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El centro de la ciudad aparece alfombrado con las basuras que ha arrastrado la lluvia. La gente llega a su destino atravesando un bosque de desechos: tetrabriks de Milko, botellas de plástico de Coca-Cola, latas de cerveza y envases vacíos de yogur. Por más que la radio anuncie que la huelga de basureros ha terminado, la porquería sigue imperando. Seguramente esperan a que las seque el sol antes de pasar a recogerlas.
El trayecto hasta la avenida Alexandras dura lo mismo que un viaje a Volos: unas tres horas. Cuando llego, ya se me ha secado la ropa. Al verme entrar, Vlasópulos se apresura a recibirme:
– El director quiere verlo.
– Vale. Pasa a mi despacho. -Veré a Guikas más tarde, cuando me haya calmado un poco-. ¿Alguna novedad en el caso Kustas?
– Si lo pregunta así, no.
– ¿Se puede saber qué quieres decir con eso, Vlasópulos? ¿Cómo habría de preguntártelo? Mejor di «sin comentarios», eso que ahora está tan de moda. -Me alegro de haber tenido la oportunidad de descargar mi frustración contra él, así me enfrentaré a Guikas más sereno.
– Quiero decir que sobre el caso Kustas nadie sabe nada.
– Sí saben, pero prefieren callárselo.
– No, teniente. -Guarda silencio y me mira perplejo-. Algo raro pasaba con Kustas. No con su muerte, sino con él mismo.
– ¿A qué te refieres?
– No lo sé, es difícil de precisar. Cuando pregunto acerca del asesinato, todos responden sin problemas. Cuando pregunto qué tipo de persona era, se les traba la lengua.
– No me vengas con psicoanálisis de pacotilla, Vlasópulos. Nosotros nos ocupamos de los trapos sucios, no de las sutilezas de diván. Sigue preguntando, presiónalos.
– De acuerdo. -Deduzco que lo he convencido, porque añade-: Sea como sea, seguiré investigando.
– Bien dicho. Llama a Dermitzakis.
Le he echado una buena bronca, pero sus palabras me dan qué pensar. Si está en lo cierto, hay una conspiración de silencio. No por temor a Kustas, que está ya muerto, sino a sus colaboradores. La segunda opción empieza a cobrar cuerpo. Kustas salió solo del club la noche del crimen porque se había citado con un «colaborador». Mal que me pese, la Brigada Antiterrorista tenía razón. Tal vez el asesino fuera inepto o novato, pero cobró por cometer el crimen.
– Quiero que investigues todas las llamadas telefónicas de Kustas -ordeno a Dermitzakis en cuanto aparece-. Las que hizo desde el restaurante, los dos clubes, su casa y el móvil. Quiero saber a qué números llamaba.
– ¿A partir de qué fecha?
– Los últimos quince días, así nos cubrimos las espaldas. Empieza con el móvil. Lo más probable es que lo utilizara.
Lo dejo y me dispongo a subir al despacho de Guikas. La noticia de que me he pasado tres horas en remojo ha debido de conmover al ascensor, porque me abre las puertas sin tardanza. Rula me recibe con una gran sonrisa.
– ¿Cuándo será la boda? -pregunto.
– Bueno, Sakis quiere que nos casemos enseguida, pero yo no tengo prisa.
– ¿Por qué?
– Que sufra un poco. Los hombres son arrogantes con las mujeres fáciles. -Me mira como si insinuara que tengo suerte de estar con Adrianí, fuera ya de su alcance.
– ¿Está en su despacho? -pregunto, intentando dominar el irreprimible impulso de salir huyendo.
– Sí, y lleva todo el día buscándole.
Así es: en cuanto abro la puerta, se me echa encima.
– ¿Dónde te habías metido? No me ha llegado ningún informe.
– Aún no hay informe. Estamos dando palos de ciego.
Lo pongo al día de mis pesquisas desde que me encargué del caso y le cuento mi aventura bancaria de la mañana. Me contempla con aire pensativo.
– Prefiero que te ocupes del caso del cadáver sin identificar -resuelve al final-. Que Vlasópulos se ocupe de Kustas.
Su decisión me deja atónito. Intento averiguar qué se propone, pero su rostro permanece inexpresivo.
– ¿Por qué? -Es lo único que se me ocurre preguntar.
– Lo investigará durante unas semanas, no conseguirá nada y pasará al archivo de casos sin resolver.
De repente recuerdo las palabras de Sotirópulos: si investigo el caso de Kustas a fondo, acabaré metiéndome en líos. Conozco bien a Guikas. No deja piedra sin levantar en delitos mucho menos trascendentes. Si ahora se muestra dispuesto a archivar éste, es que ha recibido órdenes de arriba. Aunque creía haber descargado mi irritación contra Vlasópulos, de pronto siento que se me crispan los nervios.
– ¿Ha sido idea de Stellas?
– ¿Qué tiene que ver él en este asunto?
– Me sugirió que archivara el caso desde el primer día.
– ¿Y tú crees que Stellas me da órdenes? -grita. Está enfadado porque piensa que lo subestimo, y también para levantar una cortina de humo-. Aquí tenemos a las cuarenta tribus de Israel. Albaneses, serbios, rumanos, búlgaros, todos dispuestos a matar por un mendrugo. Cualquiera los encuentra. Archivaremos el asunto y, con un poco de suerte, el año que viene detendremos al asesino por otro crimen y, de paso, esclareceremos éste.
Termina y espera a ver si voy a poner objeciones. Permanezco callado y él se tranquiliza.
– Además, tenemos noticias referentes al otro caso.
Coge del escritorio dos folios unidos con una grapa y me los da. El primero está en alemán. Por los sellos deduzco que se trata de un documento oficial.
– Es la declaración del alemán. Ha llegado esta mañana por fax. Lo localizaron en la Universidad de Berlín.
Paso la hoja y veo que el segundo folio es la traducción del primero al griego.
– ¡Qué rápido! -comento para picarlo, porque ya sé lo que viene a continuación.
– La cuestión es conocer a las personas adecuadas -replica con orgullo, confirmando mi sospecha.
– ¿Su amigo en Alemania?
– Hartman, sí.
A saber si ha sido Hartman o mi petición lo que ha producido la declaración suplementaria. Los documentos pasan siempre primero por las manos de Guikas.
– Hemos estado investigando acerca de Kustas en ambientes sospechosos, pero todos tienen miedo y no sueltan prenda. Es posible que este caso tenga mucha más trascendencia de lo que imaginábamos al principio. Quizá deberíamos investigar un poco más, a ver adónde nos conduce.
Me observa. Después asume esa expresión desenfadada a la que suele recurrir cuando quiere decirme algo sin necesidad de palabras.
– Kostas, sé muy bien adónde quieres ir a parar. Que Vlasópulos se ocupe del caso. No insistas.
Por un momento nos miramos en silencio. Después abro la puerta y salgo del despacho.
– ¿Qué pasó con Hartman? -pregunto a Rula.
– ¿Quién es?
– El alemán a quien tenías que llamar en Munich.
– Ah, no lo encontramos y lo dejamos correr.
Si resolviera los crímenes con la misma facilidad, ya sería jefe de la policía.
En el ascensor, me devano los sesos pensando en quién ha podido ordenar a Guikas que abandone el caso y por qué razones. ¿En qué asuntos turbios andaba metido Kustas? Drogas, imposible. Los casos relacionados con drogas no se abandonan. Primero salen a la luz y después los culpables intentan comprar su libertad. Lo único que se me ocurre es que se trate de un lío de usureros. Si estaban involucrados empresarios conocidos, pudieron usar sus influencias para tapar el asunto antes de que sus nombres aparecieran en los periódicos y la televisión. La rápida ojeada que eché en las cuentas de Kustas, sin embargo, no sugería nada de eso. Además, si después de lo que me ha dicho Guikas pido una orden judicial para los bancos, seguro que tendré problemas.
Me siento a mi escritorio y empiezo a leer la traducción de la declaración del alemán. Es muy breve, apenas unas pocas líneas.
«Vi al desconocido paseando por las calles de Jora, en Santorini, cogido de la mano de una chica. Era de estatura mediana, rubia, y llevaba el cabello largo y recogido en una coleta. No podría precisar su edad. Aparentaba unos veinte años, pero seguramente era mayor. Volví a encontrármelos más tarde, mientras comía en una taberna. Ellos se sentaron a la mesa de enfrente. Fue la última vez que los vi.»
Miro, pensativo, el folio de la declaración. El único dato nuevo es que la chica era rubia, de cabello largo. Una aguja en un pajar. El mundo está lleno de rubias. La declaración ni siquiera detalla si el cabello era rubio natural o teñido.
En el balcón de enfrente, el melenudo ha abrazado a la chica y la está acariciando. Ella le devuelve el abrazo mientras él le rodea la cintura y la besa en el pelo, en el cuello y en la boca. El teléfono me distrae del espectáculo. Es el jefe de la policía de la isla.
– No se alojó en la isla, teniente -me informa-. Hemos preguntado en todos los hoteles y casas particulares.
– ¿Alguien lo ha reconocido?
– Sólo el propietario del café de la plaza. Por lo visto estuvo en el local en compañía de otros dos tipos.
Algo se agita en mi interior. Los dos tipos no podrían ser sino sus asesinos. De modo que los conocía.
– ¿Tenemos la descripción de esos dos?
– Es muy imprecisa. Uno tenía el pelo castaño y el otro, moreno. Al del café le parecieron extranjeros.
– ¿Está seguro?
– No, porque cada vez que se acercaba a su mesa, ellos callaban.
– ¿Y la chica?
– No la vio, sólo a los dos tipos. Ya ve -añade como si quisiera justificarse-. En verano la isla está llena de gente; cómo recordar unas caras…
– Gracias, subteniente -digo y cuelgo el teléfono.
Si no se alojaba en la isla, ¿qué hacía allí? ¿Llegó en lancha con sus asesinos? Es posible, dado que los conocía. O tal vez llegó en barco y tenía intención de quedarse, pero lo mataron antes de que pudiera alquilar una habitación. ¿Y la chica? El alemán los vio juntos en Santorini. Quizá Dermitzakis tuviera razón: un polvo rápido y cada uno por su lado. ¿O acaso los tipos lo seguían para controlar sus movimientos?
Una imagen empieza a formarse lentamente en mi cabeza. El desconocido llega a la isla, ya fuera en barco y en compañía de la chica, en cuyo caso no tuvo tiempo de alquilar una habitación porque se lo cargaron; ya fuera en lancha rápida con la chica y los dos tipos. La segunda posibilidad me resulta más convincente. La chica se aleja para que puedan hablar tranquilos. Ellos se sientan en el café, discuten y no llegan a un acuerdo. Se lo llevan a la montaña, lo matan y lo entierran. Después desaparecen todos, chica y asesinos.