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Al abrir los ojos, me encuentro en un lugar desconocido. Estoy desorientado. Sólo cuando me fijo en las paredes blancas y el tubo que baja de la botella de suero hasta mi mano recuerdo que he pasado la noche en un hospital. Katerina está sentada en la cama de al lado, sonriéndome.
– ¿Ya te has despertado? -pregunta.
La miro con sorpresa.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Mamá me llamó anoche. He venido en el primer vuelo de la mañana.
– ¿Te llamó en plena noche?
– ¿Qué esperabas? ¿Que te ingresara en el hospital sin decirme nada? -Se levanta, se acerca a mi cama, se inclina y me da un beso en la frente-. Bueno, al final has conseguido que venga a Atenas -bromea-. ¿Cómo te encuentras?
Me concentro para ver si me duele algo, pero no.
– Estoy bien. No me duele nada.
Me escruta como si quisiera comprobar la veracidad de mis palabras. Lleva ropa sencilla, tejanos y una camisa. Su cabello forma una guirnalda de rizos castaños alrededor del rostro y su mirada, que suele ser risueña y traviesa, tiene una expresión indagadora e inquieta. Es guapa, aunque es posible que a mí me lo parezca sólo porque es mi hija. Como decía mi madre, que en gloria esté, todo lo nuestro huele bien, aunque sea un pedo.
– ¿Dónde está tu madre?
– La convencí para que se marchara a casa a descansar un poco. Volverá al mediodía.
No me da tiempo a preguntarle nada sobre ella, porque aparece el médico para examinarme. Me da los buenos días con una sonrisa, después mira a Katerina y ya no aparta la vista. Katerina lo saluda con un gesto y vuelve a dedicarme su atención. Es una chica tímida y se incomoda cuando la observan como si la desnudaran con la mirada.
– Salga un momento, por favor. Hemos de examinar al paciente -dice la enfermera que acompaña al médico y trae un aparato para realizar electrocardiogramas.
– Puede quedarse, no molesta -interviene el médico.
Katerina se retira a un rincón para no estorbar y la enfermera acerca el aparato a la cama.
– ¿Qué tal esta mañana? -pregunta el médico.
– Mejor. El dolor ha desaparecido.
– Veamos.
Las agujas vuelven a trazar dibujitos mientras yo estudio las caras que me rodean. No sé si mi expresión delata mi agonía, pero los ojos de Katerina no pueden disimular la suya. El médico, por el contrario, observa el resultado impávido y la enfermera más bien con cara de aburrimiento.
– Excelente -asiente el médico, satisfecho-. Su electrocardiograma ha mejorado mucho. Ya puede agradecérselo a su mujer.
– ¿Por qué?
– Porque tuvo la presencia de ánimo de traerlo enseguida al hospital. Así hemos evitado males mayores.
– ¿Se lo ha dicho?
– Por supuesto.
Me gustaría arrearle una bofetada. Ahora no habrá quien soporte las ínfulas de Adrianí.
– ¿Cuándo sintió el dolor por primera vez?
– Hará cosa de un mes -calculo.
– Debería haber ido al médico enseguida.
– ¿Mi padre? Menudo es él -interviene Katerina desde el rincón.
– ¿Le dan miedo los médicos?
– ¿Que si le dan miedo? Si tiene que elegir entre un médico y un asesino, se queda con el segundo.
Intercambian una mirada y se echan a reír. La enfermera permanece impasible, con lo cual se gana mis simpatías.
– Vendrán a buscarlo para una ecografía y una radiografía de tórax -nos informa el médico-. Yo volveré mañana por la mañana.
Me da una palmadita en el hombro, se despide de Katerina con una sonrisa y sale de la habitación seguido de la enfermera. Katerina echa a correr tras ellos. Al cabo de un momento regresa con una planta enorme entre los brazos. Parece un platanero metido en un tiesto.
– ¿Qué es esto?
– De parte de Guikas, con sus mejores deseos para que te recuperes pronto.
Abro el sobrecito y leo la tarjeta en la que ha garabateado una frase. Aunque sé que no vendrá a verme, a pesar de todo su gesto me emociona. Normalmente, no hacemos más que incordiarnos el uno al otro.
– ¿Has preguntado al médico cuándo saldré de aquí?
– ¡Pero bueno! Supongo que no estarás hablando en serio. ¿Quieres que piense que estoy loca? No han pasado ni veinticuatro horas…
Ya lo sé, pero la pregunta candente es cuántos días más tendré que aguantar aquí antes de recuperar mi libertad. Se abre la puerta de la habitación y aparece un enfermero con una silla de ruedas. Viene a llevarme a radiología. Me ayuda a levantarme, Katerina corre a sujetarme por el otro brazo y, entre los dos, me acomodan en la silla como si yo fuera un inválido al que sacan a pasear por el parque.
– ¿Me acompañas? -pregunto a mi hija.
– Por supuesto.
La triste realidad es que la quiero junto a mí porque tengo miedo. Miedo del hospital, de los médicos y de los aparatos. Necesito a alguien que me brinde un apoyo.
La sala de radiología me recuerda la sucursal del Banco Nacional donde Kustas tenía su cuenta. La muchedumbre se abre camino a empujones. Pacientes vestidos con su sencilla ropa de calle; otros, en pijama, y otros más, acompañados de sus esposas o hijas, sostienen las botellas de suero en alto, para que no se interrumpa el goteo. Mi botella cuelga de un soporte de la silla de ruedas como si fuera un farolillo o una cisterna de váter individual. Entro en radiología temblando. ¿Y si me encuentran algo en los pulmones?
De vuelta a la habitación, media hora más tarde, encuentro a Vlasópulos y a Dermitzakis esperándome. Vlasópulos saluda a Katerina, a quien conoce desde hace años. Dermitzakis, que la ve por primera vez porque es nuevo en el departamento, se limita a decir «mucho gusto» y evita mirarla más, por temor a que yo interprete mal sus intenciones, cosa que evidentemente haría.
– ¿Qué bromas son éstas, teniente? -dice Dermitzakis.
– No me pasa nada, estoy bien. Si esperabas librarte de mí, ya puedes ir olvidándote.
– No queremos librarnos de usted. A veces nos regaña, pero los demás son mucho peores.
– ¿Qué hay de nuevo?
– Déjese de noticias -interviene Vlasópulos-. Ahora lo importante es usted.
– Quiero saber qué ha ocurrido. Me estoy ahogando aquí dentro; me gustaría al menos oír algo interesante. ¿Alguna novedad en el caso Kustas?
Katerina sale discretamente de la habitación.
– Sólo un tipo se atrevió a hablar un poco.
– ¿Qué dijo?
– Ni se te ocurra preguntarlo.
– ¿Cómo te atreves, Vlasópulos? -protesto y me incorporo bruscamente en la cama. En ese preciso instante, mi corazón empieza a latir con desenfreno. Me asusto y vuelvo a acostarme.
– Me ha entendido mal -se apresura a explicar Vlasópulos-. Ésa fue la respuesta del tipo. Aunque estábamos solos, él miraba a nuestro alrededor como si temiera que nos estuvieran observando. Entonces susurró: «Ni se te ocurra preguntarlo».
¿En qué estaba metido Kustas? ¿Con quién se relacionaba, para que todo el mundo esté tan atemorizado? Ya no me cabe duda de que su asesinato fue un ajuste de cuentas, aunque no de las mafias nocturnas, como creían los de la Antiterrorista.
Este asunto llega mucho más hondo, tanto que no lo descubriremos ni con una perforadora.
– ¿Alguna pista con las llamadas telefónicas? -pregunto a Dermitzakis.
Me mira fijamente antes de responder.
– Este Kustas… ¿estaba metido en política?
– ¿Por qué?
– Porque, aparte de las llamadas hechas a los clubes y a su casa, todas las demás iban dirigidas a políticos.
– ¿Políticos? -De pronto me pica la curiosidad y vuelvo a incorporarme en la cama, aunque esta vez más despacio, sin brusquedades-. ¿De quién se trata?
Dermitzakis consulta una nota que saca del bolsillo.
– Tres diputados del Gobierno, dos de la oposición y un ex ministro. A este último lo llamó cinco veces en tres días.
El ex ministro con el alto índice de popularidad que cenaba en Le Canard Doré. Esto me lleva a pensar en las palabras de Guikas. Ahora ya sé quién lo presiona para que archive el caso. Evidentemente, no puede darle carpetazo, pero si lo archiva con los casos sin resolver y algún día descubrimos por azar al asesino, éste confesará sin revelar el verdadero móvil del crimen y nosotros presentaremos cargos sin necesidad de investigar a fondo. Es decir, carpetazo. En cuanto a Kustas, se movía entre asuntos turbios y contactos políticos. Sin duda, Sotirópulos sabe o sospecha algo, pero también él prefiere callar.
– ¿Hizo otras llamadas?
– Sí, a dos teléfonos móviles, pero no he localizado a los titulares. Probablemente sean extranjeros.
Es posible que las llamadas al extranjero carezcan de importancia. Tal vez quisiera contratar artistas para sus clubes, aunque tampoco descarto otro tipo de negocios. Cualquiera sabe.
– Archivadlo con los casos sin resolver y abandonad las investigaciones -ordeno, y acto seguido se produce un incómodo silencio.
– ¿No quiere que investiguemos su relación con los políticos? -pregunta Dermitzakis tímidamente.
– ¿Cómo? ¿Interrogándolos? Dirán que eran amigos y que se llamaban para cenar juntos. Y para colmo, el ministro nos amonestará por molestar a personajes públicos sin pruebas. Archivadlo. Con suerte, dentro de un par de años pillaremos al asesino por otro crimen.
Raras veces recurro a los argumentos de Guikas, pero esta vez tiene razón. Tal vez ésta no sea la solución más adecuada, pero sí la menos peligrosa. Cualquier otra nos acarrearía problemas. No pienso enfrentarme a Guikas sin contar con pruebas suficientes. Además, está la plantita.
Se van y me dejan sumido en mis pensamientos, hasta que entran en la habitación Adrianí y Katerina.
– ¿También aquí tienes que hablar de asesinatos? -pregunta Adrianí en tono de reproche.
– ¿De qué voy a hablar con estos dos? ¿De cuánta gasolina gasta el Hyundai de Vlasópulos? ¿O quieres que pregunte a Dermitzakis si tiene cara de vinagre porque ayer perdió el Panathinaikós? Éstos son los únicos temas que les interesan.
– Bueno, pero al menos por un tiempo te convendría olvidarte del departamento y de los asesinos.
– ¿Te has propuesto amargarme el día?
Se calla enseguida. Poco a poco, voy descubriendo las ventajas de estar enfermo. La gente te mima, te adula y cierra la boca al menor indicio de incomodidad.
– Si su voz se oye desde el pasillo, es señal de que se encuentra mejor. -El médico aparece en la puerta-. Antes de irme, quería decirle que la radiografía está limpia, la ecografía no muestra nada importante y, en términos generales, su evolución es muy satisfactoria.
La noticia me anima y pienso que lo grave ya ha pasado.
– ¿Cuándo me dará el alta, doctor?
– Ya veo que tiene ganas de dejarnos -responde en tono de broma, pero sin comprometerse a nada-. Lo he arreglado todo para que no metan a otro paciente en la habitación, así estará más tranquilo.
Le damos las gracias en coro. Él se despide con una sonrisa, primero de Adrianí, después de Katerina, y finalmente se va.
– Creo que dormiré un poco.
– Perfecto, te sentará bien -conviene Adrianí, como si hablara con un niño que acaba de dar su primera muestra de sensatez-. Nosotras bajaremos a tomar un café.
No tengo sueño pero necesito quedarme solo. Me duele haber mandado archivar el caso y necesito un poco de paz para digerir mi propia decisión.