172547.fb2
El inspector recomendado por mi primo se llama Stavros Kelesidis y trabaja en la delegación de Hacienda número 12, en Ilisia. Hemos quedado a medio camino, en la avenida Reina Sofía delante del Hospital Militar.
Cuando me preguntó cómo nos reconoceríamos, le di el Mirafiori como punto de referencia. Temo que sea demasiado joven para haber visto otro Mirafiori, ya que apenas quedan cinco en toda Atenas, pero en cuanto paso por delante de la parada de Ilisia veo a un hombre que gesticula con la mano.
Rondará los treinta y cinco años y tiene el cabello tan rebelde que los mechones de pelo se yerguen en todas direcciones. Viste al estilo de los antiguos mayoristas del mercado de abastos: chaqueta deportiva y camisa abrochada hasta el cuello, aunque sin corbata.
– Hola, teniente, soy Kelesidis. El conocido del señor Kartalis.
– Sí, ya lo sé. Oye, hemos de ser muy discretos. Para empezar, no digas que eres de Hacienda.
– El señor Kartalis ya me ha informado.
– Te presentaré como ayudante mío. Otra cuestión: nuestro objetivo. Quiero que eches un vistazo a los libros de contabilidad y que compruebes si se realizaron grandes movimientos entre el 25 y el 30 de agosto. Podría pedir una orden judicial para investigar las cuentas del equipo, pero eso lleva su tiempo. Por eso necesito tu colaboración.
Suelta una risa bondadosa, casi ingenua.
– Será un juego de niños, teniente. Terminaremos en menos de media hora.
Las oficinas del Tritón se encuentran en la parte baja de la calle Mitropóleos, en la segunda planta de un edificio de tres pisos, un poco más allá del Registro Civil. El vestíbulo apesta a fritanga. Antes aquí meaban los perros, ahora mean los albaneses. Los perros han ascendido en la escala social y ahora hacen sus necesidades en las terrazas, donde los confinan los ciudadanos zoófilos. No hay ascensor y subimos por las escaleras. En la primera planta hay un taller de confección; en la segunda, un taller de prendas de piel. Las oficinas del Tritón ocupan dos pequeños despachos en el extremo del rellano.
El administrador es un tal Stratos Selémoglu, un tipo bajo y gordo que suda copiosamente. De vez en cuando, saca un pañuelo de papel del bolsillo y se seca la frente. A este ritmo, calculo que debe de gastar cinco paquetes de pañuelos al día. Como ya lo informé de que queríamos ver los libros de contabilidad, ha hecho venir al contable. No es Yannis, el colega de Niki Kusta, sino un tipo alto de nariz aguileña y gafas de montura gruesa, pasadas de moda.
Kelesidis pone manos a la obra. Revisa los libros y, como no es igual que yo, un completo inútil en temas de contabilidad, sabe muy bien qué ha de buscar. Repasa las entradas con rapidez y, al no haber nada que le llame la atención, sigue adelante. Lo dejo a su aire y me doy un paseo por la sede del Tritón. En el primer despacho, el de la dirección, hay un escritorio y dos archivadores donde guardan los contratos de los futbolistas, las nóminas, el contrato con el campo donde entrena el equipo y la correspondencia con la Organización Nacional de Fútbol. El segundo despacho es una especie de almacén donde guardan balones, camisetas y botas de fútbol. No espero encontrar nada, sólo pretendo insistir en el hecho de que soy policía. El contable se queda junto a Kelesidis, mientras que Selémoglu me sigue pisándome los talones. A lo mejor teme que le robe una pelota.
– ¿De dónde provenían estas sumas? -oigo la voz de Kelesidis.
– Del banco, previo reintegro -responde el contable.
– Veamos los justificantes.
Algo me resulta sospechoso y vuelvo al otro despacho. Kelesidis echa un vistazo a los justificantes que el contable ha buscado en una carpeta clasificadora y me pasa uno sin decir palabra. Es el comprobante de un reintegro por valor de veinte millones de dracmas.
– En los libros figuran dos entradas distintas: una de cinco millones y otra de quince. ¿Por qué hacerlo así si sólo hubo un reintegro? -pregunta Kelesidis.
El contable mira a Selémoglu.
– Los cinco millones corresponden a los sueldos de los jugadores, del entrenador y del personal. Era primero de mes y teníamos que pagar las nóminas.
– ¿Y los quince restantes? -pregunto yo.
– Se los quedó el señor Kustas -responde el contable-. Por eso hice una entrada distinta.
Kustas fue asesinado el 1 de septiembre. Por la mañana pasó por el banco, sacó veinte millones de la cuenta bancaria del equipo, dejó los cinco para las nóminas y se llevó el resto. Y yo venga a buscar las cuentas de sus establecimientos nocturnos.
– ¿Lo hacía a menudo? -pregunto a Selémoglu-. ¿Sacaba dinero de la cuenta del equipo para uso personal?
– Sí, aunque eran sumas más pequeñas. Un par de millones, máximo tres.
– ¿Para qué quería tanto efectivo?
– No se lo pregunté, teniente, no era asunto mío. El equipo era de su propiedad, podía hacer lo que se le antojara.
– ¿Tal vez quisiera cubrir necesidades del equipo?
Él se echa a reír.
– Jugamos en tercera división, teniente, partidos de pacotilla. No movemos estas cantidades de dinero.
Entonces es que se llevó el dinero para pagar a alguien y lo tenía en el coche cuando lo asesinaron. Por eso salió solo de Los Baglamás: no quería que sus matones presenciaran la transacción, ya que a esas horas de la noche sólo podía pagar a alguien que le hiciera chantaje. Y ese alguien no podía ser Petrulias, porque ya estaba muerto. Kustas tenía dos clubes nocturnos, un restaurante y un equipo de fútbol, sólo empresas legales. Su vida familiar era normal. Su hijo, al menos oficialmente, había logrado desintoxicarse. ¿Qué oscuro secreto justificaría un chantaje? De repente, la idea que se me ocurrió por la mañana en casa de Kusta me asalta con fuerza redoblada. ¿Y si lo chantajeaban porque su hijo había matado al árbitro? ¿Y si Kustas aceptó pagar para protegerlo? Aunque, en tal caso, ¿no hubiese sido más fácil chantajear al propio Makis? Un yonqui no suele presentar demasiadas resistencias. Pero no. Sabían que el padre era el premio gordo, por eso se dirigieron a él. ¿Qué sucedió para que decidieran matarle? Al asesino ni se le ocurrió llevarse el dinero, sino que lo dejó y salió huyendo. ¿No podría cobrar primero y matarlo después? En ambos casos, me enfrento al mismo problema. Empiezo un silogismo, lo sigo hasta cierto punto, me encallo y lo abandono.
La excursión hasta Taburia, el viaje de vuelta a la avenida Alexandras y a continuación el traslado a las oficinas del Tritón han sido agotadores. Tengo los nervios de punta.
– Vámonos -apremio a Kelesidis-. Ya hemos terminado.
Él sigue encorvado sobre los libros. Levanta la cabeza para mirarme.
– ¿Podemos quedarnos cinco minutos más?
– ¿Por qué? ¿Qué has descubierto?
– Nada concreto, aunque hay algo que me llama la atención. Mire esto. -Y señala una serie de entradas idénticas: «Patrocinador: 20 millones»-. Un patrocinador ingresaba mensualmente veinte millones en la cuenta del equipo.
– ¿Qué idiota se gastaría doscientos cuarenta millones al año en un equipo de tercera categoría? -me extraño.
– Ningún idiota, sino alguien que quería escamotear dinero al fisco. Paga doscientos cuarenta millones, pero luego se ahorra el doble o el triple en desgravaciones. ¿Y sabe lo más divertido? Es un procedimiento absolutamente legal, porque figura como gasto de publicidad. Oye, amigo -pregunta al contable-, ¿quién es vuestro patrocinador?
– No recuerdo el nombre…, es una empresa extranjera.
– Vaya… Grecia se ha convertido en un paraíso para el resto del mundo. Veamos los justificantes.
El contable vuelve a buscar en el archivo, encuentra un justificante y se lo entrega. Kelesidis lo lee y se echa a reír.
– Aquí tiene -me dice-. R.I. Helias, sondeos y encuestas.
– ¿R.I. Helias? -farfullo, como hace Guikas cuando repite como un loro los informes que yo preparo ante los medios de comunicación.
– ¿A santo de qué una empresa de sondeos y encuestas decidiría patrocinar a un equipo de tercera?
No contesto, porque a mí me preocupa otra cuestión: ¿cómo es posible que el equipo de Kustas reciba dinero de la empresa en la que trabaja su hija?
– ¿Cómo encontrasteis a este patrocinador? -pregunto a Selémoglu.
– No lo sé, el señor Kustas se encargó de todo. Un buen día anunció que había encontrado un patrocinador dispuesto a pagar veinte millones mensuales al equipo. A partir de entonces, nos ingresaban esta suma a principios de cada mes y nosotros lo anotábamos en los libros.
– ¿Desde cuándo?
– Hará unos tres años -responde el contable.
Kelesidis ha dejado los libros para seguir la conversación.
– Kelesidis, eres un tesoro -le digo, con ganas de darle un beso.
– ¿Por qué? -se extraña.
– Porque has descubierto algo que yo no habría detectado ni en mil años. Ahora sí que nos vamos. Ya hemos terminado.
Al salir a la calle Mitropóleos, una respuesta y un interrogante se forman en mi cabeza. La respuesta concierne a la desaparición de los quince millones que Kustas tenía en el coche cuando lo asesinaron. Ahora ya sé adónde han ido a parar. El interrogante concierne a la relación de Kustas con la empresa donde trabaja su hija. Lo cierto es que he descartado de entrada que R.I. Helias pagara doscientos cuarenta kilos al año a un equipo de tercera por iniciativa propia.