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Capítulo 2

La plaza central de Jora está construida sobre un terraplén, de manera que parece la tarima de un quiosco de música. La cruzan tres callejuelas. Una conduce a las afueras del pueblo, otra a la parada del autobús que cubre el trayecto entre Jora y el puerto, y la tercera no tiene salida; termina delante de la iglesia. Las callejas situadas a derecha e izquierda de la plaza concentran la actividad del pueblo: allí está la tienda de ultramarinos, una carnicería-verdulería y un establecimiento donde venden desde artículos de arte popular hasta botas campesinas. Allí están, además, el café del hermano de mi cuñado, una taberna, un viejo restaurante y dos puestos de suvlakis, uno internacional y el otro griego. El internacional se distingue del griego por el rótulo, que no dice «asador» ni suvlakis sino suvlakerie. Supongo que será una estrategia para atraer a los franceses, que constituyen la mayor parte del turismo de la isla, pero en mi opinión es un error. Los griegos que leen el rótulo prefieren el término «asador» a suvlakerie, y los franceses, que podrían preferir este último, no pueden leer el rótulo porque está escrito en griego. Los establecimientos de la plaza son los únicos edificios que no han sufrido daños durante el terremoto, porque están pegados pared con pared. Su solidaridad los ha salvado.

Han pasado tres horas desde que Adrianí y yo salimos corriendo a la calle. Estoy sentado en el pretil de la plaza, frente a la suvlakerie, aunque ahora no puedo leer el rótulo porque todo está a oscuras. No hay luz ni teléfono. Oímos en un transistor que el epicentro del terremoto se halla en el mar, al norte de Creta, y que ha alcanzado 5,8 grados en la escala de Richter. En las tres horas transcurridas desde entonces, los habitantes de la isla han contado treinta y siete nuevas sacudidas, pero se ha desatado una gran discusión en torno a la última. La mitad sostenía que contaba, la otra mitad argumentaba que no, que sólo había sido un complemento de la penúltima, una especie de oferta dos por uno, como hacen en los supermercados cuando te regalan un disco por la compra de un detergente. Seguro que continuarán discutiendo hasta saciar su masoquismo.

– Después del terremoto de Kalamata, contaron cincuenta y dos réplicas en tres horas -comenta uno que está sentado a mi lado, y por su tono se diría que lamenta que su isla no haya estado a la altura.

El pueblo entero se ha reunido en la plaza. Unos se sientan en las sillas de la taberna y del restaurante, que están cerrados; otros en las del café del hermano de mi cuñado, que está abierto y suele servir naranjadas, Coca-Colas y café con hielo, aunque en esta ocasión nadie pide nada. Todos ocupan las sillas sin consumir y yo me alegro de verle pagar por su avaricia. Los que no llegaron a tiempo para sentarse se pasean por la plaza, entre los chiquillos que corren, juegan al fútbol y se pelean. El jaleo es formidable, porque no sólo alborotan los niños, también gritan los adultos del café a los de la plaza, los de la plaza a los de la taberna y los de la taberna a los del restaurante. Los dos puestos de suvlakis se están forrando. Los niños tienen hambre y no hay nada más que comer. Han puesto las parrillas y se hartan de asar carne para pinchos, que sirven con una rebanada de pan rústico. Al final el pan se acaba y sirven los suvlakis sin nada más. El resplandor de las brasas es la única luz que se ve en la plaza.

Los pocos turistas que quedaban en la isla este mes de septiembre han sido expulsados de la plaza y han buscado refugio en la parada del autobús. Con mucho gusto se marcharían de aquí, pero el autobús, aparcado un poco más abajo, no se atreve a circular y ellos tampoco se atreven a entrar en sus habitaciones para buscar sus equipajes. Algunos se han apostado delante de los asadores y esperan un turno que no les llegará nunca, porque los lugareños no tienen la menor intención de cedérselo.

A medida que avanza la noche y se van repitiendo los temblores, el miedo silencia las voces y acalla el jolgorio. Como si no hubiera bastantes problemas, empieza a caer una fina llovizna que levanta nuevas oleadas de protestas. La furgoneta de la compañía eléctrica pasa por cuarta vez, deprisa y tocando el claxon para abrirse camino.

– ¿Y ahora qué, Lambros? ¿Cuándo volverá la luz? -pregunta mi vecino al acompañante del conductor.

– Ya puedes esperar sentado. Se ha cortado el cable submarino y tardarán en arreglarlo -responde el otro, contento de que, esta vez, la luz se haya ido por una causa justificada, a diferencia de lo que ocurre normalmente, que el suministro se interrumpe sin razón un par de veces al día.

– ¡Vergüenza tendría que daros, inútiles! -increpa mi vecino a los de la furgoneta.

Está dispuesto a seguir despotricando, pero una nueva sacudida le hace perder el equilibrio y se cae del pretil. Un murmullo de infinitos matices se levanta de la plaza. Desde los «ahí va otra vez» de los más flemáticos hasta los aspavientos histéricos de algunas mujeres.

– Vaya, estás aquí. Hemos estado buscándote por toda la plaza -se oye a mi lado la voz de Adrianí.

Viene acompañada de Eleni, su hermana, y de Aspa, la hija de ésta, que estudia tercero de secundaria y es una chica tranquila e inteligente, la más simpática de la familia de mi cuñada.

– ¿Todo bien? -pregunto a Eleni, más que nada por cortesía, porque ya veo que no ha sufrido daño alguno.

– Qué horror, aún estoy temblando. Habíamos ido a la asociación para discutir qué se puede hacer con ese cerdo de Teologu, que pretende construir un hotelazo en el cabo y cerrar la vista de la playa, cuando sentí que el suelo se movía bajo mis pies. El tiempo que tardé en llegar al colegio para asegurarme de que Aspa estaba bien fue un auténtico infierno.

– La culpa es tuya. Claro, el señor no estaba bien en casa y necesitaba unas vacaciones. ¿Cómo no iba a haber un terremoto, si no parabas de quejarte? -Con sus palabras, Adrianí acababa de convertirme en la falla responsable del seísmo.

En realidad no hubo manera de convencerla de que nos quedásemos en casa, gracias a lo cual ahora tendremos que buscar entre los escombros para rescatar bragas y calzoncillos. La injusticia de sus palabras está a punto de sacarme de mis casillas cuando vuelve a atenazarme aquel dolor punzante en la espalda y doy un brinco involuntario.

– ¿Qué te pasa? ¿Otra vez el dolor? -pregunta Adrianí, que lleva veinticinco años espiando todos mis movimientos-. Lo tienes bien merecido, por no querer ir al médico. ¿Se puede saber para qué cotizas a la Seguridad Social?

– Es verdad. ¿Por qué no vas al médico si te duele? -interviene Eleni, echando leña al fuego.

– ¡Porque tiene miedo, como todos los hombres! ¡Todo un teniente de policía, jefe del Departamento de Homicidios! Se pasa la vida enfrentándose a asesinos y a navajeros pero le da miedo ir al médico…

– Sólo es un tirón. No pienso ir a visitarme por un tirón.

– Ya ves, él solito ha hecho el diagnóstico -señala Adrianí, despectivamente.

La conversación se desarrolla sobre un fondo de sacudidas, como si estuviéramos a bordo de un pesquero. La llovizna arrecia. Hará cosa de un mes que apareció el dolor por primera vez. Intenso y repentino, me clava un puñal en el omoplato izquierdo antes de apoderarse del brazo; dura unos diez minutos y luego desaparece. No quiero ir al médico, porque cuando empiezan a mirar siempre acaban encontrándote algo.

Mis pensamientos cambian de rumbo, no gracias a mi voluntad de hierro, sino debido al clamor que recorre la plaza. Al volverme, veo que el alcalde se ha subido al pretil y trata de tranquilizar los ánimos.

– ¡Silencio! ¡Escuchadme un momentito! -grita y el vocerío se calma un poco-. He hablado con el gobernador. Me ha asegurado que ya han enviado mantas y tiendas de campaña. Están en camino -añade satisfecho. En vez de aplacar a la multitud, esta noticia la inflama más.

– ¿Cuándo llegarán? ¿Para Año Nuevo?

– Llevamos cinco horas a oscuras, aguantando la lluvia, ¿y ahora vienes tú a decirnos que aún están en camino? -Advierto un claro énfasis en el «aún».

– ¿Sabes que en Kalamata siguen viviendo en caravanas diez años después del terremoto?

– ¡Qué mierda de Estado! ¡Sólo sabe cobrar impuestos!

El alcalde se esfuerza por apaciguarlos.

– Chicos, un poco de paciencia. No somos los únicos afectados.

– No somos los únicos, pero seguro que seremos los últimos en ser atendidos. Y todo gracias a ti.

– Ya decía yo que no le votáramos, pero no me hicisteis caso -interviene alguien en voz alta.

– Llegarán, están en camino, os doy mi palabra -asegura el alcalde, inquieto ya porque intuye que empieza a perder votos. Busca un punto de apoyo y me encuentra a mí-. Ya ve cómo están las cosas, teniente. Aquí todo se convierte en una odisea. Por desgracia, los que viven en Atenas no se dan cuenta de nada.

– Razón no les falta -se interpone Adrianí, a quien le gusta erigirse en defensora de perros, gatos y apaleados, siempre que no tenga que llevárselos a casa-. ¿Por qué no envía un helicóptero a buscarlas? En la isla hay un helipuerto.

– Pues sí, hay un helipuerto -dice el alcalde meneando tristemente la cabeza-. Aunque sin helicóptero. Nos construyeron el helipuerto, pero llevamos seis años esperando el vehículo. Cuando se produce alguna urgencia, viene un helicóptero de Atenas para recoger al enfermo.

Parece que hoy todo se ha confabulado para llevarle la contraria, porque apenas termina de hablar, se oye el motor de un helicóptero en las alturas.

– ¡Aquí está! ¡Ha llegado! ¿Qué os decía? -exclama el alcalde.

A lo lejos distinguimos el bulto negro del helicóptero que se acerca con su luz intermitente. El cuerpo entero de la policía de la isla, es decir, un subteniente y dos agentes, hacen acto de presencia tratando de imponer orden. Se dan la mano en cadena, pero como sólo son tres, seguro que salen rodando al primer empujón. Sin decir palabra, me planto delante de la multitud.

– Un poco de calma -aconsejo dirigiéndome a la gente-. Los mismos que transportan los equipos los van a repartir entre todos vosotros.

No sé si se impone mi personalidad o el remolino de viento que levanta el helicóptero al aterrizar; el caso es que la gente empieza a retroceder.

El aparato toca tierra, se abre la puerta y sale una joven que ronda los veinticinco años, muy maquillada y emperifollada, al estilo de lo que en mi pueblo llamábamos busconas.

– ¡Aquí estamos! -exclama con entusiasmo.

De repente, la gente estalla en aplausos y la joven empieza a contonearse, juguetona. Tras ella, en vez de mantas y tiendas de campaña, aparecen un tipo con perilla, cámara al hombro, y dos porteadores de cajas, focos y trípodes.

– Pero… si son de la tele -se oye una voz decepcionada. Los aplausos pierden toda su energía, cual gaseosa que se queda sin gas.

– ¿Son de la televisión? -pregunta el alcalde a la joven, preparándose a despotricar contra ellos.

– Ahora no, después -contesta ella apresurada-. Primero quiero ver las casas derruidas. ¿Hay alguna por aquí?

– No, gracias a Dios, pero…

– Ya te he dicho que no habría -recrimina el cámara a la reportera-. Vámonos, estamos perdiendo el tiempo.

– Imposible -replica ella y agarra el micrófono-. Es tarde, perderé el programa.

– ¿Es que sólo cuentan las casas derruidas? -grita el alcalde, indignado-. Llevamos cinco horas a la intemperie, está lloviendo, se ha ido la luz, no hay teléfono, no nos atrevemos a entrar en nuestras casas y a nadie le importa un comino. ¿Qué hemos de hacer? ¿Derribar las casas para atraer vuestro interés?

– ¡Eso es! -exclama la buscona con entusiasmo-. ¡La indiferencia criminal del Estado! ¿Dónde está el alcalde? ¿Hay alcalde aquí?

– Servidor.

– Ah, usted. -No parece convencida, pero no le queda más remedio que conformarse-. ¿Cómo se llama?

– Kalokiris, Yangos.

– Bien, señor Kalokiris. Quédese junto a mí. Lo llamaré para que hable ante las cámaras.

Agarra el micrófono y espera con cierto nerviosismo a establecer comunicación con los estudios. Y, puesto que hoy en día todos trabajan para la tele, Dios incluido, en este preciso momento el latigazo de dos truenos surca el cielo y empieza a llover a mares.

– Buenas tardes, Yorgos… Buenas tardes, señoras y señores… -dice la buscona al micrófono. Es la señal de que la comunicación está abierta-. La situación es dramática en esta región aislada de Grecia, Yorgos. Los lugareños tuvieron que abandonar sus casas con la primera sacudida, que alcanzó 5,8 grados Richter. Ya han transcurrido cinco horas pero los representantes del Estado no han hecho acto de presencia. Como puedes ver, está lloviendo a mares y los isleños esperan en vano la llegada de mantas y tiendas de campaña para pasar su primera noche tras la catástrofe…

– ¿Se han producido daños materiales? -pregunta el presentador.

– No cabe duda de que así ha sido, Yorgos, pero en este momento resulta imposible registrarlos, porque la red eléctrica ha sufrido un fallo y la isla está sumida en las tinieblas. Contamos con la presencia del alcalde de la isla, el señor… -Ya se ha olvidado de su nombre.

– Kalokiris… -añade el alcalde.

– … el señor Kalokiris, quien nos ofrecerá una imagen precisa de lo ocurrido. ¿Cuál es la situación en estos momentos, señor alcalde?

– Nos hallamos en unas condiciones deplorables, como usted ha dicho. Por enésima vez, nos enfrentamos a la indiferencia criminal del Estado. Han pasado cinco horas desde que hablé con el gobernador, que me prometió ayuda. Sin embargo, la ayuda no llega. Los temblores no han cesado, nuestros hijos se encuentran a merced de la lluvia, no nos atrevemos a entrar en nuestras casas…, nos vemos amenazados por enfermedades, epidemias…

Los isleños asienten con la cabeza y oigo sus murmullos de aprobación. Admiro la habilidad del alcalde para manejar los ánimos. Si en este momento se celebraran nuevas elecciones, ganaría por mayoría absoluta.

– Aprovecho la oportunidad que me ofrece su cadena para apelar a las autoridades…

– No siga, se ha terminado el tiempo -lo interrumpe la reportera-. Chicos, nos vamos -indica dirigiéndose a su equipo, que empieza a recoger los bártulos y corre hacia el helicóptero-. Gracias -dice la periodista, antes de echar también a correr.

A medio camino del helicóptero, sus zapatos de tacón quedan enganchados en el barro, se tambalea, está a punto de caer de bruces en el fango, consigue recuperar el equilibrio y alcanza el aparato. Antes de entrar, da media vuelta, como si acabara de recordar algo.

– Que se mejoren -grita.

– ¿Por qué nos desea que mejoremos? -pregunta un hombre-. ¿Es que tenemos la gripe?

Son las únicas palabras sensatas que he oído en toda la tarde.