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Lambros Mandás no se ha puesto el abrigo de botones dorados ni la gorra con trencilla, quizá porque son las diez de la mañana, demasiado pronto para lucir el uniforme oficial de portero de un club nocturno. Ha conseguido embutir sus carnes en una camiseta estampada con el dibujo de un extraterrestre que lleva bajo una cazadora de piel. Está sentado a la cabecera de la mesa; Vlasópulos se halla a su izquierda y yo justo delante, para incordiarlo mejor. No hay más que decir sobre la decoración de nuestra sala de interrogatorios: sólo tenemos una mesa y tres sillas rodeadas de paredes desnudas.
Mandás, inquieto, no deja de agitarse en el asiento. Mira alternativamente a Vlasópulos y a mí, preguntándose cuál de los dos empezará el interrogatorio. Para tranquilizarse saca un pitillo que deja colgando de sus labios y cruza las manos encima de la mesa. Nuestro silencio le permite recobrar la calma y la confianza en sí mismo.
– Bueno, Lambros -empiezo-. Fuiste testigo presencial del asesinato de Kustas. Cuéntanos qué pasó.
– Ya se lo dije a la Antiterrorista y también a vosotros. ¿Qué más queréis que añada?
– Necesitamos tu declaración oficial.
Vlasópulos saca un bloc y un bolígrafo, dispuesto a tomar nota.
Mandás pone cara de aburrido, queriendo indicar que esto no tiene sentido, pero que acepta para complacernos porque le caemos bien.
– De acuerdo, allá voy. Kustas salió del club a eso de las dos y media, solo. Le dije: «Buenas noches, jefe», pero él contestó que todavía no se iba. Se dirigió al coche, abrió la puerta y se agachó hacia el interior. Entonces vi que un tipo se le acercaba por detrás y le decía algo, porque Kustas se volvió. El desconocido le disparó cuatro veces. Kustas cayó al suelo y el asesino echó a correr hacia su cómplice, que lo esperaba en una moto. El tipo se subió, el cómplice arrancó y los dos desaparecieron. Corrí hacia Kustas y lo encontré bañado en sangre. Luego entré en el club y llamé a la policía.
– ¿Viste si Kustas cogió algo del coche?
– Nada.
– ¿Acaso entregó algo a su asesino antes de que le disparara?
– No. Ya te lo he dicho: disparó y echó a correr.
– ¿No se agachó para recoger nada antes de darse a la fuga?
– No, corrió directamente hacia la moto.
– ¿Viste si Kustas sujetaba algo cuando te acercaste? Un bolso, un sobre tal vez…
– Nada.
– Tenemos un problema, Lambros -digo suavemente.
– ¿Qué problema?
– Sabemos que Kustas llevaba quince millones encima cuando lo asesinaron. Tú dices que no llevaba nada y nosotros tampoco los hemos encontrado en el coche. ¿Dónde está el dinero?
– Y yo qué sé. Si no lo han encontrado, será que no lo había.
– Sí lo había, de eso no nos cabe la menor duda. Aquella misma mañana lo sacó del banco. ¿Dónde están los quince millones, Lambros?
Me dirige una mirada hostil.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no era su cajero.
– Su cajero no, su cobrador. Encontraste los quince kilos y te los quedaste.
Hasta el momento el pitillo seguía colgado de sus labios en la pose característica del matón que se encuentra en una situación amistosa. En cambio, ahora Mandás se levanta de un salto, abre la boca para protestar y se olvida del cigarrillo, que se le cae al suelo. Ni siquiera se molesta en agacharse a recogerlo, tanta prisa tiene por manifestar su indignación.
– ¿De qué estás hablando? -grita-. Cuando vi que mi jefe caía abatido, corrí a llamar a la policía. A los de la Antiterrorista les conté cuanto sabía con pelos y señales. Fui yo quien reconoció la moto en la comisaría de Jaidari. Luego apareces tú, y vuelta a contar la historia. ¿Cómo es posible que ahora me acuses de robo?
– Hay quien llega a matar por cuatro chavos -tercia Vlasópulos-. ¿Pretendes convencernos de que tú no te habrías quedado los quince kilos que te sirvieron en bandeja?
– Supongamos que en efecto me los llevé. ¿Dónde iba a esconder tanto dinero?
– Debajo de ese abrigo de almirante que luces cada noche.
Vuelve a levantarse de un salto y la camiseta se suelta de debajo del cinturón. El extraterrestre se encoge para mostrar un ombligo peludo. Mandás se sienta de nuevo y enciende otro pitillo, apretándolo entre los dedos para evitar que le tiemblen las manos.
– Escuchad -dice, tratando de no alterarse-. Kustas no tenía dinero ni nada en las manos. No sé si había alguna cantidad en el coche, tal vez sí. En tal caso, se la llevaron vuestros colegas de la Antiterrorista.
– ¿Qué estás diciendo, hijo de puta? -grita Vlasópulos fuera de sí-. ¿Que los chicos se llevaron la pasta y nosotros te acusamos a ti para borrar las pruebas?
– Tranquilo, Sotiris. -Sujeto a Vlasópulos por el brazo y lo obligo a sentarse-. No lo presiones. El chico nos lo contará todo.
El viejo truco del poli bueno y el poli malo. Además, no comparto la indignación de Vlasópulos. Nosotros también somos humanos. Cualquiera que encuentre quince millones puede ceder a la tentación de quedárselos. La cuestión es que sé que se los llevó Mandás, no es preciso buscar en otra parte.
– Escucha, Lambros -prosigo-. Confiesa que te apropiaste del dinero y terminemos con esto. Negarlo sólo te traerá complicaciones.
– No habrá ninguna complicación, porque no tengo el dinero y puedo demostrarlo -insiste, aunque ya no parece tan seguro de sí mismo.
– Mira, voy a explicártelo. Kustas llevaba el dinero encima para pagar a alguien que lo chantajeaba, de eso no nos cabe la menor duda. Sin embargo, el chantajista y el asesino no eran la misma persona. ¿Por qué iba a matarlo si estaba dispuesto a pagar? Por lo tanto, el dinero iba dirigido a otra persona, concretamente a ti. Kustas salió del club sin guardaespaldas para entregarte los quince millones. Y una de dos: o bien te los dio antes de que lo mataran, o bien te los llevaste antes de avisar a la policía.
– Todo eso no es más que una hipótesis, teniente. Sólo intentas confirmar una teoría.
En vez de responder, me levanto y me acerco a la puerta. Me detengo con la mano en el picaporte.
– Enciérralo -ordeno a Vlasópulos-. Ya hemos intentado ayudarlo, pero se las da de duro. Pide una orden de registro de su casa y de sus cuentas bancarias. Cuando encontremos lo que queda del dinero, lo acusaremos de robo y de asesinato. Así dejaremos el asunto zanjado.
– Oye, oye -grita Mandás, levantándose como accionado por un resorte-. No podéis hacerme esto. A fin de cuentas, fui colega vuestro.
– ¡Qué colega ni qué hostias! -grita Vlasópulos, agarrándolo por la cazadora-. ¿A quién pretendes engañar? Te expulsaron del cuerpo por vender protección a los clubes nocturnos, así te enteraste de los trapos sucios de Kustas. Te hiciste con la pasta y encargaste a tus amigos que lo mataran, porque sabías que de lo contrario te mataría él a ti. No nos vengas ahora con tu falso compañerismo. ¡Yo me cago en los colegas como tú!
Muy bien, Vlasópulos, pienso. Si presentamos estos cargos al fiscal, Mandás pasará el resto de sus días en la cárcel, nosotros estaremos orgullosos de haber resuelto el caso y el asesino de Kustas se frotará las manos. Por lo visto Mandás comparte esta opinión, porque grita:
– Yo no lo maté, teniente, te lo juro. De acuerdo, vi los billetes esparcidos por el suelo y caí en la tentación, pero no chantajeaba a Kustas ni lo maté. Fue por pura casualidad, te lo juro.
– ¿Dónde estaba el dinero? ¿Dentro del coche o lo tenía Kustas en las manos?
– Lo encontré en dos grandes bolsas de plástico. Al principio ni siquiera me percaté de que era dinero, supuse que eran drogas y me entró el pánico. Cuando el asesino le habló a Kustas, él se volvió para entregarle las bolsas, pero el otro disparó cuatro veces y salió corriendo. Ni siquiera miró las bolsas. Kustas cayó al suelo y los billetes se desparramaron. Corrí a su lado y vi que estaba muerto. Agarré las bolsas, las escondí bajo el abrigo, como has dicho, entré en el club y llamé a la policía. Luego escondí las bolsas tras el telón de la orquesta y las recogí antes de irme.
– ¿Qué has hecho con el dinero?
Agacha la cabeza.
– Compré un Mazda 323 -farfulla-. Hacía tiempo que quería uno. También me gasté un kilo, más o menos, en varias cosillas: un televisor, un equipo de música, un aparato de aire acondicionado para mi casa… Guardo los diez restantes debajo del colchón.
A punto estoy de sugerirle que desinstale el aire acondicionado de su casa y se lo lleve a la cárcel para no pasar calor en la celda, sería una lástima desaprovechar el dinero. No obstante, el tipo se me atraviesa y no quiero bromas con él. Arriesgó el pellejo por un coche, un televisor y un equipo estereofónico. Si el ladrón hubiese sido albanés, la inversión habría sido más útil: habría montado una empresa en su país.
– ¿Qué hacemos con él? -pregunta Vlasópulos.
– Él no mató a Kustas, no es asunto nuestro. Entrégalo al Departamento de Robos.
Algunas de las palabras de Mandás siguen rondándome por la cabeza. El asesino habló y Kustas se volvió para entregarle las bolsas. Los quince kilos eran para el asesino, pero en lugar de llevárselos, el tipo lo mató. ¿Por qué? No lo sé, aunque una cosa es segura: no era el asesino quien chantajeaba a Kustas. El dinero provenía de negocios sucios, y la muerte de Kustas fue una ejecución a sangre fría. Seguramente se pasó de listo y los capos lo mataron para castigarlo.