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Jamás habría imaginado que el hecho de pasar seis días en un hospital trastornaría mi vida hasta tal punto. Cuando llegué a casa ayer al mediodía me sentía como si hubiese estado toda la mañana cargando ladrillos. Almorcé y me acosté enseguida para echar la siesta. Dormí hasta las ocho, me entretuve hasta la hora de cenar y luego otra vez descansé de un tirón hasta las siete de la mañana.
Ahora estoy en el coche con Katerina, a punto de enfilar la avenida Alexandras.
– No es preciso que te quedes más tiempo en Atenas -digo de mala gana-. Ya estoy bien, puedes volver a Salónica.
– ¿Intentas librarte de mí? -pregunta riéndose.
– Lo que no quiero es que te retrases en los estudios por mi culpa.
– No me retraso en absoluto. De todas formas tenía que venir a Atenas para conseguir parte de la bibliografía. Pensaba hacerlo en Navidad pero, ya que estoy aquí, he empezado la tarea. Después de dejarte por las mañanas voy a la biblioteca de la facultad de Derecho o a la Biblioteca Nacional, trabajo hasta la una y luego vuelvo a recogerte.
Su explicación me llena de alivio.
– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? -pregunto. Así son las cosas: si alguien te da la mano, quieres el brazo entero.
– No sé, depende de cuánto tarde en reunir toda la bibliografía -responde vagamente-. Pasaré a recogerte a la una -añade mientras bajo del coche.
– A las dos.
Hace un ademán de negación con un dedo y arranca antes de que yo acierte a contradecirla.
Paso primero por la cantina para pedir mi espumoso café griego ma non troppo. He dejado los cruasanes, porque Adrianí insiste en que desayune como Dios manda y no «productos de plástico». Se levanta antes que yo y me sirve tostadas con mantequilla y mermelada de naranja, que preparó ella misma mientras yo estaba en el hospital. Aún se niega a cocinar tomates rellenos, alegando que son indigestos, pero yo ya he urdido un plan. Me quejaré y suplicaré hasta que ella acceda, aunque sólo sea para darme ánimos y evitar que caiga en una depresión.
Dermitzakis, que estaba apostado en la puerta de mi despacho, corre a recibirme como si fuera un viajero recién apeado del tren.
– Ya tenemos información sobre el yate de Petrulias -anuncia-. Lo alquiló en una agencia de El Pireo. Le pedí a la directora, la señora Stratopulu, que pasara por aquí antes de ir a la oficina. Lo está esperando. -Que pase.
Me instalo en mi despacho y en cuanto tomo el primer sorbo de café, aparece una mujer de unos cincuenta años, bajita y rechoncha, vestida con un traje sastre color celeste, camisa azul y tacones de quince centímetros, que al menos elevan su estatura al metro cincuenta.
– Kleri Stratopulu, teniente -se presenta tendiéndome la mano-. Soy la directora de San Marín, una empresa de alquiler de embarcaciones de ocio.
– ¿Ustedes alquilaron un yate a Jristos Petrulias? -No fue un yate, sino un velero con motor auxiliar, teniente -puntualiza altanera.
– Bueno, lo que fuera. Un velero, un barco de vela…, ¿se lo alquilaron ustedes?
– En efecto. Después de hablar ayer con el subteniente, busqué el contrato. Se lo alquilamos desde el 10 de junio hasta el 10 de julio.
– ¿Cuándo supieron que la embarcación había sido abandonada?
– Nos llamó una mujer para decirnos que Petrulias había sido trasladado con urgencia al hospital y que no había nadie que llevara el velero de vuelta a El Pireo.
– ¿Cuándo se puso en contacto con ustedes?
Consulta una agenda que saca del bolso.
– El 21 de junio.
Este dato nos proporciona una fecha probable de la muerte de Petrulias: el 20 de junio. La rubia estaba metida en el asunto, como yo sospechaba. Al día siguiente de terminar su trabajo con Petrulias, llamó a la agencia.
– ¿Qué medidas tomaron al saber que el velero se había quedado en la isla?
– Enviamos a un patrón para que lo trajera de vuelta.
– ¿Sólo eso? ¿No reclamaron ninguna indemnización?
Lo pregunto con la esperanza de averiguar más datos, pero Stratopulu se echa a reír.
– ¿Por qué pedir indemnizaciones, teniente? Habían contratado la embarcación hasta el 10 de julio, la recuperamos el 11de junio y volvimos a alquilarla enseguida. En realidad ganamos dieciocho días y el velero se encontraba en muy buen estado. De todas formas, en caso contrario tampoco habríamos tomado ninguna medida.
– ¿Por qué no?
– Porque el precio del alquiler incluye una suma destinada a cubrir los desperfectos más habituales. Raras veces se producen daños mayores.
– ¿Cómo pagó Petrulias? -pregunta Dermitzakis.
– Saldó el importe íntegro al contado y por adelantado.
– ¿Sabe cuántas personas viajaron a bordo? -pregunto.
– Ese dato no nos atañe. Lo único que comprobamos es que el arrendatario esté en posesión del título de patrón de barco, de lo contrario requerimos que contrate los servicios de un profesional.
– ¿Petrulias tenía el título?
– Desde luego. Lo comprobamos antes de firmar el contrato de alquiler. Lo he traído por si quería examinarlo.
Una lectura rápida no revela ninguna irregularidad. En el contrato figura el nombre de Petrulias, su dirección, el importe del alquiler -un millón y medio de dracmas- y el periodo de arrendamiento. Las demás cláusulas son de esas que siempre figuran en letra pequeña y que uno nunca lee, de las que al final te obligan legalmente a pagar un ojo de la cara.
– ¿Al recuperar la embarcación no encontraron por casualidad algún efecto personal: ropa, carnés de identidad, documentos…?
– Nada en absoluto.
– Me gustaría echar un vistazo al velero.
– Lo siento, lo hemos alquilado y en estos momentos sería imposible localizarlo. Con mucho gusto lo avisaré cuando regrese.
En realidad no importa: si han entrado otras personas, no nos sirve de nada. Stratopulu mira ostensiblemente su reloj.
– Gracias por haberse molestado en venir, señora Stratopulu -digo.
Se levanta enseguida, como si obedeciera a una señal convenida.
– Si me necesita, el subteniente tiene mi número de teléfono. -Se despide y se marcha.
– Averigua con qué bancos trabajaba Petrulias y solicita una orden judicial para examinar sus cuentas -ordeno a Dermitzakis. En este caso, no me servirá el truco que empleé para las cuentas de Kustas. Éstas quiero estudiarlas con todo el detalle que sea preciso.
– Dios sabe qué nos espera.
– ¿Qué sugieres? ¿Que archivemos también éste? -me indigno, como si Dermitzakis fuera el responsable de que el caso de Kustas acabara entre los pendientes de resolver.
– No, claro que no. -Dermitzakis retrocede, sorprendido.
Se abre la puerta y aparece Vlasópulos luciendo una gran sonrisa. Hoy todo el mundo parece dispuesto a darme buenas noticias.
– Hemos localizado el coche -anuncia-. He avisado a Identificación para que vayan a buscarlo. Por lo visto se desplazó a El Pireo en taxi para recoger el velero. Si quiere, intentamos localizar al taxista que lo llevó.
– Olvídate, es una pérdida de tiempo. Ya tenemos la descripción de Petrulias y también la de la rubia, el taxista no nos aportaría nada nuevo. ¿Qué sabemos de Identificación?
– Muchas huellas dactilares. La mayoría son de una misma persona, probablemente del propio Petrulias. No han logrado identificar el resto.
Huellas de la rubia, de la asistenta, de sus amigos…, es como buscar una aguja en un pajar.
– ¿Y las huellas de los zapatos?
– Probablemente eran de hombre, del número 43 o 44.
– ¿Has hablado con el Colegio de Árbitros?
– Sí, nos hemos citado con un tal Jatzidimitriu.
– Bien, id a interrogarlo, pero antes traedme el expediente de Petrulias. -Pase por lo de no haber pedido la baja, pero tampoco pienso ocuparme del trabajo rutinario.
Ya van a abrir la puerta cuando se me ocurre una idea.
– ¿No habréis visto a Sotirópulos, verdad?
– Sí, creo que ronda por ahí -responde Vlasópulos.
– Dile que quiero hablar con él. Sé discreto, que no se enteren los demás.
Mientras el subteniente busca a Sotirópulos, termino el café griego ma non troppo y pienso en la información que hemos conseguido acerca de Petrulias. ¿Adónde me conduce hasta el momento? Poseía un ático cuyo valor debe de rondar los sesenta millones y un piso de tres habitaciones que no valdrá menos de treinta; tenía un Audi 80, declaraba una renta anual de cuatro millones y se gastó casi la mitad de esa suma en un crucero por las islas. Los que llevan este tipo de vida tienen los días contados, tarde o temprano alguien los liquida y nos carga el muerto a nosotros, los imbéciles que subsistimos con catorce pagas. La única ventaja que tenemos con respecto a los individuos como Petrulias es el derecho a tomarnos unos días de descanso por enfermedad, y yo voy y renuncio a este privilegio. ¡Seré mamón! Cualquiera se atreve a decir que Kula se equivoca. Mi otro problema es la rubia. Ojalá lograra localizarla. Sin embargo, algo me dice que primero daré con el asesino y después encontraré a la rubia.
– ¿Por qué querías hablar conmigo a solas? -pregunta Sotirópulos extrañado-. ¿Andas perdido y quieres contratarme como consejero?
– No, pero necesito tu ayuda. ¿Podrías enviarme a uno de tus redactores deportivos para que me aclare algunas cuestiones?
– Claro, pero…
– ¿Pero…?
– ¿Qué sacaré yo de ello?
– Si surge algo sensacional, serás el primero en enterarte, ya que estarás presente en la conversación.
– Claro, cómo no se me ha ocurrido antes. El lunes a las diez estaremos en tu despacho.
Seguro que el especialista deportivo de la tele sabrá más que el Colegio de Árbitros de Atenas.