172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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Capítulo 39

Después de tres días de rayos y truenos, cae una llovizna que no merece ni el desgaste de los limpiaparabrisas. Son las nueve de la noche y voy circulando lentamente desde las luces de la avenida Panepistimíu a las tinieblas de la plaza Omonia. Coches y motos giran despacio alrededor de las obras del metro, como los bueyes de una noria. Hay pocos peatones y los expositores de los quioscos, dispuestos para recibir la primera edición de los diarios, están vacíos.

En la avenida San Konstantino han desaparecido los montones de basura que la cubrían la primera vez que fui a Los Baglamás. En la esquina con Menandru, delante de la iglesia de San Konstantino, dos tipos muy juntitos se dedican al negocio del hachís. Los del coche patrulla que me precede no los ven -o deciden no prestarles atención- porque ningún policía se detiene a arrestar a un camello de poca monta a menos que desde las alturas le hayan ordenado que inicien una operación, por otro lado condenada al fracaso. «La Acrópolis y Plaka, las estatuas y los parques…», decía una vieja canción, la más popular en la academia de policía después del himno nacional. La ponían por los altavoces al menos dos veces al día, ya fuera para vendernos una Atenas inexistente o porque estaban convencidos de que el gobierno de la Junta recuperaría una ciudad «rosa y vaporosa». El plan fracasó estrepitosamente. La Acrópolis no se distingue ni desde el mismísimo barrio de Plaka que la rodea, mientras en los parques, bajo las estatuas, duermen inmigrantes ilegales, yonquis, o ambas cosas a la vez; dos en uno, como los champús.

En la avenida Atenas hay más tráfico que la otra vez, aunque mejor repartido. Los camiones circulan en dirección a Skaramangás, los autobuses de línea en dirección a Atenas. La llovizna se ha convertido en lluvia y el tráfico avanza a paso de tortuga. Tardo media hora en llegar a Los Baglamás. Dejo el coche en la plaza de aparcamiento de Kustas, que está libre.

En el puesto de Mandás, en la entrada, hay ahora un tipo alto y macilento.

– ¿Está aquí el señor Jortiatis? -pregunto.

– ¿Qué quiere?

– Eso no es asunto tuyo. Yo hago las preguntas y tú me das respuestas. -La última frase es la clave para que entienda que soy un poli.

– Pase -dice, abriéndome la puerta.

La sala no ha cambiado desde mi última visita; la misma tapicería color hígado con los rombitos brillantes, la misma disposición de mesas y sillas. Sólo falta la cantante que lamía el micrófono como si fuera un helado. La chica del bar se dedica a su quehacer habitual: secar las copas.

– ¿Dónde puedo encontrar al señor Jortiatis? -pregunto.

– En su despacho -responde ella mientras se contempla en el cristal de una copa, que brilla como un espejo.

– ¿Dónde está su despacho?

– Tercera puerta a la izquierda. -Señala el pasillo que ya conozco de mi anterior visita.

Echo un vistazo en el camerino de Kaliopi, alias Kalia, pero está vacío. Llamo a la puerta que me han indicado y entro sin esperar respuesta. Renos Jortiatis se levanta de un salto y me tiende la mano en un gesto mecánico. En cuanto ve a alguien, extiende el brazo, como si hubiese pasado años trabajando en los peajes de la autopista.

– ¡Teniente! ¿Qué lo trae por aquí?

– Necesito cierta información acerca de las actividades empresariales de Dinos Kustas.

– Tome asiento, por favor.

Nos sentamos y dejo que me observe un minuto largo.

– ¿Eres el propietario de un equipo futbolístico, el Proteo?

Aunque le pillo desprevenido, no tarda en recuperar la sonrisa.

– ¿Es aficionado al fútbol, teniente?

– No lo era, pero tu ex jefe me está convirtiendo a marchas forzadas en un auténtico forofo. Bueno, ¿eres el propietario del Proteo o no?

– Sí.

– ¿Y el Proteo es un equipo de Livadiá?

– Sí.

– ¿Tú eres de Livadiá?

– Nací en Salónica pero me crié en Livadiá. Me trasladé a Atenas después de cumplir el servicio militar.

– ¿Por eso has organizado un equipo en Livadiá? ¿Porque viviste allí?

– Yo no lo organicé; el club ya existía, aunque ocupaba los últimos lugares de la clasificación. Se me ocurrió tomar las riendas del cuadro y ayudarlo a subir, para que Livadiá tuviera un buen equipo de fútbol, aunque fuese de tercera.

– ¿Fue éste el verdadero motivo? ¿O tal vez lo hiciste porque el Muralla China, el patrocinador, también estaba en Livadiá?

Sonríe y contesta sin vacilar.

– Teniente, es normal que un equipo de Livadiá busque su patrocinador en la misma ciudad. Hubiese resultado imposible encontrarlo en Atenas.

– ¿Sabías que Kustas era propietario del Muralla China?

Su sorpresa parece auténtica.

– No -responde.

– ¿No fue Kustas quien propuso que el restaurante fuese el patrocinador?

– No -repite-. Los responsables del restaurante vinieron a verme y me dijeron que les gustaría financiar a un equipo de su ciudad.

– ¿Cuánto dinero daban al equipo?

– Ciento veinte millones al año.

Más los doscientos cuarenta del Tritón, la suma asciende a trescientos sesenta millones. Sólo queda que Kelesidis encuentre la cantidad entregada al Jasón, el equipo de Karamitris.

Las respuestas parecen correctas porque Jortiatis no miente, sólo cuenta medias verdades. Kustas no tenía ningún motivo para revelarle su relación con el restaurante chino, de manera que ordenó al director del restaurante que se pusiera en contacto con Jortiatis.

– ¿Qué tenía Kustas contra ti? -pregunto de repente.

– ¿A qué se refiere?

– El Proteo no es de tu propiedad, ¿no es cierto? Era de Kustas. Tú sólo le servías de tapadera.

– Se equivoca -chilla con su voz de pito y se levanta bruscamente-. El equipo es mío, está a mi nombre.

– Puede que esté a tu nombre pero detrás estaba Kustas.

– En absoluto. Mi relación con Kustas era limpia.

– ¿Y en qué consistía esta relación tan limpia?

A pesar de que hasta el momento se mantenía sereno, ahora empieza a titubear.

– No tenía suficiente dinero para comprar el Proteo y Kustas se ofreció a prestarme cierta cantidad.

– ¿Se la devolviste?

La situación lo incomoda cada vez más y trata de evitar mi mirada.

– No. Cuando vio que tenía dificultades, propuso convertirse en socio invisible del equipo para cubrir la deuda. -Me mira de nuevo-. Los socios en la sombra no son ilegales. Algunos empresarios controlan diez o doce empresas por este sistema.

– No te sulfures, nadie te está acusando. ¿A cuánto ascendía su participación en el negocio?

De nuevo se muestra incómodo.

– Un veinticinco por ciento, al principio. Para cuando murió, había llegado al sesenta por ciento.

– ¿Por qué? ¿Te prestó más dinero?

– No, pero financiaba la contratación de nuevos jugadores.

Salvado por los pelos. Si no lo hubieran asesinado, Kustas habría acabado controlando todo el negocio. Con tres casos distintos entre manos, empiezo a distinguir las tácticas que empleaba Kustas para reclutar colaboradores. Mantenía un tipo de relación con Petrulias, quien a todas luces era su hombre de confianza; otro tipo de relación con Jortiatis, que era un empleado; y otro más con Karamitri y su marido, que eran sus enemigos. El único nexo, el único denominador común, es el paso del dinero de una mano a otra. Lo que en un primer momento pareció un círculo vicioso no es más que un ciclo de lavado. Kustas blanqueaba dinero, ésta es la única explicación razonable. Si al final mi hipótesis se demuestra, habremos confirmado que Kustas y Petrulias murieron a manos de asesinos profesionales. Los de la Antiterrorista tenían razón, aunque no los mataron los capos de la noche sino los del crimen organizado. La idea me deprime porque estoy perdiendo el tiempo. El pájaro ya ha volado. Tal vez logre descubrir la trama del asunto, pero me resultará imposible echar el guante al culpable.

– No tengo más preguntas, hemos terminado -digo y me pongo en pie. Él vuelve a tenderme la mano como un autómata, se la estrecho y me voy.

Al pasar por delante del camerino, veo que Kalia se está maquillando.

– ¿Cómo te va? -pregunto desde la puerta.

Interrumpe su trabajo y contempla mi reflejo en el espejo. No me devuelve el saludo enseguida, porque tarda algunos segundos en recordar quién soy.

– El teniente, ¿verdad? -dice finalmente a modo de saludo.

– El teniente -confirmo mientras me acerco-. ¿Qué quería Kustas de ti la noche en que lo mataron? -Desde luego, no me creí su respuesta del otro día, cuando me comentó que la había amenazado por no mover el culo en el escenario.

Encoge los hombros con indiferencia.

– ¿Qué podía querer de una chica como yo? ¿Que me abriera de piernas? En cualquier caso, para eso no necesitaba recurrir a mí. Tenía a su disposición mujeres mucho más interesantes que yo.

– La otra vez me dijiste que te había amenazado con ponerte a fregar el suelo porque no movías bien el culo en el escenario.

– Si tú lo dices…

– Lo que yo digo es que tuvo que hablarte de otro tema. ¿De qué, Kalia?

– Mira, yo no me acuerdo de lo que te conté a ti ni de la conversación con Kustas. Déjame en paz, tengo que prepararme.

Podría llevarla a Jefatura y presionarla un poco, pero ¿para qué? Lo que ya sé de Kustas basta para comprender sus tejemanejes. Y, desde luego, no hablaría con Kalia de su relación con la mafia.

Al salir del camerino, me topo con Makis, que sigue fiel a su atuendo de vaquero y me fulmina con una mirada incendiaria. Me pregunto cuándo lava la ropa.

– ¿Has investigado lo que te dije de mi madrastra? -pregunta.

– ¿Desde cuándo tengo que pasarte informes de mis actividades?

Llego a casa quince minutos antes de lo prometido, a las doce menos cuarto. Adrianí está viendo la televisión, a pesar de que suele acostarse alrededor de las once.

– ¿Por qué no duermes? -pregunto.

– Se me ocurrió esperarte por si querías comer algo.

Le pido que me traiga un poco de cena porque me sabe mal que se haya quedado esperándome.