaqueros y la camiseta de la organización. Un jefe que quería estar al mismo nivel que sus «colaboradores», como se los llama ahora a todos.

Lindmark: Conversación entre el comisario criminalista Harald Lindmark y Pirjo Karttunen-Andersson el 9 de mayo de 2006 en la comisaría de Forshälla. Le he pedido que viniera porque necesitamos información sobre un caso.

Karttunen-Andersson: ¿Alguno de nuestros clientes ha… sufrido algún percance?

Lindmark: En este momento sabemos muy poco, pero queremos comprobar todas las posibilidades y en primer lugar que nos informe sobre cómo funcionan ustedes, si tal como creemos cualquiera puede llamarles y contarles lo que le pasa. ¿Existe alguna normativa respecto a lo que se puede decir?

Karttunen-Andersson: En realidad no, pero esperamos que sean cosas de verdad serias. No queremos perder el tiempo con pequeñeces como que se ha roto el lavavajillas, ni tampoco con gente que lo único que quiere es ponerse en contacto con nuestros colaboradores, como si fuéramos un servicio de citas.

Lindmark: Entiendo. ¿Las personas que llaman dan su nombre?

Karttunen-Andersson: Solo si quieren, pero la mayoría da solo el de pila o ninguno. Lo deciden ellos.

Lindmark: ¿Y los teleoperadores?

Karttunen-Andersson: Deben ser anónimos, por supuesto. Pueden dar un nombre de pila, real o inventado, pero no pueden tener un contacto personal con los clientes. Es una cuestión de seguridad; algunos de los que llaman están mal de la cabeza, incluso muy mal, y pueden proyectar sus problemas en el colaborador. Cuando él o ella no los ayudan lo suficiente, pueden volverse agresivos. Por eso los colaboradores han de ser siempre personas protegidas.

Lindmark: Y si los colaboradores quieren saber algo de los… clientes, ¿pueden averiguarlo, por ejemplo, con un buscador de números de teléfono?

Karttunen-Andersson: No pueden presionar a los clientes para que les den información personal que no quieran dar y, desde luego, no pueden utilizar ningún buscador secreto de números.

Lindmark: Pero ¿puede garantizar que ningún colaborador tiene un buscador?

Karttunen-Andersson: O sea que uno de los nuestros…

Lindmark: No, no, le aseguro que no estamos investigando a su organización. Entonces, si un colaborador quiere conocer la identidad de un cliente…

Karttunen-Andersson: No conozco los detalles técnicos; tenemos una centralita telefónica, y no sé si alguien podría conectar un buscador de números propio. Nunca se ha planteado la cuestión. Quizá técnicamente sea posible, pero nuestros colaboradores no actúan de ese modo.

Lindmark: Si un colaborador preguntara el nombre y el número de teléfono de un cliente y le diera su número privado, ¿la cosa se sabría?

Karttunen-Andersson: Hemos hablado de hacer escuchas aleatorias, como en las empresas de telemarketing, pero nunca lo hemos hecho. Entiéndalo, la confianza es la base de nuestra actividad, quienes nos llaman tienen que estar completamente seguros de que todo es estrictamente confidencial. A veces preguntan a los colaboradores si alguien más va a escucharles, por eso no podemos realizar escuchas secretas, ni siquiera a una escala muy limitada. Así pues, la respuesta es no: no efectuamos ningún control policial de las conversaciones. En cambio, hacemos un control muy estricto de las personas a las que contratamos.

Lindmark: Hábleme de eso. ¿Cómo los eligen?

Karttunen-Andersson: Los entrevistamos, junto con un psicólogo, sobre por qué quieren ser voluntarios del «teléfono de la esperanza», e intentamos juzgar su fortaleza mental. Tienen que ser personas fuertes, ya que en esas llamadas hay que escuchar… muchas cosas desagradables que antes ni siquiera podías imaginar. Es importante que sean capaces de mantener la distancia y de concentrarse en el problema del cliente y en su estado anímico. Además, realizamos un curso, por supuesto, y jornadas de entrenamiento con conversaciones ficticias. Todo eso nos permite descartar a las personas que consideramos inadecuadas, pero he de decir que no son muchas. No pagamos ninguna compensación; el noventa por ciento de los que pretenden trabajar con nosotros son personas que realmente quieren ayudar a otros y solo eso.

Lindmark:Ya entiendo. ¿Y cómo funciona? ¿Llaman siempre a un servicio de ayuda que está en su misma zona, o pueden llamar, por ejemplo, al de otra región?

Karttunen-Andersson: Pueden llamar a otra región si están dispuestas a asumir el coste extra que supone, y algunos quizá lo hagan para garantizar el secreto absoluto. Pero nosotros no les ponemos en comunicación con otros servicios. Si uno llama al servicio de ayuda de Forshälla, llegará hasta nosotros aunque tenga que esperar. Pero si uno llama a otro…

Lindmark: Entonces no existe un servicio de ayuda nacional conjunto que recibe las llamadas de cualquier sitio, como el servicio de asesoramiento fiscal. Yo llamé una vez a un número de Forshälla pero me ayudaron desde una central que estaba en Vanda.

Karttunen-Andersson: No. Nosotros no funcionamos así.

Lindmark:Volviendo a los colaboradores, ¿qué tipo de personas trabajan con ustedes?

Karttunen-Andersson: Como he dicho antes, son personas que quieren ayudar a otras. A menudo también hacen otras cosas. Algunos han trabajado en países del Tercer Mundo, otros son padres adoptivos de un niño de alguno de esos países. Simplemente son personas que comprenden que en el mundo existen muchas desgracias, mucha tristeza tras bellos decorados, y quieren colaborar para paliarla haciendo algo por sí mismos.

Lindmark: Eso está bien, pero supongo que habrá algunos que solo sienten curiosidad por los demás, que quieran acercarse a la gente, por así decirlo.

Karttunen-Andersson: Podría ser, pero intentamos rechazar a ese tipo de personas. Además, tenemos una entrevista con los colaboradores una vez al mes, tanto para que ellos puedan desahogarse contando sus experiencias (como le he dicho, en ocasiones les resulta muy difícil) como para que nosotros podamos mantener un control, ver si… les influye de manera negativa, si les mueven los mismos valores que al principio.

Lindmark: Pero si alguien tuviera otras intenciones y quisiera ocultárselas a ustedes, ¿podrían averiguarlo? Nunca escuchan las conversaciones de otras personas, ¿o sí?

Karttunen-Andersson: Bueno, sí, porque un cliente puede llamarnos y quejarse de la actitud de un colaborador. Ocurre a veces, pero nunca como usted lo insinúa. Normalmente el problema es que el cliente tiene expectativas poco realistas sobre la ayuda concreta en los casos de asilo o similares.

Lindmark: ¿Qué cualidades buscan en un colaborador? ¿Cómo describiría el perfil de un buen colaborador?

Karttunen-Andersson: Tranquilo y paciente. Sabio, con vivencias. Que sepa escuchar, por supuesto, que deje que el cliente hable en lugar de dar consejos todo el rato. Y que mentalmente sea fuerte, que no permita que su propia estabilidad se vea afectada por escuchar… sí, cosas bastante horribles a veces. Debo añadir que, por supuesto, pueden proporcionar el número de teléfono de otras instituciones, como la policía, los servicios sanitarios o de salud mental, la ayuda al refugiado de Finlandia, y otros que pueden averiguar si es necesario. Si alguien necesita realmente ayuda muy concreta, no nos limitamos a escuchar y luego nos despedimos como si nada.

Lindmark: En el grupo de investigación comentábamos que… ¿diría que su cometido se parece al de un confesor?

Karttunen-Andersson: ¿Como en la Iglesia católica? Bueno, en cierto modo sí: se trata de escuchar y de que el cliente pueda contar confidencialmente aquello que en otro caso no contaría. Pero somos aconfesionales del todo, y la absolución o la culpa no entran en absoluto en nuestra actividad. Lo cual es una diferencia importante. Así pues, la comparación cojea un poco.

Lindmark: Pero la culpa está claro que aparece, ¿no? Habrá clientes que reconozcan que algo les produce mala conciencia.

Karttunen-Andersson: Sucede, sí, pero no los culpabilizamos. No juzgamos.

Lindmark: Pero si alguien, por ejemplo, les cuenta que es pedófilo, ¿qué hacen?

Karttunen-Andersson: Intentamos mostrarle que con su actitud hace daño a otros y a sí mismo y que debe buscar ayuda. Tenemos los teléfonos de buenos terapeutas.

Lindmark: Sin embargo, para los colaboradores debe de ser muy difícil hablar con alguien que abusa de niños sexualmente, o incluso con un asesino. ¿No desean intervenir de algún modo?

Karttunen-Andersson: Bueno, sí, esa es una posible reacción psicológica, pero en el entrenamiento los preparamos en ese sentido. Por supuesto, no deben hacer nada concreto en relación con los clientes. Además, suelen ser las víctimas, no los culpables, quienes acuden a nosotros. Lo más habitual es que los colaboradores intuyan que aquel con quien hablan no es trigo limpio. Confesiones abiertas como la que ha insinuado se dan muy excepcionalmente.

Lindmark: Entiendo. Por último, quisiera saber si alguien durante el último medio año o así ha abandonado el servicio o ha sido despedido por algún tipo de actuación indebida, por ejemplo, por una queja.

Karttunen-Andersson: En ese caso, sería también confidencial.

Lindmark: ¡No si entorpece la investigación de un delito grave! Pero insisto en que este caso no tiene que ver con su actividad. Se trata de delitos de los que es posible que tengan información sin saberlo.

Karttunen-Andersson: Existe cierta renovación del personal por los motivos normales. Algunos se mudan, otros quieren tomarse un respiro, dedicar más tiempo a la familia… y, claro, otros llegan. Pero algún caso como…, si he de nombrar uno en particular, el otoño pasado una mujer africana se quejó de uno de nuestros colaboradores, un hombre. Ella hablaba con tanta prudencia y vaguedad que realmente nunca entendimos qué había pasado. Pero cuando se lo preguntamos a él, se enfadó y nos dejó. Se llamaba, o se llama, Osmanovic. Adar Osmanovic.

Lindmark: ¿Cómo es?

Karttunen-Andersson: Un hombre en los cuarenta, se crió en Bosnia, llegó a Finlandia hace diez años y ha aprendido finlandés y sueco. Se tomaba su trabajo con gran seriedad y nunca antes había causado problemas, al contrario. Siempre estaba dispuesto a hacer un turno extra y contaba con la experiencia vital adecuada para hablar de asuntos difíciles. Pero ya ve, se demostró que no toleraba que se le cuestionase. «Soy siempre correcto y nadie puede afirmar lo contrario. ¿La creéis a ella más que a mí?», bufó, casi gritó, aunque yo no lo acusaba de nada, solo comprobaba una queja, de acuerdo con nuestros procedimientos. No creo que fuera nada más que un malentendido, pero ya que ha preguntado…

Lindmark: Excelente, gracias. Si no lo encontramos, me pondré en contacto con usted para pedirle la dirección.

Karttunen-Andersson:Vive en Eura. O por lo menos vivía allí hace medio año.

Lindmark: ¿Euraåminne?

Karttunen-Andersson: No, Eura, al este, hacia Pyhäjärvi.

Lindmark: Bien, gracias.

Es cuanto conseguí de la conversación, una mirada interesante a un mundo del que podría proceder el Cazador. En cualquier caso, esta sería la tapadera ideal del Cazador: ofrecerse como colaborador voluntario en un servicio de ayuda telefónica al ciudadano para después escoger a sus víctimas. No teníamos ninguna posibilidad de atraparlo por lo que ya hubiera hecho, pues en el servicio no se archivaba nada, pero planeamos colocar una escucha para intentar encontrarlo en acción. Obtener el permiso nos llevaría tiempo y quizá no nos lo concedieran por razones de derecho a la inviolabilidad. Pero podíamos investigar a Osmanovic por nuestra cuenta.

Harald

Acontecimientos del 9 de mayo de 2006

Esa misma tarde sentí la necesidad de experimentar el asesinato, los sentimientos del asesino.

Al atardecer me dirigí hacia Kronstad, en medio de la amplia explanada en la que los altos árboles estaban aún desnudos tras el invierno pero con yemas que pronto florecerían.

Delante, a lo lejos, Stadsskogen aguarda con sus olores y su fuerza. Me encanta, pero ahora no voy hacia allí sino hacia una casa en la que vive un hombre. Tengo que hacerlo. Solo han pasado dos semanas desde la última vez, en la cabaña, pero tengo que hacerlo. Sin ello no estoy completo, algo en mi interior lo necesita, como mi estómago necesita comida y mi boca pide agua. Mis manos necesitan un objeto para su fuerza.

Me encanta la primavera que despierta a mi alrededor, su luz creciente que aún se esconde tras el bosque y el techo. Pero ahora no es eso lo que contemplo. Es la gran casa que veo frente a mí, sus contornos en el atardecer y la escalera que me aguarda.

¿Sé quién vive allí? Sí, tengo que saber que es alguien que vive solo para que pueda recibirme. Le conozco de antes, pero quizá él no me reconozca. Él no me ha elegido, pero yo lo he escogido de entre otros mil. Es el elegido, designado para ser mi encuentro de esta noche.

Me meto en una callejuela y luego en otra y así llego a la casa. ¿Cómo entraré? Quizá llame y pregunte si puedo hacer una encuesta. Con una compensación para el que colabora, por ejemplo, una suscripción a un periódico, y además, la posibilidad de ganar un regalo. Soy amable y voy bien vestido, siento molestar. Me envía una conocida empresa cuyas encuestas se nombran a menudo en los medios de comunicación. Eso estará bien. El que me abra me permitirá pasar por su propia voluntad; no voy a entrar como un vulgar ladrón.

¿Cómo lo he escogido? ¿Cómo ha sido elegido? Casi ni yo mismo lo sé, pero es el adecuado, al que voy a salvar. Entrará en la eternidad adornado con una cruz y liberado de toda la suciedad que ha tenido que ver en este mundo.

¿Qué siento cuando llego? Misión. ¿Y cuando lo veo? Ternura ante su cabeza canosa y su pequeño pero bien empleado cuerpo que ahora puede descansar. Soy como el médico que causa dolor un momento pero libera de todo daño.

¿Qué siento cuando termino? Consumación. El ansia dentro de mí se había abierto paso en mi interior, pero esta tarde y este encuentro la han calmado. Ahora se sumerge de nuevo dentro de mí. Me quedo un buen rato junto al cuerpo yacente y respiro hondo con la cabeza echada hacia atrás, antes de comenzar con mis rituales finales con la ropa y el cuchillo…

Al igual que en Stensta tras el asesinato de Dahlström, imaginarlo, estar dentro del Cazador mientras todo sucedía, me produjo cierta embriaguez. Y no fue tan desagradable como en la cabaña de Jonasson; aquello fue una especie de cortocircuito. Existe un riesgo en esto de entrar en los asesinos: que entran en mí y me hacen igual que ellos.

Cuando se me pasó la resaca, por así decirlo, volví a observar el salón en el que había muerto Lennart Gudmundsson. Era amplio y estaba ordenado, con un pesado tresillo y libros sobre jardinería diseminados por la mesa. Sobre la larga repisa de la ventana había hileras de pequeños adornos. A la luz de la habitación se adivinaban arbustos y arriates fuera de las ventanas.

A excepción del cuerpo y la ropa desparramada, que ya se habían llevado, todo estaba tal cual. Quedaban restos de sangre, pero no eran muy grandes porque Gudmundsson, al igual que Dahlström, yacía de espaldas y la mayor parte de la sangre de los cortes en la piel estaba sobre el cadáver.

Entré en la habitación de al lado y me costó encontrar el interruptor de la luz, medio oculto por una librería. Una biblioteca bien surtida: historia, literatura y, naturalmente, botánica y jardinería. Una mesa de escribir marrón oscuro, bien ordenada, con un tapete secante verde oscuro. Abrí los cajones; su contenido no se había llevado a la comisaría porque el carácter de la serie de asesinatos parecía no tener que ver con la vida privada de las víctimas. Diversos papeles sobre la casa, cartas antiguas y folletos, catálogos de semillas…, nada de interés especial.

Me disponía a salir cuando vi que en la parte baja de una estantería también había un montón de papeles. Pasé un dedo por la superficie: tan solo un poco de polvo de las últimas semanas. Levanté el montón y lo coloqué sobre el escritorio. Y allí, bajo un folleto sobre la distribución de los gastos del municipio, había un relato largo prendido por un clip. Eran copias de papel carbón de un texto cuidadosamente escrito, pálido, pero totalmente legible. Creo que me estremecí un poco cuando vi la primera página. Ponía el nombre completo y la edad: «Lennart Edvard Gudmundsson, cuarenta y ocho años». ¡Igual que en el relato de Gabriella Dahlström! Y después esa extraña expresión: «Mi realidad». Esto también lo recordaba del manuscrito de Gabriella.

Casi olvidé respirar cuando quité cuidadosamente el clip y empecé a leer, primero de pie y luego sentado junto a la lámpara del escritorio. Quizá me hallara ante el punto de contacto crucial entre los dos casos.

Relato de Lennart

Abril de 2006

Me llamo Lennart Edvard Gudmundsson y tengo cuarenta y ocho años, nací y me crié en Forshälla como hijo único.

Mi realidad. Diré inmediatamente una cosa que sin duda alguna la ha marcado: no mido más de un metro cincuenta y ocho centímetros. Mis padres eran bajos los dos, y yo, claro, también lo soy. Por lo demás, tengo un físico y una apariencia normal. Tengo el pelo castaño oscuro, algo canoso, peinado hacia el lado; ojos marrones grisáceos, buen cutis y facciones regulares. Ni barba, ni gafas, siempre he tenido una vista estupenda, lo mismo que mis padres hasta una edad muy avanzada.

Mamá y papá llevaban casados siete años sin tener hijos, y entonces nací yo. Para ellos significaba mucho, y eso lo sentí toda mi vida: lo importante que era para ellos. «Una vez te tuvimos a ti, no necesitábamos a nadie más», dijeron cuando les pregunté por qué no tenía hermanos pequeños.

Al principio vivíamos en la ciudad en Kungsgatan. Tengo algunos recuerdos: flashes de aquí o de allí, un jardín asfaltado completamente cerrado por altos muros y un gran contenedor de basura que de vez en cuando alzaban hasta un camión que apenas cabía por el portón. Me veo allí clavado como un palo en invierno, a veces jugando prudentemente con otros niños, pero a menudo solo. En mis recuerdos casi siempre es invierno o entrado el otoño, menos cuando en primavera juego a la comba con dos gemelas que viven allí. Sus colas de caballo saltan.

Más adelante hicieron tantas plazas de aparcamiento que no había sitio para jugar. Pero entonces nos mudamos a una casa en Kronstad, cerca del Jardín Botánico; fue aproximadamente cuando comencé la escuela. Era una casa de piedra con un jardín grande, demasiado cara para nosotros, pero mamá y papá apostaron todo por la casa y cumplieron con los pagos. Solo tenían un hijo y vivían con mesura, nunca iban al bar, no tenían casa de campo y nunca viajaban. Tampoco eran cosas que necesitáramos, porque el jardín era nuestra distracción de verano, para la que nos preparábamos todo el año. Comprábamos también pequeños adornos, animales y curiosidades que alineábamos en las repisas de las ventanas. Recuerdos de viajes que nunca habíamos hecho; ciudades y países de los que hablábamos a veces.

Pero lo fundamental era el jardín. Era el proyecto vital de mis padres: aprender todo lo posible sobre jardinería, aunque ambos habían sido niños urbanitas que habían crecido en pisos. Tenían facilidad para aprender cosas de los libros porque eran maestros de escuela. Papá lo era de historia y mamá, de alemán y francés. Habían practicado en una parcela antes de que tuviéramos la casa, y durante toda mi infancia hubo siempre a la vista grandes volúmenes sobre jardinería. Yo los esparcía por el suelo y, allí de rodillas, contemplaba los arriates que brillaban y florecían bajo el eterno rayo de sol.

Cuando era pequeño pensaba que nuestro jardín sería exactamente como los de las fotos que mamá y papá señalaban cuando lo planificaban. En invierno lo parecía, pero cuando la primavera y el verano llegaban, nada estaba tan tupido ni colorido ni tenía formas tan hermosas. Al final entendí que nuestra casa nunca sería como en los libros. «No tenemos tanto espacio.» «El clima no es el adecuado.» La decepción fue aún mayor que saber que el Papá Noel que venía a casa era un profesor de la escuela con barba postiza y ropa de color rojo. Aún recuerdo ese día de abril en el que, llorando, pateé los libros de jardinería abiertos.

Por lo demás, tuve una infancia armoniosa. No recuerdo ninguna discusión, ni siquiera en la pubertad, un fenómeno que por cierto opino que está bastante exagerado. Para mí no significó mucho más que el hecho de que con el tiempo la voz se me oscureció y me salió pelo en el pubis. Exceptuando eso, la infancia y la juventud fueron para mí un proceso natural sin otra interrupción que el cambio de voz, si he de ser sincero. No entiendo por qué hay que gritar y alborotar y pegar portazos y protestar si en realidad uno está bien, como le ocurre a la mayoría.

Por supuesto, yo tenía mi propia habitación, un cuarto grande en el piso de arriba, en el que aún duermo. Tiene vistas al jardín, por lo que no me molestan los autobuses que para nuestra desdicha empezaron a pasar a comienzos de los noventa. «Los diablos verdes», decíamos a veces bromeando. En mi cuarto tenía una maqueta de tren, un ajedrez en la repisa de la ventana y una colección de sellos en el cajón del escritorio. Eran mis aficiones, de estilo clásico podríamos decir; no soy una persona extraña. Y además leía mucho, Latte Igelkott y Ture Sventon eran mis favoritos.

Pero sobre todo pasaba mucho tiempo en la sala de estar. Allí escuchaba la radio y veía la tele con mamá y papá. En la mesa del comedor hacía los deberes, y naturalmente me ayudaban. Parecía que lo sabían todo, pero es que eran profesionales de la enseñanza. En la escuela yo iba a otras clases, paralelas a aquellas en las que ellos enseñaban, pero nos veíamos en los recreos y en la comida.

También nos reuníamos en el jardín. Cuando superé mi decepción y entendí eso de que hay que «aprovechar al máximo lo que tenemos», participaba con gusto en los trabajos. Acarreaba agua, arrancaba malas hierbas, quitaba insectos, disponía filas de piedras…, pero eran mamá y papá quienes lo planificaban todo, ellos sabían más del tema. Aunque también yo me convertí en un hábil conocedor de las plantas, de sus características y sus nombres en latín, y en la escuela siempre sacaba la máxima puntuación en botánica. Sobre todo aprendí a valorar las plantas como una forma de vida y belleza. Más tarde me he dado cuenta de que nunca necesité colocar animales de juguete o soldados de plomo en los arriates. También cuando era niño las plantas me bastaban, o la espera de las plantas, que durante el invierno descansan y se desarrollan bajo tierra. Era obvio que iría a la escuela de jardinería. Se me daban bien los idiomas y la historia, y podría haber entrado en la Åbo Akademi, pero me interesaba más trabajar con lo que crece y vive a nuestro alrededor. Estudié para horticultor en Pikis y como tal ejerzo en Stadsparken. Podría haber solicitado un cargo, pero no lo he deseado. Así que ahora no me siento a una mesa de despacho para planificar las instalaciones, realizar un seguimiento del presupuesto y pedir dinero al ayuntamiento. Para mí es más importante hacer el trabajo práctico, estar todos los días cerca de mis amigas las plantas, por así decirlo.

De mi infancia puedo contar, además, que cuando iba a tercer curso me hice amigo de un niño que se llamaba Roy. Era un chico con el pelo castaño claro y brillante y la cara pecosa y como aplastada. Sonreía mucho y fue el mejor amigo que he tenido. De camino a casa desde la escuela íbamos abrazados, yo con mi brazo sobre sus hombros, él con el suyo en mi cintura. Era un gesto completamente natural y nadie dijo nunca nada, pero más adelante me he dado cuenta de que así es como suelen ir las parejas de enamorados. Al menos antes, ahora parece menos corriente.

Roy tenía un papagayo y su madre horneaba unos bollos más ricos que la mía. Iba a menudo a su casa y jugaba con Roy y su colección de coches o con el papagayo. Aunque este no jugaba demasiado con nosotros ya que no podíamos sacarle de la jaula. No sabía hablar, solo graznaba, aunque intentábamos denodadamente que dijera «Roy» o «Nisse», que era como se llamaba. En una ocasión, cuando llegamos, la madre de Roy no estaba y Nisse se había escapado, a saber cómo, de su jaula. Estaba quieto en lo más alto de una librería y nos miraba. A veces se rascaba; quizá disfrutaba de su libertad aunque no hacía nada especial. Intentamos ahuyentarlo hacia la jaula, pero no nos atrevíamos a tocarlo porque podía morder. Roy tenía una marca en el dedo índice que le había dejado Nisse una vez que lo cogió.

No recuerdo cómo el papagayo volvió a su jaula, pero aún lo veo en lo alto de la librería, con su cabeza roja y sus fijos ojos negros. A Roy lo veo incluso más nítido frente a mí. Siento en mi palma el tacto de su blusa de felpa azul oscuro cuando ponía mi mano en su hombro, y recuerdo que siempre me dejaba a mí el último bollo. Decía que no tenía hambre.

Pero Roy y yo no solo jugábamos. Reuníamos papel, íbamos por la zona preguntando en las casas y pidiendo a la gente periódicos viejos, que atábamos y llevábamos al sótano de un viejo gruñón. Nos daba tres peniques por kilo, y eso parecía mucho dinero para un niño en aquella época, en los años sesenta. Ahora, cuando pienso en los pesados fardos de periódicos de medio metro de altura, y en la constitución de un niño de ocho o nueve años, casi me parece inhumano.

Con el dinero, yo compraba bolsas de sellos y Roy compraba postales. Coleccionaba viejas tarjetas de Forshälla, Åbo, Helsinki y Vasa. Ni siquiera eran en blanco y negro, sino marrón y blancas. Pero le gustaban, y le hacía feliz especialmente si en la imagen de las calles se veía alguna bicicleta vieja. Mirábamos cientos de tarjetas en el anticuario a la búsqueda de bicicletas. A veces, de pronto aparecía la foto de una mujer desnuda sonriendo que debería haber estado en la zona de la tienda de acceso prohibido para los niños. Entonces nos mirábamos y reíamos, pero nunca dijimos nada.

Por otra parte, recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez que tuve conocimiento de esa parte de la vida humana. Tenía yo solo siete años cuando otro niño al que no conocía demasiado bien se me unió camino a casa desde la escuela (Roy no estaba, no recuerdo por qué). Se llamaba Edwin y era un poco raro; a veces tenía rabietas y echaba a correr gritando y con lágrimas en los ojos. Ese día no estaba enfadado sino escandalizado. Al parecer, su madre, moderna y sin tabúes, le había contado exactamente de dónde vienen los niños, y ahora él me lo contaba a mí. Nos costaba creerlo, pero coincidimos en que, si era verdad, ¡nosotros no tendríamos nada que ver con semejante porquería! Lo juramos por lo más sagrado. Estábamos realmente enfadados. Aún recuerdo dónde nos hallábamos, delante de un escaparate con uno de esos salientes de piedra en el que uno podía apoyar el pie.

Cuando tenía doce años, Roy se mudó. Me lo contó el día de mi cumpleaños y a las pocas semanas ya se había ido. Su padre había conseguido trabajo en Jyväskylä. Su último día de escuela nos dijimos «adiós» y nos dimos la mano como los adultos, pero ni se nos ocurrió mantener el contacto. No me lo tomé especialmente mal; seguí mi vida con mamá, papá y el jardín. Pero más tarde sí me ha dolido y me he preguntado cómo habría sido mi vida si Roy no se hubiera mudado, si hubiéramos seguido siendo amigos toda la vida.

No me malinterpreten: no me siento infeliz porque añore a Roy; tampoco fue infeliz entonces, viví contento y tranquilo toda mi juventud. La mayoría diría que fue bastante anodina, pero para mi familia siempre sucedía algo, al menos de marzo a noviembre, cuando seguíamos la vida del jardín.

Tras sacar el examen de secundaria, estudié para ser horticultor. Ya sabía casi todo lo que había que saber de las plantas, pero necesitaba tener un título. Con él en la mano, obtuve con veintitrés años trabajo en el departamento de Parques y Jardines del ayuntamiento de Forshälla y he sido feliz ahí durante veinticinco años. Han sido años buenos.

Mamá y papá solían llegar de la escuela algo más pronto que yo de mi trabajo en los parques. Se olía el aroma de la comida desde el porche que daba al jardín, por donde solíamos entrar, y mientras yo me duchaba, ellos acababan de prepararla. Ambos cocinaban bien, mucho mejor que yo en toda mi vida. Luego comíamos juntos y yo recogía la mesa y fregaba los cacharros. Hablábamos de lo que había sucedido en la escuela y los parques. Siempre era interesante, porque yo conocía la escuela y al menos a los profesores más antiguos, y mis padres entendían de jardinería también a gran escala. Cuando había terminado de fregar, continuábamos la charla en la sala de estar, a menudo con catálogos de semillas y nuevas revistas de jardinería como punto de partida. Un jardín nunca está terminado, es como un niño que nunca se hace adulto y debe cuidarse año tras año y desarrollarse en distintas direcciones. Hablábamos mucho de eso. Luego salíamos, claro, y cavábamos, arrancábamos las malas hierbas y abonábamos cuando hacía buen tiempo y era la época adecuada.

Todas las noches nos sentábamos juntos en el salón y hablábamos y veíamos la televisión. Nos gustaba especialmente el deporte -fútbol, atletismo, tenis-, porque nos parecía muy vivo. Mostraba la misma vitalidad que la naturaleza.

¿Quieren, pues, saber cómo ocurre en la realidad? Todo lo que vive tiene su ciclo y su final, aunque prefiramos olvidarlo. Así fue también con mi familia. En el verano de 1990, cuando mamá había cumplido sesenta y dos años en marzo, noté que había empezado a adelgazar. Le dije que debía comer más, pero repuso que comía como de costumbre, que solo estaba algo cansada. Luego ya no pensé demasiado en eso; pero un día, en junio, el primer día de mis vacaciones, oí en la habitación de al lado que le decía a papá: «La tía Aina tampoco era tan mayor». Entonces recordé que había oído esas mismas palabras en primavera pero hasta ese momento no las había entendido, y fui a la puerta. Mamá me miró compungida, no sabía que estaba en la biblioteca. No dijo nada, pero por su forma de mirar luego por la ventana lo entendí: estaba enferma y ya llevaba una temporada así, pero ni papá ni ella habían querido preocuparme. «Es lo que hay», dijo él en un susurro, un murmullo que parecía encontrarse en el mismo aire. Como si lo hubiera dicho la casa.

Me senté en el sofá y tomé la mano izquierda de mamá entre las mías. Era más fina que antes, notaba cada hueso del dorso de su mano en mi piel. Estuvimos así quietos un buen rato, hasta que se volvió hacia mí y me rodeó con su otro brazo: «Mi niño». Y entonces fue cuando noté que mi cara estaba llena de lágrimas, ardientes y frías a un tiempo, saladas en los labios y la lengua. Papá se sentó al otro lado y nos abrazó a mamá y a mí. Así estuvimos un buen rato. Aún puedo sentir cómo fue. Ese momento nunca ha terminado.

Por entonces aún no sabíamos de qué enfermedad se trataba: «Cansada. Dolor en el estómago». Mamá no había querido que la ingresaran en el hospital del distrito, nunca había pasado un día hospitalizada, a excepción de la semana en que me trajo al mundo. Pero ahora tenía que hacerlo.

Cáncer en la matriz. Y ya no se podía operar. Pensé que yo debía haberlo notado antes, haber hecho que visitara a un médico cuando aún había remedio. ¡Papá tendría que haber notado algo! Los dos dijeron que los síntomas no habían empezado hasta esa primavera. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede alguien estar tan enfermo durante tanto tiempo sin que se note? Pero ahora entiendo que una persona puede ser como un árbol, que florece y reluce pero se pudre por dentro y el menor soplo de aire lo quiebra cuando ha llegado su hora.

Mamá duró bastante tiempo. Al final fueron dos años. Mucho más de lo que los médicos habían dicho en un principio. Dio clases hasta Navidad y después consiguió la jubilación por enfermedad. Al mismo tiempo, papá pidió la jubilación y la cuidamos en casa. Empeoró poco a poco. Al principio estaba como de costumbre, aunque caminaba más despacio y balbuceaba un poco debido a los anestésicos. Luego ya no tuvo fuerzas para subir las escaleras hasta el dormitorio, y durante un tiempo yo la llevaba en brazos desde la cama hasta el salón, envuelta en mantas porque no paraba de temblar. Casi no pesaba nada.

Una vez, cuando estaba echada arriba, la miré mientras dormía. Su rostro se veía desmejorado pero relajado. Pensé que estaba bien y que quizá soñaba con algo que la tranquilizaba. Así estuvimos juntos bastante rato.

Luego la intranquilidad se adueñó de su rostro. Empezaba a salir a la superficie desde su sueño. La preocupación se hizo más profunda, su mejilla se tensó y pareció que una desagradable certeza se extendiera por toda la cara. Giró la cabeza como para apartarse de lo que la asustaba y amenazaba.

Era el despertar. Sentía que estaba a punto de despertarse y no podía evitarlo. Cuando estaba medio despierta, contrajo la cara en una mueca. El temor pasó a ser dolor, el que sentía todo el tiempo cuando estaba consciente. La cogí de la mano, pero no podía ayudarla. El dolor fue a peor, ahora estaba completamente despierta, pero seguía con los párpados cerrados en el intento de negarlo. Toda la cara se rompía en una red de profundos y tensos surcos que partían de los ojos y las comisuras de los labios. Juntó las manos en su lucha contra el dolor y notó mi mano.

Entonces se obligó a serenarse, a aplanar las arrugas para no entristecerme con su tormento. Yo me esforcé en contener las lágrimas y no hacérselo más difícil. Pero cuando abrió los ojos, cruzamos las miradas en un acuerdo común de lo difícil que era, lo desesperadamente difícil e imposible que era encontrar una luz de consuelo por mucho que lo intentáramos. Si cierro los ojos aún puedo ver su profunda mirada: dolor, pero también nuestra cercanía en él.

Más adelante, ya no quería que la sacáramos del dormitorio porque le dolían todas las articulaciones, es lo que sucede cuando se toman anestésicos fuertes. Así que movimos la cama para que su lado quedara junto a la ventana y pudiera ver lo que sucedía fuera. Al principio nos sentábamos a menudo con ella y con los catálogos de semillas esparcidos sobre la colcha, y mientras papá y yo trabajábamos en el jardín, ella nos miraba, reclinada en muchos cojines. Luego también eso era agotador y se quedaba tumbada con las cortinas corridas. Cada vez hablábamos menos, pero ella siempre dejaba su mano izquierda, por fuera del embozo, con la palma hacia arriba, para que papá o yo se la tomáramos.

Los médicos querían que ingresara en el hospital, pero ella siempre se negó categóricamente, y sabíamos que cuando ya no podía hablar seguía pensando lo mismo. En aquella época no era habitual eso de cuidar al enfermo en el hogar «en un estado tan avanzado»; los médicos no podían obligarla a dejar la casa, pero se negaban a recetar más medicinas si no se la cuidaba en el hospital. ¡Aunque estaba claro que la enfermedad se la comía por dentro! A veces me parecía que podía oírlo bajo las mantas, como termitas que roían su cuerpo.

Entonces fui al médico de mi puesto de trabajo, me quejé de dolores de espalda y le dije que en una ocasión me había aliviado cierto preparado, es decir, la medicina de mamá. Me la recetó, varias cajas, y de esa forma pudimos calmar más a menudo los dolores de mamá. Cuando ya no podía tragar, pero nos indicaba con los ojos que la necesitaba de nuevo, la disolvíamos machacada en un poco de agua tibia y se la dábamos, primero con una cuchara sopera y después, cuando apenas podía abrir la boca, con una de café.

Se libró hasta el final de los dolores más fuertes, eso creo, pero con frecuencia estaba sedada y pasaba del sueño a la duermevela todo el rato. También sangraba constantemente por abajo. No entiendo cómo puede haber tanta sangre en una persona que no es más que piel y huesos. Cuántos días y noches fui con sus pañales de la cama a la basura, al igual que ella fue con los míos cuando yo era un bebé a quien cuidaba, amamantaba y acunaba para dormir. Mi mamá.

La madrugada del 22 de marzo de 1992 estaba yo despierto como tantas veces en aquella época. La luna brillaba y yo me encontraba en el salón del piso de arriba y contemplaba el jardín, blanco como un atolón de coral debido a la escasa nieve que aún quedaba sobre el terreno. Todo estaba en calma y sentí, no de repente sino con esa serenidad que reinaba desde hacía rato, que todo había terminado. Me quedé allí sabiendo que todo había acabado.

Luego entré en el dormitorio y oí el profundo respirar en el lado de papá; nunca dejó de compartir cama con mamá. Pero el lado de ella estaba silencioso. Su corazón había dejado de latir durante el sueño, y los nervios habían dejado de arder. Desperté a papá y entendió el porqué. Tomó su mano y yo, sentado al otro lado, le tomé la otra, y así estuvimos hasta que amaneció y llegó la mañana. No estaba sola.

Mamá fue enterrada no muy lejos de nuestra casa. Íbamos a menudo a visitarla al cementerio viejo de Forshälla; su tumba está justo detrás de la pequeña iglesia greco-ortodoxa.

Viví con papá cinco años más. Se volvió algo más gris, más débil, pero nunca se quedó sin fuerzas. Hasta el último momento trabajamos juntos en el jardín. Un día de septiembre, cuando llegué a casa, estaba sentado en el suelo, apoyado contra el brazo derecho de su silla con una expresión de asombro reflejada en su rostro. Un ataque al corazón lo había fulminado al instante.

Papá fue enterrado al lado de mamá. Voy a menudo a saludarlos. En la lápida, debajo de sus nombres hay un espacio en blanco, y hay sitio para mí en la tumba junto a ellos.

Me quedé solo. La casa era demasiado grande para mí, pero no podía abandonarla. He seguido viviendo en ella y puedo pagarla. El inmueble no tiene deudas y yo mismo me ocupo de todas las reparaciones, así como del jardín, claro está. No va a cambiar más, pero hay que conservarlo tal como está. Cada año, cuando brotan las plantas en verano y reluce con sus colores, me parece estar viéndolo con ellos dos. Siguen aquí, no como fantasmas o algo así, sino porque están diariamente en mis pensamientos.

Con esto termino de escribir por hoy.

Harald

Acontecimientos del 9 de mayo de 2006

Tuve que parar de leer. Mis sentimientos hacia Inger me abrumaron, las lágrimas me escocían en los ojos. Ella lo tuvo en el intestino grueso; la madre de Lennart, en la matriz. En esa casa en la que yo estaba sentado esa noche había estado ella hasta el final, como Inger en el hospital. Lennart había sido como yo.

Y, sin embargo, no. Inger estuvo ingresada en el hospital del distrito los últimos meses y luego en la residencia para enfermos terminales las últimas semanas. Estuvo bien cuidada y nunca protestó, no parecía desear otra cosa. Pero ahora me pregunto si eso no implicaba desconfianza hacia mí, el hecho de que nunca mencionó ninguna otra posibilidad, ni siquiera cuando ya no podía levantarse de la cama: que debería cuidarla, pedir la excedencia y estar con ella en cada uno de sus amargos minutos. Nunca se me ocurrió pensarlo. Me pregunto si ella lo hizo, aunque no dijera nada. ¿Pensó que no podría con ello?

Me levanté y caminé por la casa en penumbra, pero dejé en paz el piso de arriba. Cogí un perrito de porcelana de la repisa de la ventana del salón. Lo apreté dentro de la mano. Encendí los focos y miré el jardín. Verde claro con algunas manchas de color, lleno de la vitalidad primaveral.

Mi cara se reflejaba vagamente en el cristal de la ventana. Hubo un tiempo en que la de Inger estaba junto a ella, como en la foto de nuestra boda que tras su muerte yo había colocado en el salón. Nunca más…

Me llevó un buen rato, pero al final me calmé. Bebí un vaso de agua fría en la cocina y me senté en el escritorio para seguir leyendo.

Relato de Lennart

Tras morir papá no quedaba nadie en casa que supiera cocinar. Puedo arreglármelas con conservas y platos semipreparados, pero lo que hice fue empezar a comer fuera, en parte también porque me sentía muy solo a la mesa. Curioso, porque en el jardín nunca me siento solo. Me duchaba en el trabajo y comía en la ciudad, camino de casa. Aunque cambiaba de restaurante o café todos los días, iba a los mismos sitios con frecuencia.

Así fue como conocí a Inga-Britt un año después. Inga-Britt Lindström. Era camarera, la única empleada en un bar de comidas de Nikolajtorget, y con el tiempo empezamos a hablar. Luego dimos largas caminatas juntos, muchas veces, y por fin fuimos a su casa, un piso de dos habitaciones cerca del bar. Era de mi edad, algo menos de cuarenta y aproximadamente de mi estatura, un metro y cincuenta y seis centímetros. De aspecto agradable, con el pelo rubio oscuro ondulado, hoyuelos en las mejillas y de formas generosas. Reía con facilidad, una pronta y hermosa sonrisa que difícilmente dejaba traslucir que había tenido una vida dura. Depresiones, años entrando y saliendo del hospital y una vez un hombre que le había pegado.

Un aborto temprano hizo que no pudiera tener hijos. Esto la entristecía, pero por lo demás era una persona alegre y positiva. Feliz de haber podido vivir los últimos cuatro años fuera de una institución e incluso de tener un trabajo. «Para mí cada mañana es una fiesta: poder levantarme, vestirme, preparar el desayuno e ir al trabajo. Los que piensan que el trabajo es pesado no saben lo que es yacer todo el día en la cama con la oscuridad sobre ti como una montaña.» La admiraba de veras, pues yo siempre he tenido una vida fácil.

Nos casamos en el solsticio de verano del año 2000. Habíamos reservado con un año de antelación, por lo que conseguimos celebrar la boda en la vieja iglesia de Forshälla, en la reverdecida llanura, donde todos quieren casarse en verano. Nos pareció muy curioso que nosotros, que no éramos demasiado buenos en manejar lo social, consiguiéramos un lugar tan solicitado en la mejor época para las bodas. La ceremonia fue simple y los únicos familiares que asistieron fueron su hermano soltero y su hermana con su marido y sus dos hijos. El cielo estaba despejado y azul, toda la planicie llena de aromas, los turistas paseaban por allí, y disfrutamos de una buena comida en Olsonis, junto a la iglesia. A veces íbamos allí para revivir el día de nuestra boda y comer el bufé que ofrecían.

Por lo demás, era Inga-Britt quien guisaba. Comíamos en casa, adonde ella, por supuesto, se trasladó. El dormitorio grande, la habitación de mamá y papá, no íbamos a tocarlo, eso también lo comprendió, por lo que compramos una gran cama doble de matrimonio y la pusimos en mi cuarto. Para mí era una vida completamente nueva: el mero hecho de dormir junto a otra persona, poder volverme y sentir su cálido y blanco cuerpo junto al mío. Su olor.

¿Quiere saber qué ocurre en la realidad? Pues yo puedo contarle algo: cada año desaparecen cientos de personas en Finlandia, y miles en los países más grandes. No estoy incluyendo a aquellas de las que enseguida se sabe algo, sino solo a las que después de semanas y meses siguen desaparecidas. Es un gran problema social que se oculta. La policía no quiere airear sus investigaciones fallidas y los que han perdido a un familiar no entienden que pertenecen a un grupo de personas asombrosamente grande que, de formar una red, podrían ayudarse unos a otros y crear grupos de presión para que la sociedad se hiciera cargo del problema. ¿Se pregunta cómo sé esto? Por propia experiencia. Pronto hará cuatro años que Inga-Britt desapareció.

En julio de 2002 estuvimos de vacaciones, y pasamos una noche en Helsinki. Tras haber visto los arriates de flores de Esplanaden y la colección de arte del Ateneum, volvimos al hotel para comer un almuerzo tardío. Luego yo me quedé en la habitación para ver la final de tenis femenino de Wimbledon e Inga-Britt volvió a salir. Tenía intención ir de compras a Stockmann y quizá al Museo Nacional. Volveríamos a vernos en la habitación entre las cinco y las seis para salir a cenar.

El tiempo pasó, la final terminó, dieron las cinco y las seis y las siete y las ocho, pero Inga-Britt no llegaba. Pedí a la recepcionista que contestara a las posibles llamadas telefónicas y salí a buscarla; paseé arriba y abajo por Mannerheimvägen y Järnvägstorget. A las diez volví al hotel y pedí a la recepcionista que llamara a la policía.

Un inspector acudió increíblemente pronto y, cuando le dije que era de Forshälla, pasó a hablarme en un sueco bastante bueno. Me tomó los datos personales y examinó la habitación del hotel antes de salir para comprobar los hospitales. Lo acompañé a su despacho en la comisaría, donde hizo las llamadas pertinentes.

Eso era, claro está, lo primero que uno pensaba: que Inga-Britt había sido atropellada o le había dado algo y estaba inconsciente en algún lado. Pero no había sucedido eso. O al menos el inspector Hämäläinen no consiguió averiguar nada y tenía la certeza de que había llamado a todos los centros de la ciudad que podrían haber recibido a alguien que repentinamente se hubiera puesto enfermo o que estuviera herido. Tampoco ninguna patrulla de policía había recogido a una mujer que respondiera a la descripción de Inga-Britt. La idea de que pudiera haberse emborrachado, que la hubieran pillado robando en una tienda o que, en fin, hubiera llamado la atención de la policía de alguna manera, era absurda. Pero había que intentarlo todo.

Nada. Volví al hotel, no podía dormir, volví a salir a dar vueltas por la ciudad, entre otros sitios, alrededor del Museo Nacional. Miré en portales, subí por la colina del Parlamento, busqué en todos los sitios donde podría haberse caído y quedado tumbada oculta a la vista de la gente. A veces caminé, otras veces corrí gritando su nombre cuando me pareció que veía a Inga-Britt a lo lejos. Busqué también a lo largo de la playa de Tölöviken, desde Nationaloperan hasta la estación de ferrocarril, por si hubiese caído al agua. Luego fui a la plaza del mercado y contemplé el agua junto a Kolerabassängen y otras zonas del puerto. Nada.

Al día siguiente continué buscando, me quedé en Helsinki más de una semana. Preguntaba en la policía, iba personalmente a los hospitales (unas veces pude entrar y ver a los pacientes, otras veces no), pero el resultado fue que Inga-Britt siguió sin aparecer. Tampoco se encontró su bolso de mano ni nada de lo que llevaba encima.

Solo estuvimos casados dos años. Nunca tendríamos hijos, pero pensábamos vivir juntos toda la vida. La echo mucho de menos, ¡y siento que es una tremenda injusticia! ¡Mi única oportunidad en la vida de no estar solo y desaparece! Ni siquiera recuerdo si le di un beso cuando salió de la habitación del hotel.

¿Qué pudo haber pasado? He dado mil vueltas a todas las posibilidades. La primera es que me abandonara, la policía lo insinuó varias veces: «Quizá no eran tan felices como usted pensaba». Nunca dijimos que fuéramos felices, pero tuvimos una relación cálida y cercana a la que me cuesta creer que Inga-Britt pusiera fin de ese modo. Es verdad que su vida había sido algo inestable anteriormente, pero no durante los últimos años. Quizá quería divorciarse, aunque parecía contenta con nuestra vida en común. Uno nunca puede estar absolutamente seguro de lo que otra persona piensa o siente en su interior. Pero ella no me hubiera dejado así, no era una persona desaprensiva. Además, tras la desaparición su tarjeta bancaria no se ha utilizado y en su cuenta no ha habido movimientos.

Tal vez, por supuesto, la atacaron y luego la asesinaron. Pero ¿en el centro de Helsinki, a plena luz del día y con tanta gente en las calles? ¿Y el cuerpo? No parece posible.

La posibilidad más probable es que se ahogara. Pudo, por ejemplo, caminar desde Salutorget hacia Brunnsparken y haberse caído sin que nadie la viera. Yo he hecho ese trayecto tan ventoso muchas veces. Existen numerosos lugares donde uno puede caerse. O saltar, en un arranque repentino de locura. Luego tal vez el mar se la llevó y la atrapó o la dejó en un islote desierto al que nadie va. Es lo que ando esperando: que la policía llame y me diga que han encontrado a una ahogada que ha sido identificada como Inga-Britt. Porque está registrada como desaparecida y la policía tiene su ADN.

Existe también otra posibilidad más dramática: que la secuestraran. No para cobrar un rescate, sino porque hubiera visto algo que no debía. Le interesaba la arquitectura y entraba a menudo en los patios cuando veía una casa bonita. Por ejemplo, en Skatudden existen un montón de bellos patios en los que se puede entrar (los he visto todos). Si se hubiera topado por casualidad con una transacción de drogas o un asesinato, tal vez los delincuentes se habrían visto obligados a golpearla y llevarla consigo para luego matarla en algún lugar solitario y enterrar o quemar el cuerpo. Suena a fantasía, pero en un caso de cien mil, cuando una persona desaparece sin dar señales de vida, cabe la posibilidad de que haya pasado algo muy extraño. No se puede descartar el delito.

Como ya dije, yo más bien creo que se ahogó. En tal caso, habría en ello un cierto consuelo: volvió a la naturaleza como una planta que se marchita y se disuelve en el eterno ciclo de la vida.

No hace falta decir que esta experiencia me ha afectado mucho. Ese verano de 2002 volví al trabajo tras las vacaciones para tener algo en lo que pensar, pero poco tiempo después tuve que coger la baja por enfermedad. No podía concentrarme, y a veces se me llenaban los ojos de lágrimas. Ahora he vuelto al trabajo, más entero, e intento estar siempre ocupado: hago voluntariamente horas extra no remuneradas, trabajo mucho en mi jardín, hablo más que antes con los vecinos, escribo esto a mano, despacio…

En la práctica, por otro lado, resulta que aún estoy casado. No quiero solicitar que la declaren muerta. Me gusta estar casado con Inga-Britt aunque no esté aquí. Ella es una parte de mí, como mamá y papá. Es como en la naturaleza, que todo forma parte de otra cosa y está formado de lo que un día vivió y luego desapareció. Por eso no estoy solo, aunque de nuevo vivo solo en nuestra casa.

Con mis mejores saludos,

Lennart Gudmundsson

Harald

Acontecimientos del 9 de mayo de 2006

Estar allí sentado, ¡en esa casa silenciosa! La gente se me acercaba para mostrarme una vida que durante decenios había llenado esas habitaciones y el jardín. Una familia más unida que la que yo nunca tuve, ni en la infancia ni de adulto.

De pronto me dolió realmente que Lennart hubiera sido estrangulado en el cuarto de al lado. Era casi como si tuviera un lazo corredizo alrededor de mi cuello. Nunca antes lo había sentido con tanta intensidad, no había conseguido meterme tanto en la persona que había sido la víctima cuando aún vivía.

Pasé mucho tiempo allí sentado pensando en Lennart y en Gabriella. Personas normales que… el repentino corte, sus cuerpos desmembrados. Intenté también imaginarme lo mismo con Jon Jonasson. En la mitad de su vida.

Luego me calmé e intenté hacer un análisis puramente policial. Al igual que con Gabriella, el relato de Lennart apenas nos ofrecía nada importante que no supiéramos, nada que apuntase directamente hacia el asesinato. Y el conjunto tampoco ofrecía patrón alguno. Solo tenían en común que ambos vivían en Forshälla y los habían matado de la misma forma.

Sin embargo, allí tenía que haber algo, ¡el punto de contacto decisivo! Al menos, en la forma de los relatos había una coincidencia que llamaba la atención. Sin duda tenían un punto de partida común. Probablemente iban dirigidos al mismo destinatario, y los dos se habían enviado puesto que faltaban los originales. En el relato de Lennart no había la más mínima insinuación de quién era el destinatario, como tampoco la había en el de Gabriella. Un relato que descubre tanto del que escribe y ni siquiera hay en él una referencia educada o una pregunta dirigida al destinatario.

¿A quién se le escribe así?

¡A una persona del servicio telefónico de ayuda! Así es precisamente como son sus conversaciones: el cliente cuenta su vida, pero el colaborador ha de seguir siendo anónimo y no se le debe preguntar. ¿Eran los relatos, pues, cartas que un colaborador del servicio de ayuda había solicitado y por eso tenían esa forma determinada? La pista del servicio telefónico de ayuda cobraba fuerza. Pero, en tal caso, ¿por qué en casa de Jonasson, que tenía muchos documentos en su ordenador, no habíamos encontrado ningún relato sobre su vida? ¿Tal vez porque los relatos deben escribirse a mano y él no guardó ninguna copia?

Y en ese punto apareció otra perspectiva: la desaparición de Inga-Britt Gudmundsson podía ser algo importante. Habíamos hecho un seguimiento de las dudas de Gabriella en cuanto a la central nuclear; había habido algo extraño en la vida de las dos víctimas, algo que podía llevar al asesinato. En cualquier caso, era algo sobre lo que trabajar.

Yo

Un día de mayo camino de nuevo por la calle peatonal al final de la empinada cuesta de Fästningsbacken. Personas de mirada vaga, caras veladas. Vienen y van. Largas hileras de tiendas de ropa, como si no hubiera nada más importante que justo eso: ocultarte, tener un escenario donde no te tomen por lo que eres. Escabullirte y conseguir una nueva envoltura.

¿Qué es una persona bajo su piel? Pensamientos, sentimientos, recuerdos de una vida. Pero estos deambulan y se retuercen y se devoran unos a otros en una corriente bulliciosa en la que yo mismo nunca puedo verme. ¿Qué soy pues? Una piedra en el fondo de la corriente. O más bien un hoyo, un agujero que el mundo no puede llenar.

Los que me ven creen que soy normal, pero soy increíble. Lo proclamo a gritos. Desde el agujero grito sin cesar: «¿Sabéis quién soy? ¡Alguien que ha vuelto a hacerlo y ha vuelto a quedar libre!». Pero no me oyen. Mi cara es una protección efectiva.

Entre los que están aquí hay muchos que gritan. Maltrato, robos, engaños, infidelidad. O amargura y añoranza: «¡Mi vida tiene que ser algo más, no soy solo esto! Alguien tiene que necesitarme y hacerme sentir que realmente existo».

Conmovedor, debería afectarme. Pero no lo oigo. Los pensamientos y los sentimientos se agitan en su corriente, pero cada uno tiene su propio circuito cerrado. «Entiendo lo que sientes», decimos. ¡Palabrería! Yo siempre estoy fuera de ti. ¿Los demás deben ser importantes para mí solo porque sean personas?

Son imágenes que van y vienen. Qué más da uno más o menos.

Harald

Acontecimientos del 12 de mayo de 2006

Unos días después de mi visita a la casa de Lennart Gudmundsson, tuve un sueño extraño. Estoy en el teatro viendo una obra en la que dos personas caminan por una terraza vestidas con ropa veraniega de colores claros. Conversan tranquilamente cuando, de pronto, una de ellas se tensa y se retuerce en convulsiones. Su cabeza se inclina a un lado y una cabeza animal de color marrón oscuro emerge de su garganta, algo como un cruce entre perro y serpiente. La mujer que está a su lado grita, pero entonces algo se abre paso desde su interior: una cabeza de cerdo cubierta de púas a la que sigue un cuerpo informe de color rojo claro. Esos dos seres, de varios metros, salen fuera, se sacuden hacia atrás y hacia delante y se encaran al público. Con sus grandes dientes muerden a la gente en el cuello y a veces logran arrancarles media cabeza. Desde bastidores, los tramoyistas corren hacia el escenario e intentan cortar con cuchillos los largos cuellos de los animales, pero estos están recubiertos de una coraza impenetrable.

Al final siento que tengo que hacer algo. ¡Con fuego! Arranco una antorcha de un soporte en la pared y avanzo, quemo y hago desaparecer la cabeza de uno de los animales mientras la otra se vuelve hacia el público. Luego consigo también deshacerme de esta desde atrás.

Aun sin cabeza, los animales siguen revolviéndose durante un rato, pero luego se relajan y vomitan la carne que tienen en la boca. Se vuelven a recoger serpenteando en las dos personas que caen despacio al suelo. En su piel no se ve cicatriz alguna, están completamente inmóviles. No puedo ver si solo descansan o están muertos cuando el sueño termina.

A la mañana siguiente me levanté temprano y, aunque no era lunes, me miré en el espejo. Los ojos parecían más cerrados que antes, como si añorasen estar cerrados del todo. Las bolsas de grasa eran quizá más pequeñas; en los últimos meses había adelgazado, y sin habérmelo propuesto. En torno a la cintura, el tiempo se había parado o había vuelto atrás, pero en todas las otras partes avanzaba: los poros, cada vez más profundos, al menos cuando los miraba en el espejo; los pelos de la nariz, cada vez más largos. El comienzo de la piel de un viejo con extrañas variaciones de color rojizo.

Antes todo esto no tenía importancia porque yo era otro, el recuerdo de mí mismo con treinta años. El resto era una circunstancia que no complicaba la imagen. Pero con el tiempo cada vez era más difícil llegar a la imagen primigenia que tenía en mi interior. El exterior visible, el reflejo en el espejo, cada vez más desagradable, empezaba a ser mi verdadero yo. Tal vez mi aspecto no era un error. Quizá este era yo, o lo que quedaba de mi yo anterior cuando se hundió más y más en mi interior y desapareció.

A veces, sentado a la mesa de la cocina, miraba hacia dentro y, realmente, allí no había nadie. Ni siquiera era un suelo de hierro sobre un subconsciente impenetrable, con un poquito de luz que se cuela entre las ranuras de las compuertas. Dejé que un bolo de dolor gris ceniza rodara sobre un sótano bien limpio, pero solo veía el suelo que era el último firme, sin compuertas ni rendijas, sin nada que se escondiese allí debajo. Yo era completamente normal, hacía la comida, pensaba en Inger, pensaba en el Cazador, pero ese era solo el yo de diario, que funcionaba automáticamente. Algo faltaba allí debajo, aunque debería haber una persona.

Y entonces, ¿qué sentía? Vacío. Que todo -desde lo más profundo de mi interior hasta lo que se hallaba fuera de mí- estaba vacío. Ni siquiera era desagradable o terrible, sino solo insustancial y anodino. Sabía que me faltaba algo, pero no lo notaba.

Quizá todo esto fuera la sabiduría de la naturaleza. Lo que realmente somos se deshace enseguida, cuando aún podemos verlo. No tiene que quedar gran cosa. La envoltura de una persona, nada de valor, de forma que al final nos dé lo mismo irnos de aquí y desaparecer.

Tras varios días de trabajo rutinario e intercambio de frases cortas, Sonja entró en mi despacho. Parecía más animada que en nuestro último largo encuentro cara a cara.

– Hola -dijo con viveza-. He pensado que deberíamos hacer una puesta en común de todo lo que tenemos.

– Sí, por supuesto; yo también lo había pensado. Parece que estás mejor, ¿no es así?

– Sí, mucho mejor -convino sonriendo-. La última reunión dejó aflorar nuevas ideas, nuestra posición frente al Cazador es ahora mucho mejor que antes. Además, he estado reflexionando sobre nuestro trabajo. Somos personas y lo hacemos lo mejor que podemos. «There’s only so much you can do, after that you’ve got to let it go», dice mi mentor en Atlanta. He estado escribiéndome con él por correo electrónico. Hay que comprometerse con los casos y con las personas a las que atañen, pero al mismo tiempo hay que mantener una distancia profesional. Trabajar duro, no dejarse abatir, pero al mismo tiempo estar preparada para el golpe.

Sus ojos castaños buscaron los míos en lugar de errar por las nubes que había más allá de la ventana mientras me hablaba, contenta, de sus emociones. Son otros tiempos. No me habría extrañado que me hubiera dicho que iba a un terapeuta como yo voy al barbero. Aunque al parecer bastaba con un «mentor». Acabo de darme cuenta, mientras escribo esto, que quizá debería haberme molestado que no hubiera hablado conmigo. También yo era su mentor.

– Exacto, no permitas que te desanime -dije, e intenté añadir algo sabio, psicológico-: Además, en el camino nos apoyamos unos a otros.

– Sí, así es -dijo ella, y parecía aún más contenta.

Por lo visto había dado en el clavo; ya podíamos hablar del caso. Sonja abrió dos carpetas y las dejó en un lado del escritorio.

– La primera línea es el servicio de ayuda telefónica -continuó-. He escuchado tu conversación con Karttunen-Andersson; la posibilidad de que el Cazador haya encontrado a sus víctimas a través de ellos cobra fuerza. Luego he hablado con el fiscal sobre el permiso de escucha, pero es un problema jurídico mayor: si en el transcurso de la escucha averiguásemos otro delito, sería ilegal que hiciésemos caso omiso de ello. Karttunen-Andersson se opone firmemente a cualquier intervención y amenaza con desmontar toda la actividad si ello conlleva permitir que se escuche a sus clientes. La cuestión está siendo analizada por el departamento judicial para ver si podemos escuchar únicamente lo relativo al Cazador y pasar por alto todo lo demás. En tal caso, tal vez ella aceptase. Pero, por otro lado, más vale que no presionemos demasiado, ya que cuantos más oigan hablar de esto y se impliquen, mayor será el riesgo de que el Cazador se entere de lo que tramamos y se esconda.

– En ese caso, nos ayudaría saber si algún colaborador deja el trabajo de repente. Es algo que el servicio de ayuda podría comunicarnos -señalé.

– Por supuesto, eso suponiendo que el Cazador fuera tan torpe. Lo más probable es que se encierre en su cascarón y continúe como si nada de cara a la galería. Seguro que se le da bien mantener una fachada de normalidad.

– De acuerdo. Veamos qué nos aporta.

– Luego está la otra línea: Osmanovic, Adar -continuó Sonja-. No fue difícil encontrarlo, de hecho sigue viviendo en Eura. No hemos contactado con él directamente para no ponerlo sobre aviso, pero hemos investigado su pasado. Cumple con uno de los perfiles posibles: un hombre de unos cuarenta años que vive solo y parece algo solitario. Sin embargo, es musulmán practicante, acude a la mezquita de Forshälla con frecuencia, y eso no cuadra con la cruz greco-ortodoxa. Trabaja de conserje en una escuela y no está fichado; al menos en Finlandia.

– ¿Y en Bosnia?

– No lo sabemos. Vino de allí a mediados de los noventa, consiguió el permiso de residencia y, al final, la ciudadanía. Se supone que la policía judicial controló que no fuera sospechoso de crímenes de guerra o de otros delitos en Bosnia, pero no hemos recibido ningún dato de ellos. ¿Qué hacemos?

– Tenemos dos posibilidades -afirmé-. Registro domiciliario para encontrar, por ejemplo, los ojos, si pensamos que puede ser descuidado como para tenerlos en casa. Aunque, al mismo tiempo, eso lo pondría sobre aviso. La otra posibilidad es seguirle sin que lo sepa, vigilancia y demás, para ver si parece estar preparando otros delitos. No creo que sea descuidado. Si nuestra suposición sobre la motivación religiosa es correcta, parece que tendría que haber destruido los ojos que estuvieron expuestos a la deshonrosa acción del mundo. Por otra parte, un musulmán podría pensar así. No es probable que encontrásemos otras huellas, y lo que se llevó de las víctimas seguramente lo haya tirado.

– He pensado en ello. ¿Por qué el Cazador dificultó la identificación en los dos primeros casos, cogiendo cuanto Dahlström llevaba encima y la billetera y las llaves de Jonasson, pero asesinó a Gudmundsson en su propia casa? -preguntó Sonja.

– Quizá no pretendía dificultar la identificación. Tal vez, además de los ojos, quiere tener un objeto personal como recuerdo y trofeo. No se llevó la cartera de Gudmundsson, pero quizá cogió otra cosa que ya no está en la casa pero que no sabemos qué es.

– Es posible -convino Sonja-, pero hay otro aspecto que considerar. Creo que el Cazador se siente cada vez más seguro y por eso permite que la distancia que nos lleva se acorte. Eso aumenta la excitación que siente. Primero elige una víctima cuya identificación nos lleve un período largo, pues no deja nada que indique quién es y le deforma el rostro. Luego una víctima a la que nos cueste un poco identificar, porque se lleva la cartera, pero no demasiado, pues averiguaremos quién es a través de la casa. Y por último, una cuya identidad no ofrezca dudas, pues la asesina en su propia casa, con vecinos que pueden identificarlo.

– Pero que podrían haber tardado varios días en encontrarlo, ya que vivía solo.

– Exacto -dijo Sonja-. El próximo paso, si es que lo da, será una persona de fácil identificación en un lugar donde la hallen inmediatamente. En ese caso, el Cazador apenas nos llevará ventaja temporal, y eso sin duda lo excita.

– Si Osmanovic es el Cazador, podemos evitarlo.

– Sí. Hay una posibilidad.

– He pensado en una tercera línea -continué yo-. Puede haber un motivo para el tercer asesinato. En cualquier caso, es un suceso que no muchos conocen, por lo que puede dar una pista sobre la identidad del asesino. Para investigarla, voy a ir a Helsinki mañana, ya que fue allí donde se llevó el caso.

Creía que Sonja reaccionaría mal, que se enfadaría porque no iba a acompañarme, pero se lo tomó de manera muy profesional. Ella trabajaba de forma bastante independiente, y aceptó que yo hiciera lo propio. Al mismo tiempo, en mi ausencia, quedaría como jefa de la investigación, lo que sin duda le convenía.

– Bien, seguro que es buena idea -dijo, decidida-. Mientras tanto, yo continuaré con el servicio de ayuda y con Osmanovic.

– Vale. Pero, a no ser que intente cometer otro delito, no lo detengas. Si en Helsinki encuentro una conexión entre la señora Gudmundsson y Osmanovic, os llamaré inmediatamente. En tal caso se tratará de nuestro hombre y no deberéis esperar ni un segundo para ir a por él y detenerlo. Mientras esté fuera, seguid investigando el entorno social de las tres víctimas. Haced listas de todos los que los conocían, aunque fuera muy superficialmente, de todos los que se podría pensar que conocían la relación de Dahlström con Lindell, la homosexualidad de Jonasson y la desaparición de la señora Gudmundsson. Hasta el momento solo hemos visto a los afectados más cercanos, pero ahora vamos a investigar a todos los posibles vecinos de la zona, parientes de los chicos de balonmano a los que Jonasson entrenaba y demás. Las cientos de vidas que la vida de la víctima ha rozado de alguna forma. El círculo interior no nos ha dado nada, pero tal vez veamos puntos de unión en los círculos exteriores.

– ¿Como que un vecino algo más alejado de Dahlström sea pariente de uno de los chicos de balonmano de Jonasson y además, por ejemplo, compañero de trabajo de Gudmundsson?

– Exacto.

– ¿Significa eso que no confías en las pistas que tenemos? -preguntó Sonja, de nuevo inquieta.

– Confío en ellas, pero no al cien por cien. Debemos trabajar en distintos frentes: Osmanovic, alguien distinto del servicio de ayuda, alguien que conozca a las tres víctimas por otros caminos. Lo que voy a hacer en Helsinki es justamente reunir datos sobre uno de los círculos exteriores de Gudmundsson. Gente que tiene algo que ver con la desaparición de la esposa y con la que no podemos contactar aquí en Forshälla.

– Si vamos a investigar a cientos de personas, necesitamos más medios. Además, ahora uno puede conseguir hacer amigos casi sin límite por internet, con los chats o el correo electrónico. Sin un perfil que reduzca el número de resultados, es una red inabarcable.

– Hablaré con el jefe sobre ampliar los medios cuando vuelva. Hasta entonces tendremos que arreglárnoslas con lo que hay. Ocúpate tú de asignar las tareas a Markus y Hector. Por tu parte, entre otras cosas vas a tener que estudiar esto. -Saqué los dos relatos biográficos.

– ¿Qué es?

– Copias de dos relatos biográficos escritos a mano. El de Gabriella Dahlström ya lo has leído, pero ahora tendrás que compararlo con el de Lennart Gudmundsson; lo encontré en su casa hace unos días… Los dos originales, que en realidad también son copias, están archivados. Como relatos son tan curiosamente similares que da la impresión de que podrían ir dirigidos a la misma persona desconocida. Aparte de eso, yo no veo nada en común ni ninguna pista concreta. Pero inténtalo tú, quizá veas algo que a mí se me escapa.

– Está bien. ¿Y Jonasson?

– He hecho que los técnicos volvieran a registrar su casa y su ordenador, pero no han encontrado nada parecido. Por ahora, esto es lo que tenemos. Cuando vuelva de Helsinki, espero que me expongas tu opinión.

Acontecimientos del 15 de mayo de 2006

El lunes tomé el autobús hacia Helsinki. Tenía unas horas para pasear por Salutorget bajo el cálido sol entre el olor a mar de los puestos de pescado y los graznidos de las gaviotas. Y, sobre todo, ¡para ver el mar! Tiene algo especial. Cuando voy a la costa, a Helsinki o en verano a Yyteri, me doy cuenta de que lo echo en falta. El río Eura y la cascada son sin duda bonitos, pero en el interior, en Forshälla, te sientes un tanto encerrado.

A las once tenía cita con el comisario Hämäläinen en la comisaría. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, de estatura media y con la cara como aplastada, lisa. Llevaba el pelo mojado y repeinado hacia atrás, a la manera antigua, y vestía un traje verde grisáceo que ya había pasado su mejor época. Sin embargo, en su trabajo demostró estar a la última, conectado de todas las maneras posibles y muy al día en lo referente al caso Gudmundsson, del que yo le había hablado antes de mi visita. En la mesa, frente a nosotros, había una carpeta con fotografías de Inga-Britt Gudmundsson e informes de interrogatorios. Al principio Hämäläinen estuvo algo a la expectativa, inseguro de si yo había ido allí para reprocharle que no hubieran resuelto el caso. Cuando comprendió que mi intención era conocer lo que él sabía y quisiera compartir conmigo, se relajó y fue muy generoso en sus comentarios. Hablaba un buen sueco, aunque con fuerte acento y pronunciaba la «s» en lugar del sonido «sje».

– Recuerdo muy bien ese caso. Una turista de Koskikall…, quiero decir Forshälla, desapareció sin dejar rastro. Su marido, el señor Gudmundsson, denunció su desaparición y se mostró muy preocupado.

– ¿Averiguaron algo?

– En realidad, no. Hemos investigado todos los cuerpos que se encontraron en aquel momento y después, y ninguno coincide con su ADN, que pudimos conseguir del cepillo del pelo que nos proporcionó su marido. Todavía se encuentra en nuestra lista de desaparecidos, por lo que cada vez que encontramos algún ahogado o un cadáver en el bosque comprobamos si se trata de ella. Pero, por ahora, sin resultado alguno…

– ¿Qué cree que ocurrió?

– Primero sospechamos del marido, claro. Ya sabe, en el noventa por ciento de todos los asesinatos ¡busque en la familia! No tenía una buena coartada, había estado en la habitación del hotel, pero allí no había ni sangre ni nada. Lo interrogamos muchas veces, varias horas y con diferentes policías para ver si se contradecía o acababa dándonos más información bajo presión. De esta manera confesó que había discutido con su esposa antes de que ella saliera.

– ¿Ah, sí? No sabía que hubieran discutido… -dije con verdadero asombro.

– Sí, así fue. Ella quería salir, pero él quería quedarse en el hotel viendo la tele. «O sea que el tenis es más importante para ti que yo», fue lo último que ella le dijo. Casi lloraba cuando lo confesó. Por lo demás, no dijo haber tenido mayores problemas con su mujer.

– ¿Qué tipo de persona parecía él?

– Algo nervioso pero bastante callado, nada agresivo. Cortés. Todos los días nos preguntaba educadamente si habíamos encontrado algo, y eso que después de los interrogatorios tenía razones para estar enfadado con nosotros. En una ocasión, una patrulla de la policía vio a un hombre que corría por los alrededores del Parlamento en plena noche. Lo pararon y era el señor Gudmundsson.

– ¿Cómo interpretaron aquello?

– O estaba fuera de sí por la desaparición de su esposa, o fingía estarlo para que lo tuviéramos por un marido apenado. Ultracompensación.

– ¿Por cuál de las opciones se decanta usted?

Me di cuenta de que le hablaba de usted porque él lo hacía conmigo. Alzó los hombros y, mostrando las palmas de las manos, contestó:

– ¿Cómo saberlo? En cualquier caso, no tenemos ninguna prueba contra él.

– ¿Tuvieron algún caso similar por aquel entonces?

– Si se refiere a un asesino en serie de mujeres de mediana edad, no. Por supuesto, como ya sabe, casi todos los días desaparece alguien, pero no hubo nada especial por entonces.

– ¿Ha preguntado alguien sobre el caso?

– Sí, de hecho sí. En primer lugar, el señor Gudmundsson, por supuesto. Me llama algo así como una vez al mes y me pregunta con mucho tiento; no espera que tengamos ninguna novedad. Y en segundo lugar, el hermano de la señora Gudmundsson. Espere, lo tengo anotado. Ingemar Lindström. Llama de vez en cuando, es algo agresivo y dice que deberíamos encerrar al señor Gudmundsson. Opina que la pareja no era feliz y que Gudmundsson pudo haber matado a su esposa.

– Vaya, es interesante. ¿Qué más puede decirme de él?

– No lo he visto nunca, solo llama y, como le he dicho, se muestra bastante enfadado. Está seguro de que el cuñado es el asesino; siempre pensó que Gudmundsson era un tipo raro. Le puedo dar su número de teléfono. Le prometí que lo llamaría si averiguábamos algo. Por lo demás, no sé nada de él.

– ¿Qué opinión le merecen sus sospechas?

– A mí el señor Gudmundsson no me pareció un asesino, no diría que es el tipo de persona que emplea la violencia. Como usted, he visto a muchos asesinos, y hay algo en sus ojos y en el movimiento de los brazos que te lleva a pensar que son capaces de golpear y matar. El señor Gudmundsson no es así. Diría que ni siquiera respondería al ataque de otro. Además, es bastante bajo. Pero, como ya he dicho, nunca se sabe.

– ¿Tiene alguna hipótesis respecto al caso?

– Es posible que la señora Gudmundsson simplemente quisiera desaparecer. Esas cosas ocurren, ya lo sabe, y especialmente tras una disputa. La familia se niega a creerlo, pero es así: gente que quiere empezar de cero, quizá en otro país, y no contárselo a nadie. Puede que la señora Gudmundsson esté viviendo en otro lugar, con otro nombre, en Finlandia o quizá en Suecia. Tenemos una foto de ella en el registro nacional. No es que podamos investigar, pero si hiciera algo que implicara la intervención de la policía, daríamos con ella.

– ¿Quién está al corriente del caso?

– Se refiere a…

– ¿Quiénes saben que la señora Gudmundsson desapareció?

– Muchos policías, por supuesto. El personal del hotel, del hotel Presidentti. Las personas a las que preguntamos los primeros días. Las personas a las que el señor Gudmundsson preguntó por la calle… El número puede ser interminable, pero no sabemos sus nombres. Y seguramente también estén al corriente otros familiares aparte del hermano.

– ¿Nadie más ha preguntado por ella?

– No. Solo el hermano y el marido. ¿Puedo preguntarle a qué se debe su interés ahora, cuatro años más tarde? ¿Han recibido alguna información nueva sobre la señora Gudmundsson?

– No. Pero su marido ha sido asesinado. Hace una semana.

– ¡Vaya, ahora lo entiendo! Y creen que quizá los han matado a los dos, o que tal vez alguien lo ha matado a él por venganza. En ese caso deben de pensar en el hermano, el señor Lindström.

– Sí, ahora sí. Después de lo que me ha contado usted de él, puede ser una posibilidad. Pero el caso es más complejo; hay otros implicados.

– ¿Otros sospechosos?

– No, otros asesinados. Tenemos un asesino en serie en Forshälla.

– Interesante -comentó Hämäläinen-. Inusual en Finlandia. ¿Otros familiares?

– No, no son familia. Pero creemos que el lazo de unión entre las víctimas podría ser que el asesino busca una especie de venganza.

– Ya. Pero entonces la condena llega tarde. Cuatro años tarde. ¿Alguien que se haya enterado de la desaparición de la señora Gudmundsson ahora y se está vengando con cuatro años de retraso? El hermano lo ha sabido desde el principio.

– Es una posibilidad, pero hay otras muchas. Tal vez la desaparición no tenga nada que ver con el caso.

– Nunca se sabe -interrumpió Hämäläinen-. Cada año tengo eso más claro: nunca se sabe. Debería ser al revés, pues la experiencia y la técnica aumentan con los años. Deberíamos saber más cada día. Pero creo que sabemos menos, o que cada día son menos las cosas que sabemos con certeza. Cada persona es un mundo… Solo cuando uno ha aprendido mucho sobre la gente es cuando puede ver lo singular que es. Siempre contamos con lo normal. Que alguien haga algo es una razón normal. Pero en nuestra profesión vemos que hay muchas razones anormales e incluso, a veces, que no hay razones. Piense, por ejemplo, en Bodom, tres jóvenes asesinados en una tienda de campaña. Y piense en ese Gustafsson. No fue condenado, pero si es el asesino: ¿por qué? ¿Por qué matar a tres amigos con un cuchillo como un loco? Y, sin embargo, no estar loco y vivir una vida normal después de eso. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? No se puede entender. En las personas y en los sucesos hay muchas cosas que no entendemos porque cada persona es un laberinto. Es fácil esconder mucho de uno mismo a los demás, y por otra parte puede ser difícil mostrar tus pensamientos y sentimientos y que se den malentendidos.

Estaba de acuerdo con el comisario. Insistió en invitarme a almorzar y me enseñó el laboratorio, que realmente era muy moderno. A las dos me fui de allí. No había hecho grandes descubrimientos, salvo que Lennart, en su relato, había adornado las circunstancias en las que había visto a su mujer por última vez. Por otra parte, Ingemar Lindström era un personaje interesante y, por lo demás, siempre estaba bien tener una visión de conjunto.

Después aún me dio tiempo de acercarme a la iglesia de Tempelplatsen. No había turistas, solo yo, las ásperas paredes de granito y la serena luz de la cúpula. Allí estuve un buen rato en silencio, pensando en Inger.

Acontecimientos de las dos últimas semanas de mayo de 2006

Tras mi visita a Helsinki llamamos a Ingemar Lindström para interrogarlo. Trabajaba como camionero en Björneborg y no intentó ocultar que sospechaba de Gudmundsson en la desaparición de su hermana. No pareció preocuparle que hubiera muerto. Pero la reacción de Lindström era normal, y tenía un triunfo en la mano: «¿Por qué iba a esperar yo cuatro años?». Mostramos su foto a los vecinos de Dahlström, Jonasson y Gudmundsson -tal vez alguien lo había visto examinando los lugares antes de los asesinatos-, pero nadie lo reconoció.

Asimismo, tuve largas conversaciones con Sonja. Había leído varias veces los relatos autobiográficos de Gabriella y Lennart y parecía conmovida. «Vivían intensamente y todo se acabó. El Cazador hizo que acabara», fueron sus palabras. Era una buena manera de expresarlo. Pero tampoco ella había encontrado ninguna pista nueva en los relatos.

Los otros indicios ofrecieron poco más, sobre todo porque no conseguí que nos asignaran nuevos recursos para la investigación. No encontramos la pieza que hacía de eslabón entre las tres víctimas ni ningún movimiento sospechoso entre los colaboradores del servicio de ayuda telefónica. Adar Osmanovic vivía una vida regular entre las coordenadas de la casa y la escuela en Eura y la mezquita en Forshälla. Dedicamos cientos de horas a vigilarlo, pero no conseguimos el menor indicio de que preparase un delito. Por otra parte, ninguno de los vecinos de las víctimas lo reconoció en la foto que conseguimos del registro de carnets de conducir.

El verdadero Cazador tenía que ser otra persona, alguien que estaba vigilando y planificando su próximo asesinato con tranquilidad. Y no teníamos ni idea de dónde se encontraba, quién era ni qué pretendía con lo que estaba haciendo.