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Los camiones y las furgonetas circulan por Vía Sacra a velocidad de comitiva oficial. Traquetean sobre los parches del asfalto con las luces largas encendidas y tocan la bocina endemoniadamente a cada sacudida. Miro los escasos bloques de pisos, con la ropa tendida en los balcones y las ventanas a oscuras, y se me ocurre que los inquilinos deben de estar ahorrando electricidad, ya que resulta imposible imaginar que estén durmiendo con este escándalo. Los pocos taxis que transitan por estos barrios tienen la luz verde apagada y circulan junto a las aceras, como gatos deslumbrados por los focos.
Debido a la humedad, la ropa se me pega al cuerpo. Qué asco de tiempo. En la esquina de la tercera manzana, a mi derecha, vislumbro el único edificio iluminado. En los viejos tiempos no había mucho margen de equivocación: una casa iluminada a estas horas sólo podía ser un burdel o una comisaría. Ahora, con tantos bares y clubes nocturnos, no resulta tan fácil. Al acercarme veo que estoy de suerte. Es la comisaría de Jaidari. Hay dos plazas de aparcamiento libres en la entrada, pero están reservadas para los coches patrulla, de modo que aparco un poco más abajo.
– ¿Qué desea? -pregunta el agente de la puerta.
– Teniente Jaritos. Quisiera hablar con el oficial de guardia respecto a una moto robada.
Me observa con aire de desconfianza. No le cabe en la cabeza que exista en Ática un policía capaz de trasladarse a Jaidari en plena noche para investigar el robo de una moto en lugar de esperar a que amanezca o, mejor aún, de pedir un informe por la vía oficial sin levantarse de la silla.
– Primer piso, primera puerta a la izquierda, teniente -se apresura a responder para recuperar el tiempo que ha perdido en contemplarme.
El ascensor está ocupado. Considero la posibilidad de subir por las escaleras, pero estoy demasiado cansado y opto por esperar. Este aparato es más eficaz que el nuestro y llega en menos de un minuto.
El oficial es un hombre de unos treinta y cinco años, de esos que creen que el mundo entero se ha confabulado para molestarlos sin causa justificada y sin que exista remedio posible para ello. Está hablando con un policía joven que se encuentra de pie junto a su escritorio.
– Espera fuera, ya te llamaré -indica al verme.
– Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios.
Se pone en pie de un salto mientras el policía joven se desliza fuera del despacho pasando por detrás del escritorio, como si temiera que yo fuera a pegarle y quisiera protegerse.
– Oficial Kardasis. Perdone, teniente, pero esto es un manicomio.
– Ya lo veo -respondo en tono comprensivo mientras observo el despacho vacío-. Quisiera alguna información acerca de la moto que usaron en el asesinato de Konstantinos Kustas.
– Sí, señor -asiente y se dirige al archivo-. Aquí está. Una Yamaha de 200 centímetros cúbicos, matrícula AZO-526. La habían robado dos días antes…
– Eso ya lo sé -lo interrumpo-. He leído el informe. No he venido aquí en plena noche para que me lo vuelvas a leer. Quiero saber cómo la encontrasteis.
– Un coche patrulla la localizó al día siguiente en la calle Leonidu, delante de la delegación de Hacienda de Jaidari. Al principio no le dieron importancia, pero les llamó la atención que siguiera allí por la noche. Comprobaron la matrícula y ¡bingo!
– ¿Cómo supisteis que se trataba de la moto empleada en el asesinato de Kustas?
– El portero del club la reconoció.
Suponiendo que no la hubiera confundido con otra parecida. Cierto que el portero dispuso al menos de dos o tres minutos para verla bien, mientras el cómplice esperaba al asesino. Difícilmente podría equivocarse. El hecho de que la abandonasen en aquel punto indicaba que un coche debía de esperarlos en las inmediaciones. ¿De qué otro modo iban a huir a esas horas? Un asesinato con tres cómplices es un trabajo de profesionales, me guste o no. Intento ordenar los hechos. El crimen se cometió a las dos y media. Necesitaron más o menos diez minutos para llegar a la calle Leonidu. Antes de las tres de la madrugada volvieron a casa a descansar de su dura jornada.
– ¿Sabes si alguien vio un coche alejándose a gran velocidad en torno a las tres o tres menos cuarto?
El oficial de guardia niega con la cabeza.
– No, teniente. Ya preguntamos al respecto, pero nadie vio nada. Los vecinos de este barrio son, en su mayoría, trabajadores que se acuestan temprano y se levantan temprano. No se deje engañar por la numerosa clientela del club de Kustas. Los habituales no son de por aquí, vienen de lejos.
– ¿Sabes si Kustas había recibido amenazas de las mafias que venden protección?
No le da tiempo a responder la pregunta porque una pareja entra apresuradamente en el despacho. El hombre, cincuentón, está fuera de sí. Sostiene un pañuelo ensangrentado en la nariz y advierto que le faltan los dos botones centrales de su camisa blanca. Lo acompaña una mujer regordeta y de formas abundantes, belleza arrabalera de primer orden. Lleva un vestido blanco ceñido bajo el pecho, para resaltar el volumen de sus senos. Ha estado llorando y se le ha corrido el maquillaje, tiñendo sus ojeras de negro.
– ¿Tú, otra vez? -dice el oficial con hastío.
– Quiero presentar una denuncia -grita el hombre.
– ¿A quién vas a denunciar esta vez, y por qué?
– A Arguiris Rutsaftis -responde el hombre, a voz en cuello-. Se propasó con mi mujer y después me pegó.
– ¿Dónde ocurrió esto?
– En Los Baglamás.
Entonces los reconozco. Ocupaban una de las mesas del fondo y estaban en compañía de otro hombre más joven.
– Aristo, por favor -suplica la rolliza-. Déjate de denuncias. Haremos el ridículo en los tribunales.
– ¡Tú te callas! ¡Cállate, puta! ¡La culpa es tuya! ¡Si no te gustara tanto menear el culo, aquel tipejo no se habría atrevido!
Acto seguido le suelta una bofetada. Con el impulso, el pañuelo se le escapa y dos gotas de sangre caen sobre los generosos pechos de la rolliza, que empieza a chillar, no sé si por la bofetada o por las manchas en el vestido. Probablemente será por lo segundo, ya que parece más acostumbrada a las bofetadas que a los vestidos caros.
El oficial salta y aparta al agresor de su mujer de un empujón.
– Quieto -le advierte con severidad-. Aquí dentro tendrás que comportarte.
– No le crea, oficial. -La rolliza nos suplica a todos por turno. Primero a su marido, después al agente. Luego me tocará a mí-. No le haga caso. Se trata de nuestro padrino de bodas, el hombre que nos casó.
– ¡Boda en la iglesia y cuernos en la cama! -vocifera el marido.
– ¿Me permites que te dé un consejo? -dice el oficial con calma-. Vete a casa y consúltalo con la almohada. Si por la mañana todavía deseas presentar una denuncia, aquí estaremos.
– ¡No! ¡La presento ahora!
– Muy bien -responde el oficial y a continuación grita-: ¡Karambikos! -En cuanto aparece el joven policía, señala al hombre-: Detenlo. Y dale un poco de alcohol y un algodón para la nariz.
– ¿A mí? -pregunta el tipo, estupefacto-. ¿Vas a detenerme a mí?
– Por supuesto, por agredir a tu mujer. La has abofeteado ante mis propios ojos. Pásate una noche en chirona para calmarte y mañana intercambiaremos denuncias. Yo te denuncio a ti y tú a tu padrino de boda.
Su forma de manejar este caso me lleva a reconsiderar mi opinión. Modifico la primera impresión que me causó y empiezo a admirarlo. Es fácil controlar a un malhechor: lo encierras y punto. Lo difícil es dominar a un ciudadano normal, y este policía es capaz de hacerlo.
El hombre se desinfla como un globo.
– Prefiero calmarme en casa -susurra amedrentado.
– Llévatelo de aquí -indica el oficial a la rolliza-. ¡Y la próxima vez que lo vea, lo encerraré sin dudarlo! ¡Ya estoy harto de sus berrinches!
– Vámonos, cariño -dice la regordeta. Al verlo apocado, se pone mimosa-. Mira cómo me has dejado el vestido… -Y le muestra la sangre.
– Te compraré otro. Te compraré una docena, aunque eres una puta y no te lo mereces.
– No se imagina lo celoso que es -me susurra la mujer. Ya ha llegado mi turno-. No se imagina cuánto he de sufrir.
En realidad no parece sufrir tanto. El meneo de su culo al salir del despacho indica que más bien se siente orgullosa.
– Cada dos por tres viene a presentar denuncias -dice el oficial, indignado-. No ha pasado ni una semana desde la última vez. Un tipo había aparcado delante de su garaje y se liaron a puñetazos. Recibió una paliza y vinieron los dos a denunciarse mutuamente. Mientras prestaban declaración, recibimos el aviso del asesinato de Kustas.
La historia me trae sin cuidado. Sólo quiero terminar con el asunto de la moto para irme a dormir. Afortunadamente, el oficial me libra del esfuerzo de recordárselo.
– Me había preguntado algo. ¿De qué se trataba?
– Sí… ¿Sabes si Kustas había recibido amenazas de las mafias que venden protección?
El oficial se echa a reír.
– ¿Bromea? ¿Quién se atrevería a amenazar a Kustas, teniente?
– No sé. Por eso te lo pregunto.
Aunque tanto el despacho como el pasillo están vacíos, el hombre se inclina para hablarme al oído.
– Nadie se atrevía a acercársele siquiera. Iba siempre acompañado de un par de matones. Lo llevaban a casa y después volvían al club, donde dormían, igual que el portero. Lo cierto es que le habría salido más barato pagar protección, pero era demasiado orgulloso para ello. Gastaba fortunas en guardaespaldas y sistemas de alarma, y al final se lo cargaron.
– ¿Qué sabe de los guardaespaldas?
El oficial se encoge de hombros.
– ¿Qué puedo decirle? Son unos matones, ya conoce el paño.
– ¿Tienen antecedentes?
Vuelve a reír.
– No están fichados, si a eso se refiere. Son ex policías apartados del cuerpo. No pasaron ni un día en el paro: Kustas los contrató enseguida.
Adrianí se equivoca en despreciarnos. La gente aún confía su seguridad a los polis, aunque prefiere a los renegados.
En todo caso, de nuevo me veo obligado a reconocer que la Brigada Antiterrorista tiene razón. Kustas y sus sistemas de alarma no estaban bien vistos, y se lo cargaron. Hasta puede que no los molestara en absoluto, que lo mataran porque sí, para aterrorizar a los demás y demostrarles que nadie es invulnerable, ni siquiera Kustas.
Ya no me queda nada más que hacer. Deseo los buenos días al oficial de guardia y me voy. Se me cierran los ojos de sueño.
En el siguiente semáforo de Vía Sacra cambio de dirección y me incorporo al tráfico que se dirige a Atenas. Ahora yo también conduzco pegadito a la acera, como un gato deslumbrado por los faros.
Son las tres y media cuando llego a casa. Adrianí está durmiendo. Me desnudo y me acuesto sin encender la luz para no despertarla, pero se da cuenta de mi presencia y entreabre los ojos.
– ¿Qué hora es? -pregunta.
– Duérmete.
Si se entera de que son las tres y media, habrá bronca. Acabaré saludando la mañana en mi despacho, como el oficial de guardia de Jaidari. Me ha costado demasiado acabar con esas escenitas para provocar una voluntariamente.