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Capítulo 11

De repente, nos asalta de nuevo la ola de calor. Cada año el verano nos hace la misma jugarreta. Los atenienses salen disparados en dirección a las islas y las playas para refrescarse en julio y en agosto, cuando suele soplar el meltemi <strong>[4]</strong>, y en cuanto regresan a sus casas a principios de septiembre, ya sin posibilidad de escapatoria, el calor los acecha a la vuelta de la esquina para abrumarlos hasta noviembre.

El tráfico es fluido hasta el Hilton, pero a partir del parquecito del hospital Evangelismos hay un atasco fenomenal. Antes los atenienses se pasaban el día en los cafés, jugando a las cartas o al chaquete. Ahora se pasan las horas muertas en los coches, toqueteando el volante y el cambio de marchas. En los cafés, hablaban de todo; con los coches, van a donde quieren. Por eso eligen visitar el centro de la ciudad, porque allí encuentran de todo, desde los organismos oficiales hasta los fragantes montones de basura.

De pronto me doy cuenta de que los carriles de la avenida Reina Sofía en dirección a la plaza de Syndagma están obstruidos por los camiones de la basura. Al principio sólo había un par, después se les sumaron algunos más y ahora ocupan toda la calzada. Los coches tratan de circular entre ellos, avanzan a paso de tortuga y, con suerte, un par consigue pasar el semáforo cada vez que se pone en verde.

– ¿Adónde van todos estos basureros? -pregunto a Vlasópulos, extrañado.

– Ni idea. A lo mejor ha terminado la huelga y han salido a recoger la porquería.

A la altura de la calle Kubari el tráfico se detiene por completo, y todos los camioneros empiezan a tocar el claxon con insistencia. Un guardia urbano se acerca para preguntarnos adónde nos dirigimos.

– A la calle Filelinon -responde Vlasópulos.

– Pues han elegido el mejor momento. -Levanta los brazos en señal de impotencia-. Los basureros marchan con sus camiones hacia el Ministerio de Economía.

Hasta donde abarca la vista, la plaza de Syndagma es un mar de camiones; nosotros, una boya perdida entre ellos. A nuestro lado, un camionero vocifera por el móvil. Su voz debe de oírse, incluso sin la ayuda del aparato, hasta en el mismísimo hemiciclo.

– ¿Que dónde estoy? Parado a la altura del Parlamento. Es lo nunca visto, hemos colapsado toda la ciudad. Por aquí no pasa ni un mosquito. Hemos dicho al ministro que, si no acepta nuestras reivindicaciones, Atenas quedará ahogada en las basuras. Y que cuando empecemos a recoger, lo incluiremos a él también.

Promete volver a llamar antes de interrumpir la comunicación. Después se vuelve hacia nosotros y, al ver que estoy observándole, me tiende el móvil por la ventanilla.

– Toma, llama a casa y diles que llegarás tarde -me dice-. No creo que logres salir de aquí antes de la noche. -Y se troncha de risa con su broma.

Pongo cara de circunstancias y me limito a mirar por el parabrisas. Si le contesto, tal vez acabe tirándome a mí también a la basura, junto con el ministro, y a ver cuándo se dignarían recogernos.

Una decena de guardias urbanos pasea entre los camiones. Todos miran a su alrededor, hablan por radio y no hacen nada, porque en realidad no hay nada que hacer.

– ¿Qué está pasando? -pregunto al guardia más cercano, el mismo que nos habló hace unos minutos.

– Lo de siempre -responde con voz resignada-. Éstos arman el lío padre, el fiscal intenta negociar para que despejen la plaza y nosotros recibimos los insultos.

No veo a las Fuerzas Especiales, pero si hubiesen venido, se habrían desplegado alrededor de la plaza. Durante el funeral de Papandreu nos apostamos en la esquina de Mitropoleos con Filelinon. En aquellos tiempos yo era un simple novato que veía pasar el mar de personas siguiendo el féretro y rogaba por que no nos ordenaran dispersar la marcha. Con aquella multitud encendida, sólo Dios sabe qué hubiese podido pasar. La policía temía a la muchedumbre tanto como ésta a la policía. Algo es algo. Ahora, en lugar de multitudes hay un mar de camiones de basura. Los conductores nos insultan, nosotros tocamos el claxon y lo único que nos da miedo son los gérmenes contaminantes de los desechos.

El móvil del camionero me devuelve a la realidad y admiro a los fabricantes, capaces de inventar un sonido capaz de hacerse oír en medio de semejante pandemónium. El conductor se lleva el móvil al oído, se tapa el otro con un dedo y empieza a aullar.

– ¿Hemos de despejar la plaza sólo porque el ministro ha aceptado una entrevista con nosotros? Primero que acceda a nuestras reivindicaciones, después ya nos iremos. ¡No hay más que hablar! -Deja el móvil, abre la puerta del camión y empieza a gritar-: ¡Sois unos vendidos! ¡Sois unos golfos! ¿Cuánto os han dado para batiros en retirada, eh? ¿Cuánto habéis sacado? -Vuelve a agarrar el móvil-: ¡Ahora mismo voy a la central y monto un cirio! ¡Se van a enterar!

Como si quisiera demostrar que habla en serio, pone marcha atrás y choca con uno de sus compañeros.

– ¡Más despacio, colega! -grita el de atrás-. Si me destrozas el camión tendré que pagarlo yo.

En el coche patrulla hace un calor de espanto, tengo la cabeza a punto de estallar y percibo el olor de mi propia transpiración. Vlasópulos saca un pañuelo para secarse la cara. Al otro lado, el camionero ha apoyado un codo en el volante y, con la cabeza en la palma de la mano, contempla el hotel Gran Bretaña. Estará decidiendo a quién habría que fusilar por traición.

Transcurre un cuarto de hora. Los camiones se ponen en marcha lentamente, como arrastrados por una ligera brisa. Quince minutos más y también nosotros arrancamos y avanzamos, milímetro a milímetro, en dirección a la plaza. Al llegar a Filelinon, consulto mi reloj. Hace tres horas que salimos de la avenida Alexandras y ya son casi las dos.

Dejamos el coche en la esquina de Filelinon con Almirante Nikodimu. Las oficinas de R.I. Helias están en un viejo edificio de tres plantas. La puerta de nogal se abre a un espacio tranquilo y caluroso. No hay tapicerías color hígado, ni modernas estructuras metálicas, ni guardias de seguridad. Las paredes están revestidas de paneles de madera hasta media altura y a partir de ahí, pintadas con paisajes marítimos. La chica que nos recibe, ataviada con un vestido sobrio y sin maquillaje, hace juego con la decoración. El único instrumento moderno que observo en la sala es el ordenador que hay encima de su escritorio.

– ¿Qué desean? -pregunta amablemente.

Vlasópulos y yo nos presentamos y le informamos que deseamos hablar con Niki Kusta.

Descuelga el auricular, habla con la chica y nos indica que subamos al segundo piso. El ascensor es un añadido posterior y en su interior apenas caben dos personas adultas.

Al salir del ascensor advierto que las basuras ocultaban una mansión construida por un tal Bodosakis en la década de los treinta. Ante nosotros, se abre una enorme estancia que recuerda los viejos salones de baile. A la izquierda, una amplia escalera de madera conduce a las otras plantas. El espacio ha sido dividido mediante tabiques de conglomerado en seis cubículos, tres a cada lado, en los que apenas cabe un escritorio con su silla correspondiente y otro asiento para las visitas, siempre que no sean obesas. Dentro de los recintos trabajan dos hombres y cuatro mujeres, sentados delante de sus respectivos ordenadores. Antes este tipo de jaulas se reservaban a los botones y los porteros. Ahora se destinan a los refugiados y los ejecutivos.

El pasillo central conduce hacia una serie de habitaciones: dos a la derecha, dos a la izquierda y una al fondo. El despacho de Niki Kusta es el primero a la derecha. La puerta está abierta y veo a una mujer joven, de unos veinticinco años, con el cabello negro muy corto y la mirada fija en la pantalla de un ordenador. Va vestida de negro y no lleva maquillaje. Llamo a la puerta abierta y ella vuelve la cabeza.

– Teniente Jaritos -me presento-. Y mi compañero…

– Ya sé. Adelante, teniente.

Aunque el despacho no es muy grande, supera las dimensiones de un cubículo. En las paredes observo tablones con gráficos y anotaciones.

– Llegan tarde -comenta al tiempo que señala las dos sillas dispuestas delante de su escritorio-. Estaba esperándoles. -Esboza una sonrisa cándida, casi infantil, que la hace parecer aún más joven.

– Es una visita de rutina, señorita Kusta. No había prisa.

– Claro; qué puedo decirles yo, si no sé nada en absoluto. Me enteré del asesinato de mi padre por la radio. -Habla siempre con la misma sonrisa, aunque se apresura a añadir-: No pretendo acusar a nadie. En su dolor, Élena ni siquiera se acordó de avisarme. O tal vez no quiso sobresaltarme en plena noche y decidió esperar hasta la mañana.

– ¿Estuvo usted en casa toda la noche? Tal vez llamó y no la encontró.

– No, estaba en casa con mi hermano.

La respuesta me sorprende.

– ¿Con su hermano? ¿Viven juntos?

– No pero Makis tiene problemas y…

– Conozco sus problemas. Me habló de ellos su… -Evoco la imagen de la señora Kusta en sus tiempos de artista, con el profundo escote y la pierna desnuda, y no me parece apropiado decir «su madrastra»-. Me lo dijo la señora Kusta.

De nuevo la sonrisa infantil asoma en su rostro.

– Me facilita las cosas, teniente. Makis está bien ahora, pero a veces se desanima y corre el peligro de sufrir una recaída. Entonces necesita apoyo. La noche del crimen fue una de esas ocasiones. Estuve con él toda la noche, cuidándolo.

Pudo superar el bache la noche del crimen, pienso, pero anoche, no. Ayer tomó su dosis y estaba colocado.

– ¿Es su comportamiento habitual? ¿Cuando necesita apoyo suele acudir a usted?

– Mi padre era un hombre chapado a la antigua. Creía que la severidad y la inflexibilidad lo curan todo. Makis tuvo tres recaídas, pero mi padre no cambió de táctica. -Tras una pequeña pausa añade, vacilante-: Su relación con Élena no es buena.

Finjo no saber nada del tema.

– ¿Por qué? ¿Existe alguna razón en concreto para que se produzcan roces?

– Makis nunca llegó a superar el trauma que le causó lo de nuestra madre.

– ¿Qué trauma?

– ¿No lo sabía? -Parece extrañada-. Nuestra madre nos abandonó.

No, no lo sabía. Como nadie me lo había dicho, pensaba que había muerto o que se había divorciado de Kustas.

Por lo visto Vlasópulos suponía lo mismo, porque pregunta sorprendido:

– ¿Les abandonó?

– Sí. Se fue con un cantante. Que yo sepa, siguen juntos. Si no me equivoco, él ya no canta, tiene una empresa discográfica. Desde que abandonó a papá, no quiso vernos más. Nos borró de su vida. -Habla sin amargura, sin emoción, como si relatara la vida de otras personas-. Makis nunca lo superó. Él tenía catorce años y yo, doce. Cuando Élena llegó a casa, mi hermano le dedicó todo su odio, como si le echara la culpa de lo sucedido. -Se interrumpe de nuevo, como si necesitara reconsiderar sus palabras. Luego prosigue con la misma sonrisa-: Bueno, tal vez esté siendo injusta con él; para mí fue más fácil. Verá, yo me he distanciado un poco. Raras veces voy a verles. En realidad sólo les visito en Navidad y el día de su santo. Sin embargo, de no ser por Élena no iría nunca.

– ¿Por qué? ¿Tenía problemas con su padre? -Si afirma que visita la casa paterna sólo por la señora Kusta, es evidente que no se llevan bien.

– No. Pero soy una persona independiente, me gusta arreglármelas yo sola. Cuando terminé mis estudios y volví a Grecia, le pedí a mi padre el apartamento que tenía en la calle Fokilidu, en Kolonaki. El primer piso de su propiedad. Desde entonces vivo allí. Luego encontré este trabajo y decidí llevar mi propia vida.

– ¿En qué consiste exactamente su trabajo, señorita Kusta?

– Hice un máster sobre estudios de mercado en Inglaterra, aunque aquí también me ocupo de realizar sondeos y calculo índices de audiencia. Ahora mismo nos han encargado un sondeo sobre la imagen pública de los líderes políticos. ¿Le interesa saber quién es el más popular?

La cuestión no me interesa particularmente, pero la chica es tan amable que no quiero ser descortés. Me inclino sobre el ordenador.

Los números me confunden hasta que leo el nombre de un ex ministro, actual diputado de la oposición mayoritaria. En una columna junto a su nombre aparece el porcentaje de popularidad que le corresponde: 62 por ciento.

– ¿Su índice de popularidad es del sesenta y dos por ciento? -pregunto incrédulo.

– Pues sí. Mayor que el del líder de su partido. El sesenta y dos por ciento de los encuestados le votarían para el cargo de primer ministro.

Es uno de esos políticos que aparecen cada día en la televisión y se oyen a todas horas en la radio, hablando de todo y de todos. Suele meterse con su jefe para «diferenciarse», por usar la expresión tan en boga. Cada vez que lo oigo hablar me tiro de los pelos, pero tal como antiguamente todos los caminos conducían a Roma, ahora conducen a la pequeña pantalla. Si apareces con suficiente frecuencia, puedes llegar a primer ministro. Y él lo sabe bien.

– Gracias, señorita Kusta. Si necesito algo más, ya la llamaré.

Me encamino hacia la puerta antes de que se me escape algún taco. Soy funcionario público y, si por mala suerte acaba convirtiéndose en ministro de Orden Público, yo podría acabar en un puesto fronterizo.

Ya he llegado a la puerta cuando se me ocurre una última cuestión y me vuelvo.

– Anoche vi a su hermano -digo-. Estaba en Los Baglamás y declaró ante Jortiatis que ahora se ocupa él del negocio.

Se pasa las manos por el corto cabello y suspira profundamente.

– Era el sueño de Makis -asiente-. Llevaba años pidiéndolo. Si mi padre hubiese aceptado, quizá Makis hubiese seguido un camino muy distinto. Él no dejaba de insistir, pero mi padre no quería ni oír hablar del tema. Ahora que está muerto, cree que podrá conseguirlo, aunque se verá decepcionado.

– ¿Por qué?

– Porque mi padre heredó sus propiedades indivisas, y ni Élena ni yo aceptaríamos que Makis se encargara de la gestión de un club nocturno. Al menos en su actual situación. Sería la ruina de mi hermano y también la del negocio.

– Tal vez su padre dejó un testamento.

La chica se echa a reír.

– ¿Mi padre? ¡Inconcebible! -Al reparar en mi desconcierto, se apresura a explicar-: Mi padre detestaba los documentos, teniente. Odiaba los acuerdos firmados, los contratos y los escritos en general. Nunca escribía. Incluso concertaba acuerdos verbales con los artistas que actuaban en sus clubes. Ellos sabían que siempre cumplía su palabra y confiaban en él.

– Ya, pero tenía muchas empresas… Libros de contabilidad, recibos, facturas, declaraciones de Hacienda…

– Él no tocaba nada de eso. Se ocupaba el contable. ¿Quiere que se lo presente?

– Si no es molestia. -Sorprendido, veo que descuelga el auricular y habla con un tal Yannis-. ¿El contable de su padre trabaja aquí?

– Sí, yo misma se lo recomendé. Es buen chico, y honrado. Así papá tenía un contable de confianza y Yannis un trabajo extra. Los dos estaban contentos.

Tal vez el término «chico» resulta algo exagerado aunque el contable no debe de ser mayor que ella. Se trata de un joven de estatura media, modesto y discreto. Se queda en la puerta, sin mirarnos. Por el contrario, contempla a Niki Kusta con ojos tiernos.

– Yannis -dice ella con dulzura-, estos señores son policías y querían hacerte algunas preguntas acerca de la contabilidad de papá.

En realidad, las preguntas que desearía plantearle son muchas, pero prefiero no interrogarlo delante de ella y me limito a lo primordial.

– De momento, sólo quiero ver las cuentas bancarias del señor Kustas -digo.

Nos observa por primera vez. Después su mirada vuelve a la chica, pero no pronuncia ni una palabra.

– Escucha -intervengo con calma-. Puedo averiguar con qué bancos trabajaba Kustas y conseguir una orden para investigar sus cuentas. No obstante, si accedes a facilitarnos el trabajo, ganaremos tiempo.

Sigue guardando silencio y mirando fijamente a la chica.

– Hazlo, Yannis -indica ella con su sonrisa inocente-. Si papá tenía algo que ocultar, seguro que no eran sus cuentas bancarias.

– Es información reservada, ¿sabe? -dice, rompiendo su silencio.

– Te doy permiso.

El joven duda unos instantes más, después murmura: «Un momento», y sale del despacho.

– ¿Ven como es honesto y de confianza? -Kusta sonríe, satisfecha de que se haya demostrado la veracidad de su afirmación-. Lo mejor que puede hacer Makis es invertir el dinero y vivir de las rentas -continúa como si no hubiera mediado la presencia de Yannis.

Prefiero no decirle que da lo mismo que cobre la herencia en efectivo o sólo los intereses. Su hermano está sentenciado, porque se lo pateará todo en droga.

Suena el teléfono y Kusta contesta.

– Tome nota, por favor -dice.

A mi señal, Vlasópulos saca su bloc de notas. La chica dicta los números de dos cuentas bancarias, una del Banco Nacional y la otra del Banco Comercial. Le doy las gracias y nos vamos.

Al salir a la calle Ermú, vemos que la plaza de Syndagma está despejada. Son las cuatro de la tarde y, de repente, noto todo el cansancio de la noche pasada.

– Déjame en casa -pido a Vlasópulos-. De todas formas, hoy no podemos hacer nada más.

Enfilamos otra vez la avenida Reina Sofía y torcemos por la calle Rizari para entrar en Spiru Merkuri.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Viento del norte que suele soplar en el Egeo durante la época estival. (N. de la T.)