172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Capítulo 18

«Lavativa: aplicación por vía rectal de agua u otro líquido (como leche o aceite) que, a su vez, contiene otras sustancias en estado de disolución y que, según la dolencia, ejerce una acción depuradora.»

La voz no proviene del Dimitrakos ni del Liddell-Scott sino del Diccionario hermenéutico de términos hipocráticos, de Panos D. Apostolidis. Me lo ha regalado Katerina. Tiene casi novecientas páginas y le debe de haber costado una fortuna. Quise regañarla por malgastar su dinero de esta forma pero respondió que su estancia con nosotros en Atenas ha supuesto menos gastos que en Salónica, de manera que ha podido permitirse el lujo de hacerme un regalo.

Llevo ya cinco días en la habitación con las dos camas, una de ellas vacía. Ya nos hemos hecho amiguetes con el médico y sé cómo se llama, Fanis Uzunidis, aunque de nada me sirve nuestra amistad. Cada mañana le pregunto cuándo me soltarán y él siempre me responde con una sonrisa enigmática, como los políticos cuando no están dispuestos a hacer declaraciones. Ayer traté de presionarlo y, por primera vez, reaccionó.

– Tómatelo como unas vacaciones. Según me han dicho, tuviste que interrumpirlas. Aquí puedes descansar.

Guikas debería asignar un sueldo a Adrianí. Los chivatazos de este calibre se cotizan mucho en el departamento. Al menos, sé que estoy bien. Mi mujer y mi hija son el mejor indicador. Durante los dos primeros días, cada vez que abría los ojos las tenía delante. Ahora aparecen más o menos a mediodía, después de terminar las faenas de la casa. Desgraciadamente, cuando menciono el alta todo el mundo se vuelve sordo y tengo que conformarme dando paseos de corto recorrido: de la habitación al baño y del baño a la habitación. Ya estoy harto. Por eso, esta mañana me he quedado en la cama y he buscado la voz «lavativa».

«Si el próximo trimestre llegas otra vez con estas notas, te pondré una lavativa», me amenazaba mi padre cada vez que recibía el boletín. Yo no entendía por qué una lavativa constituía un castigo peor que una paliza o permanecer encerrado en mi habitación. Cuando fui a la Academia de Policía descubrí que había sido la tortura predilecta del régimen de Metaxás [5]. Claro que en aquella época mi padre era un simple gendarme y dudo que tuviera la oportunidad de poner lavativas a los detenidos. Pese a ello usaba la amenaza a discreción, ya que contaba con la aprobación de sus superiores.

– ¿Se puede?

Levanto la cabeza y veo a Vlasópulos, que me sonríe desde la puerta.

– ¿Tú por aquí a estas horas? -Muestro mi disgusto a propósito, para que sepa que estoy molesto porque no ha venido a verme en tantos días.

– Tengo una sorpresa para usted.

– ¿Qué sorpresa?

Se acerca y se sienta en la otra cama.

– Alguien ha reconocido el cadáver de la isla.

Olvido al instante mi desagrado y las quejas del paciente que goza sintiéndose abandonado, y estoy a punto de saltar al suelo.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Había pedido a Sotirópulos que volviera a mostrar la foto. El individuo en cuestión la vio, acudió a la comisaría de su barrio y ellos le remitieron a nosotros.

– ¿Y quién es? Habla, hombre.

Vlasópulos sigue contemplándome con una sonrisa.

– Le he tomado declaración, pero pensé que usted preferiría la noticia de primera mano. No sé si he hecho bien. Está esperando en el pasillo.

– Hazle pasar, no me tortures.

Vlasópulos sale de la habitación. Vuelve al poco rato acompañado de un joven corpulento, de estatura mediana y sin afeitar. Su rasgo característico son las piernas, torcidas como un paréntesis. Lleva una bolsa de plástico en la mano.

– Buenos días -saluda tímidamente-. El señor subteniente me comentó que estaba usted en el hospital y le he traído unas pocas naranjas. -Lo de «unas pocas» es un decir, porque en la bolsa habrá al menos tres kilos.

– Te lo agradezco, pero no era necesario.

– Las vitaminas son buenas para la salud -asegura, como si quisiera justificarse.

– ¿Cómo te llamas?

– Saráfoglu…, Kiriakos Saráfoglu.

– ¿Sabes quién era el tipo que viste en la televisión?

– Sí. -Mide sus palabras-. Mire, yo soy futbolista. Juego en el Falirikós, un equipo de tercera división. Allí lo conocí. Era un árbitro llamado Jristos Petrulias.

– ¿Por qué no has venido antes? ¿Ayer viste la fotografía por primera vez?

– No, la vi hace algunos días, pero no estaba seguro de que fuera él. En ese estado… -Quiere describir el estado del cadáver, pero no encuentra las palabras adecuadas. A fin de cuentas, sólo es un futbolista-. Se parecía, pero no hubiese podido jurar que se tratara del mismo hombre. Mis compañeros también opinaban que se parecía, aunque me dijeron que era una coincidencia. Imposible que fuera Petrulias. No es fácil afirmar que alguien está muerto, siempre dudas. ¿Y si mañana resulta que está vivo? Hasta podría denunciarte. Pero ayer ya me convencí. Es él.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

No responde enseguida, sino que se lo piensa.

– En el partido contra el Tritón, a mediados de mayo. Lo recuerdo bien, porque el Tritón estaba a punto de ganar el partido y la liga y, en el último minuto, Petrulias pitó un penalti que no era. Por eso perdieron.

– ¿No lo has vuelto a ver desde entonces?

– No, aunque arbitró otros partidos, porque oí mencionar su nombre hasta el final de la liga.

– ¿Sabes si tenía algún otro trabajo?

– Supongo que sí. El arbitraje no es una profesión remunerada, todos necesitan otro trabajo.

– ¿Dónde vivía? ¿Sabes su dirección?

– No, pero pertenecía al Colegio de Árbitros de Atenas. Ellos la tendrán.

Vlasópulos saca del bolsillo su famoso bloc, donde lo anota todo, desde la información relacionada con sus investigaciones hasta la lista de la compra, y apunta el nombre de la asociación.

– Kiriakos, ¿sabes si Petrulias tenía enemigos?

El chico se echa a reír.

– Todos los árbitros tienen enemigos, teniente. En Grecia, cuando se pierde un partido es el fin del mundo. Todos tienen la culpa, los directivos, los jugadores, el árbitro… Sobre todo el árbitro, que se vendió al equipo contrario.

– ¿Qué quieres decir? ¿Petrulias se vendía? -pregunta Vlasópulos.

El chico, de repente, cambia de actitud. Hasta el momento parecía sentirse cómodo; ahora está a punto de decir algo, cambia de opinión y se encoge de hombros.

– Se oyen comentarios por ahí. Después de un partido, casi siempre habrá quien acuse al árbitro de haberse vendido. La mayoría de las veces es mentira. En algunos casos, es verdad. Cualquiera sabe.

Aunque esté al corriente de algo en concreto, no lo dirá. Se gana la vida dando patadas a una pelota; si va a un poli con el cuento de que cierto árbitro recibe sobornos, terminará dando patadas a las pifias secas, como los chicos de mi pueblo.

– De acuerdo, Kiriakos -asiento con calma-. Eso es todo. Te hemos hecho venir hasta aquí pero nos has sido de gran ayuda.

Se pone de pie enseguida. En sus ojos se refleja el alivio por haberse librado de entrar en detalles.

– Que se mejore -me desea al despedirse.

Vlasópulos no considera necesario acompañarlo. Ahora que nos ha contado lo que sabía, ya no le necesitamos, podemos prescindir de cortesías.

– Llama al Colegio de Árbitros y averigua dónde vivía Petrulias -le indico-. Date un paseo por allí y habla con los vecinos. A lo mejor tenía un compañero de piso. Llámame cuando hayas terminado.

– De acuerdo.

Se dispone a salir de la habitación.

– Sotiris -llamo cuando llega a la puerta-. Te felicito, has hecho un buen trabajo.

La satisfacción ilumina su rostro.

– Lo llamaré -promete antes de marcharse.

Dejo el diccionario a mi lado y trato de ordenar la información que me ha dado Saráfoglu. De acuerdo: Jristos Petrulias era árbitro de tercera división y se lo cargaron. Supongamos que se dejó sobornar y amañó un partido. ¿Lo mataron por ello? ¿Tan importante es la liga de tercera? Si alguien te birla cincuenta millones, es posible que se te crucen los cables y te lo cargues. Pero cinco mil…, ni los albaneses matan por tan poco. Y si lo hubiesen matado por haberse dejado sobornar, lo habrían hecho de noche, cerca de su casa o en algún descampado. No se lo habrían llevado a una isla para matarlo, desnudarlo y enterrarlo después de quemarle las huellas dactilares. Tiene que existir otro motivo, algo que no está relacionado con el arbitraje sino, probablemente, con su otro empleo. Tenemos que averiguar dónde trabajaba. De pronto se me ocurre que los dos últimos casos que he estado investigando tienen una característica en común: dan una imagen de entrada, pero ocultan aspectos inesperados.

El repentino descubrimiento de la identidad del cadáver me ha animado y, cuando entra en mi habitación el médico, le lanzo un ataque en toda regla:

– ¿Qué hay, doctor? ¿Cuándo saldré de aquí?

Él sonríe sin inmutarse, con la tranquilidad de quien esconde un as en la manga.

– Hoy es miércoles. Te daremos de alta el sábado.

Decido emplear armas más potentes.

– ¿No será que tengo algo malo y no queréis decírmelo? ¿Por qué, si no, ibais a tenerme aquí tantos días, ocupando dos camas sin causa justificada? Que yo sepa, la sanidad pública no puede permitirse estos lujos.

– No, no te pasa nada, pero…

¿Por qué se le habrá ocurrido añadir ese «pero»? Será que no estoy tan recuperado como me parece.

– ¿Qué significa ese «pero»? -pregunto, mientras mi corazón vuelve a latir como un motor fuera borda.

Tras vacilar un poco, al final lo suelta todo.

– Tu mujer nos comentó que no eres el tipo de persona que pediría la baja por enfermedad para cuidarse en casa. Teme que, en cuanto salgas del hospital, vuelvas corriendo al trabajo. Nos pidió que te tuviéramos aquí un par de días más.

No sé cómo reaccionar, si enfurecerme por los tejemanejes de Adrianí a mis espaldas, o quedarme boquiabierto ante su capacidad de convencer al mundo entero, incluso a los médicos, de que actúe según su conveniencia.

– Por favor, no me delates. Te lo he dicho en confianza -casi me suplica Uzunidis-. Además, ten en cuenta que el tiempo que te quedes en el hospital no tendrás que pasarlo en casa.

Entre nosotros, la perspectiva de estar en casa a merced de Adrianí no me resulta demasiado halagüeña.

– De acuerdo, pero si no me das de alta el sábado, me levantaré y me iré sin tu permiso.

– Te daré de alta, te lo prometo -responde y me da otra palmadita en la espalda.

Estas palmaditas ya están empezando a cargarme. Normalmente soy yo quien da palmaditas a los detenidos cuando confiesan.

A solas, me sumo en mis cálculos. Supongamos que hoy Vlasópulos averigua la dirección de Petrulias. Mañana pasará por su casa para echar un vistazo y hablar con los vecinos. Es decir, que el viernes habrá terminado el trabajo preliminar y yo podré encargarme del resto.

El teléfono suena mientras Katerina y yo hojeamos el diccionario de Hipócrates. Estoy sentado en el borde de la cama, en pijama y zapatillas, mostrando a mi hija términos inusuales como «metacongelación», «nictalopía» y «espermología».

Descuelgo el auricular.

– Diga -contesto bruscamente, porque creo que es Adrianí quien llama y quiero mostrarle mi indignación, aunque haya prometido al médico no delatarlo. Sin embargo no es mi mujer, sino Vlasópulos.

– Tengo la dirección de Petrulias, teniente. Vivía en la calle Pangas número 19, en Nea Filothei.

– Bien hecho. Ve a echar un vistazo.

– Ya lo he hecho: lo llamo desde allí. Bueno, desde la casa de una vecina. El teléfono de Petrulias está cortado. Teniente… -En ese punto se interrumpe.

– ¿Qué? Dime.

– La casa es un ático de al menos ciento veinte metros cuadrados, más treinta de terraza. Debió de gastarse una fortuna en decoración, aunque ahora da pena verlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Han forzado la entrada y lo han destrozado todo. Por lo visto andaban buscando algo, aunque no sé qué ni si lo encontraron.

Permanezco en silencio mientras asimilo la información. Un árbitro de tercera, que vivía en un ático de ciento cincuenta metros cuadrados, amueblado con todo lujo. Debería averiguar si lo conocían en Le Canard Doré. Seguro que iba a cenar allí esos filetes crudos que quisieron servirme a mí. Katerina ha dejado el diccionario y me observa, entre curiosa y preocupada.

– Está bien. No dejes entrar aún a los de Identificación. Precinta el piso hasta que yo lo vea tal como está ahora. Averigua también qué delegación de Hacienda le correspondía. Quiero una copia de su última declaración.

Cuelgo el teléfono y me dirijo a Katerina, que ya está mirándome con recelo.

– Katerina, hija -digo con dulzura-, he de salir hoy mismo del hospital. Ha surgido algo importante.

– Estás loco. -Es lo único que se le ocurre-. Ya verás cuando se entere mamá.

– Ya estoy al corriente de los acuerdos de tu madre con los médicos. He obligado a Uzunidis a contármelo. Le prometí que no lo delataría ante ella, pero a ti puedo contártelo.

Katerina desvía la mirada y comprendo que ella también formaba parte de la conspiración o, al menos, estaba al corriente de ella.

– Lo sabías -le reprocho-. Tú lo sabías y no me dijiste nada.

– ¿Y qué iba a hacer? Ella lo dispuso todo sin ayuda de nadie. Además, si te lo contaba, seguro que habríais empezado a discutir, y ya sabes que no soporto vuestras discusiones. A fin de cuentas, no te pasa nada por quedarte un par de días más.

– Hoy mismo salgo del hospital. Hazte a la idea.

– Vale. Espera un momento -dice y sale corriendo de la habitación. Si fuera Adrianí, nos habrían oído hasta en el Pentágono. Katerina tiene la virtud de comprender cuándo no debe insistir más.

Reaparece poco después con Uzunidis.

– ¿Qué ocurre, teniente? Creía que habíamos llegado a un acuerdo -dice el médico, enfadado.

– Como me caes bien, te lo explicaré para que lo entiendas. Puedo salir de aquí de dos maneras. Una: me das de alta y salgo con toda normalidad. La segunda: me visto y me largo, y si tratas de impedírmelo, te hago detener por oponer resistencia a la autoridad.

Le cuento brevemente lo que hemos averiguado de Petrulias y de su piso. El médico se calma y sonríe.

– Vale, te doy de alta, pero primero has de prometerme que dejarás el tabaco.

– De acuerdo. Tres cigarrillos como máximo, uno después de cada comida.

– Ni uno. El último pitillo lo fumaste antes de entrar en el hospital. A partir de ahora, prohibido fumar. Segundo, tomarás con regularidad los medicamentos que voy a recetarte y dentro de diez días volverás para una visita de control.

– De acuerdo.

– Tercero, procurarás no cansarte. Trabajarás tres o cuatro horas como máximo, después irás a casa a reposar.

– De acuerdo.

– Y cuarto, por un tiempo evitarás conducir. Irás en taxi o en transporte público.

– Lo llevaré yo a donde quiera -se ofrece Katerina.

– ¿Cuándo has aprendido a conducir? -pregunto cuando Uzunidis sale para buscar sus recetas.

– Me he sacado el carné porque Panos tiene coche y me lo deja de vez en cuando -responde ella, algo azorada.

Me entran ganas de preguntar si tiene un turismo o una camioneta para cargar verduras, pero la chica se ha portado bien conmigo y no quiero molestarla.

Cuando llega Adrianí, estoy listo para marcharme.

– ¿Qué haces vestido de calle? -pregunta, dispuesta a empezar una pelea.

– Me dan el alta y me voy.

– Si no salías hasta el sábado. -Se muerde el labio, pero ya no tiene importancia.

– He convencido a los médicos de que me liberen hoy.

Se queda atónita y yo disfruto de mi triunfo.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Dictador fascista que ocupó el poder desde 1936 hasta la segunda guerra mundial. (N. de la T.)