172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 43

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Capítulo 41

En esta ocasión, para ir a casa de Kustas circulamos por el bulevar Vuliagmenis en lugar de tomar por la avenida de la costa. Es el segundo día de llovizna. No se decide a llover del todo ni a escampar de una vez, sino que caen unas gotitas dispersas que crispan los nervios. Es como tener unas décimas, no te encuentras bien ni estás enfermo. Un tiempo de mierda.

– ¿Para qué necesitas el limpiaparabrisas? -me quejo a Dermitzakis-. En lugar de ayudar, aún ensucia más el cristal.

Lo para y me tranquilizo, me distraía tanto vaivén y no me permitía pensar. Mira por dónde, Nasiulis tenía razón. Kustas había organizado una defensa en zona imposible de romper, incluso después de su muerte. Franqueas la primera línea, que son sus clubes, y te topas con Greekinvest. Apartas Greekinvest y chocas con Karamitri. Eludes a Karamitri y te encuentras con Jortiatis. Y cuando logras esquivarlos a todos, topas con el guardameta: la contabilidad clandestina y los socios mañosos. Cierto que me hallo en posesión del balón, pero no consigo pasarlo a un compañero ni mucho menos marcar un gol. Me pregunto si Guikas y la Antiterrorista me asignaron el caso justamente porque sabían que no sería capaz de superar la defensa en zona de Kustas. Ahora me dispongo a registrar su residencia, aunque mi entusiasmo se ha esfumado y no confío en obtener ningún resultado positivo. Un gato viejo como él no guardaría las pruebas en su propia casa. Antes teníamos los archivos secretos del Foreign Office y, cada vez que afloraba un documento, se producía un escándalo. Ahora todo quisque tiene archivos secretos y el Foreign Office se ha desprestigiado.

La residencia de Kustas sigue ofreciendo el mismo aspecto de fortaleza que recuerdo de mi visita anterior, aunque el parecido no va más allá. Llamo al timbre, se oye un chasquido y la puerta se abre sola. Ni guardias de seguridad ni filipinas con recetas de soja. En el jardín, las pocas flores languidecen por falta de agua y las estatuas de imitación aparecen cubiertas por una capa de mugre, como si hubieran pasado siglos a la intemperie.

La puerta de la casa está cerrada y volvemos a llamar. Makis abre con un «dónde has estado, coño» y se sorprende al vernos. Sus ojos inquietos saltan de un lado a otro y sus músculos están en tensión. Supongo que esperaba al camello que le proporciona su dosis y se pone histérico cuando nos ve.

– ¿Se puede saber qué coño quieres? -grita, presa del pánico y de la desesperación.

– Cálmate, Makis -respondo en tono sereno-. Sólo queremos registrar la casa. Creemos que tu padre escondió aquí unos documentos que necesitamos.

– Imposible, estoy esperando a unos amigos. Haber llamado antes.

Qué amigos ni qué tonterías, lo que está esperando es a su camello.

– No tardaremos mucho. Registraremos su despacho y asunto concluido.

Makis se echa a reír.

– ¿Qué despacho? Mi viejo no tenía despachos, ni en casa ni en ningún otro sitio. Evitaba establecer una sede fija para así escabullirse con facilidad.

– Entonces echaremos un vistazo por la casa.

La idea no le entusiasma, pero como todos los yonquis prefiere evitar enfrentamientos con la policía.

– Bueno, pues pasa y registra -dice-. Desde luego, eres como las moscas. Cualquiera diría que te gusta remover la mierda. -Y se dirige a la sala de estar.

Lo único que queda en la estancia es la oscuridad. Todo lo demás está en vías de desaparición. El sofá y los sillones se hallan ocultos por un montón de pantalones, camisas y cazadoras. Las dos sillas de madera donde imaginé al rey Arturo en compañía de Ivanhoe están llenas de botellas de vino y de whisky, y latas de Coca-Cola. En el estante hay toda una colección de copas, como si estuvieran de oferta en un supermercado. Makis se deja caer en un sillón, aplastando la ropa.

– ¿Dónde está la asistenta? -le pregunto.

– La he despedido, a ella y a todos los demás -responde con una repentina expresión de felicidad-. Mi padre y mi madrastra les pagaban para que me espiaran. Era como tener la pasma en mi propia casa, todo el día vigilando adónde iba, qué hacía, si comía o si bebía. En cuanto me deshice de Élena, los eché también a ellos, así estoy más tranquilo. -Se expresa con la alegría de un chico que, recién cumplida la mayoría de edad, se ve libre de la dependencia de sus padres para caer de lleno en otra peor.

– ¿Qué habitaciones hay en la planta baja? -pregunto.

– El comedor, la cocina y un cuarto de baño. Arriba hay tres dormitorios y dos cuartos de baño. En el jardín, junto a la puerta de la cocina, veréis una escalera que lleva al sótano.

– Empecemos por el sótano -indico a Dermitzakis. Si Kustas hubiese escondido algo en su casa, lo más probable es que lo hubiera metido allí.

De nuevo en el recibidor, me fijo en una puerta cerrada. La abro y paso a un comedor cuyas ventanas aparecen cubiertas por pesados cortinajes. Salta a la vista que Makis no lo utiliza, porque está decorado con esmero y parece una sala de museo donde se exhiben objetos del periodo Élena Kusta. La mesa es rectangular y espaciosa, con lugar más que suficiente para las diez sillas que la rodean. El aparador es de cuatro hojas y ocupa toda la pared de la derecha. Encima, distingo una hilera de objetos de cristal: jarrones, platos y fuentes. En la pared de la izquierda, dentro de una vitrina, están expuestos los objetos de plata. Colgados sólo hay tres cuadros: dos retratos separados por un paisaje. Las flores del jarrón de cristal que adorna la mesa se han marchitado y sus pétalos, esparcidos sobre la superficie, confieren al lugar un aspecto de bodegón otoñal.

La cocina, que está junto a la sala de estar, es grande, espaciosa y repulsiva. Si Adrianí estuviera aquí conmigo, se desmayaría y tendría que recurrir a las sales para reanimarla. Los platos apilados en el fregadero llegan hasta el mismísimo grifo y los mármoles a ambos lados de la pila aparecen cubiertos de cajas con restos de pizza, papeles con suvlakis a medio comer, patatas fritas resecas y un pollo asado destripado. Cualquiera diría que los basureros se han declarado en huelga indefinida por lo que al domicilio de Kustas se refiere. A Makis se le debió de derramar naranjada o Coca-Cola porque al primer paso los zapatos se nos pegan al suelo y corremos el riesgo de salir descalzos.

En el jardín, Dermitzakis y yo hacemos ejercicios de respiración para airear los pulmones. La escalera que conduce al sótano sólo tiene cuatro escalones. La puerta de madera no está cerrada y tras abrirla de un empujón, pasamos a una habitación más oscura que el resto de la casa. A tientas, Dermitzakis encuentra el interruptor. Menos mal que Makis se ha acordado de pagar la factura de la luz.

El sótano ocupa toda la extensión de la casa y cumple la función de bodega a la vez que de sala de estar para el servicio. Contra la pared de la izquierda hay una lavadora y una secadora. A su lado, dos cestos enormes, probablemente para la ropa sucia. Dermitzakis se acerca, echa un vistazo y abre la lavadora. Se limita a cumplir con su deber y, como es de esperar, no encuentra nada. Apoyadas en la pared del fondo veo dos bicicletas, que seguramente pertenecieron a los hijos de Kustas. Niki dejó la suya y se fue, Makis se dedicó a otros menesteres, de manera que las bicicletas se están oxidando en el olvido.

El espacio a la derecha alberga la bodega, donde destaca un armatoste con cuatro anaqueles para guardar las botellas tumbadas. Son vinos de importación, probablemente franceses, porque ni siquiera soy capaz de deletrear los nombres de las etiquetas. Al parecer Kustas se llevaba a casa algunas de las provisiones de Le Canard Doré para disfrutarlas en privado. Me acerco al botellero. Es un esqueleto de madera con un tablero en la parte posterior, apoyado en la pared sin ningún tipo de sujeción.

– Ayúdame a apartar esto -ordeno a Dermitzakis. Si Kustas tenía un escondrijo para sus documentos ilegales, éste es el lugar más probable.

– Se caerán las botellas -me advierte Dermitzakis.

– Pues que se caigan. El que las trajo ya no las necesita, y su hijo más vale que deje la bebida.

Agarramos el armatoste para separarlo de la pared, aunque pesa mucho y nos cuesta bastante moverlo apenas unos centímetros hacia delante. Debido a la humedad, la pintura está desconchada y cubierta de verdín, pero no hallamos caja fuerte ni abertura secreta alguna, así que volvemos a dejar el botellero como lo hemos encontrado.

Echo un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que no hay otro lugar apropiado para que Kustas escondiera sus libros de contabilidad.

– Vámonos -indico a Dermitzakis-. Aquí no encontraremos nada. El sótano era nuestra única esperanza y dudo de que en los dormitorios descubramos algo interesante.

El primer piso ofrece la misma imagen que la planta baja. El dormitorio de Makis está hecho una pocilga, mientras que los otros dos permanecen limpios y ordenados. Empezamos a registrar la habitación de Kustas, buscando en los cajones y debajo del colchón como esos detectives de película que desprestigian el trabajo policial con sus chorradas, cuando de pronto suena el busca de Dermitzakis.

– Es de Jefatura -dice y corre al dormitorio de Makis, donde hay un teléfono.

Sigo buscando sin confianza y sin resultados, hasta que oigo la voz de Dermitzakis a mi lado.

– Vlasópulos quiere hablar con usted, teniente.

El hecho de tener una excusa para abandonar el registro casi representa un alivio.

– Teniente, acaba de llamar Antonópulos. En este momento Élena Kusta se encuentra en un piso en Kipseli. Antonópulos pregunta qué debe hacer.

– Que no se mueva de donde está. Dame la dirección.

– Calle Prinopulu, número 4, segundo piso.

– Nos largamos -anuncio a Dermitzakis al colgar el teléfono-. Aquí no hay nada que hacer.

– ¿Adónde vamos?

– Al nido de amor de Élena Kusta, en Kipseli.

Al pasar por delante de la puerta de la sala de estar, veo que Makis sigue sentado en el sitio donde lo hemos dejado, contemplando la pared de enfrente con ojos vidriosos. Nada indica que se haya percatado de que nos marchamos.