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Tomando desvíos y callejuelas, el coche patrulla me lleva a una calle dedicada a la primera víctima de la Corporación Nacional de Municipios: Aristóteles. Antes de llamar al timbre del número 8, observo la casa. A primera vista, parece una belleza venida a menos. Es una de esas viviendas campestres que fueron construidas cuando las humildes parcelas de Varibopi empezaron a ganar prestigio a ojos de los atenienses. Alguien la edificó con gran cariño para después abandonarla a su suerte, como si se tratara de una amante desdeñada. El color blanco de las paredes ha adquirido una tonalidad marronácea, la pintura se ha desconchado y las pocas flores del jardín sufren el acoso de hierbajos y ortigas. Empujo la verja, que cede con un chirrido, y recorro el camino de cemento que conduce a las escaleras, agrietado y en algunos puntos totalmente invadido por las malas hierbas.
Subo las escaleras y llamo al timbre. Al parecer me esperaban con impaciencia, porque la puerta se abre enseguida. La mujer que aparece en el umbral debe de rondar los cincuenta años, aunque aparenta diez más. Los rizos de cabello, teñido de un rojo encendido, rodean su rostro abotargado. Seguramente en sus tiempos fue hermosa, pero ahora las carnes cuelgan fláccidas como un viejo corsé demasiado usado.
– ¿El teniente Jaritos? Pase -dice al recibir mi respuesta afirmativa-. Soy Lukía Karamitri.
Abre una puerta a la izquierda y entramos en la sala de estar, donde predomina la misma sensación de belleza ajada. Sillas con la tapicería desteñida, sofás y sillones cubiertos de una tela verde brillante, una especie de maquillaje que pretende ocultar su deterioro, como el cabello rojo de Karamitri. Un hombre ocupa uno de los sillones. Me resulta imposible determinar su edad, ya que su rostro queda oculto tras una espesa barba negra, mechones de cabello negro y gafas negras. Me recuerda esos teólogos islámicos de Egipto o Palestina que a veces he visto en televisión.
– Le presento a Kosmás Karamitris, mi esposo -dice la mujer-. Le he pedido que se quede porque nuestra conversación le concierne también a él.
Karamitris me mira ceñudo, sin hacer el menor ademán de saludo. Ahora recuerdo que había sido cantante de música popular. Si el hijo de la señora Karamitri es un vaquero de los clubes nocturnos, su marido es el ayatolá de los tugurios.
– Tome asiento -me invita, señalándome el sillón tapizado de verde.
Voy directo al grano.
– Quisiera que me hablara de la empresa que usted representa, Greekinvest.
– ¿Qué puedo decirle? No sé nada -se limita a contestar. Advierte mi recelo y se apresura a añadir-: Ya sé que parece increíble, pero cuando le cuente la historia lo entenderá.
– Muy bien, adelante, la escucho. -¿Será una historia o un cuento? No lo sé, pero prefiero ponerme al corriente antes de pasar al ataque.
– Ya debe de saber que estuve casada con Dinos Kustas.
– Así es.
– Entonces sabrá también que lo abandoné.
– Sí.
Guarda silencio un momento, probablemente para ordenar sus pensamientos.
– La vida con Dinos Kustas no fue fácil, teniente. Era un hombre brusco, autoritario, que siempre quería salirse con la suya. Yo todavía era joven, buscaba sus caricias como una garita, pero él me trataba a patadas. Yo quería disfrutar de la vida, y él me dio dos hijos y me encerró en casa.
Mira de soslayo a su marido actual. Quizás espera que él intervenga para confirmar sus palabras, pero él permanece impasible, como un mendigo ciego que hubiera perdido su acordeón. La mujer comprende que no puede esperar ninguna ayuda de su parte y que tendrá que componérselas sola.
– Aquella situación asfixiante se prolongó durante catorce años. Mi única distracción era Los Baglamás. Dinos acababa de inaugurar el club, que yo visitaba algunas noches. Allí conocí a Kosmás. Él empezó a llamarme a casa, supongo que yo buscaba una oportunidad para librarme de Dinos, y tuvimos una aventura. Viví un año de terror; si Dinos nos hubiese descubierto, nos habría destruido. Kosmás comprendió que aquella situación no podía eternizarse y entonces me propuso que abandonara a mi marido para que viviéramos juntos. Una noche que Dinos estaba en Los Baglamás, metí algunas prendas en una maleta, renuncié al resto de mis cosas y me fui. Con el dinero que había ganado como cantante, Kosmás abrió una pequeña empresa discográfica, Fonogram. Al principio nos alojábamos en hoteles, después alquilamos esta casa. En aquella época nadie más vivía por aquí, pero a nosotros nos convenía porque queríamos estar lo más lejos posible de Dinos.
De nuevo guarda silencio. Mientras me contaba lo sucedido, yo pensaba en Élena Kusta que según Makis desaparece de casa todos los martes por la tarde. Lo mismo debió de hacer Karamitri.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un café? -Intenta ganar tiempo, sea porque no soporta relatarlo todo de un tirón o porque ahora empiezan las mentiras y necesita tiempo para pensar.
– No, muchas gracias.
Vuelve a sentarse y respira hondo.
– Supuse que Dinos vendría tras de mí, que me perseguiría, pero su única reacción fue sabotear el trabajo de Kosmás. De pronto dejó de tener ofertas. Cada vez que estaba a punto de firmar un contrato, el negocio se iba misteriosamente al traste. Al final Kosmás se quedó sin dinero y tuvo que recurrir a los prestamistas.
Calla y mira a su marido. Le suplica con la mirada que continúe, pero él permanece inexpresivo.
– Una noche, a eso de las nueve, sonó el timbre. Me asomé y vi una furgoneta aparcada delante de la verja y toda la ropa que había dejado atrás al huir desparramada por el jardín. Dinos estaba allí de pie, riéndose. «Te he traído tus cosas», dijo. En los casi quince años que viví con él, sólo lo había visto sonreír en Navidad y Semana Santa. En cambio, en ese momento se estaba tronchando de risa. La verdad es que me asusté. Cuando tienes que vértelas con un hombre tan seco que de golpe se ríe a mandíbula batiente, la impresión que te produce no es de alivio, sino más bien de pavor. «Ven, quiero hablar contigo», me dijo y entró en casa. «¿Cómo va eso, Kosmás?», preguntó a mi marido en un tono desenfadado, como si hablase con un viejo amigo. «Me he enterado de que tienes algún problema en los negocios. Bueno, tengo algo para ti.» Abrió la cartera y sacó un papel.
– Era un pagaré de quince millones que yo había dado a un prestamista como garantía. -Karamitris irrumpe en la conversación de improviso, como si fuera un actor que estuviera esperando su turno-. La verdad es que sigo sin explicarme cómo logró localizarlo y comprarlo, es un misterio. Para divertirse un poco me preguntó si disponía del dinero para pagarle, aunque sabía muy bien que no teníamos ni para comer, que no podía pagar ni los intereses. Entonces soltó su proposición.
– ¿Qué proposición?
– Dijo que no intentaría cobrar el cheque y que además añadiría los intereses debidos a la cantidad prestada, siempre que aceptáramos dos condiciones.
– ¿De qué se trataba?
– En primer lugar, que nunca más viera a mis hijos -dice Karamitri, que retoma el hilo de la narración-. Lo cierto es que no entendí por qué ponía esta condición, ya que nunca había intentado ver a Niki ni a Makis.
Yo sí lo entiendo. Makis estaba pasando muy mala época, sufría por la pérdida de su madre, y Kustas quería asegurarse de que Luida no cedería si el chico recurría a ella, como en efecto sucedió.
– ¿Y la segunda condición?
– Que aceptara el cargo de administradora de una de sus empresas, obedeciendo siempre sus órdenes. «Mientras cumplas tu promesa, no tendréis nada que temer. Nunca exigiré cobrar el pagaré», dijo.
– ¿Y usted aceptó?
– ¿Acaso tenía otra salida? Estábamos con el agua al cuello.
– ¿Por qué no vendiste tu empresa? -pregunto a Karamitris.
– Supongo que lo dirá en broma. Una empresa endeudada no vale ni un millón. Además… -No termina la frase.
– Además ¿qué?
– Kustas se ofreció a invertir dinero en Fonogram. Puso veinte millones más, firmé otro pagaré y la empresa salió adelante. Desde entonces hemos ido tirando, aunque los beneficios de Fonogram nunca nos alcanzaron para saldar la deuda con Kustas. Nos tenía pillados.
De repente, como si acabara de reparar en el suplicio de todos esos años, el quieto e inexpresivo Karamitris se levanta bruscamente, temblando como una hoja, y las gafas casi se le caen.
– Hemos sido sus esclavos -grita-. Ni siquiera puedo divorciarme de ella. -Señala a su mujer-. Si lo intentara, exigiría el pago de mis deudas y acabaría en la cárcel. ¿No lo entiendes? Tengo que cargar con ella durante el resto de mi vida.
Se deja caer en el sillón. Lleva gafas, pero su ceguera es de otro tipo. Si la hubiese dejado, Luida estaría libre y habría podido romper su compromiso con Greekinvest.
Ella le dirige una mirada despreciativa.
– No te quejes, las cosas no te han ido tan mal. ¿Qué eras tú? Un cantante de poca monta que hacía de telonero mientras la gente cenaba. La que salió perdiendo fui yo. Dinos era un monstruo, pero a su lado disfruté de todas las comodidades. Dejé los lujos para hundirme en la miseria.
– ¿Por qué no me dejaste entonces? -pregunta Karamitris-. Nos habríamos salvado los dos.
– Porque te quería. -Guarda un minuto de silencio en memoria de su amor muerto, pero nadie se pone en pie para honrarlo, ni su marido ni tampoco yo.
– ¿Cuál era tu trabajo en Greekinvest? -pregunto tuteándola, para devolverla al presente.
– Ninguno. En todos estos años, Dinos jamás me pidió nada, hasta el punto de que llegué a olvidarme de su existencia. Sin embargo, a partir de junio pasado empezó a enviarme documentos para que los firmara.
Claro. Hasta entonces había contado con la firma de Petrulias: se había asegurado por partida doble, y cuando Petrulias murió recurrió a Karamitri. Por mucho que Élena se queje de que su marido la tenía encerrada en casa, ella ha salido bien parada. Y fue más lista, si las acusaciones de Makis son ciertas.
– ¿Qué tipo de documentos tenías que firmar?
– No lo sé.
– Oye, ¿me estás tomando el pelo? ¿No leías los papeles que firmabas?
– No había nada que leer. Eran documentos en blanco, con el membrete de la compañía y una crucecita hecha a lápiz en el lugar donde tenía que estampar mi rúbrica.
Kustas le hacía firmar papeles en blanco y después escribía lo que quería. Así se cursó la orden del patrocinio de su equipo.
– ¿Conocías a Jristos Petrulias?
– ¿Quién es? -pregunta sorprendida.
– Tu coadministrador en Greekinvest.
– Es la primera vez que oigo este nombre.
Tiene que ser cierto: lo normal es que Kustas evitara a toda costa que sus dos administradores se conocieran, así que les mantenía bien alejados y los utilizaba según sus conveniencias.
– ¿Es el árbitro que fue asesinado o se trata de una coincidencia? -pregunta Karamitris.
Lo miro sorprendido.
– ¿Lo conocías?
– No, aunque había oído hablar de él. Desde que Kustas me cargó con un equipo de fútbol, tengo que seguir los partidos.
– ¿Con qué equipo te cargó?
– Con el Jasón, de tercera división.
De pronto recuerdo las palabras de Kaloyiru. Oficialmente, Kustas sólo era dueño de un equipo, el Tritón; sin embargo, controlaba toda la tercera división. Mira por dónde, aparece otro equipo de su propiedad. Lo cual me sugiere otra idea. ¿Y si Greekinvest patrocinaba todos los equipos de Kustas?
– Quiero las llaves de Greekinvest -digo a Karamitri-. Tenemos que registrar las oficinas de la empresa.
– Regístrenlas, pero yo no tengo llaves.
– Escucha -le digo-, no empeores las cosas. Te estoy pidiendo que colabores. Sería fácil obtener una orden de registro, forzar la entrada y ponerlo todo patas arriba.
– Fuerce la entrada -replica-. Prenda fuego y quémelo todo. Yo nunca he tenido las llaves. Cuando Dinos quería que firmara un documento, me lo enviaba a casa.
Tampoco en casa de Petrulias encontramos llaves. Si las hubo, los que registraron su vivienda se cuidaron de llevárselas. Ya no tengo más preguntas que hacer y me dispongo a marchar.
– Teniente. -Karamitris me detiene-. ¿Qué pasará si encuentran mis pagarés durante el registro? -Su rostro permanece inexpresivo, pero su voz delata la agonía que experimenta.
– Acabarán en manos de sus legítimos herederos.
– En manos de sus hijos, pues. Tal vez cambien las cosas -dice esperanzado-. Yo me divorcio de su madre y ellos me devuelven los cheques.
– No te hagas ilusiones -interviene la mujer-. Después de mi comportamiento mis hijos no querrán verme ni en pintura.
Tal vez Niki no, pero Makis sí. Sin embargo, ella no lo sabe.
– ¿Dónde estabas la noche que mataron a Kustas? -pregunto a Karamitris.
– ¿Cuándo lo mataron?
– El martes 1 de septiembre, a las dos de la madrugada.
– Estuve aquí en casa, con Lukía. Cenamos, vimos un rato la televisión y nos acostamos.
– ¿Hay testigos que puedan confirmarlo?
– No -responde con un amago de sonrisa-. De haber sabido que iban a matarlo, habría invitado a algunos amigos para celebrar la ocasión.
– ¿Sospecha de Kosmás? -interviene su mujer-. ¿Por qué motivo iba a matar a Kustas? Esta muerte no le beneficia en nada, ya que la deuda sigue pesando sobre nosotros.
Cierto, pero junto con la deuda, ahora tiene un equipo de fútbol, y su mujer es propietaria de Greekinvest. Tengo que morderme la lengua para no decirlo. Primero quiero registrar las oficinas de Greekinvest, averiguar qué otros equipos pertenecían indirectamente a Kustas y después sacar conclusiones.
La mujer me acompaña hasta la puerta.
– Tu hijo vino a verte y tú lo echaste.
Ella suspira.
– Vino tres o cuatro días después de la visita de Dinos y tuve miedo de que lo enviara su padre para ponerme a prueba.
– Si no hubieses tenido miedo de tu ex marido, ¿lo habrías dejado entrar en tu casa? ¿Habrías hablado con él?
Reflexiona unos segundos y, al final, se encoge de hombros.
– No sé, tal vez. -Se produce una breve pausa-. En realidad, nunca fueron hijos míos -añade a modo de explicación-. Tanto Makis como Niki eran hijos de Dinos. Hasta sus nombres… Makis lleva el nombre del padre de Dinos, y Niki, el de su madre. Ni siquiera se le ocurrió ponerles al menos el nombre de uno de mis padres. Eso quedaba fuera de toda discusión: los hijos eran suyos. Yo sólo serví para traerlos al mundo.
Dos calles más abajo, en Venizelu, paro un taxi para que me lleve a la comisaría de Nea Eritrea. A lo largo del trayecto, me entretengo en decidir si la historia de Karamitri y su marido pertenece a la categoría de negocios multimillonarios, como el del conductor del BMW, o a la de mercancía podrida, como la del camionero.