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El Kanandré, que resultó ser Le Canard Doré, nada tiene que ver con los otros clubes de Kustas. Es un edificio neoclásico de principios del siglo XX, de esos que construían los políticos, los grandes comerciantes y los médicos para veranear en Kifisiá. Para llegar a él, hay que atravesar un gran jardín, bien cuidado e iluminado por lámparas en forma de seta. La edificación recibe luz de unos potentes focos ocultos entre los parterres. La verja que da entrada al jardín está abierta y la decoración de hierro forjado que la corona contiene una inscripción en forma de pato: Le Canard Doré. No es un rótulo luminoso, sino una placa pintada. Debido al bochorno, la gente está cenando en el jardín, entre las setas iluminadas.
Me da vergüenza aparcar el Mirafiori entre los Audi, los Mercedes y los BMW. Lo dejo un poco más abajo, al abrigo de la penumbra que proyectan los pinos.
Antes de entrar, Adrianí se detiene para admirar el local.
– Qué glámurus -exclama entusiasmada. La primera vez que me dijo esta palabra, yo no sabía qué significaba y tuve que buscarla en el Oxford English-Greek Learner's Dictionary, el único diccionario inglés-griego que tengo. Ahora ya la conozco. Significa brillante, encantador, seductor, casi mítico.
Adrianí me toma del brazo y cruzamos la verja de entrada. El maître, con sus pantalones negros, su americana color crema y su pajarita, se apresura a recibirnos.
– Buenas noches -nos saluda con gran amabilidad-. ¿Han hecho una reserva?
– No.
– Me temo que no hay mesas. -Su expresión manifiesta tal tristeza que se diría que está al borde del suicidio.
A punto estoy de decirle quién soy, para que se suicide de verdad por tener a un poli en su local a estas horas, pero no hace falta.
– Está bien, Michel -interviene una voz femenina-. Son mis invitados.
Me vuelvo y veo a Élena Kusta. Se ha arreglado el pelo y lleva un sencillo vestido blanco, pero con eso es más que suficiente. No es que aparente menos edad, sencillamente resulta más deseable que cualquier veinteañera.
– Buenas noches, señor Jaritos. -Y me tiende la mano.
– No esperaba encontrarla aquí. -Le presento a Adrianí, que se ha quedado mirándola, impresionada.
– Dinos tenía debilidad por Le Canard Doré, ¿sabe? Era su joya. Pensé que haciéndome cargo del restaurante honraría su recuerdo.
Nos acompaña mientras el maître nos conduce hacia una mesa un poco apartada. Adrianí no puede dejar de mirar a Élena. Al final, no resiste más:
– Perdone, ¿es usted Élena Fragaki? -pregunta.
Una sonrisa ilumina el rostro de Kusta.
– Le agradezco que me recuerde después de tantos años -dice, casi emocionada.
– No es fácil olvidarse de usted.
Kusta tiende la mano y, en un gesto espontáneo, roza el brazo de Adrianí. Entre la admiración de mi mujer y la coquetería de Élena Kusta se ha establecido una alianza inmediata.
El maître despliega los menús. A la derecha, los nombres de los platos aparecen escritos en francés, con el alfabeto latino. A la izquierda, en francés pero con letras griegas. No entiendo nada. Kusta lo advierte enseguida e indica al maître:
– ¿Qué nos recomendarías, Michel?
– El marisco -propone él sin vacilar-. Si los señores prefieren algo más clásico, les recomendaría la terrina de hígado de pato o las setas a la provéngale. De segundo, ternera a la bourguignonne con patatas o bien gallo au vin, que es nuestra especialidad.
O bien el escalope. Si les apetece pescado, el rodaballo es la mejor elección.
– Nos ponemos en sus manos. Confío plenamente en usted -dice Adrianí y el maître se hincha como un gallo a punto de ser rociado con el vino. En momentos como éste, la admiro. Sé perfectamente que no ha entendido nada, pero tiene una forma muy propia de manejar la situación sin delatar su ignorancia.
– ¿Tenéis algo a la parrilla? -pregunto.
– Entrecot.
– Pues tomaré eso.
Apenas se ha alejado el maître cuando llega un camarero con un cestito lleno de pan. Rebanadas de pan integral caliente, rebanadas de pan blanco caliente, grisines y tostaditas. Con el contenido del cestito bastaría para alimentar a toda una familia de albaneses.
– ¿Han elegido la bebida? -pregunta el camarero.
– ¿Vino? -dice Adrianí, consultándome con la mirada.
– Un Chablis del 92 -interviene la señora Kusta. Después se dirige a mí-: ¿Han venido a cenar o por razones profesionales, señor Jaritos?
Siempre consigue desconcertarme.
– A cenar, pero se me ha ocurrido que tal vez aproveche la visita -respondo evasivamente-. No se trata de nada importante. Sólo quiero hacer una pregunta al gerente del establecimiento.
No parece disgustada, porque sonríe.
– Está en el restaurante -dice señalando el edificio neoclásico-. Pregúntele lo que quiera. Ahora tendrán que disculparme. Volveré en cuanto termine mi ronda. -Se acerca a la mesa de al lado y entabla conversación, con la encantadora sonrisa que la caracteriza.
– ¿Me has traído aquí por trabajo? -dice Adrianí.
– No, me apetecía salir un poco. Podríamos haber ido a otro sitio, pero pensé que así mataría dos pájaros de un tiro.
Está tan contenta que se deja convencer sin discusiones y me dedica una sonrisa. Por primera vez se me presenta la oportunidad de mirar a mi alrededor. La edad de los comensales oscila entre los cuarenta y cinco y los sesenta. No hay gente joven. Van todos vestidos de punta en blanco, y agradezco a Adrianí que me haya obligado a cambiarme de traje. Todas las mesas están ocupadas y, si nos encontráramos en una taberna, el ruido sería ensordecedor. En cambio aquí la clientela habla en voz baja, como si estuviéramos en la Biblioteca Nacional.
Vuelve el camarero con una botella de vino. La hace rodar entre las manos cual prestidigitador y la descorcha. La envuelve en una servilleta, sirve apenas un par de gotas en mi copa y, como si hubiera cambiado de opinión, se incorpora y permanece inmóvil, la botella suspendida en el aire, observándome.
– ¿Qué te pasa? Llénala -digo.
Me dirige una mirada que no alcanzo a interpretar y llena la copa. El vino es aromático y tiene un sabor suave, entre dulce y amargo. De pronto, vislumbro en el centro del jardín al ex ministro que tiene tan alto índice de aceptación. Preside una mesa en la que cenan otros cinco comensales, tres hombres y dos mujeres. De vez en cuando, aparta la vista de su plato y mira a su alrededor, como si esperara que alguien se acercara a saludarlo. La clientela de Le Canard Doré, sin embargo, prescinde de ex ministros; esa gente sólo se codea con el primer ministro. Aquí el índice de popularidad no sirve de nada, aunque sea superior al del jefe de su partido.
El entrecot gotea sangre. Por las patatitas redondas que hay en el plato de Adrianí, deduzco que le han servido el «burriñón» o como se llame.
– ¿Te gusta? -me pregunta ella.
– ¿Y a ti?
– Es delicioso.
La carne se me atraganta, porque tengo la sensación de estar masticando a la víctima de un asesinato de los que veo a diario, y me levanto en busca del gerente. De camino hacia el edificio, paso por delante del ex ministro, quien levanta la cabeza y me mira. Está esperando que lo salude, pero yo también paso de largo, aunque no me codee con el primer ministro sino con Guikas.
A derecha y a izquierda de la planta baja del edificio neoclásico hay dos grandes salas que en invierno deben de servir de comedores. Una escalera de madera conduce al primer piso, donde ha de haber otras salas. Las paredes están revestidas de madera y pocos cuadros cuelgan de ellas. En el vestíbulo encuentro al maître en compañía de otro hombre, alto y delgado y ataviado con un traje carísimo. Enseguida comprendo que se trata del gerente, pero prefiero asegurarme, a pesar de todo.
– Quisiera hablar con el gerente del restaurante.
– Yo mismo.
– Soy el teniente Jaritos.
– Ah, sí -responde sin dudar. Kusta ha debido de avisarlo-. ¿En qué puedo ayudarle, teniente? -Acentúa la mayoría de las palabras en la última sílaba, y la «r» se le escapa y suena como una «g», pero consigue hacerse entender.
– Quisiera formularle algunas preguntas. No le robaré mucho tiempo. -Por lo visto el ambiente ha influido en mi comportamiento, porque me muestro más amable que de costumbre.
– Estoy a su disposición.
– La noche del crimen, Dinos Kustas pasó por aquí antes de ir al otro club, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Recuerda a qué hora vino?
– No miré el reloj, pero él solía presentarse siempre a la misma hora: a las once.
– ¿Y a qué hora se marchó?
– Mmmm… -piensa un poco-. A eso de las doce o doce y media, tal vez.
– ¿Se llevó algo?
– ¿Qué podría haberse llevado? ¿Comida empaquetada?
Se ríe con su propia broma, pero a mí empieza a irritarme su acento y su tendencia a contestar a mis preguntas con otras preguntas.
– No sé, por eso te lo pregunto. ¿Se llevó algo? -Normalmente, la estrategia del tuteo repentino da resultado con los griegos, pero éste no se da por aludido.
– ¿Comida? No.
– ¿Otra cosa, tal vez? ¿Dinero, por ejemplo?
– Esto no es un banco, teniente, ¿verdad?
– No he dicho que sea un banco. Me refería a que tal vez se llevó la recaudación de la jornada.
– Oh, mais non -se le escapa en francés-. Jamás hacía eso. Cada mañana venía un furgón blindado para llevarse el dinero.
– ¿City Protection?
– Sí, señor.
El furgón blindado hacía el mismo recorrido todos los días: Kifisiá-Kalamaki, Kalamaki-avenida Atenas, avenida Atenas-banco. Como un autobús de línea.
– Esto es todo. Muchas gracias.
– De nada. Espero que haya disfrutado de la cena.
Me limito a responder con una sonrisa que podría significar «sí», para que no piense que me he arrugado porque me han servido un filete crudo, como si fuera un caníbal. En fin, Kustas no se llevó dinero de Los Baglamás ni de Le Canard Doré. Mi última esperanza es que lo sacara del banco. Aunque, en ese caso…, ¿dónde estaba? ¿Y si lo que fue a buscar al coche no era dinero, sino otra cosa, que ha desaparecido? O tal vez se trató de una serie de coincidencias, y el asesino se limitó a esperar su salida. Conocía sus costumbres y sus horarios, y sabía que a esa hora no tardaría en aparecer. Si el extracto de su cuenta bancaria demuestra que no solicitó ningún reintegro, esta hipótesis sería la más probable. Sin embargo, aún queda una pregunta pendiente: ¿qué fue a buscar al coche, al margen de quién fuera el asesino?
De vuelta a la mesa, descubro que Adrianí y la señora Kusta están charlando como viejas amigas.
– ¿Ha terminado? -me pregunta Kusta.
– Sí, sólo era un pequeño detalle. ¿El gerente es francés?
– Sí, el chef también. Como ya le comenté, Dinos quería un restaurante genuinamente francés.
– Y su presencia le da luz -interviene Adrianí con dulzura.
Élena Kusta se ríe con timidez, pero es evidente que le ha gustado el cumplido.
– No me tiente, señora Jaritu. Decidí probar durante unos días, pero no estoy segura de hacerme cargo del restaurante. -Se vuelve hacia mí-: Makis tiene parte de razón, teniente. He pasado demasiado tiempo escondida en mi fortaleza, y el mundo exterior me asusta.
– Si se decide, sólo quedará el Flor de Noche sin dirección. -No entiende mi insinuación y me dirige una mirada interrogante. Decido ser más directo-: Anoche, en Los Baglamás, Makis afirmaba ante quien quisiera oírlo que él es el jefe.
La reacción de Kusta es idéntica a la de su hijastra. Suspira profundamente y se apoya en el respaldo de la silla.
– Entonces también querrá dirigir el Flor de Noche. Esos clubes han sido siempre su mayor ambición. Siempre discutía con su padre por ese tema, pero mi marido no se dejaba convencer. -Guarda silencio y vuelve a suspirar-. Alguien debería hablar con él, explicarle que sería su ruina, pero ¿quién? La única persona a la que hace caso es Niki. A mí me odia, ya lo ha visto.
– No sólo lo vi, sino que él mismo me lo dijo.
– ¿Cuándo?
– El día que fuimos a verla a su casa, él nos esperó en la calle para advertirnos de que usted había engatusado a su padre y que lo manipulaba a su antojo.
Lo suelto sin ningún miramiento para observar su reacción, pero ella se limita a sonreír con amargura.
– Es cierto -asiente pensativa-. No lo manipulaba a mi antojo, eso hubiese sido imposible. Pero engatusarlo… sí, tal vez.
Vuelve a callar y su mirada se pierde en la lejanía, entre los árboles, como si estuviera rememorando el pasado para decidir si había engatusado a Dinos Kustas.
– ¿Sabe cómo conocí a mi marido? -pregunta de pronto-. Yo cantaba en el teatro Acropole. El era dueño de Los Baglamás y, por aquel entonces, estaba a punto de inaugurar el Flor de Noche.
– ¿No fue el Flor de Noche el primero en funcionar?
– No. Primero abrió Los Baglamás; después, el Flor de Noche, y por último, este restaurante. Mi marido empezó de cero, señor Jaritos, y, como suele suceder en estos casos, fue subiendo peldaño a peldaño. En fin. En esa época aún no había micrófonos inalámbricos. Para bajar del escenario teníamos que arrastrar largos cables. Dinos era un asiduo. Se sentaba siempre en segunda o tercera fila, junto al pasillo. En cuanto le veía, yo bajaba del escenario, le sonreía y, al pasar, me apoyaba un momento en él…
Seguro que también te abrías el vestido para que admirara tus piernas, pienso, pero no lo dices porque está delante Adrianí.
– No quería ser su amante -prosigue como si me hubiera leído el pensamiento-. Eso suponían todos, pero no era cierto. Quería que se fijara en mí y me contratara para cantar en el Flor de Noche. Después de la tercera o cuarta vez, me envió flores al camerino y me invitó a cenar. Su mujer acababa de abandonarlo, dejándolo al cuidado de dos niños pequeños. Salimos un par de veces. Era un hombre agradable y me gustaba su compañía, pero no soltaba ni una palabra en cuanto a contratos. Al final, en lugar de ofrecerme un trabajo en su establecimiento, me propuso matrimonio. Lo medité y al final acepté. Desde cierto punto de vista, podría decirse que lo engatusé.
– ¿Por qué? -pregunta Adrianí-. ¿Por qué dejó su carrera?
– Porque tenía ya treinta y cinco años, señora Jaritu. En mi profesión, si a esa edad no has llegado a lo más alto, corres el peligro de acabar haciendo giras por las provincias. Y yo no estaba en lo más alto, no nos engañemos. -Tras una breve pausa, me sonríe-: Se lo cuento, teniente, para que lo sepa por mí, antes de que otros lo presenten como les convenga.
Cuando llega el momento de marcharnos, se niega a aceptar que paguemos la cuenta.
– La próxima vez -dice-. Esta noche son mis invitados. ¿Quién sabe? A lo mejor me traen suerte y puedo quedarme con el local.
Aunque ya sabía que no me dejarían pagar, con Élena Kusta o sin ella, he traído dinero, por si acaso.
– Ha sido una velada maravillosa -comenta Adrianí en el momento en que arranco el Mirafiori, y me da un beso en la mejilla. El segundo de la noche. Últimamente, me está acostumbrando mal.
– ¿Qué te ha parecido Élena Kusta?
– Es una gran mujer. Y no se da aires a pesar de su posición.
– ¿Y lo que ha dicho de su marido?
– ¿Que lo engatusó? Valoro su sinceridad. Todas las mujeres hacemos lo mismo. Si te contara lo que hice yo para engatusarte…
Freno el coche y la miro. Me dirige una sonrisa triunfal. Estoy a punto de preguntar qué hizo, pero cambio de opinión. Mejor no saberlo.
En las tres horas que llevamos fuera, las basuras han cubierto por completo la acera de la calle Aristokleus y han llegado hasta nuestro portal. Adrianí se apoya en mí, salta por encima de dos bolsas de plástico y aterriza en la entrada.
– ¡Qué gentuza! -exclama indignada-. ¿No han oído por radio y televisión la advertencia de que no saquemos la basura a la calle?
– Oyen tantas cosas que se olvidan -contesto, y salto yo también, siguiendo sus pasos.