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Capítulo 14

Las dos cuentas bancadas de Kustas, la del Banco Nacional y la del Comercial, son de sucursales de Glifada. Decido visitarlas temprano, antes de ir a la oficina. Ojalá logre convencer a los directores de que me las enseñen sin necesidad de una orden judicial, porque si tengo que recurrir al fiscal, perderé un par de días. La única posibilidad de que Kustas llevara una gran suma de dinero en el coche es que lo hubiera sacado del banco el mismo día de su asesinato, o el anterior como mucho. De ser así, lo hizo para pagar a su asesino, con lo cual quedaría abierta la pregunta de dónde está el dinero, ya que no lo hemos encontrado. Si por el contrario no hay dinero de por medio, se trata de un asunto turbio. Ambas posibilidades conducen a la misma conclusión: Kustas tenía que encontrarse a solas con el asesino, por eso abrió el coche y no quiso que lo acompañaran sus matones. Cuando el otro lo llamó, se volvió para responder. Lo cierto es que se citó con él a las dos y media de la madrugada, ya fuera para darle dinero o para hablar en la intimidad del coche. El asunto apesta. A saber qué negocios sospechosos se traía entre manos y con quién. ¿Cómo descubrir al asesino?

Dejo la calle Ymitú y entro en la avenida Vuliagmenis. La ola de calor de ayer ha creado una atmósfera irrespirable, el cielo está cargado de nubes y el bochorno es tremendo. Tengo que secarme las manos continuamente, porque me sudan y temo perder el control del volante. Por suerte, a la altura de Brajami los coches empiezan a circular con fluidez y encuentro el relativo aliviode una brisa refrescante. En realidad, son imaginaciones mías, porque el aire que entra por la ventana es tan ardiente como si viniera del desierto.

Tardo cuarenta y cinco minutos en llegar al banco y aparcar. Es una de esas sucursales nuevas, decoradas en blanco y azul celeste, los colores de la bandera. Los escritorios son idénticos, cada uno con sus dos sillas destinadas a los clientes, todas vacías, porque el único cliente, aparte de las tres personas que aguardan su turno ante la ventanilla, soy yo. Cuento los miembros del personal: unos diez directores, subdirectores e interventores, y tan sólo tres empleados, uno de ellos en la caja. Me acerco a una empleada encorvada sobre un documento y pregunto por el director de la sucursal. Sin levantar la cabeza, extiende una mano y señala la escalera. Pierdo la oportunidad de verle la cara, pero la admiro por ser capaz de orientarse entre el laberinto de jefes.

El director es un hombre de unos cuarenta años. No sé cómo ha podido confundirme con un empresario deseoso de trabajar con su banco, pero lo cierto es que me recibe con una sonrisa abierta y luminosa. En cuanto lo informo del motivo de mi visita, la sonrisa se desvanece y es sustituida por una mirada tenebrosa.

– Imposible. Eso contravendría el secreto bancario -objeta.

– Lo sé. Y usted también sabe que Kustas murió asesinado. No soy pariente ni heredero. Soy policía y le pido que colabore en nuestra investigación.

Se encuentra en una posición incómoda. No pretende dificultar mi labor, sino sopesar las consecuencias.

– No puedo entregarle una copia del movimiento de cuentas, pero sí mostrárselo.

– Con eso será suficiente.

– Si esto llegara a saberse, perdería mi empleo. Me entiende, ¿verdad?

– No se preocupe, guardaré el secreto.

Levanta el auricular y pide el movimiento de cuentas de Kustas. Me pregunto si lo traerá uno de los directores o interventores, porque los empleados rasos escasean. Al final, aparece la chica que me ha indicado el despacho.

Estudio las operaciones bancarias. Figuran ingresos diarios de unos cinco millones de dracmas, pero ningún reintegro importante, ni el día del asesinato ni el anterior. Dejo el documento sobre el escritorio del director y me dispongo a marcharme. Si Kustas sacó dinero para pagar a alguien la noche del crimen, no fue en el Banco Comercial.

La sucursal del Banco Nacional queda a dos pasos y es el polo opuesto de la anterior. Aquí hay pocos directores, muchos empleados y unas colas en ventanilla que recuerdan las delegaciones de Hacienda cuando finaliza el plazo de entrega de las declaraciones. Las dos sillas ante la mesa del director están ocupadas, y tengo que esperar a que queden libres.

Al cabo de media hora, cuando consigo entrar en el despacho y comunicarle el motivo de mi visita, el tipo alza los brazos en señal de impotencia.

– Por desgracia, no estoy en disposición de ayudarlo. El secreto bancario me lo impide.

– Ya lo sé, pero su cliente murió asesinado y estamos buscando al culpable.

– Nuestro cliente fue asesinado, cierto, pero dejó herederos que, por el momento, desconozco. Oficialmente al menos.

– No quiero copias del movimiento de cuentas, ni siquiera le pido que me lo muestre. Basta con que me diga si Kustas extrajo una suma importante el día de su muerte, o el anterior.

– Lo lamento.

– Podría venir con una orden judicial para investigar sus cuentas.

El director sonríe.

– Ya veo que conoce el procedimiento legal; ¿por qué no lo sigue? Así los dos estaremos más seguros.

– Muy bien -asiento, y acto seguido me pongo en pie-. Volveré mañana con la orden judicial. Por cierto, necesitaré los servicios de dos de sus empleados.

– ¿Por qué? -Me observa extrañado.

– Porque investigaré hasta el último movimiento de la cuenta desde el día en que se abrió y pediré comprobantes de cada ingreso, cada reintegro y cada transacción. Calculo que nos llevará un par de jornadas.

– Pero si acaba de decirme que sólo le interesa el movimiento de los dos últimos días…

– Usted quiere cumplir bien con su trabajo y yo con el mío. Éste es el procedimiento oficial.

Piensa en lo mismo que he pensado yo cuando le he pedido dos empleados: en la gente que se amontona delante de las ventanillas. En la calle se desata una tormenta con rayos y truenos. El director descuelga el teléfono y pide un extracto de la cuenta de Kustas. Deja el auricular y me mira. Ya le gustaría echarme del despacho, pero no le queda más remedio que aguantarse. Cuando llega el extracto, separa la última hoja y me la entrega. Kustas sacó cincuenta mil dracmas el día anterior a su muerte. Se gastó veinte mil, y encontramos las treinta mil restantes en su billetera. Nada más.

– Gracias por su ayuda -digo y le devuelvo la hoja.

No me saluda cuando me marcho, y yo tampoco a él. No es que pretenda mostrarme descortés, sino que estoy pensando en Kustas. La posibilidad de que sacara dinero para entregarlo a su asesino queda descartada. Así pues, debieron de citarlo para mantener una conversación en el coche. Cuando encontremos al asesino, si lo encontramos, sabremos cuál iba a ser el tema de la charla. Tomo nota mental de pedir a Dermitzakis que averigüe qué llamadas realizó Kustas desde su teléfono móvil y desde el fijo. Tal vez eso nos dé alguna pista.

Está lloviendo a mares. Llego al Mirafiori calado hasta los huesos y renegando del tiempo; de Kustas, que tuvo la ocurrencia de abrir sus cuentas en Glifada, y del director del Banco Nacional, que me ha causado este retraso.

A la altura del aeropuerto, el embotellamiento en la avenida Vuliagmenis es tal que apenas avanzamos. Los semáforos no funcionan, los conductores están como locos y las bocinas resuenan. La ropa se me ha pegado al cuerpo y tiemblo como un pez fuera del agua. No hará más de media hora que empezó a llover pero, a la altura de Iliúpolis, un gran torrente baja de la montaña. Un Yugo, un Renault Clio y un Fiat Uno han quedado atrapados en el charco. Los conductores, sentados tras el volante, contemplan las aguas como turistas en las cataratas del

Niágara. Si el Mirafiori se cala ahora, jamás volverá a arrancar, pienso, y tendré que desplazarme en trolebús. Bajo la ventanilla e indico a los demás conductores que quiero pasar al carril de la izquierda. El que debía cederme el paso saca la cabeza por la ventanilla y empieza a llamarme de todo, pero a cambio recibe una ducha de agua de lluvia. Enseguida mete la cabeza dentro del coche y sube la ventanilla, mientras consigo cambiar de carril. En el primer semáforo que me permite girar a la izquierda, doy la vuelta y subo a la acera. Apago el motor y, tiritando, espero a que escampe. Ayer por la noche era un armador griego en un restaurante francés; hoy soy un náufrago paquistaní en las aguas de Vuliagmenis.