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Capítulo 19

La terraza del piso de Petrulias equivale en superficie a un apartamento de dos habitaciones y domina media Atenas, con unas vistas cuantitativamente extraordinarias y cualitativamente mediocres. La mirada planea con libertad sobre tejados y terrados deslucidos, parches verdes desperdigados entre el cemento, tendederos de ropa y, a una manzana de distancia, una chica que está tomando el sol en la terraza. Tal vez espera broncearse más rápido con la ayuda de las nubes de contaminación.

En sus tiempos de esplendor, el lugar debía de parecer un jardín colgante. Geranios, margaritas y crisantemos asoman de jardineras y estrechos parterres de cemento que rodean la terraza. En unas macetas enormes, parecidas a las cacerolas gigantes que usaba el ejército para hervir espaguetis, crecen árboles de todo tipo, desde limoneros hasta cipreses. Todo un vergel. La terraza no tiene toldo, sino un par de grandes sombrillas blancas que ofrecen su protección a mesas y sillas de jardín. Me recordó las cafeterías que están de moda en las terrazas de los grandes hoteles, aunque sin camareros. Ahora, sin embargo, las sombrillas blancas han adquirido una tonalidad amarillenta, la mitad de los árboles se han secado y las flores están muertas.

Vlasópulos tenía razón. Petrulias debió de gastarse una fortuna en la decoración del piso: sofás y sillones de cuero y metal, una mesa redonda de cristal grueso, luces de foco y lámparas de luz indirecta.

Si la terraza es como una jungla seca, el interior del piso recuerda la casa de mi cuñada después del terremoto, aunque Petrulias ya no puede volver para ordenar este desastre. Los sillones están patas arriba; los sofás han sido destripados; los libros, expulsados de las estanterías, y el televisor, arrojado al suelo, donde yace con la pantalla rota. El equipo estereofónico exhibe sus entrañas desmadejadas. Lo único que se ha salvado de la calamidad es la mesa de cristal.

Me dirijo al dormitorio. Los mismos estragos: los que estuvieron aquí no se dieron cuenta de que la cama era de agua. Rajaron el colchón y se encontraron con un manantial incontenible, que empapó el suelo de parqué. Me imagino sus caras al recibir la tromba de agua y apenas logro contener la risa. Los cajones del armario están desperdigados por el suelo y la ropa, dispersa sobre la madera mojada. Calcetines y calzoncillos, camisas y camisetas, todo de marca y muy caro. Echo un vistazo a sus trajes, arrugados en el suelo del armario, sobre los zapatos. Son de colores vivos, como la ropa de aquel presentador de televisión. Me siento espectador de otro tipo de reality show: Petrulias muerto y enterrado en el monte de una isla y su casa convertida en un cementerio de objetos de lujo maltratados. No sé qué andaban buscando, pero resulta evidente que no fueron muy cuidadosos. Al examinar el armario encuentro dos camisetas de tela brillante y dos pantalones cortos negros: el uniforme del árbitro.

De repente recuerdo que no debo cansarme. Tomo la única silla que sigue en pie, la saco al pasillo y me siento. En este lugar, el más tranquilo de la casa, puedo mantenerme al margen de las idas y venidas de los chicos de Identificación, que se esfuerzan por llevar a cabo su trabajo en medio del caos.

Katerina me trajo hasta aquí en el coche, a las diez de la mañana. Evité el mal trago de los transportes públicos y tuve la primera oportunidad de reírme después de una semana de depresión cuando la vi sudar la gota gorda para arrancar el Mirafiori y forcejear para girar el volante, que va más duro que una boca de incendios. «Papá», me ha dicho en un momento de indignación, «¿por qué no lo vendes y te compras una apisonadora?» Me dejó en el número 19 de la calle Pangas y pasará a recogerme por la avenida Alexandras a la una. Ya he comprendido su plan. Por una parte, quiere hacer de chófer para que no me canse; por otra, es su manera de controlar mis horarios y evitar que me pase de listo.

– ¿Habéis encontrado algo? -pregunto a Dimitris, de Identificación.

– Muchas huellas dactilares, pero no se haga ilusiones. No serán de los autores. Seguro que ellos llevaban guantes. También hay huellas de zapatos en el salón y en el pasillo. Pisaron el agua y fueron dejando su rastro por toda la casa.

– ¿Fue una sola persona o lo hicieron dos?

– Fueron dos; con calzado diferente. Uno llevaba zapatillas de deporte; el otro, zapatos con suela de goma.

– ¿Efectos personales de Petrulias?

– Sólo dos facturas, una de la compañía eléctrica y otra del teléfono, deslizadas por debajo de la puerta. Nada más.

Las facturas debieron de llegar después del destrozo. Los demás efectos personales de Petrulias han desaparecido, ya sea porque los autores quisieron borrar cualquier pista o porque se los llevaron para registrarlos con calma. Después de tantos días de inmovilidad en la cama, no me apetece quedarme sentado. Decido preguntar a los vecinos, por si hay suerte y saben algo, aunque Vlasópulos ya lo intentó ayer sin resultado.

En el ático hay dos puertas más. Llamo al timbre de la de enfrente, debajo del cual se lee un nombre: «Kritikú». Cuando Vlasópulos lo intentó, no encontró a nadie, pero en esta ocasión yo tengo más suerte. Después del segundo timbrazo, se oyen pasos y una voz juvenil pregunta:

– ¿Quién es?

– Policía. Teniente Jaritos.

La puerta se abre enseguida. La mujer no es tan joven como sugería su voz. Debe de rondar los setenta, tiene el cabello blanco y los ojos azules, llenos de vida.

– Es por el señor Petrulias, ¿verdad? -suelta sin rodeos.

– Sí, señora. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Desde luego. Pase -me invita, retirándose a un lado.

Petrulias partió de cero, en cambio esta mujer ha ido reuniendo los objetos de todas las casas que ha habitado. El piso está lleno de muebles antiguos, seguramente herencia familiar.

No queda ni un palmo de suelo sin cubrir, aunque los objetos están dispuestos con buen gusto y el ambiente resulta cálido y acogedor. Me invita a pasar al salón, y observo que su terraza no alberga un bosque de postín, sino tan sólo flores, como todas las terrazas de la ciudad, y tiene un toldo en lugar de sombrillas.

– ¿Le apetece tomar algo? -pregunta cortésmente.

– No, gracias. ¿Cuándo supo lo de Petrulias?

– Lo oí anoche, en el informativo de las doce. Justo ayer regresé de Londres, donde pasé un mes con mi hija, que vive allí con su marido. Estaba viendo las noticias y entonces me enteré del caso. ¡Qué tragedia, Dios mío!

– ¿Lo conocía bien?

– Todo lo bien que se conoce a los vecinos en un bloque de pisos. Buenos días, buenas noches, algún comentario sobre el tiempo… Ya me entiende. Era un hombre amable y educado. Cuando me veía llegar con la compra, siempre se ofrecía a ayudarme con las bolsas. -Sonríe con una chispa de ironía en la mirada-. Esto no siempre resulta agradable, porque te recuerda que ya te has hecho vieja, pero no deja de ser un gesto de amabilidad.

Es de esas personas que caen simpáticas. No es parlanchína y se ciñe a lo estrictamente necesario. Una testigo ideal.

– ¿Ha visto entrar a alguien en su piso?

– No. En cierta ocasión me comentó que era hijo único y que sus padres habían muerto en un accidente de coche. No, nunca vi a nadie. Excepto…

– ¿Excepto?

– Excepto a una chica con la que empezó a salir estos últimos meses.

– ¿Podría describírmela?

Tarda un poco en responder, mientras intenta recordar el aspecto de la chica.

– Rubia, más joven que él… Con el cabello largo… Siempre educada y sonriente.

Otra vez la rubia, pienso, esta rubia que aparece por todas partes. No tengo ni remota idea de quién puede ser.

– ¿No sabrá por casualidad cómo se llama?

– No, nunca llegó a presentármela. La verdad es que me pareció una falta de delicadeza, pero los jóvenes de hoy en día suelen ser bastante informales.

– ¿Cuándo vio a Petrulias por última vez?

Medita un instante.

– Debió de ser a principios de junio. Coincidimos en el ascensor y me preguntó adónde iría de vacaciones. Le respondí que nunca viajo en verano porque me molestan las aglomeraciones. Él dijo que se marchaba al día siguiente a un crucero por las islas.

Merecería que me dieran de bofetadas. Yo venga a buscar en los hoteles y en las habitaciones, cuando ellos fueron a la isla en yate o en velero. Si era de su propiedad, sería fácil localizarlo en el registro de embarcaciones. Si lo alquiló, espero que lo hiciera a su nombre y no a nombre de la chica.

– ¿En qué trabajaba?

– En algo relacionado con el fútbol, me parece recordar.

– No, me refería aparte del arbitraje. Esto ya lo sabemos.

– Pues no lo sé, pero no creo que tuviera otro trabajo.

– ¿Cómo lo sabe?

Me mira con evidente incomodidad. Como a todas las damas educadas y de cierta edad, le molestan las indiscreciones. Al final, no obstante, decide hablar.

– Porque un hombre que suele salir de su casa a las doce o a la una del mediodía es que no trabaja, teniente. Salvo que sea camarero o haga el turno de tarde en una fábrica, y el señor Petrulias no parecía tener ninguna de estas profesiones.

Sigue atormentándome la cuestión de dónde habría conseguido el dinero para permitirse un ático de lujo y cruceros privados. Esperemos que su última declaración de la renta arroje algo de luz sobre el asunto. Ya no tengo más preguntas que hacer. Anoto los datos de la mujer -se llama Marianzi Kritikú- y la dejo en paz.

En circunstancias normales utilizaría las escaleras para ir al piso de abajo pero, ya que prometí a Uzunidis que no haría esfuerzos, opto por esperar el ascensor. Llamo al timbre del piso que se encuentra justo debajo del ático de Petrulias. Me abre una morena peinada a lo zulú, vestida, maquillada y emperifollada. Atrás han quedado los delantales y las batas de estar por casa. Ahora las amas de casa se ocupan de sus labores ataviadas como drag queens. Aunque tal vez esté siendo injusto. A lo mejor se ha ataviado así con la esperanza de que venga la tele a preguntarle acerca de Petrulias.

– ¿Sí? -dice secamente, tal vez confundiéndome con un vendedor de Tupperware.

– Teniente Jaritos…

No me deja terminar.

– Si se trata del tipo de arriba, ya hablé ayer con uno de sus colegas. No me obligue a repetirlo.

– Sólo quisiera hacerle un par de preguntas. No le robaré mucho tiempo.

– No es preciso que me pregunte nada. Yo se lo enseño y lo verá.

Me invita a entrar en el piso.

– Mire. -Señala el techo del salón, en la parte más cercana al pasillo. Está hinchado y a punto de desmoronarse-. Ese impresentable tuvo un escape en su casa y nos ha destrozado el techo. Hemos hablado con el presidente de la escalera, otro inútil, y nos ha dicho que no puede hacer nada, porque si fuerza la puerta tendrá problemas. Esperábamos que el de arriba volviera para pagar los desperfectos y ahora resulta que está muerto. Y cualquiera va a pedir indemnizaciones a los herederos…

Un hombre ha sido asesinado, enterrado y desenterrado por el terremoto, y a ella sólo le importa su techo.

– ¿Lo conocía? -pregunto.

– Nos cruzábamos alguna vez, pero ni siquiera nos saludábamos. Cuando estaba en casa, nos atormentaba con su música; ahora que no está, nos arruina el techo. Menudo vecino.

– ¿Acaba de enterarse de su muerte? ¿No lo reconoció en la tele?

– ¿Por qué iba a reconocerlo? Cada día salen al menos diez cadáveres; ya estamos hartos. ¿Por qué me iba a fijar en Petrulias? Ni que fuera alguien importante.

Veo que no hay nada más que decir y me dispongo a marcharme. La mujer me detiene en la puerta.

– Usted, como policía, sabrá decirme si puedo reclamar daños y perjuicios a los herederos.

– Soy policía, no abogado -contesto. Mi respuesta no la complace y me da con la puerta en las narices.

Paso por los demás apartamentos, pero no consigo averiguar nada que merezca la pena.