El tráfico es escaso en la avenida Atenas. Todo está a oscuras, excepto los escaparates de los concesionarios automovilísticos, profusamente iluminados. En plena noche, los montones de basura parecen obras de fortificación remanentes de la batalla de Atenas [3]. Unos pocos camiones articulados y un par de autobuses de línea circulan en dirección a la ciudad. Algunos de los pasajeros dormitan con la cabeza apoyada en la ventanilla, otros admiran el paisaje a través de los cristales.
Los Baglamás aparece a mi izquierda, en la entrada a Jaidari. Sigo adelante y doy la vuelta en el primer semáforo, para aparcar delante de la entrada. También esta construcción está pintada de blanco. Por lo visto el blanco predominaba en la vida de Kustas: clubes blancos, estatuas blancas en el jardín, mármoles blancos en la casa, sombrillas blancas junto a la piscina. Cualquiera diría que, antes de convertirse en empresario, había sido enfermero. También aquí hay una gran estructura metálica delante de la fachada, aunque no tan imponente como la que vi en el Flor de Noche. Más que la lista electoral de la segunda circunscripción de Atenas, parece una lista comarcal.
El portero es un hombretón de unos treinta años. Luce el clásico abrigo de botones dorados y una gorra con trencilla. Su mole bloquea la entrada al club.
– ¿Lambros Mandás? -pregunto al acercarme.
– Sí. ¿Por qué?
– Me gustaría que me contaras un par de cosas acerca de la muerte de Kustas.
Me mira de arriba abajo.
– Te costará un kilo -dice al final.
Me lo quedo mirando, pero no me da tiempo a recuperarme de la sorpresa.
– Oye, no sólo contestaré a tus preguntas, sino que reconstruiré la escena completa, te diré cómo matan los mañosos, hasta puedo dibujar la silueta del cadáver en el asfalto. Por doscientos talegos más, hago traer un BMW igualito al del jefe para hacer la escena más creíble.
– ¿Desde cuándo el Estado griego ha de pagar para interrogar a los testigos presenciales?
Me mira, cortado.
– ¿No eres de la tele? -pregunta.
– No, si en vez de cobrar tus talegos aún acabarás en el talego. Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios. ¿Qué te has creído? ¿Que esto es un reality show? -Mentalmente agradezco a Adrianí que me enseñara la expresión en el momento oportuno.
– No sé por qué has venido, no tengo nada que decir. Ya os conté todo lo que sabía cuando presté declaración.
– ¿Y eso de los mafiosos?
– Nada. Creí que eras de la tele y se me ocurrió soltarte un rollo para sacar algo de pasta.
– Haremos una cosa -le digo sin alterarme-. Te llevaré a Jefatura a declarar. A la salida, el cuerpo entero de periodistas de Ática te estará esperando para sonsacártelo todo gratis.
No tarda más de cinco segundos en ofrecerse:
– Pregunta.
– ¿A qué hora salió Kustas del club la noche del crimen?
– A eso de las dos y media. Me extrañó que se marchara solo y le dije…
– Ya sé qué le dijiste. ¿Qué hizo él?
– Se acercó al coche y abrió la puerta.
– ¿Dónde estaba el coche?
– Allí mismo, encima de la acera. -Señala el lugar donde está aparcado un Ford Escort rojo-. Siempre lo dejaba allí. Yo me ocupaba de que la plaza quedara libre.
– ¿Qué hizo después?
– Abrió la puerta y se agachó para buscar algo. Entonces vi al tipo que se acercaba.
– ¿En moto?
– No, a pie. La moto ya estaba aquí, aunque sólo después la relacioné con el caso.
– Dejemos la moto de momento. Háblame del asesino. ¿Desde dónde se acercó a Kustas?
– Desde allí.
Señala a un punto en dirección a Scaramangás. Los Baglamás está en medio de un descampado. A la izquierda, un oscuro callejón sin salida apenas permite el paso de un furgón. A continuación hay un almacén de cemento y un taller de coches. El asesino esperaba en el callejón y, cuando vio que Kustas se dirigía al coche, se acercó. La cuestión es cómo sabía que Kustas saldría solo del club. Siempre iba acompañado de sus dos guardaespaldas. Pensar en liquidar a los tres hubiese sido demasiado arriesgado.
Quizá Kustas había ido al coche para buscar algo relacionado con su asesino. En tal caso, éste habría podido prever sus movimientos. Sin embargo, según el informe oficial, no se encontró nada que apoyara esta hipótesis, ni en el coche ni en las manos de Kustas.
– ¿Qué hizo el asesino? -interrogo de nuevo al portero.
– Se le acercó por detrás y debió de decirle algo. En realidad no oí nada, pero lo supongo, porque Kustas se volvió.
– Déjate de suposiciones. ¿Llevaba algo en la mano cuando se volvió para mirar al asesino?
– No, nada.
– ¿Qué pasó entonces?
– El tipo disparó tres o cuatro veces…, cuatro, creo. Luego echó a correr hacia la moto.
– ¿No se agachó a recoger nada del coche antes de salir corriendo?
– No. ¿Qué habría de recoger?
– ¡Su abrigo! ¿Cómo quieres que lo sepa? -pregunto irritado, como si él tuviera la culpa de que mi teoría careciera de base-. ¿Qué aspecto tenía el asesino?
– Era de mediana estatura, quizá tirando a alto. Llevaba una camiseta blanca, pantalones vaqueros y gafas negras.
– ¿Pudiste verle la cara?
– No, estaba muy oscuro. Sólo pude verle el pelo. Era blanco.
– Esto no lo dijiste en la declaración.
– Se me olvidó.
Tal vez sí. O tal vez se lo guardara para cuando le pagaran el millón.
– ¿Era un hombre mayor?
– Ya te lo he dicho: estaba oscuro y no le vi la cara, sólo el cabello blanco.
Eso no significa necesariamente que fuera viejo, algunos encanecen a los treinta.
– Hablemos de su cómplice. ¿A qué hora llegó con la moto?
Medita un poco.
– No podría decirlo con exactitud. Por aquí pasan motos y ciclomotores a cada momento. Me fijé en él porque se detuvo y esperó con el motor en marcha. Aunque esto tampoco es inusual. El club es conocido y mucha gente se cita aquí. Supuse que estaría esperando a alguien.
– ¿Cuánto rato estuvo esperando?
– Tres o cuatro minutos, desde que llegó hasta que el jefe salió del club.
Otro que fue puntual. Por lo visto sabían a qué hora saldría Kustas. De lo contrario, el cómplice hubiese aparecido antes o hubiese esperado dando vueltas, para no llamar la atención.
– ¿Qué aspecto tenía éste?
El portero se encoge de hombros.
– Llevaba casco y una cazadora de piel. No recuerdo los pantalones.
Suelta un suspiro de alivio, como si estuviera muy cansado o considerara que lo peor ya había pasado. Si éste es el caso, se equivoca.
– ¿Qué les dirías a los periodistas acerca de los padrinos de la noche? -pregunto con voz severa.
– Que lo mataron ellos. ¿No?
– ¿Cómo lo sabes?
– ¡Vamos! Fue un trabajo de profesionales, salta a la vista.
En este particular, su opinión coincide con la de la Brigada Antiterrorista.
– ¿Cómo sabían que saldría solo del club?
El hombretón se echa a reír.
– De haber salido con Jaris y Vlasis, se los habrían cargado también a ellos. Tuvieron suerte.
Tal vez tenga razón. Los profesionales aprovechan siempre el factor sorpresa. Los matones habrían caído muertos antes siquiera de poder sacar las pistolas. Dejo al portero y entro en el club.
Por un instante, tengo la impresión de haber entrado en casa de mi cuñada, en la isla, sólo que aquí, en lugar del tresillo, el color hígado domina la tapicería que cubre las paredes. Rojo hígado con rombitos dorados. Las mesas, dispuestas en semicírculo, ocupan el espacio entre la puerta y los pies del escenario. Hay poca clientela, sólo dos o tres grupitos en las mesas más cercanas al escenario. A la derecha, una barra de bar con taburetes altos. La orquesta truena a través de cuatro enormes altavoces, hasta el punto de que me recuerda las salvas de cañón en el día de la fiesta nacional. En el escenario, una cuarentona con un escotadísimo vestido negro canta sosteniendo el micrófono como si fuera un cucurucho de helado:
No hay dicha que se pueda dividir en tres.
Para nosotros no hay más remedio, ya ves.
Su caso no me importa. Me interesa más el de los dos guardaespaldas de Kustas, que están tomando unas copas en la barra.
– Teniente Jaritos -me presento antes de que vuelvan a pedirme dinero a cambio de información-. ¿Qué os dijo Kustas antes de salir, la noche del crimen?
Miran a la cuarentona, que sigue lamiendo el micro.
– Que iba a buscar algo que tenía en el coche y que volvía enseguida -responde uno de ellos.
– Quisimos acompañarlo, pero comentó que no valía la pena -añade el otro.
No sé quién de los dos es Jaris y quién Vlasis, pero tampoco viene al caso. Lo que importa es que un tipo tan precavido, con guardaespaldas y casa amurallada, decidiera salir solo a la calle.
– ¿A qué hora solía marcharse Kustas del club?
– Normalmente, alrededor de las tres. En todo caso, nunca antes de las dos.
Lo mataron entre esas dos horas: a las dos y media. La camarera está secando copas, indiferente a nuestra conversación. En ese instante un hombre de unos cuarenta y tantos se acerca a nosotros corriendo. Está delgado como un palillo, y lleva un traje marrón claro, camisa azul y pajarita, además de unas gafas de fina montura metálica. El tipo me tiende la mano desde una distancia de diez metros, para que no se me pase por alto estrechársela. Le miro y me pregunto cómo consiguió Kustas que este picapleitos de lujo le dirigiera el tinglado.
– Renos Jortiatis, teniente -se presenta con el apretón-. Soy el manager del club. Acaban de informarme de su llegada. ¿Qué le apetecería tomar?
– Nada, gracias.
– ¿En qué puedo ayudarlo?
– Me gustaría saber si Kustas se llevó algo del club la noche del crimen.
– ¿Como qué?
– No sé. La recaudación de la noche, por ejemplo.
Me mira como si estuviera loco.
– No, teniente. Nadie llevaría tanto dinero encima. Yo guardo la recaudación en mi despacho y por la mañana pasa un furgón de City Protection y la lleva al banco.
– ¿Con quién habló Kustas la noche del asesinato, antes de marcharse?
– Con Kalia -salta uno de los cachas-. Había terminado su número y se dirigía a los camerinos. Kustas se la llevó aparte y estuvieron hablando un rato.
– ¿Dónde puedo encontrar a esa Kalia?
– Está preparándose para salir a escena -me informa Jortiatis-. Permítame.
Me conduce por un estrecho pasillo. A la izquierda hay cuatro cubículos cerrados con cortinas y Jortiatis descorre la segunda. En lugar de con una familia de refugiados kurdos, me encuentro con la espalda de una chica que se está maquillando ante un tocador. Al vernos, interrumpe su faena y se levanta. Lleva un vestido de escamas plateadas. Miro el dobladillo y me pregunto cuántos milímetros faltan para que se le vean las bragas. No creo que haya cumplido los veinticinco, pero con el espeso maquillaje parece mayor, y también más vulgar.
– El teniente quiere hacerte unas preguntas -la informa Jortiatis. Después se vuelve hacia mí, despliega una sonrisa servil y se dispone a quedarse allí plantado.
– Déjenos solos -ordeno secamente.
Jortiatis vuelve a desplegar la sonrisa servil y se aleja. La chica, de pie, me mira inexpresiva.
– ¿Tú eres Kalia? -pregunto.
– Depende. Soy Kalia para los clientes y Kaliopi Kúrtoglu para los tenientes de policía.
– ¿Eres cantante?
– ¿Eso te han dicho? -Suelta una risa cínica-. No, no soy cantante, sólo soy la «decoración». -Al ver que no entiendo, prosigue-: Marina y yo salimos con Karteris, que es la estrella. Una a su derecha y la otra a su izquierda. Se supone que lo acompañamos mientras canta pero nada de eso. A los clientes no les basta con escuchar a Karteris: quieren regalarse la vista con muslos y culitos. Ésa es nuestra función. Mira. -Se vuelve y me enseña su culito respingón bajo las escamas-. De vez en cuando soltamos un «aaa» ensayado. Si a eso lo llamas cantar…
Hasta aquí, bien. Lo que sigo sin entender es qué podría tener que decir Kustas a esta cachorrita de la noche.
– ¿De qué te habló Kustas la noche del crimen, cuando abandonaste la pista?
Me mira fijamente a los ojos.
– No recuerdo que hablara conmigo -contesta al fin, aunque estoy seguro de que ha ensayado muchas posibles respuestas antes de elegir ésta, la más anodina.
– Te llevó a un lado para hablarte. Sus guardaespaldas os vieron.
– Ah, sí, ahora me acuerdo. Quería advertirme de que no me meneaba lo suficiente en la pista. Yo le pregunté por qué no nos sacaba en pelotas directamente.
– ¿Sólo eso?
– No. También me dijo que si volvía a enfrentarme a él, me echaría del espectáculo y me pondría a fregar el suelo del club. Y yo hubiese aceptado, ¿sabes? -Añade con amargura-: Necesito el dinero.
– ¿Te amenazó con ponerte a fregar y lo habías olvidado?
Se encoge de hombros con indiferencia.
– Aquí dentro las amenazas están a la orden del día. No sólo era Kustas, sino también Karteris y Jortiatis. Todos amenazan con despedirnos. Si tuviéramos que acordarnos de todas las veces…
– ¿Ha terminado, teniente? Kalia tiene que salir a escena.
Jortiatis aparece en la puerta, la mirada inquisidora clavada en Kalia. En cuanto me vaya, exigirá saber qué le he preguntado y qué me ha contestado. De repente, la chica sale corriendo del camerino y yo la sigo. A mis espaldas, resuenan los pasos de Jortiatis.
Durante nuestra conversación han ido llegando más clientes, que han ocupado la mitad de las mesas. Los guardaespaldas ya no están en la barra, y la camarera sirve bebidas a la velocidad del rayo. Un fotógrafo se pasea entre las mesas y saca fotos de la gente. En el escenario, aparece un tipo con unas patillas que le llegan hasta los labios, flanqueado por Kalia y otra chica de aspecto similar, aunque con el pelo rojizo. Observo parte del espectáculo desde el fondo de la sala. Es tal como me lo ha descrito Kalia. Las dos chicas se balancean adelante y atrás, y también a los lados. Abren y cierran la boca sin proferir sonido alguno. De pie entre las dos, el tipo canta con los ojos cerrados, sellados por el dolor.
– La próxima vez que quieras venir para un interrogatorio, avísanos -oigo una voz a mis espaldas.
Me vuelvo y veo a Makis, el hijo de Kustas. Su mirada no vaga perdida como esta mañana, sino que se mantiene clavada en mí, ardiente y furiosa. Lleva una cazadora de piel y vaqueros remetidos en las botas, decoradas con dibujos estilo cowboy. Antes, los bribones de la noche bailaban sus penas en los tugurios. Ahora, las bailan en clubes de moda, vestidos de cowboys.
– ¿Qué haces aquí?
– ¿Tú qué crees? Ahora que papá ha muerto, yo me ocupo del negocio. Y no quiero ver pasma por aquí, causa mala impresión.
Me dan ganas de pegarle un cachete, pero justo en este momento aparece Jortiatis, atribulado.
– Cálmate, Makis -casi le suplica-. Ya hemos tenido bastantes problemas, no queremos más. Perdone el malentendido, teniente.
Sus palabras me apaciguan, pero en cambio enfurecen a Makis, quien lo agarra por las solapas y empieza a sacudirlo.
– ¡Cállate! -grita-. Estás despedido, ¿te enteras? ¡Te has pasado de listo! ¡Si el viejo me hubiese hecho caso, hace ya tiempo que estarías en la calle!
Jortiatis lo mira estupefacto. Después estalla en una risa loca, casi paranoica. Aunque su cuerpo enclenque tiembla como un flan y sus gafas de montura metálica casi se le caen al suelo, le resulta imposible contener la risa. Makis lo mira asombrado. El fotógrafo ha interrumpido su trabajo para observar la escena. Jortiatis da media vuelta y se aleja sin dejar de reír. Tengo ganas de preguntarle qué le parece tan gracioso, pero no es el momento. El espectáculo ya no me interesa y me marcho.
– ¿Dónde está la comisaría de Jaidari? -pregunto al portero.
– Has de tomar la calle Karaiskaki en dirección a Atenas y doblar en dirección a Vía Sacra. La encontrarás en la esquina de Vía Sacra con Neas Fokeas. -Mientras me alejo, grita-: Si éste ha de hacerse cargo, esto no durará ni dos meses y me quedaré sin trabajo.
Lo dejo con el fantasma del paro inminente y me dirijo al Mirafiori.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> La batalla de Atenas se libró en diciembre de 1944, entre el ejército popular de izquierdas que había luchado contra las tropas de ocupación nazi y las fuerzas leales al régimen derechista, que actuaron con el apoyo del Ejército británico. (N. de la T.)