172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Capítulo 20

No sé quién les habrá ido con el cuento de que ya estoy mejor y he vuelto al trabajo, pero la cuestión es que me encuentro a los rumiantes apostados en el pasillo, esperándome, liderados por Sotirópulos.

– Que se mejore -gritan a coro. Después empiezo a distinguir los solos-: Cuídese. Lo hemos echado de menos. No se canse. Deje el tabaco…

Contesto con un «gracias, chicos» general y anónimo, como si estuviera saludando a las multitudes. No añado «estoy emocionado» porque sería mentira.

– Pasad, pero sólo un momento. No debo cansarme, vosotros mismos lo habéis dicho. -En realidad sólo uno de ellos lo ha comentado, pero no importa. ¿Quién se atrevería a protestar?

Entro en mi despacho y me quedo inmóvil por un momento. Necesito mirar a mi alrededor, absorber los detalles. La manada se adelanta con ímpetu y todos se apresuran a montar micros e instalar cámaras, como vendedores callejeros que temieran la llegada de la policía municipal. Ya me estoy arrepintiendo de haberlos invitado a entrar. Debí concederme un rato de soledad, el lujo de disfrutar de mis dominios en paz, pero el mal ya está hecho y lo único que me queda es despacharlos rápidamente y deshacerme de ellos.

– Ya sabéis lo de Petrulias, no voy a repetirlo. Vivía en un ático, en el número 19 de la calle Pangas. Alguien forzó la entrada y dejó el piso patas arriba. Todavía no sabemos si el allanamiento se produjo antes o después de la muerte.

– ¿Queda descartada la posibilidad de un robo? -El que pregunta es nuevo, o al menos no lo había visto nunca. Lleva el pelo engominado y pegado al cráneo.

– No queda descartada, aunque parece poco probable porque no hemos observado que faltara nada del piso. Los que entraron buscaban algo, pero aún no sabemos qué.

– ¿Se sabe cómo llegó a la isla? -pregunta Sotirópulos.

– En yate o en velero. Estamos investigando.

– ¿Cree que su asesinato pertenecía al mundo del fútbol? -pregunta la patizamba con la falda lila-. ¿No arbitraría partidos amañados?

– También estamos en ello. Eso es todo, chicos. No tengo nada más que deciros.

A su favor debo decir que no insisten y se retiran discretamente. Sotirópulos se rezaga un poco, como de costumbre. Le gusta presumir de cierta intimidad en su relación conmigo que los demás no comparten. De esta manera afianza su papel de líder.

– Según me han comentado los periodistas deportivos, ese tal Petrulias era un elemento de cuidado -dice-. Por lo visto, no era difícil sobornarlo.

– Es posible. En ese caso lo averiguaremos, no te preocupes.

– ¿Qué hay de Kustas?

– Nada nuevo.

– Ni lo habrá, no te hagas ilusiones.

– ¿Por qué me das la lata con esto? ¿Qué sabes tú de Kustas, Sotirópulos? -Ataco con brusquedad para pillarlo desprevenido.

– Rumores, habladurías, nada concreto. Es posible que no sea más que un bulo, o puede que me vea metido en un buen lío. Acto seguido se dirige hacia la puerta de mi despacho. Me alegro de que no haya sido nada grave. No sé qué haría yo sin ti -añade al salir. «Torturar a mi sucesor», pienso, pero decido callarme.

La puerta se cierra y me quedo solo, respirando con alivio. No sentí tanta alegría ni el primer día que pisé este despacho, aunque aquello supuso un ascenso. Me muero de ganas de encender un cigarrillo, pero he dado mi palabra a Uzunidis, o sea que aprieto los dientes y me aguanto. Adrianí quería prohibirme también el café porque, según ha dicho, produce taquicardia; claro que yo le he contestado que lo único que me produce taquicardia es su incesante acoso.

Lo malo del matrimonio es que empieza bien y termina mal, aunque el síntoma es siempre el mismo: al principio la taquicardia del primer encuentro con la mujer de tus sueños y al final la taquicardia de la vida diaria con la mujer de tus pesadillas.

Meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y empiezo a sacar frascos de medicamentos, que coloco ordenadamente encima del escritorio: Digoxin 0,25 mg, Monosordil 20 mg, Salospir-A 500 mg, Interal 40 mg. Adrianí insistió en que me comprara dos de cada, para tener uno en casa y otro en el trabajo. Accedí, ya que ahora estos frascos forman parte de mi vida, tanto como el traje, la corbata y los zapatos. Y uno siempre tiene más de una muda de ropa. Por último, saco la receta donde se explica qué he de tomar y cuándo. Me gustaría aprendérmelo de memoria y no tener que recurrir cada vez a la nota, como un alumno que depende de la chuleta.

Llamo a Kula por teléfono para preguntar si Guikas se encuentra en su despacho. Responde que está en una reunión que terminará en un cuarto de hora. Teniendo a Katerina en el papel de cancerbero, he de contar los segundos, así que llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis para no perder ese cuarto de hora.

– ¿Qué hay de la última declaración de Petrulias? -pregunto a Vlasópulos.

– Ya sé a qué delegación de Hacienda pertenecía. Hoy tendremos una copia de su última declaración.

Me vuelvo hacia Dermitzakis.

– Encuentra todos los registros de barcos de Ática y todas las agencias de alquiler de yates y veleros. Quiero que averigües si Petrulias llegó a la isla en una embarcación propia o si la alquiló.

– Con un poco de suerte, el yate será suyo y encontraremos pistas -responde él.

Es posible, pero no lo creo. De haber sido de propiedad, la embarcación se habría quedado en la isla y alguien la habría visto. Salvo que la hubiese traído de vuelta la rubia, hecho que considero poco probable. Llamo al jefe de la comisaría de la isla y le pido que averigüe si en el puerto hay alguna embarcación abandonada desde el verano, aunque tengo pocas esperanzas. El yate debía de ser alquilado.

El ascensor juega al escondite, pero estoy decidido a no ceder. Espero con paciencia a que se detenga en mi planta.

– Me alegro de verlo -me saluda Kula, encantada-. ¿Cuándo ha vuelto?

– Hoy mismo.

– ¿Y cuándo salió del hospital?

– Ayer.

Me mira como si tuviera ante sí a un albanés ataviado con frac.

– ¿Salió ayer y hoy viene a fichar? ¿Por qué no se queda unos días en casa? Al fin y al cabo es funcionario público.

– ¿Y eso qué tiene que ver, Kula?

– ¡Desde luego! Dónde se ha visto, un funcionario público sin derecho a la baja por enfermedad -exclama indignada.

Replico de mala gana que tenía pendiente un asunto muy importante y me cuelo en el despacho de Guikas. Lo encuentro de pie, recogiendo documentos de la mesa de reuniones. Él tampoco esperaba verme tan pronto.

– ¿De nuevo por aquí? -se extraña-. Espero que ya estés mejor.

– Sí. Gracias por la planta.

– Siento no haber ido a verte, pero ya sabes…, no tengo tiempo.

– No se preocupe. He venido porque hay novedades en el caso del cadáver sin identificar. -Me apresuro a explicar el caso antes de que me denuncie al comité disciplinario por transgredir las normas del buen funcionario.

Le informo someramente del piso de Petrulias, de nuestras investigaciones para localizar el barco en el que viajó a la isla y de las indagaciones para averiguar en qué trabajaba y de dónde procedían sus ingresos.

– Veo que descartas la posibilidad de que lo mataran por haber aceptado sobornos.

– No lo descarto, aunque me parece poco probable. Le habrían matado en Atenas, antes de que se marchara de vacaciones, o cuando ya hubiese regresado. No hubiesen pagado los pasajes para cargárselo en una isla, ni hubiesen forzado la entrada de su piso, ni le hubiesen quemado las huellas dactilares.

– A veces, la respuesta más sencilla es la correcta -comenta sonriendo-. No sabes de qué son capaces estos hooligans fanáticos. Se la tenían jurada, lo encontraron en la isla por casualidad y decidieron cargárselo. Nada premeditado. Lo mataron y lo enterraron.

– ¿Y esos dos tipos, seguramente extranjeros, con los que lo vieron conversar en la isla?

– Pura coincidencia. Hablaron y cada uno se fue por su lado. Otros lo mataron después.

– ¿Y la rubia?

– ¿Cómo sabes que era la misma que le visitaba en su casa? Era un hombre joven y guapetón, las niñatas se derriten por estos tipos. A lo mejor se conocieron en la isla, pasaron un par de noches juntos y se acabó. ¿Por qué iba a preocuparse la chica por la suerte de Petrulias?

Aunque sus silogismos son sencillos, ordenados y, muy posiblemente, acertados, a mí tanto orden me resulta sospechoso. Tal vez el trato con Adrianí me ha escarmentado. No me explico tantas coincidencias en un mismo caso. Sin embargo, existe la posibilidad de que Guikas tenga razón, de manera que dejo abierta una ventanita para no tener que retractarme más adelante.

– Tal vez esté en lo cierto -concedo-. Sigamos investigando un poco para ver adónde llegamos.

– ¿Qué has hecho con Kustas? -me pregunta cuando ya estoy en la puerta.

– He mandado archivar el caso.

– Empate a uno, si me permites una expresión futbolística -comenta con una sonrisa.

– ¿Qué significa eso?

– En el caso Kustas has obedecido mis órdenes. En el de Petrulias, harás lo que te parezca.

Ojalá tuviera más datos sobre Kustas; entonces veríamos quién obedecía sus órdenes. En cuanto me ve aparecer en el despacho, Vlasópulos empieza a perseguirme con una fotocopia.

– La declaración de la renta de Petrulias. -No me deja leerla-. Ahórrese la molestia, sólo especificaba sus emolumentos como árbitro y los ingresos correspondientes al alquiler de un piso en Marusi. El ático de la calle Pangas era de propiedad. En la declaración no figura ningún yate o velero, sólo un coche, un Audi 80.

Tras un rápido vistazo al documento confirmo lo que dice Vlasópulos. La renta anual de Petrulias no superaba los cuatro millones, incluido el alquiler del piso.

– Con una renta tan baja, no entiendo cómo podía permitirse un ático en la calle Pangas, un piso en Marusi y disfrutar de cruceros en yate.

Vlasópulos levanta las manos en señal de impotencia.

– La verdad es que no tengo ni idea.

Me parece que Guikas ha metido la pata: este caso no es tan sencillo como quiere creer. Sin embargo, admito que tiene parte de razón: cuando no tienes de dónde agarrarte, lo mejor es partir de lo evidente.

– Llama al Colegio de Árbitros de Fútbol y pídeles que preparen el expediente de Petrulias para mañana por la mañana.

– De acuerdo.

En el balcón de enfrente, la chica de pelo corto y el hombretón están discutiendo. Aunque no alcanzo a oír las palabras, a juzgar por sus gestos están a punto de llegar a las manos. El tipo intenta agarrarla del brazo, pero ella es más rápida y lo empuja. Supongo que él le suelta algo gordo, porque la chica levanta la mano y le pega una bofetada que, si la ventana estuviera abierta, se habría oído hasta aquí. Luego la chica se da la vuelta y se marcha corriendo.

El teléfono suena, interrumpiéndome el espectáculo. De recepción me avisan que mi hija me espera abajo. Miro mi reloj: es la una. Tan puntual como siempre, no me regala ni un minuto.

Al levantarme de la silla veo que la chica de enfrente, con una cazadora y el bolso en bandolera, sale a la calle y se aleja con rapidez. El tipo se ha inclinado sobre la barandilla del balcón y la llama, pero ella ni siquiera alza la vista antes de desaparecer tras la esquina. El hombretón se apoya en la pared y se cubre la cara con las manos, sacudiéndose por el llanto. Antes, los hombres llevaban el pelo corto y las mujeres, largo; los hombres pegaban bofetadas y ellas lloraban. Ahora las mujeres llevan el pelo corto y los hombres, largo; ellas les pegan bofetadas y ellos lloran. Tiene su lógica, pero no siento lástima de un hombre que se deja crecer el pelo para recibir sopapos.