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Acontecimientos del 24 de julio de 2006
Un lunes de julio por la mañana se produjo un incendio en el castillo de Forshälla. Fue un acontecimiento impresionante: agresivas llamaradas amarillas agitándose como gigantescas banderas en el último piso y extendiéndose por el tejado; una humareda gris negruzca se expandió por la ciudad; miles de personas se acercaron a la cuesta del castillo para mirar y bastantes sufrieron daños por inhalación de humo. Todos los vehículos de urgencias de la ciudad estaban en acción, y también a nosotros se nos convocó. Si se trataba de un incendio provocado, podría haberse producido un asesinato.
Cuando al cabo de unas horas lograron sofocar las llamas, Sonja y yo entramos en el castillo con los trajes blancos de protección. A pesar de lo mucho que había quedado destruido por la acción del fuego o del agua, vimos un cuerpo humano que yacía en una complicada cama de hospital en una gran habitación con vistas a la ciudad. El cuerpo estaba tan calcinado que al tocarlo se deshizo como harina negra. El colchón se hallaba en el suelo, pues el calor había deformado la estructura de la cama.
Los técnicos de incendios estaban seguros de que había sido provocado con un líquido fácilmente inflamable esparcido por toda la sala. El foco del incendio se encontró en la ropa de la extraña cama, rodeada de aparatos digitales y médicos muy deteriorados por el fuego. No se encontraron más víctimas.
Buscamos retazos de tela o huellas de zapatos que el autor hubiera dejado tras de sí, pero en esa mezcla de agua y hollín no encontramos nada. Examinamos las puertas que llevaban a la escalera y las que daban al jardín del castillo, pero no había señales de que las hubieran forzado.
Mientras estábamos trabajando allí, uno de los bomberos vino a buscarnos para llevarnos hasta una mujer que estaba fuera del área restringida y que tenía algo que contarnos. Era una enfermera algo mayor que había ido allí para atender al paciente de la habitación grande pero que se había encontrado con el incendio y los bomberos. Estaba conmocionada, pero nos dio el nombre del hombre y nos informó de que a esa hora solía estar solo, entre el cambio de turno de las enfermeras de la mañana y de la tarde. Estaba gravemente enfermo, pero era tan rico que podía permitirse vivir en casa y pagarse el personal sanitario. Según ella, no parecía tener tendencias suicidas, pero estaba tan enfermo que «tampoco sería extraño que quisiera poner fin a todo». En la habitación había líquidos desinfectantes y medicinas líquidas a las que podría haber prendido fuego.
Al día siguiente recibí en mi dirección personal un sobre abultado; una carta larga y asombrosa con algunos nexos igual de extraños. La había escrito «Philip», el hombre que había ardido dentro de la casa.
Una vez la hube leído, llamé a Krista Hellman, una enfermera de anchos hombros, pelo teñido de rubio y unos cuarenta años. Había realizado el turno de la mañana de ese lunes y me confirmó que Philip le había encargado que echase la carta al correo solo unas horas antes del incendio. Cuando entró a trabajar el lunes por la mañana, llevaba solo más de doce horas. Comprendí que había escogido el momento adecuado para todo cuanto necesitaba hacer antes del incendio.
Forshälla, del 8 al 23 de julio de 2006
Apreciado comisario Lindmark, ¡querido Harald!:
Tú solo me conoces de forma indirecta, pero yo sé bastante de ti. Ahora mismo estoy viéndote frente a mí: tu intensa mirada gris azulada, las gafas de medialuna para leer y las bolsas tras ellas. Un rostro de rasgos regulares y piel algo estropeada. Pelo castaño claro, raleando en la coronilla. Sí, como bien imaginas, tengo una fotografía tuya, aunque has tenido mucho cuidado en no dejarte «retratar» por los medios de comunicación. Tengo mis propios recursos para conseguir todo lo que quiero.
Como puedes ver, aprecio el contacto personal, aunque solo se manifieste en una simple fotografía, y quiero que también tú entiendas mi personalidad y mis actos. Esa es la razón por la que voy a escribir un informe de mi vida y de los sucesos dramáticos que nos afectan a ambos muy de cerca. Tendrás que perdonarme si soy algo pesado. A cambio te prometo una suculenta recompensa por tu atención: información detallada, sí, decisiva, sobre los casos que atribuís al Cazador.
Vivo en Forshälla pero nací en Suecia como heredero de una rica familia cuyo nombre obviaré por discreción y que te pido ocultes públicamente cuando llegue a tu conocimiento. No tengo problema en decirte mi nombre de pila: me llamo Philip.
Pasé mi infancia en el centro de Suecia, en una finca en la región de Västmanland. Vivía en una mansión de estilo victoriano a la que llamábamos palacio. Estaba rodeado de un extenso jardín cuyo césped, tras un seto, continuaba extendiéndose por el paisaje, entonces aún virgen. Paisaje que podías ver si te subías a alguno de los altos árboles del jardín. Desde la torre norte del palacio se tenían aún mejores vistas de las onduladas colinas y del pequeño río que serpenteaba entre ellas, amarillo en las mañanas soleadas y rojizo hacia la tarde, cuando el niñito solía estar allí sentado, acurrucado en el estrecho alféizar, arriba de todo, tras una ventana enrejada. Solo, pues era hijo único.
Mis padres, un aristócrata sueco y una sueco-finlandesa, se habían conocido en Uppsala, donde él estudiaba para agrónomo y ella, literatura inglesa. El matrimonio se llevó a cabo, pero la familia de mi padre protestó airadamente porque un barón introdujera en la familia a una Sundström, una extranjera plebeya, algo tan vulgar como ser hija de un tendero. A pesar de eso, mis padres, hasta donde yo podía entender, parecían felices. Ambos trabajaban en casa; padre con la finca y madre con las organizaciones de beneficencia para las que conseguía contribuciones a través de llamadas telefónicas que de niño, cuando quería hablar con ella, se me hacían interminables.
En cambio me relacionaba mucho con el servicio, especialmente con el mozo, August, un hombre pelirrojo con los dientes desordenados y cuyo sudor se olía a veinte metros de distancia, incluso antes de verlo. A dondequiera que le llevaran las tareas en la finca, yo lo seguía. Lo que más me gustaba era el tractor. Me sentaba en la caja o, cuando estaba parado, me alzaban al asiento del conductor y August cogía una pala y, con un cigarrillo en la comisura de los labios, cavaba en la tierra. Cuando me dejaban solo, deambulaba por la casa y me inventaba nombres y características curiosas para nuestros antepasados, representados muy tiesos en grandes óleos, con peluca de rizos y a menudo con uniforme.
Era un niño bastante feliz que vivía una infancia normal, lo que se esperaba en nuestro círculo. Era el tesoro de mis padres, naturalmente; privilegiado, pero no consentido. Existía un código bastante estricto en cuanto a lo que estaba permitido y era correcto. Las faltas graves hacia tal código se castigaban con golpes de regla en las manos, pero por lo que recuerdo no eran frecuentes. Bendecir la mesa y rezar antes de dormir significaban agradecimiento y confianza en Dios, pero, al mismo tiempo, denotaban una especie de amenaza indefinida. ¿Qué sucedería si uno no «agradeciera verdaderamente» ese alimento que recibía? ¿No lo era uno por sí mismo, sino que había que pedirlo en cada ocasión por separado?, me preguntaba.
Los domingos íbamos a la iglesia del pueblo, donde nuestros sitios estaban señalados con los escudos de la familia. Tras la misa, hablaba y reía con mis amigos o jugaba y corría con ellos entre las tumbas. También los visitaba en sus casas, que eran casi tan grandes como la nuestra, o venían ellos a visitarnos. En esos edificios laberínticos nuestros juegos eran fantásticos: podías esconderte de los adultos durante horas o hacerte con la llave que colgaba en la cocina, subir al desván y vestirte con ropas del siglo XIX. Estaban muy bien envueltas y aún brillaba su seda roja, verde oscuro o azul profundo.
Todos esos niños con los que me encantaba estar son ahora adultos y tienen sus propios niños.
Se acercaba el otoño en que cumpliría siete años y empezaría la escuela en un internado de las afueras de Estocolmo. Parecería un adulto vestido con un traje azul oscuro que debería probarme con tiempo: tenía instrucciones de que había que llevarlo puesto el primer día que fuera a la escuela. Dormiría junto a otros once chavales en una misma habitación y serviría a los alumnos mayores. Frío durante el invierno, lecciones aburridas, mucho latín, reglas estrictas, humillaciones y carcajadas de los compañeros. Lo peor que me hubiera podido pasar habría sido una violación homosexual. Habría ido contento por ahí con ello en la vida, el recuerdo de algunos abusos sexuales. Pero observa que digo «habría», ¡pues nunca sucedió!
En el jardín, a lo lejos, había un árbol que se había convertido en mi favorito. No era el más alto, pero sus ramas crecían muy abajo, de manera que podías trepar fácilmente. Y eso es lo que hacía, en especial cuando esa primavera descubrí que en lo alto del árbol había un nido de urraca. Con bastante regularidad veía que una urraca llegaba a él volando y se posaba cerca de su cúspide. Pensé que quizá ponía allí sus huevos, y cuando un día de mayo vi que alzaba el vuelo, trepé hasta arriba del árbol para comprobarlo. Una correa de piel de cerdo que August había cortado y trenzado, y que me dio cuando ya no la necesitaban en el establo, me facilitó las cosas. La até con un nudo doble alrededor de la rama del árbol más próxima a la última para poder llegar a un lugar difícil de alcanzar de otro modo. Y así llegué hasta el nido y lo contemplé: ¡había seis huevos azulados con manchas marrones! Luego dejé en paz el árbol, pero durante semanas observé que volaban hasta él una o dos urracas y me preguntaba si las crías habrían salido.
En junio llovió mucho y no pude salir durante varios días. Pero una tarde, justo antes de la hora de dormir, vi por la ventana de mi habitación que la lluvia, que de nuevo me había tenido encerrado todo el día, había cesado. Corrí escalera abajo y atravesé el césped hacia mi árbol especial. Había trepado por él una vez sin problemas, pero al parecer ahora la correa se había dado de sí, quizá a causa de la pertinaz lluvia. La agarré, pero no sentí resistencia alguna y caí hacia atrás. Todavía puedo sentir la húmeda rugosidad de la correa en mi mano derecha mientras floto en un vacío intemporal sin pensamientos, sin miedo y, por última vez en mi vida, sin una conciencia constante de mi cuerpo.
Caí, ya digo, de cabeza al suelo. «Caí a pique.» Es una expresión certera: el árbol y el aire a su alrededor echaron a pique mi cabeza y mi espalda al llegar al suelo. Lo último que pensé fue que era extraño que el suelo estuviera tan duro con lo blando que me había parecido el húmedo césped cuando había corrido sobre él.
Fue como en una película, pero fue real y siguió siendo real. Sin embargo, lo que sucedió luego es más difuso, una aleación de lo exterior y lo interior. Me llevaban de allí, pero yo me hallaba en una larga oscuridad, como si permaneciera bajo el árbol y no me hubieran encontrado. Desaparecido en el fondo de un pantano que se hubiera formado justo allí, en esa mancha del césped.
Luego el dolor empezó a lanzar sus rayos rojos y azules por todo mi cuerpo, desde la nuca, pasando por la espalda, hasta las piernas, donde los colores desaparecían en los oscuros espacios de los nervios muertos. A veces pensaba que mi cabeza estaba al final del arco iris, donde se halla el tesoro, y que de allí surgían los coloridos rayos. Podían agrisarse temporalmente bajo una película de anestésicos o un sueño intranquilo cercano al duermevela. Nunca se apagaba, pero sí se mezclaba con caras como globos que flotaban y entraban y salían, techos y suelos que se deslizaban rápidamente cuando daban la vuelta a mi cuerpo indefenso. Había voces que me hablaban y navegaban por encima de mí, pero no eran voces humanas, sino como las de los perros o los caballos, llenas de diferentes timbres pero sin palabras.
En ocasiones oía algo aunque la habitación estaba vacía; ruidos que venían de mi interior y se elevaban como los aullidos de los perros hacia el cielo. A veces pensaba que todo debería estar negro, iluminado únicamente por una luna de color amarillo claro; de hecho, los perros aúllan a la luna por las noches. Sin embargo, sobre mi cielo siempre era de día y lucían los brillantes y fuertes colores del arco iris. La urraca era invisible, o visible en mis sueños. Allí estaba: inmóvil en lo alto de un árbol, mirando.
Al principio solo podía mover la cabeza; mover el cuello hacia los lados, aunque eso hacía que los ardientes arcos lucieran aún más vivamente. Los brazos no se movían pero estaban ahí; las piernas no las sentía. Más tarde he comprendido que estuve a punto de quedarme totalmente paralítico del cuello para abajo pero que una serie de operaciones quirúrgicas en Gotemburgo hizo posible que la parálisis se limitase de la cintura para abajo. Lo que en cualquier caso no significa que sea normal de la cintura para arriba. Mi columna vertebral se había torcido y desplazado, y las sucesivas operaciones en Gotemburgo y Zúrich sirvieron de poco. El constante crecimiento del cuerpo desbarataba los planes de los médicos y presionaba creando formas que ni ellos ni la naturaleza habían previsto. Yo era como un árbol encerrado en un laberíntico sistema de cañerías que mi innata fuerza de crecimiento me obligaba a llenar del todo, independientemente de lo doloroso que fuera o de lo grotesco del resultado.
El bajo vientre y mis piernas están, naturalmente, muertos, pero mis brazos son fuertes. Son lo mejor de mí; su desarrollo muscular ha seguido una trayectoria en parte poco natural debido al dolor en la espalda causado por los diferentes sistemas empleados para levantar el peso del cuerpo. De hecho, en mi antebrazo izquierdo el tríceps está más desarrollado que el bíceps. Mi cabeza es normal, pero mi rostro revela que mi forma de vida me va drenando la existencia a un ritmo dos veces más rápido de lo normal. Sobre el papel tengo treinta y cuatro años, pero los profundos surcos en la frente y las bolsas bajo los ojos hacen que parezca que tenga sesenta. Así pues, en ese sentido soy más o menos de tu edad, Harald.
Atravesé los primeros tres años después del accidente en una constante neblina medicinal, pasando de la medio inconsciencia a los aullidos sostenidos cuando necesitaba una nueva dosis de morfina. Vivía en el hospital y, por lo que puedo recordar, solo veía a mis padres en contadas ocasiones, y tampoco podía hablar con ellos especialmente. Con todo, una última operación en Zúrich me aportó cierta ayuda. No podían evitar el crecimiento desviado, pero lograron reducir la presión en el nervio espinal, lo que significó que pude pasar a tomar anestésicos normales, no basados en la morfina. Pero lo que es gritar, seguí gritando, no solo por el dolor, sino también por el mono debido a la desintoxicación. Los médicos habían hecho de mí una criatura dependiente de la morfina, un animal humano, peludo y de ojos enrojecidos que se golpeaba y se arañaba las costillas como si fueran barrotes de celda, mientras aullaba pidiendo comida. Mis cuerdas vocales nunca se han recuperado del todo de ese esfuerzo. Debido al ruido, me apartaron de los otros pacientes y me llevaron a un almacén grande de paredes negruzcas y ásperas. Paredes que devolvían mis gritos como si fuesen una pelota.
Tal vez te estés preguntando cómo era la vida para mí durante esos años. Yo mismo lo hago. Por un lado no era más que un niño pequeño que de pronto había abandonado su vida habitual y había entrado en un torbellino de dolor que irradiaba calmantes y analgésicos, constante malestar, olor a hospital y caras extrañas. Supongo que me sentía desamparado y abandonado. Pero, por otro lado, no lo recuerdo así, sino como una neblina, un estado de duermevela continuo en el que no deseaba nada ni temía nada (seguramente también me daban antidepresivos). La cama era una nube que me permitía flotar por encima de un gran escenario teatral desde donde, distraído, contemplaba a los actores con los párpados medio cerrados. Entraban y salían con pasos decididos que resonaban contra el suelo. Movían cortinas, bandejas y carritos. Se volvían hacia mí, pero le hablaban a otro, a mi gemelo, el que había crecido a mi espalda, el que se había tumbado en esta cama y me había traído con él aunque yo aquí no tuviera nada que hacer.
Si realmente intento identificar lo que sentía bajo la superficie adormecida, diría que era estupor. Ojos que miran fijamente y una boca medio abierta que esperaba cerrarse cuando la fantasía onírica acabara. Pero no acababa, y me había acostumbrado tanto a ella que nunca pregunté: «¿Cuándo podré volver a casa?». Sabía que nunca podría abandonar a mi siamés, el dolor que estaba unido a mi cuerpo en la espalda. Era el centro de mi vida. Comparado con él, donde me encontrara no era tan importante. Y así sigue siendo.
En fin. Cuando las molestias de la abstinencia cesaron, me había «recuperado» lo máximo que podría recuperarme jamás y volvieron a llevarme a Suecia en una ambulancia que parecía un camión. En mi nuevo estado, algo menos ido, vi realmente a mis padres por primera vez en tres años. Habían envejecido tanto, diez o quince años, que primero pensé que eran unos familiares desconocidos que se habían reunido para darme la bienvenida. Cuando miro hacia atrás comprendo, agradecido, que sus caras consumidas fue la prueba más patente de amor que nunca he recibido. Una cara dice más que mil palabras, y menos mal, porque las palabras de consuelo no abundaban en nuestra familia. Se consideraban «ñoñerías» dañinas para el niño. Así era antes de que me cayera del árbol y nada había cambiado después.
Más bien al contrario: la formación estricta del carácter se puso en marcha como sistema; en ocasiones, las miradas que intercambiaban mis padres parecían remitir a reglas de actuación muy determinadas elaboradas por mi padre y aceptadas por mi madre. Ella le era leal, aunque a veces apretara mis manos con una mirada cargada de sentimiento (un abrazo estaba fuera de lugar dado mi estado). Yo apretaba sus manos como respuesta. Sin embargo, nunca la vi llorar, y le estoy agradecido por ello; la lástima de los demás alimenta la autocompasión. Sin la dura educación que había recibido, podría haberse convertido en un veneno paralizador.
También necesitaba esa disciplina cuando pensaba en mis amigos de antaño. Nunca volví a verlos. Nunca se planteó un encuentro. Quizá ellos no querían molestar, quizá sus padres no querían que mi visión los marcara, y yo desde luego no tenía ningún interés en mostrar mi lastimosa situación. Ningún interés en verlos moverse con naturalidad y recordar aún más claramente cómo corríamos juntos antaño.
Me pusieron en mi antigua habitación, que expertos fisioterapeutas habían renovado por completo. Un montón de aparatos y herramientas ingeniosas facilitaban las tareas cotidianas; tenazas de agarre, mesas giratorias, recipientes para vasos, platos y cubiertos. Los últimos siempre de plástico blando, ya que los objetos punzantes de metal podrían representar un riesgo de suicidio. Lo más importante era una silla de ruedas especialmente diseñada que disponía de una serie de correas que servían para alzarme, recostado como en una suave cuna, ya que no podía sentarme sin que el dolor de espalda empeorara. Aparte de eso se necesitaba un mecanismo de elevación para llevarme de la cama a la silla de ruedas (aún utilizo ambos.)
Todo esto lo demostraba Agnes, una mujer desenvuelta, de constitución fuerte y de unos cuarenta años a la que siempre he admirado como imagen de la inteligencia pragmática. A veces, cuando me siento deprimido e incapaz de levantarme de la cama, imagino lo que ella me diría y ya no puedo protestar. Agnes es como esas esposas gritonas, corpulentas, con mandil y rodillo en mano del cine mudo…
Volviendo a mi habitación, su diseño práctico no solo pretendía facilitarme el día a día sino que además pudiera continuar con mis estudios. Llevaba tres años de retraso; podía decirse que mi cerebro estaba igual de salvaje que mi cuerpo, pero los mejores profesores iban a disciplinarlo. Mis padres recabaron recomendaciones sobre maestros recién graduados de Uppsala y de Lund y contrataron a toda una serie de jóvenes tutores.
Cada uno de ellos se quedaba un año, luego querían salir al mundo e iniciar una carrera normal. Los tres primeros años contrataron a un profesor que vivía en la finca y me daba todas las asignaturas; después tuve tres profesores que venían algunos días a la semana para enseñarme uno historia y literatura, otro lenguas extranjeras y el tercero matemáticas y ciencias naturales. Parecían una misma persona, ya que, de acuerdo con los deseos de mis padres, se comportaban de manera muy formal y llevaban una especie de uniforme de profesor: una chaqueta azul oscura con nuestro escudo de armas bordado en el bolsillo del pecho. Durante las clases yo también iba de azul oscuro y llevaba el escudo familiar, pero lo mío era más bien un saco holgado, la única prenda posible en mi particular anatomía.
Como he dicho antes, llevaba tres años de retraso escolar, o quizá algo menos, ya que a los cinco años había aprendido a leer preguntándole a la cocinera las letras de las revistas que había por la cocina. Pero ahora habían puesto en marcha un estricto programa cuya finalidad era que alcanzara el nivel de los compañeros de mi edad. Estudié todas las asignaturas obligatorias en la escuela ordinaria. Entre las lenguas, el inglés, por supuesto; luego, primero el francés, la preferida de la aristocracia, y más tarde el italiano y el alemán. Por las tardes conversaba con mi madre y nos turnábamos en leer en alto muchos escritores distintos -Selma Lagerlöf, Mikael Lybeck, Runar Schildt, Hjalmar Bergman-, pero siempre buenos estilistas. Ella me corregía cuando acentuaba mal; me pasaba a veces porque nunca estaba en el mundo de fuera y no oía el habla normal. Le preguntaba sobre palabras que no entendía y ella repasaba conmigo y me preguntaba por las palabras menos frecuentes de algún capítulo que yo había leído con anterioridad. De esta forma, mi madre y yo estábamos juntos en el mundo de la novela y del idioma sueco; éramos una familia, el hogar que nunca he dejado.
Además, el dominar completamente las formas tradicionales del sueco, incluso lo que otros consideran arcaico, formaba parte de la educación aristocrática. Sé que escribo en un sueco algo anticuado, pero lo hago porque me gusta. Esto de vivir más entre libros que entre la gente es parte de mi historia familiar y de mi situación especial.
Los profesores decían a menudo que tenía talento, bien porque era verdad, bien porque demostraban educación y buena disposición. En cualquier caso, era aplicado; apenas tenía otros quehaceres que leer y concentrarme en algo que desviara mis pensamientos del irremisible dolor siempre presente. Además, todo me parecía interesante; aún me lo parece. ¡Qué profusión y diversidad nos ofrece nuestro abigarrado mundo! Palabras, imágenes, relatos, arte, música, sistemas filosóficos… ¡Strindberg, Rilke, Vermeer, Dickens, Beethoven, Schopenhauer! Todo está ahí a nuestro alcance, con nuestra atención como único límite.
Por mi parte, absorbía las materias de estudio como una esponja. En dos años había alcanzado a los compañeros de mi edad, y a los catorce años destaqué en la prueba nacional. Como ya me había entrenado en años anteriores realizando pruebas, sabía que la pasaría y no le di mayor importancia. Pero cuando llegó el resultado, ¡mis padres estaban realmente satisfechos! Nunca antes había visto tan contento a mi padre, tan radiante a pesar de su rostro demacrado, siempre tan correctamente vestido con traje y chaleco… y su cuerpo delgado y largo. Estaba orgulloso. Fue la única vez en mi vida que vi que se sentía orgulloso de mí. De mí, que le había dado tantos…, de mí, que no fui lo que…
¿Cómo era la relación con mis padres en esa época? En lo exterior todo iba bien; lo bien que podía ir. Ningún reproche por su parte, ningún arrebato por la mía. Casi nunca salía de mi habitación (las escaleras hasta el salón eran demasiado difíciles y yo tenía mi propio baño). En cambio, mis padres venían a «visitarme», como dije antes. Mi padre se sentaba y hablaba con afán de siembras y cosechas, vacas enfermas y empleados molestos. A veces me daba palmaditas en el brazo por encima de la colcha. Mi madre leía novelas y cuentos conmigo y de vez en cuando me acariciaba las manos y me miraba como pidiéndome algo. Nunca hablamos del accidente.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, todo me resultaba más difícil. Con seis años era demasiado pequeño para entenderlo, puede que incluso con nueve, cuando volví de la larga gira por los hospitales. Pero cuando cumplí trece, catorce años, mi responsabilidad aumentó: «¿Cómo pudiste ser tan inconsciente para salir corriendo al atardecer y subirte a un árbol que sabías que estaba húmedo y resbaladizo? Y esa correa suelta… Debieras haber comprendido que…». Nadie me decía estas cosas, me las decía yo mismo cada vez con más claridad según pasaban los meses y los años, y a mi tortuosa manera, crecía y adquiría una mayor responsabilidad. Me parecía que la pregunta estaba en el aire cuando mi padre entraba en la habitación y se endurecía para no recular ante mi figura en la cama. O cuando mi madre me miraba con esa tristeza misteriosa. ¿Eran imaginaciones mías que desde su pensamiento me dirigían interminables preguntas? Nunca lo sabré.
Cuando me acercaba a la vida adulta, ya con dieciséis o diecisiete años, empecé a sentir una especie de instinto protector hacia el niño que había sido. «Un niño de seis años no tiene por qué entender -me decía-. Vigilarlo para que no se haga daño es responsabilidad de los adultos. Es como un niño de dos años que puede salir corriendo y cruzar la carretera sin mirar.» Y entonces sentía rencor hacia mis padres. ¡De no haber sido por ellos sería normal! ¿Por qué no habían contratado a una niñera para que realmente me atendiese? ¿De qué servía que mi madre estuviera en casa todo el tiempo si me dejaba a mi aire?
Ahí tumbado podía estar dándole vueltas al tema durante horas y días, sobre todo cuando los dolores eran mayores de lo habitual. Nunca lo dije directamente, pero indirectamente me vengaba. Podía apretar las manos de mi madre tan fuerte que le hacía realmente daño, al tiempo que fingía una desesperada búsqueda de ayuda que me impedía entender las señales que enviaba de que le soltara las manos. Y, naturalmente, podía entristecer y preocupar a ambos haciéndoles creer que estaba más enfermo de lo que en realidad estaba, a veces incluso fingiendo que me había desmayado. Si esa era mi voluntad.
Unos meses después del éxito de la prueba nacional murió mi padre. Un bonito día de agosto pasó a visitarme y me dijo que iba a dar un corto paseo antes del té de la tarde para ver cómo iba la instalación de la alambrada. Ni siquiera se cambió de ropa (llevaba traje de chaleco a cuadros tipo pepita, muy pequeños), simplemente se puso unas botas de goma. Cuando regresaba de la alambrada sufrió un ataque al corazón. Yo estaba sentado -colgado en mi silla de ruedas- junto a la ventana, esperándole. Íbamos a tomar el té en familia, como una especie de picnic junto a mi cama. Vi cómo entre cuatro mozos lo llevaban cogido por los brazos y las piernas hacia la casa. Parecía dormir con la cabeza hacia un lado en una hamaca, pero tenía la ropa llena de barro y hierba. Y supe que estaba muerto. De haber estado vivo, no se habría manchado. «Un fulminante infarto al corazón -dijo nuestro médico-. La muerte fue inmediata.»
¿Qué sentí? ¿Dolor? Sí, y algo más, asombro. Lo más sólido que existía, lo que decidía la vida, la mía y la de mi madre, había desaparecido. Como si el viento hubiera dejado de soplar o el sol de brillar. Desaparecieron las reglas y las convenciones, todo lo que uno debía hacer y dejar de hacer. En cierto modo, dejamos de pertenecer a la familia. Mi madre era baronesa por matrimonio y nunca se había implicado en la finca, y yo era… como era. Ninguno de nosotros podía hacerse cargo de una propiedad tan grande y de todo lo que exigía, tanto en lo referente a la agricultura como por ser el bastión simbólico de una estirpe noble. ¿Qué pintábamos nosotros allí? Así nos sentíamos mi madre y yo cuando estábamos sentados en mi habitación el día después del entierro (al que yo no asistí para «no convertirme en un espectáculo», como oí que murmuraban las criadas cuando la cuestión aún no se había decidido).
Formalmente yo debía ser el barón, o en realidad lo era desde el momento en que el corazón de mi padre dejó de latir. El hecho de que yo fuera menor no era problema, pues en la aristocracia existían arreglos bien documentados de tutoría que incluían el cuidado de la finca. Sí era un problema mi estado físico, mi total ausencia de representatividad, mi elemental falta de movilidad y el hecho de que evidentemente no iba a poder tener descendencia. Se convocó una gran reunión familiar en la que participaron también otros nobles para velar por la respetabilidad y los intereses generales de la aristocracia. Entendí su manera de razonar: «Tenerlo a él como barón, y encima con una madre totalmente confusa y plebeya, minaría nuestra posición». Nuestros abogados nos explicaron que podíamos hacerles frente, conservar todos los títulos y derechos hasta que yo fuera mayor de edad, y a partir de ese momento utilizarlos con toda su fuerza. Al fin y al cabo ¡yo no era un enfermo mental!
Llegados a este punto empecé a recibir visitas. Mi madre y yo ya habíamos tomado una decisión, pero aproveché la situación y jugué con los altos señores, los parientes mayores, los abogados y un funcionario del Parlamento. A veces me llevaban chocolate y fruta, otras veces algún estúpido juguete infantil. Estos dignatarios se sentaban encogidos en la silla baja que había junto a mi cama e intentaban parecer obsequiosos cuando expresaban su importante asunto y su asco ante mi figura. No soy fácil de contemplar si uno no está acostumbrado, y ahora encontraba satisfacción en retorcer el cuerpo y la cara aún más de lo normal y, de repente, apartar la manta para que lo vieran todo. Descubrí que tenía una vena teatral, me complacía moldear la realidad bajo mi propia horma. Las escenas resultantes eran magníficas, ¡como salidas directamente de Dickens o Hjalmar Bergman! Qué gestos los suyos… como cuando uno necesita vomitar pero aguanta.
En cuanto al asunto en concreto, al principio se me presentaba siempre como algo obvio que yo asumiría todas las funciones de mi padre, y trataba con condescendiente amabilidad a los huéspedes que, como vasallos, se habían acercado a mostrar sus respetos al nuevo amo. Fingiendo ser tonto, los manipulé mediante sibilinas maniobras y conseguí lo que querían evitar: me hice constantemente con nuevos favores para mí y para mi madre. Esa casa de campo, ese terreno, una redefinición de esta o aquella propiedad familiar. Había aprendido de las conversaciones que mi padre había mantenido conmigo junto a mi cama, y le había pedido a mi madre que subiera los papeles del despacho. Por supuesto, ni lo había leído todo ni lo había entendido, pero coger una carpeta de la librería situada junto a la cama y citar un registro de propiedad o, con palabras prestadas, hablar como un experto sobre cómo debería gestionarse la finca, tenía siempre un efecto que bien podría compararse con el momento en que dejaba a la vista rápidamente el deformado cuerpo. Citaba medio de memoria y observaba sus gestos. A veces estaba allí mi madre, quien mantenía el tipo. Después me decía que no debería hacerlo, «Eres terrible», pero lo decía con voz risueña.
Por otro lado, todo eso no era solo una broma. Por primera vez en mi vida sentía lo que era tener poder: no era yo quien dependía de los demás. ¡Podía dirigir la vida de otro como me pareciera oportuno! Y no se trataba solo de poder, sino de justicia. ¿Por qué había de ser yo el único que padecía? Es justo que de vez en cuando la pague contra aquellos que me hacen de menos estando tan bien.
Al final, dado que ni mi madre ni yo teníamos verdadero interés en asumir la responsabilidad que implicaría para mí ser el cabeza de familia, llegamos a un acuerdo que se formuló con propiedad pero que en la práctica se parecía a los que se daban a veces cuando un aristócrata con una posición relevante no estaba completamente en sus cabales. Tras muchos aplazamientos y redacciones, renuncié -con mi madre como tutora- a mi dignidad aristocrática y, con ello, a cualquier derecho a representar a la estirpe y dirigir la finca. Un primo mío de veintiséis años fue quien obtuvo esa responsabilidad.
A cambio recibimos una elevada compensación económica, también de aquellas ramas familiares de las que normalmente yo no habría heredado nada. Nuestra familia era una de las más ricas del país. Esto se debía a que mi bisabuelo paterno poseía una tercera parte de una naviera que había tenido la suficiente visión de negocio para pasar del barco de vela al buque de vapor a finales del siglo XIX. Con aproximadamente el mismo personal y solo algo más de costes de inversión, tenían una capacidad cuatro veces mayor. Durante los años dorados del comercio colonial, esto significó una entrada constante de dinero que las generaciones posteriores conservaron con sabiduría. La parte que mi madre y yo recibimos me convirtió en multimillonario. No lo digo por alardear -no es en modo alguno un mérito mío-, sino para que entiendas lo que relataré más adelante en esta carta. Dependiendo de cómo se calcule la propiedad fija que no se puede vender inmediatamente, tengo entre dieciocho y veinte millones de euros de capital, y la cantidad crece aproximadamente un diez por ciento cada año. Tengo acceso inmediato a un millón de euros, y en el plazo de unos días podría conseguir tres millones más, si los necesitara.
¿Has oído la expresión inglesa money is no object, «el dinero no es problema», Harald? Esa es mi situación. Si quiero tener algo, me da igual pagar cinco mil o veinticinco mil euros por ello, o cien mil o quinientos mil si fuera el caso. Apenas pienso en ello, como tú cuando dejas dos o tres euros de propina en el restaurante. Pero odio que me utilicen, en ese caso puedo volverme duro y codicioso. Algunos proveedores que han intentado timarme han sufrido luego repentinas anulaciones que realmente les han escocido en sus avaros bolsillos.
La finca familiar había sido un verdadero motivo de discordia, pero en eso tenía un triunfo en la mano, pues mi madre y yo ya habíamos decidido mudarnos. Presionamos hasta el final para obtener más y más favores fingiéndonos destrozados por tener que mudarnos, y en ello mi madre fue tan hábil como yo. Cuando vio lo bien que funcionaba, se metió de lleno en el juego. Ataques de llanto, carreras lloriqueando desde mi cuarto hasta su dormitorio, a veces reales porque pensaba en mi padre. Al final todo acabó; nos comprometimos a mudarnos en el plazo de un año y mi primo se trasladó inmediatamente a la vivienda del administrador y comenzó a gestionar la finca. Ayudado por algunos hombres de su confianza que se había traído de una finca más pequeña, vació mi estantería de los libros y documentos de mi padre.
¿Adónde nos mudaríamos? ¡A Finlandia! En realidad, nada nos ataba a Suecia. Mi madre tenía algunos conocidos en el pueblo, pero nunca consiguió integrarse en la familia de mi padre y echaba de menos a su familia en Finlandia. Y dado que, tras la muerte de mi padre, ella era el único contacto humano que yo tenía aparte del personal contratado, cada vez me sentía más sueco-finlandés. Además, mi pronunciación era sueco-finesa, heredada de mi madre.
Así pues, nos trasladamos a Helsinki, donde ella había crecido. Al principio habíamos pensado en instalarnos en el centro, en un ático con vistas de toda la ciudad. Pero en tan poco tiempo nuestro corredor de fincas no encontró un buen torreón en la ciudad, por lo que nos mudamos a un caserón con vistas al mar en la isla de Granö, lo que significaba un exótico contraste con los campos de Västmanland. Poder, a través de una ventana abierta, oler el aroma de las coníferas y ver las blancas velas que surcaban el fiordo… ¡eso era ser finlandés y sueco-finlandés!
Durante los tres primeros años seguí recibiendo clases en casa por parte de nuevos profesores, en su mayoría hombres jubilados de la vieja escuela y algunos con una refrescante rudeza. Completé el bachiller, por así decirlo, y el hecho de que mis escasos conocimientos de finlandés me impedían hacer el examen final me reconcomía. Sin embargo, los profesores estaban muy contentos con mis progresos, y me atrevo a creer que su admiración era más real que fingida.
Durante diecisiete años viví en Granö y durante dieciséis de esos años estuve muy satisfecho con mi rutina diaria, teniendo en cuenta mis condiciones. Una enfermera venía dos veces al día para controlar la medicación, lavarme -los días que no tenía fuerzas para acercarme al retrete especial que me habían fabricado-, vaciar la bolsa de la orina y la cuña con los excrementos. Nunca permití que mi madre lo hiciera; ella se encargaba de la casa y de hacer la comida. Cada tarde dábamos «un paseo», como decíamos. Lo que significaba que ella hacía rodar mi cama, o la silla de ruedas, si me quedaban fuerzas para estar en ella, hasta la ventana panorámica del salón y abríamos las ventanas laterales. En verano, la silla podía incluso sacarse a la terraza. Luego me movían unas veces arriba y abajo mientras charlábamos de esto y aquello, y mi madre hablaba de los alrededores, en los que ella había dado verdaderos paseos. El aspecto de las diferentes casas, los vecinos, sus perros, sus maneras de saludar o de no hacerlo. Todavía puedo ver Granö como si yo mismo me paseara por allí todos los días.
Mi madre, además, viajaba y visitaba a sus familiares que vivían en Åbo, en Jakobstad o en Forshälla; también esos caminos los conozco bien gracias a sus informes, pero no voy a cansarte demostrándotelo. Yo nunca viajaba, claro; tampoco dejaba que nadie nos visitara. No quería que vieran mi aspecto, el mismo que aún sigo teniendo. Pero hablo a menudo por teléfono con mis familiares, sobre todo con la mujer de mi tío materno, que es ama de casa y no le importa perder algunos momentos del día hablando. ¡A veces incluso me llama ella!
Así pues, mi círculo de relaciones es pequeño, y siempre me he preocupado por mandar una postal en las onomásticas, una postal o un pequeño regalo en los cumpleaños, y regalos de Navidad más consistentes. Cinco personas equivalen a quince envíos que hay que planificar con cuidado y cumplir cada año; algo así como un cordón umbilical con la humanidad. Se me da bastante bien adivinar a través de las largas conversaciones telefónicas lo que mi tía soltera, mi tío, su mujer o sus dos hijos quieren que les regale. Ellos no se dan cuenta, pero yo lo planeo todo semanas o incluso meses antes. Claro que, además, cuento con un sinfín de medios, pero al mismo tiempo debo tener cuidado de no abochornarlos con regalos lujosos a los que no puedan corresponder. Lo que cuenta es la intención; por ejemplo, cuando mi tío empezó a tener dificultades con sus golpes largos en el golf, hice que le fabricasen unos palos con un agarre especial que proporcionaba velocidad extra al golpe. Y cuando mis dos primos adolescentes planeaban irse de vacaciones en tren, hice que les cosieran varias camisetas con un bolsillo interno donde guardar el pasaporte y el dinero; mucho mejor que los monederos que se llevan colgados al cuello: hacen sudar y todos los ladrones los conocen.
Tengo bastantes fotografías de mis familiares, se las pido siempre como regalo. Los quiero a todos, y espero que con el tiempo mis primos tengan hijos a los que pueda ver crecer, a mi manera, en la distancia. Así podría haber sido.
Pero todo tiene un final, y este llegó cuando una mañana en Granö mi madre no se levantó. Yo no podía hacer nada, solo llorar, hasta que llegó la enfermera a las diez. Le dije enseguida que fuera al otro dormitorio y al rato volvió, muy lentamente, con la mirada baja y las manos aferradas a los pliegues de la gabardina, que había desabrochado pero no se había quitado. No dijo nada, se limitó a alzar sus ojos hacia mí con una seriedad y una compasión que nunca olvidaré. Ella entendía lo que mamá significaba en mi vida.
Se había muerto mientras dormía. Vino un doctor. Vino la policía. La enfermera se quedó ese día y la noche siguiente; luego la agencia mandó a otras enfermeras que se turnaron en cuidarme y encargarse de la casa durante las veinticuatro horas. Yo solo asentí con la cabeza cuando me lo propusieron. Estaba completamente ausente. Mamá solo tenía cincuenta y cinco años; no estaba preparado. Un derrame cerebral fulminante como el infarto que acabó con mi padre. Parece un rasgo familiar, pero no será el mío.
El entierro. Lo seguí, en tiempo real, a través de la cámara y el micrófono. Vi a mis familiares en la capilla y di un discurso que resonó a través de los altavoces. Todo está grabado y solía mirarlo cada semana.
Con el tiempo, volví mal que bien a mis costumbres; durante semanas o meses viví como en una nube roja que incluso cubría el ardiente arco iris de la espalda. Posteriormente me he preguntado si era mi propio dolor o si los médicos me ponían a escondidas en los calmantes alguna medicina que me aliviara la angustia.
Cuando volví a la vida -a lo que yo llamo vida-, comenzó de nuevo una rutina ya conocida. Las enfermeras no tenían que vigilarme las veinticuatro horas, sino que venían dos veces al día, como antes. Pero necesitaba un ama de llaves que limpiara y cocinara. Nuestro gestor propuso también un secretario, alguien que llevara los asuntos prácticos y económicos de los que se había ocupado mi madre, pero yo mismo asumí esa tarea. El gestor me enseñó a hacer simples transacciones en internet y luego recibí clases de un experto informático. Ahora soy capaz de llevar mi economía de ese modo, hago inversiones y nuevo dinero tanto a nivel nacional como internacional. Pensé en encargarme incluso de los asuntos de la gestoría, lo referente a capital, fondos y acciones. Tengo tiempo. Pero dejé correr el tema cuando se me ocurrieron otros contactos con el mundo más interesantes.
Al principio de esa nueva época sin mi madre, me agradaba tener frente a mí las mismas vistas que habíamos contemplado juntos y saber que el dormitorio en el que ella había respirado por las noches estaba solo a dos paredes de mí. Prohibí que se aireara el piso de arriba. La respiración de mi madre seguía en la casa.
Pero pronto empecé a sentirlo como una pesada atadura. Bastante cerrada es mi vida, bastante circular, un día tras otro, para quedarme anclado en un pasado que ahora inevitablemente está acabado. Con el tiempo comprendí que debía mudarme y empecé a buscar una vivienda por internet. No solo en los anuncios de venta de casas, también en las noticias sobre edificios de cierto valor histórico-cultural: palacios, mansiones, fábricas abandonadas… Incluso pensé en un velero antiguo recién renovado como una casa móvil con la que trasladarme de puerto en puerto.
Fue entonces cuando vi una noticia sobre el castillo de Forshälla. ¿Por qué no? La mayor ciudad sueco-finlandesa podría estar bien para alguien que no sabe finlandés. El museo de la ciudad iba a dejar sus aposentos en el castillo y nadie sabía qué los ocuparía. Por supuesto, no estaban pensados como vivienda privada, pero si tienes dinero e imaginación nada es imposible. Hice que detectives privados siguieran al presidente y al vicepresidente del cabildo, y tras dos semanas de vigilancia uno de ellos visitó un burdel en Grönhagen. Aun así, no tuve que utilizar esa forma de presión, bastó donar elevadas sumas a todos los partidos políticos a través de una de mis empresas. Y entonces pude alquilar sin problemas la mitad del piso superior: la torre izquierda y su correspondiente ala. Sin embargo, la catalogación del castillo como edificio antiguo conllevó algunos problemas para su renovación: estaba prohibido convertir la torre en una gran sala diáfana, y no quise llamar la atención presionando más. Afortunadamente, en la parte norte había una antigua cafetería que podía convertirse en un amplio dormitorio-salón con agua corriente y de todo.
Así pues, me trasladé a Forshälla, a la ciudad del Cazador, como ahora bien podemos decir. Disfruto de una maravillosa vista del centro, incluso de la calle peatonal, y puedo hacer que me lleven rodando a la parte sur, para ver el jardín del castillo y el Jardín Botánico, o a la torre, para contemplar la puesta de sol y las vistas al oeste, la iglesia e incluso, la nueva comisaría en la que gobiernas, Harald. A menudo he pensado que podríamos mirarnos el uno al otro con los prismáticos, pero me han informado de que tu despacho está al otro lado, con vistas al norte de la ciudad y Lysbäcken, al oeste. En cualquier caso, ambos somos personas de torreón.
Ya llevo dos años viviendo aquí mi tranquila vida, con las visitas de las enfermeras mañana y tarde y un ama de llaves que viene tres días a la semana. Caliento la comida en el microondas. Por tanto, la mitad de los días y todas las noches estoy solo, a excepción de cuando, algo así como una vez al mes, sufro una crisis y me cuidan sin interrupción durante tres o cuatro días. Todo lo práctico está bien organizado, y además ahora tengo un contacto más fuerte con la realidad. En la distancia, con los prismáticos, veo a un montón de gente en las calles y las plazas de la ciudad o en el jardín del castillo, realmente cerca. Miro con deleite a la gente del jardín del castillo; llegan en masa cuando se canta a la primavera el Primero de Mayo o cuando se lanzan fuegos artificiales el día de la Independencia. Una vez, hubo riesgo de que se suspendieran y los costeé, de forma anónima, naturalmente.
Supongo, Harald, que empiezas a impacientarte, y tienes razón. Prometo centrarme en el asunto, llegar al Cazador, pero paso a paso, para que lo entiendas.
El primer punto de partida será este: ¿qué hago de mis horas y mis días? Duermo bastante, claro está, los anestésicos me atontan y mi sueño por las noches no es profundo. Por lo demás, no me quedo cruzado de brazos. Tengo el gusto por la lectura desde muy joven y he seguido cultivándolo toda mi vida; he leído a todos los clásicos, de Homero a Thomas Mann, Kafka, o Beckett, y a menudo varias veces. También conozco la literatura contemporánea, con ayuda, entre otros, de The New York Review of Books, y pocas veces me sorprende la elección del premio Nobel. Veo películas en vídeo, o ahora en DVD, y leo Variety para no perderme nada interesante. Navego diariamente por la red, ¡qué enorme recurso para alguien aislado!, y contemplo cuadros en las páginas web y en los libros de arte. En general, soy omnívoro en lo referente a las diferentes áreas de cultura, aunque soy incapaz de apreciar la música popular. Por el contrario, soy un experto en música clásica, desde Palestrina y Monteverdi, hasta Shostakóvich y Penderecki. Con la notable excepción de Mozart. Durante largos períodos no puedo escuchar su música. Pero cuando estoy medio dormido en la cama, amodorrado por los calmantes, a veces tarareo una melodía y, tras un momento, me doy cuenta de que es de Mozart: movimientos ligeros sobre un cielo azul. Quizá algo del quinteto para clarinete o del vigésimo primer concierto para piano, el lento fraseo que dice: esto existe y aquí no llegáis. La belleza existe y llena mis ojos de lágrimas, mi alma de dulzura… y humillación. Mozart es el preferido de Dios en sus alturas, el genio que con descorazonada inconsciencia esparce sus envidiables ideas a su alrededor: «Esto brilla sobre las nubes. Lo veo todo el tiempo, ¿no lo veis vosotros?». Se ríe y mira a su alrededor con fingido asombro: «Qué raro. Será que no sois dignos de verlo». (Como ves, estoy influenciado por la película Amadeus, pero creo que tanto esta como Salieri tenían bastante razón en lo referente a Mozart.)
En líneas generales, me atrevo a afirmar que conozco bastante a fondo casi todas las áreas de la cultura occidental, y ello sin infravalorar las más populares, como las novelas de detectives, la ciencia ficción o las películas de Hollywood. ¡No tengo otra cosa que hacer que formarme! (El área creativa, que alguna vez he intentado, bien con la escritura, bien con la acuarela, me es, por desgracia, esquiva.) Pero no soy únicamente un amante de la belleza. Vivo en mi época, estoy suscrito a una decena de diarios y revistas de diversos países, y sigo las noticias y los documentales de los muchos canales por satélite.
También me gusta entrar en las páginas web de las diferentes ciudades, estudiar los mapas y leer sobre comunicaciones, sanidad, escuelas y centros culturales. Una semana imagino que vivo y trabajo como un ciudadano normal en Lyon y otra quizá en Uleåborg o en Newcastle. Planifico minuto a minuto mis desplazamientos en autobús al trabajo, y también el camino a la escuela, calle a calle, de mis supuestos hijos. Elijo un restaurante adecuado para una celebración. El contacto con la realidad, como la gente normal.
Sin embargo, he descubierto que no es tan fácil. Aunque poseo todos los canales imaginables, y tengo todas las conexiones neuronales expandidas, durante mucho tiempo he sentido que no tengo suficiente «realidad». Mi alimento espiritual carece de una sustancia, una vitamina imprescindible. Y he averiguado la causa: apenas existen descripciones directas de la realidad en los libros, las películas, las revistas, la televisión… Aparte de que el arte siempre conforma la realidad mediante la ficción y la fantasía, las noticias y los llamados documentales deben atenerse a ciertas formas y formatos. Es algo que ves claramente cuando, como yo, sigues muchos medios de comunicación y canales diferentes. En última instancia solo pretenden ofrecer una descripción parcialmente correcta de la realidad, ya que lo que quieren, y más cada año que pasa, es ofrecer un producto entretenido que sigue unas reglas de presentación. Cierta forma de comenzar y de recortar las entrevistas y los reportajes, una llamada a los valores establecidos… Se pulsan determinadas teclas para conseguir una reacción determinada en los receptores; lo que sea la verdadera realidad es menos importante que una toma de cámara impresionante o un fragmento de entrevista elegantemente recortado. En otras palabras: para ganarse el favor del público, incluso los documentales aparentemente puros se filtran a través de patrones periodísticos que desvirtúan la realidad. La única realidad con la que tengo contacto total es con las paredes de mi habitación, las superficies de tela en las que descargo mi dolorido cuerpo, las vistas sobre la ciudad y la lejana llanura.
Esta toma de conciencia, que alcancé hace unos dos años, poco después de trasladarme al castillo, me ha resultado insoportable: mi minusvalía me impide tener contacto directo con la vida; todo lo que veo y escucho está aderezado o desvirtuado. Es mucho lo que ofrece, fragmentos de realidad y conocimientos sobre el pensamiento y la fantasía de la gente, pero no puede curar mi carencia: la falta de realidad. Al principio, esta reflexión me llevó a la depresión. Hubo que aumentar la dosis de los estimulantes que en los últimos tiempos se me han prescrito junto con los calmantes. Pero ni eso ayudó; aunque luego empecé a pensar en diferentes remedios. Pensé que a mi alrededor vivían personas normales: médicos, enfermeras, el ama de llaves, la gente de la limpieza que envía la agencia… Quizá podría pedirles que me contaran algo de la vida que sucede fuera de mi cuarto de enfermo, algo de sus vidas cotidianas normales.
Pensé mucho en ello mientras estaba allí tumbado, con las cortinas corridas, envuelto en mi nueva enfermedad anímica. Pero elegí no hacerlo por miedo a nuevas distorsiones. Esas personas me han visto, sienten compasión y, al menos en parte, dependen de mí económicamente. Seguro que también distorsionarían o adornarían sus informes del mundo exterior para el pobre enfermo, para el multimillonario fácil de engañar. En el peor de los casos escucharía historias inventadas de principio a fin sobre el sufrimiento que podía curarse con una cantidad apropiada de dinero. No, los informes debían proceder de alguien que no me conociera y que describiera su vida sin miradas de soslayo ni motivos implícitos.
¡Era una idea brillante! De hecho, cuando se me ocurrió, me senté en la cama; es decir, tuve un pequeño arranque de alegría hacia delante y hacia arriba que, por supuesto, fue frenado inmediatamente desde dentro por una intensificación del dolor. No le hice caso y, satisfecho, volví a caer tumbado con una sonrisa.
Me recuperé al instante, me refiero en lo anímico. Ordené que corrieran las cortinas y empecé a planificar. Había que pulir esa idea estupenda y ponerla en marcha cuando estuviera bien elaborada, para que no hubiera trampas. Estuve pensando en ello durante días y semanas. Anunciaría en la red que buscaba a gente que quisiera escribir sobre su vida y contar lo que habían experimentado. Al principio pensé en definir las reglas del relato para evitar que los redactores cayesen en modelos convencionales. Pero entonces surgiría el riesgo de nuevas convenciones impuestas por mí que se interpondrían entre la realidad y yo. Así que únicamente dije que se trataba de una encuesta para un estudio sociológico sobre la vida en la Finlandia actual. Por la molestia, los participantes recibirían trescientos euros por un informe de unas quince páginas, pago que repetiría si se daban varios informes. La suma parecía correcta; lo suficiente para motivar a un escritor serio, no tan alta como para atraer a aventureros que inventasen sus historias. Como una garantía más de autenticidad, decidí exigir que los informes estuvieran escritos a mano. Es la forma propia de los diarios y de las cartas personales, menos dirigida a un público exterior que la escritura a máquina o al ordenador.
¡Dicho y hecho! Colgué una página en la red, utilicé etiquetas de búsqueda apropiadas (en sueco, por supuesto), y pronto atraje a cientos de personas que buscaban a alguien con quien conversar. Antes de encargarles nada y de hablar de retribución, tuvieron que contar sobre sí mismos y, entonces, o más tarde, eliminé a cuantos tenían ambiciones literarias, pensaban escribir una biografía, etcétera. Lo que yo quería eran puras descripciones de la realidad hechas por personas normales que escribiesen sin florituras. «Indique su nombre completo y su edad, y escriba con sus propias palabras lo que haya experimentado en su vida, tal como fue. Quiero conocer cómo ha sido su realidad», esas eran mis únicas instrucciones.
Y realmente enseguida funcionó. Recibí docenas de informes, aunque muchos de los que me prometieron nunca llegaron a mi apartado de correos (naturalmente, yo me mantuve en el anonimato). Mes tras mes construí un completo archivo de informes: de una enfermera de Åbo, un cosmetólogo de Hangö, un joven entrenador de fútbol sueco-finés de Vasa, un maestro de Pargas y muchos jubilados que resumían con gusto sus vidas. Era fascinante, proporcionaba una sensación incomparable de vida: cuanto más banal, mejor; cuanto más carente de forma, más creíble. Sentí una verdadera complicidad con sus realidades: podía entrar en ellas y vivir una vida familiar, instrucción escolar en clases grandes, entrenamientos deportivos, relaciones amorosas, desavenencias en los lugares de trabajo, enfermedades, nacimientos… prácticamente todo. Mi vida se enriqueció más de lo que puedo expresar con palabras.
Poco a poco me fui especializando en Forshälla, pues me aportaba una sensación especial de cercanía que todo aquello hubiera sucedido y se hubiera vivido, o al menos escrito, a unos pocos kilómetros del castillo en el que vivo. Empecé a rechazar ofertas de otros lugares e incluí preguntas especiales, «sociológicas», sobre la vida en Forshälla. Cuando esto redujo la entrada de informes, aumenté la retribución a quinientos euros. Al cabo de un tiempo había recibido dos docenas de informes de Forshälla.
De ahí surgió también el problema. En mi anuncio pone que los informes deberán ser aprobados antes de su retribución y que en ciertos casos se pedirán informes suplementarios, lo que conllevaría nuevas remuneraciones. Esto solo pretende ser un incentivo para que se realice un trabajo cuidadoso. Independientemente de la calidad, casi nunca me he negado a retribuir un informe que tenga la extensión adecuada y que refleje un esfuerzo honrado. Solo en alguna ocasión excepcional he solicitado un nuevo informe. Para la mayoría de los redactores, el formato de entre quince y veinte páginas escritas a mano parece suficiente para cuanto quieren contar espontáneamente sobre su vida; pocas veces siento que deberían añadir algo más ni que ofrecen, a lo sumo, la mitad de su corazón.
Sin embargo, a finales de agosto de 2005 ocurrió lo contrario. Un joven estudiante de química de Åbo había escrito un informe y había recibido sus honorarios, pero unas semanas después solicitó una repetición. Decliné su oferta, pues no creía que tuviera mucho más que ofrecer. Volvió a insistir, volví a decirle que no, pero insistió de nuevo, claramente desesperado y necesitado de dinero: «Dígame qué quiere y yo se lo escribo, mi vida puede ser más interesante de lo que piensa».
¡Aquello me dio que pensar! Quizá muchos de los redactores habían razonado de esa forma, aunque solo se pusiera de manifiesto bajo presión en casos particulares. Aunque solo se les pedía que dijeran la verdad con sus propias palabras, quizá ellos habían pensado que sus vidas debían parecer interesantes para poder tener derecho a la retribución. Mi mundo se tambaleó. ¿Acaso mi recién encontrado contacto con la vida era tan poco creíble y semiinventado como el que nos ofrecen los medios de comunicación? ¿Me habían colado una serie de estafas que habían socavado los cimientos de mi existencia?
Dediqué semanas a leer los informes de nuevo, de día y de noche. Los antiguos, esos que habían percibido los emolumentos más bajos, me parecieron sinceros incluso ahora que los observaba con escepticismo. Sin embargo, encontré bastante de lo que dudar en los informes que debían proceder de Forshälla y que se habían remunerado con una cantidad más alta. Al parecer, en ellos la avaricia había entrado en el juego.
¡No creas que no tengo experiencia en la avaricia! A veces juego por diversión a la bolsa en la red y me alegra ganar cincuenta mil y me disgusta perderlos, aunque me sea totalmente indiferente que mi capital alcance los diecinueve, diecinueve y medio o veinte millones de euros. Puedo imaginar esa sensación multiplicada, como un fuerte impulso, en alguien que realmente necesite el dinero. Una sensación que estaba claro que había hecho aflorar en ciertos casos.
Identifiqué cuatro informes especialmente sospechosos y acabé absolviendo a tres y condenando a uno que tenía detalles claramente inventados. Solo hacía algunas semanas que me había llegado, pero yo había estado tan ciego, tan fascinado por la realidad, ¡que no me había dado cuenta! En ese caso me había dejado engañar, en otros dudaba, y de ahora en adelante tendría que estar siempre alerta. Mi proyecto se había malogrado: no completamente como una atractiva visión de la vida cotidiana de la gente, pero sí como una evidente e incesante sensación de la Realidad.
Hubo que volver a cerrar las cortinas. Caí en una nueva depresión. Pero mientras estaba allí tumbado, hundido, con la oscuridad como un peso muerto sobre mí, noté que un nuevo elemento se entreveraba en la constitución de mi alma. Al principio apenas era perceptible, tan solo un presentimiento que difícilmente podía diferenciarse de toda la negrura. Luego se hizo patente el rojo, el color de la ira. La protesta. La revuelta. La furia surgió en mí como un fuego.
Al principio sufrí una ardiente decepción, habían sido injustos conmigo, como tan apropiadamente se dice. Luego la ira fue una espita: algo que hacer, algo que planear. Las cortinas se abrieron.
Me obligué a deliberar fríamente, como en un tribunal en el que interpretaba todos los papeles. Imaginé que estaba delante de mí, en la habitación. A la izquierda, el fiscal; a la derecha, el abogado defensor. Defendían con vehemencia sus causas, ahora uno, luego el otro; se paseaban y gesticulaban, cada uno en su mitad de la habitación. En medio, justo frente a mí, regía también yo mismo como juez. Me inclinaba hacia delante y escuchaba; me recostaba y pensaba.
El juicio se desarrolló durante tres días y tres noches. La ética de intenciones decía que la redactora culpable de un delito premeditado había cometido una estafa que sabía que podía tener amplias consecuencias. La ganancia era relativamente pequeña pero muy ambicionada, y la pérdida razonablemente prevista para el contrario era inconmensurablemente grande: con sus fantasías podía sabotear el estudio sociológico en el que se suponía que colaboraba. Así pues, el delito no era pequeño ni siquiera desde su punto de vista.
De acuerdo con la ética de consecuencias, la cuestión era todavía más grave. El delito había devastado mi imagen del mundo, había socavado mi tranquilidad y mi confianza en los demás informes, y con ello había agravado mi aislamiento de la realidad. Desde esa perspectiva, el delito era especialmente grave, y poco ayudaba el que fuera dirigido hacia una persona indefensa y desvalida. Se podía comparar con el abuso sexual de un niño o con la grave omisión de ayuda a quien se encuentra en peligro. Una larga pena de cárcel sería la condena merecida.
Consideré la idea de construir una cárcel privada y hacer que secuestraran a la delincuente, como en la película coreana Oldboy. Pero era demasiado complicado y arriesgado. Una alternativa podría ser contratar a alguien que ejecutara un castigo corporal, maltrato o mutilación. Desde una perspectiva puramente intelectual, era la alternativa más razonable. Pero cuando estaba tumbado durante esas largas noches, y percibía los colores en mi oscuridad, la roja ira era tremendamente patente. Ardía en mi interior de tal modo que solo veía una manera de enfriarla. ¡Emocionalmente lo necesitaba sin condiciones! Una completa satisfacción mediante condena a muerte de la parte culpable.
No escogí esa solución a la ligera. Dudé durante mucho tiempo. Pensé en Dios, en la divinidad y en su ausencia. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Ivan Karamazov en la novela de Dostoievski, y en cierto modo tenía razón. Sin un fundamento metafísico, la moral es solo un hábito irreflexivo y un miedo al castigo. Para mí está claro, aunque otros, que viven más rodeados que yo de las reglas de la sociedad y las redes sociales, quizá protesten ante esta reflexión.
Pero ¿y si Dios existe? Entonces ya me ha castigado. Mi vida, por llamarla así, mi constante dolor y mi permanente invalidez, la muerte viva que recayó sobre un niño de seis años, siete años, ocho años… año tras año, ¡qué es eso si no un castigo! ¿Por qué? Quizá en previsión de lo que yo pretendía hacer ahora. Dios lo ve todo en todo momento en un solo instante. E incluso si no existe, se necesita cierto equilibrio moral en el universo. Para este tormento permanente, esta sobrada razón. Para esta condena, este delito.
Quizá lo entiendas mejor cuando hayas leído el falaz informe adjunto, en el que la redactora quiere darse notoriedad inventándose una historia sobre una avería inminente en una central nuclear. Esa persona era mis ojos y mi cuerpo móvil. Encarnaba la realidad, y cuando mintió en su informe, ¡toda mi ávida conciencia receptiva y toda mi vida resultaron ser una farsa! Era un veneno que había tomado voluntariamente y del que solo podía deshacerme mediante un antídoto radical.
La decisión fue lo difícil; la realización, relativamente sencilla. Como dije anteriormente, no hay casi nada que no pueda alcanzarse si se tienen los medios apropiados y se utilizan con generosidad. Ni siquiera necesité hacer «un contrato» en la red. Hay en ella ofertas encubiertas sobre distintos tipos de delito, desde la brutal recaudación de deudas y el robo de objetos específicos, hasta lo que entre otras formulaciones se llama «soluciones serias a problemas serios». Estas ofertas se escriben en un lenguaje codificado que recuerda el de los anuncios de contactos eróticos («mimosa»). Hay también otras similitudes: «Preferiblemente en el sudoeste de Finlandia», ponía en la oferta que finalmente escogí. Contraté pues a un asesino profesional, al que llamáis «el Cazador». Me cobró bien el trabajo: cien mil euros cada vez, el doble de lo que yo había pensado. «Porque lo valgo», escribió (supongo que es un hombre). Y, de hecho, lo valía. En octubre del año pasado realizó un encargo rápido sin que vosotros me asociarais a ello y sin, gracias a Dios, equivocarse de persona (esto último es lo que yo más temía: no tenía ninguna foto para enviársela). Fue tan concienzudo que incluso me envió pequeños informes, que adjunto, sobre cómo pensaba y cómo se acercaba a la víctima, como si de otro modo yo no hubiera creído que había realizado el encargo. En el primer caso me envió también el monedero de Gabriella Dahlström y, bueno, ya te lo imaginas: ¡sus ojos, en un estado casi irreconocible de descomposición, flotando en una solución coloreada por la sangre! ¿Los envió como prueba de que se había efectuado el encargo? ¿O como una cabellera, un trofeo, un signo de victoria?
No lo esperaba, pero en cierto modo la culpa es mía. El Cazador no se había conformado con el contrato y los honorarios, sino que había querido tener una motivación para el asesinato. Entonces le escribí que Dahlström había mentido, que no había cumplido el encargo de informar únicamente de la realidad que había vivido y visto con sus propios ojos. Y el Cazador tradujo eso a su peculiar manera.
Para mí, el castigo que sufrió Gabriella Dahlström fue una limpieza que hizo posible que siguiera recibiendo informes. Me ofrecían demasiado para prescindir de ellos. Pero estaba siempre en guardia, como he dicho, y en abril de este año volvió a suceder. Recibí un informe claramente inventado sobre una esposa desaparecida misteriosamente, junto con fantasías generales sobre personas que simplemente desaparecen. De nuevo volví a sopesar dejar marchar al embustero, pero esta vez ¡le dediqué poco tiempo!, y de nuevo sentí que emocionalmente me era imposible.
Entonces, cuando había tomado mi decisión, no dudé en dirigirme de nuevo al extraño y morboso Cazador. Comprendí que era menos arriesgado acudir a quien había realizado el primer encargo que buscar a otro.
Me he preguntado una y otra vez si debería denunciarlo, es decir, haceros saber la dirección electrónica del Cazador y su cuenta bancaria en las islas Caimán, pues no conozco su nombre. Es una cuestión peliaguda: por un lado, es un asesino; por otro lado, solo realizó mi encargo y confía en que no lo defraude. Tras mucho cavilar, he llegado a la conclusión de que no tengo derecho a decidir sobre su vida, pues sería como una especie de asesinato que lo condenaran a cadena perpetua. El disco duro con sus datos de correo electrónico se destruirá junto con todo lo demás de mi casa. En cambio, le he persuadido para que no vuelva a matar y le he enviado trescientos mil euros como compensación. No he recibido respuesta, pero sé a través de mis contactos bancarios que ha sacado el dinero y lo ha transferido a otra cuenta en el extranjero. Lo que interpreto como una promesa de acabar con la actividad delictiva, pero tal vez me engañe. Con una persona tan extraña, nunca se sabe.
¿Por qué te escribo a ti, Harald? ¿Qué sentido tiene este informe si no te entrego al que puede seguir matando sino solo a mí mismo, el instigador que nunca más repetirá su acción?
La respuesta comienza en mi afán de saber. Cuando las dos muertes se consumaron y entendí que estaba en marcha una investigación, quise mantenerme à jour, en especial porque los casos parecían haber quedado totalmente al margen de los medios de comunicación. En parte me movió la curiosidad, en parte el temor a ser descubierto, y en parte una sensación vital de participar en algo que sucedía ahí fuera, en la realidad. Necesitaba, pues, un contacto en la comisaría, lo cual llevó su tiempo, pues todas las pesquisas debían ser sumamente discretas. Al final lo logré, pero estate tranquilo, no es ninguno de tus colaboradores, nadie del círculo interno. En cambio, resulta sorprendente cuántos del círculo externo pueden conseguir bastantes cosas a cambio de unos miles de euros, hablo de asistentes policiales, oficinistas, archiveros, bedeles o del personal de la limpieza. Basta con encontrar a la persona adecuada. En fin, una de esas personas de confianza (a quien no pienso descubrir) me consiguió los datos. Sucedió, sin embargo, con bastante retraso y cierta fragmentación, dado que mi contacto debía tener mucho cuidado.
La mayor parte de lo que averigüé de esta manera podía haberlo imaginado por mí mismo, pero sí hubo dos cosas nuevas. La una era que habíais adjudicado indebidamente un asesinato al Cazador. Lo que sucedió en la cabaña de Euraåminne no lo encargué yo, y pregunté sobre ello al Cazador. Niega rotundamente haber tenido nada que ver con ello: «Soy un profesional, no mato por gusto; de hecho, me enfadó que alguien me hubiera imitado». Al menos en esto puedo ayudarte en tu trabajo, pues no colisiona con ninguna de mis lealtades. No tengo nada que ver con la muerte número dos.
Lo otro de lo que me enteré, aunque tarde, en mayo de este año, a través de mi informador en la comisaría, era que Gabriella Dahlström estaba embarazada. Para mí fue un choque, actuó lentamente, pero una semana después fue radical. Tuve alucinaciones tanto en sueños como despierto: un feto indefenso que es estrangulado y se ahoga en un cuerpo que ya no le proporciona oxígeno, un niño que agita sin remedio sus delgados brazos. Los brazos y las piernas se relajan, todo el cuerpo se colapsa, se paraliza. Un mundo que se acaba antes de haber podido desarrollarse. A veces, el niño de mis sueños abría de improviso sus párpados muy cerrados y me miraba con sus ojitos brillantes.
Es mi responsabilidad, mi inalienable responsabilidad. Dejé que mataran a un niño que no había hecho ningún daño, una personita que era inocente de cuanto ocurre en el mundo. ¿Cuál es el castigo que merezco?
Según la ética intencional, la cuestión es difícil: ¿debería yo haber supuesto que una mujer de la edad de Gabriella Dahlström podía estar embarazada? ¿Mi negligencia al respecto es tan grave que equivale a una mala intención? Dudo en la respuesta, pero desde el punto de vista de la ética de consecuencias el tema no implica ninguna duda: he causado la muerte de una persona inocente, y la única condena posible es mi muerte. Creo que mi padre también habría decidido que eso era lo que prescribía el código de honor de la nobleza, no escrito pero inexorable.
Y no es suficiente, pues lo que yo le hice al niño es peor de lo que Dahlström y Gudmundsson me hicieron a mí con sus mentiras. Mi muerte, por tanto, ha de ser peor, más dolorosa que su rápido ahogo. He comenzado a ejecutar este castigo dejando de tomar regularmente mis calmantes para que la espalda me torture sin pausa. A continuación, mi muerte también será tremendamente dolorosa. Es lo justo.
He llegado a todo esto tras dos meses de autoexamen. Ha sido doloroso pero también extrañamente liberador. Tengo una conciencia; incluso alguien como yo, que vive fuera de la sociedad y que tiene todos los motivos para sentir amargura hacia la vida, ¡posee una conciencia vital!
¿De dónde sale? No lo sé. No puedo decir que oiga la voz de Dios, pero quizá actúa en mi interior a través de mi angustia. Quizá su conciencia esté en el interior de la persona. E incluso si la conciencia solo surge de la psique del ser humano, nos queda el consuelo de que Ivan Karamazov estaba equivocado: aun si vivimos en la eternidad sin Dios, no todo está permitido. No está permitido matar a un niño.
Esta es pues mi angustia y mi confesión. Tú, Harald, has tenido la amabilidad de conocerla, pero no tienes por qué preocuparte del castigo. Cuando este envío te llegue, ya se habrá cumplido. En cualquier caso, te pido que pienses en una cosa: en el perdón. No sé si existe un Dios que pueda ofrecerlo, pero yo necesito tenerlo de alguna persona: de ti. Necesito ser perdonado.
Sé que tal vez tú también necesites eso mismo. No puedo ver en el interior de tu corazón, pero quizá haya en él una gran deuda, quizá alguien inocente está en la cárcel por tu acusación, quizá algún caso no se ha resuelto correctamente. Pero una cosa sé seguro: que el trato inhumano que dispensaste a Erik Lindell le llevó al borde de la psicosis o incluso más allá. Supe por mi informador que en la comisaría todos hablaban de que se subía por las paredes de la celda y que cuando por fin quedó libre parecía completamente acabado. Yo puedo perdonarte por Erik Lindell y quiero que me perdones por el bebé de Gabriella Dahlström. Piensa en lo que le sucedió a un niño de seis años en Västmanland, ¡nunca debió haber sucedido!
Y ahora, Harald, tengo que despedirme. He dejado todo lo necesario en orden y estoy preparado.
Muy atentamente, siempre tuyo,
Philip
Acontecimientos a finales de julio de 2006
Como policía nada conseguía asombrarme, pero como persona me dolió que dos seres humanos hubieran muerto a causa de un malentendido. Lennart Gudmundsson no mintió sobre la desaparición de su esposa, y Gabriella Dahlström decía la verdad sobre el problema que ella creía que había en la central nuclear, pero Philip no entendió que esas cosas pueden suceder en la «realidad». Y aunque hubieran mentido, qué reacción más exagerada y de niño mimado… La costumbre de conseguir cuanto deseaba: ese castillo, esa vida relatada, esa persona asesinada.
Philip. Pensé mucho en él en la semana que siguió. Un inválido aislado, ofuscado por el dolor y los calmantes. Un asesino con conciencia tan delicada que la muerte de un feto de algunos meses le llevó a ejecutarse. Podía entenderlo, pero ¿bastaba la confesión y el suicidio para el perdón?
Además, me hizo pensar en mí mismo. Hacía tiempo que estaba angustiado pensando que un aviso público podía haber salvado a la segunda y la tercera víctimas del Cazador. Pero no era así. Ni el Cazador ni Philip habrían cambiado por eso, y la segunda de las muertes no tenía nada que ver con el Cazador. Por tanto, es curioso pero personalmente gané algo con la carta de Philip, una especie de absolución, aunque no fuera la que él me ofrecía por Erik Lindell y los posibles condenados injustamente.
¿Hay algún inocente que esté encerrado en Kakola o en Riihimäki por mi culpa? No, no que yo sepa, pero confieso que faltó poco para que pasara con Lindell. De no haber sido por su extraña coartada en el último minuto con el tratamiento para la espalda, ahora estaría encerrado, para su desgracia y sin provecho alguno para la sociedad. Tuvo suerte, y yo con él. Podría haber sido una gran carga para mí. Pero ¿ha habido algún sospechoso al que haya presionado y haya tenido mala suerte? No lo creo, pero, como dijo el comisario Hämäläinen, nunca se sabe.
El último día de julio era un lunes. Como era mi costumbre, por la mañana inspeccioné mi rostro. Los ojos, más oscuros que antes, como ensombrecidos por una pena interior. Los párpados, bastante más caídos. La piel cambiaba, las arrugas se extendían. Pero no estaba acabado, ¡me quedaban fuerzas y asuntos que atender! ¿Quién era el Cazador que había realizado los encargos de Philip? ¿Quién mató a Jon Jonasson? ¿Quién de la comisaría había informado a Philip?
Pero primero necesitaba descansar, parar y reflexionar un poco. Tenía ocho semanas de vacaciones de verano y tiempo extra que me debían, y necesitaba realmente recuperarme. Sonja y Gunnar tendrían que hacerse cargo de los asuntos que surgieran. Podía viajar a Åbo y jugar con los nietos, y Gunnar me había invitado a menudo tras la muerte de Inger a que pasara algún fin de semana con él y Britta. Por fin iba a aceptar.